Thomas D. Williams L.C., “El Evangelio de Judas”, Zenit, 6.IV.2006

«National Geographic» ha anunciado su intención de publicar una traducción en varios idiomas de un antiguo texto llamado «El Evangelio de Judas» a finales de este mes. El manuscrito de 31 páginas, escrito en copto, hallado en Ginebra en 1983, no aparece hasta ahora traducido en las lenguas modernas. El padre Thomas D. Williams L.C., decano de la Facultad de Teología de la Universidad «Regina Apostolorum» de Roma, comenta la importancia de este descubrimiento.

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Algunos mitos sobre el dinero de la Iglesia en España, 27.IV.2005

El español medio no tiene una gran cultura económica y es fácil hablar de dinero dando la sensación de que “hay algo turbio”. Es bueno aclarar algunos mitos.

Queremos comentar aquí algunas ideas que circulan últimamente sobre la economía de la Iglesia en España y más en concreto sobre su relación con el Estado. No hablaremos de las cuentas de la Santa Sede ni de la Iglesia en otros países, excepto por comparación.

MITO 1: La Iglesia es, económicamente, UNA gran entidad Falso. Jurídica y administrativamente, la Iglesia católica no es UNA entidad. Son -textualmente- 40.000 entidades distintas, sólo en España. Son parroquias, órdenes, movimientos, asociaciones, fundaciones, organizaciones, diócesis… Cada una tiene su propio estatuto económico, cada una lleva sus propias cuentas, según las leyes civiles vigentes y según el derecho canónico. El tesorero de un obispado no tiene nada que ver con el de una ONG católica o con el de una parroquia. Hablar de “el dinero de la Iglesia” es como hablar de “el dinero de la sociedad civil”: se refiere a muchas entidades distintas y de muy diversas funciones.

MITO 2: En España, el Estado subvenciona a la Iglesia.

Falso. Son los ciudadanos quienes libremente asignan una cantidad de dinero a la Iglesia mediante la famosa “crucecita” del IRPF. El Estado no da ese dinero, lo dan los ciudadanos. El Estado lo único que hace es ayudar a recaudarlo.

MITO 3: El “sistema alemán” de financiación de la Iglesia es una alternativa que propone el Gobierno Ojalá. El secretario de Libertades Públicas del PSOE, Álvaro Cuesta, propuso hace unos meses recurrir a un sistema “similar al alemán”, que según él es un “impuesto religioso voluntario y adicional” donde el Estado haría de mero recaudador. En realidad, en Alemania, cada ciudadano con capacidad fiscal, por el sólo hecho de estar bautizado, destina automáticamente a su iglesia (católica o protestante) una cantidad adicional de un 9% sobre lo que paga a Hacienda (un 8% en Baviera y Baden-Wutenberg).

La administración alemana se queda entre un 2 y un 4,5% de comisión según el land. Sólo se libran de pagar aquellos que renuncian a su fe mediante declaración de apostasía. Así, en el 2003, la Iglesia católica de Alemania, la más rica de Europa, ingresó, por la vía del Impuesto sobre la Renta, casi 4.500 millones de euros. ¡Compárese el contraste con los 141 millones que recibirá la Iglesia española por la “crucecita” del IRPF este año 2005! Sería muy extraño, realmente, que el Gobierno implantase este sistema en España.

MITO 4: “Lo de las expropiaciones es cosa del pasado”.

En España el Estado tiene una larga tradición de confiscar bienes eclesiales. Cuando al Estado le falta dinero, confisca cosas a la Iglesia. Empezó en 1768 (Reforma de Olavide), cuando se expulsó a los jesuitas y se confiscaron sus tierras. Justo antes de la Guerra de Independencia (desamortización de Godoy) se confiscaron los bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia y cofradías, casi todas ellas entidades eclesiales.

En 1808 era José Bonaparte, el hermano de Napoleón, quien confiscaba bienes eclesiales. En 1823 fueron las Cortes de Cádiz, decretando la reducción a un tercio del número de monasterios y conventos. De 1834 a 1854 la famosa desamortización de Mendizábal confiscó todas las propiedades de monjes y frailes y parte de las del clero secular. En 1855 la Ley Pascual Madoz fue la confiscación más completa de bienes del clero, tanto regular como secular. Estas confiscaciones enriquecieron sobre todo a la burguesía urbana y rural.

Hoy, más eficaz que expropiar es amenazar una y otra vez a la Iglesia con dificultar su financiación. El 4 de mayo de 2004 el ministro de Justicia, Juan-Fernando López Aguilar ya declaró que el Gobierno quiero revisar la financiación de la Iglesia y reformar los Acuerdos de 1979, entre la Santa Sede y el Estado. El 22 de julio era el ministro de Trabajo, Jesús Caldera, quien anunciaba que la financiación de la Iglesia “tendrá que acabarse algún día”.

Pero aún así hoy, en pleno siglo XXI, la tradición de expropiar se mantiene viva. El 27 de diciembre de 2004, uno de los portavoces del tripartito catalán, Joan Boada (IC-V-EUA) pedía en el DIARI DE GIRONA “una confiscación y posterior socialización de los bienes de la Iglesia”. En mayo de 2002, el arquitecto Oriol Bohigas, ex-concejal y actual asesor del alcalde socialista de Barcelona, pedía “que la Sagrada Familia sea el vestíbulo de la estación del Tren de Alta Velocidad”.

Una víctima preferencial son los conventos de monjas carmelitas: en el 2003 el Ayuntamiento de Córdoba (IU) quería expropiar un huerto a un convento carmelita, pero 40.000 firmas y una oleada de e-mails pararon la medida. Lo mismo intentó el ayuntamiento socialista de León en el 2004 con sus carmelitas descalzas, con la consiguiente oleada de quejas ciudadanas. En Esplugues (Barcelona), el Ayuntamiento socialista este año 2005 acosaba con deshaucios y expropiaciones a un monasterio de dominicas aunque la presión ciudadana ha bloqueado el proceso por ahora.

Tomado de ForumLibertas.com

Alejandro Rodríguez de la Peña, “Leyendas negras de ayer, hoy y mañana”, Alfa y Omega, 20.V.2005

Cuando se aborda la historia de la Iglesia católica, tarde o temprano nos encontraremos con el fenómeno historiográfico que se ha dado en llamar leyenda negra. Ésta consiste en una labor de propaganda, de desinformación, que, a través de la presentación tendenciosa de los hechos históricos, bajo la apariencia de objetividad y de rigor histórico o científico, procura crear una opinión pública, bien anticlerical, bien anticatólica. Por eso se aparta de lo que podría aceptarse como una simple crítica, una denuncia honesta y rigurosa de los errores cometidos por los miembros de la Iglesia, dando en cambio una imagen voluntariamente distorsionada del pasado de la Iglesia, para convertirla en una descalificación global de una misión milenaria, tanto antes como, sobre todo, en la actualidad. Continuar leyendo “Alejandro Rodríguez de la Peña, “Leyendas negras de ayer, hoy y mañana”, Alfa y Omega, 20.V.2005″

Amy Welborn, “Descodificando a Da Vinci”, Palabra, X.2004

Los hechos reales ocultos en “El Código DaVinci”

“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. SAN JERÓNIMO Prólogo a Isaías Índice Prólogo Cómo usar este libro

Introducción
Capítulo 1.Secretos y mentiras
Capítulo 2. ¿Quién seleccionó los Evangelios?
Capítulo 3. Elección divina
Capítulo 4. ¿Reyes derrocados?
Capítulo 5. María, llamada Magdalena
Capítulo 6. ¿La era de las diosas?
Capítulo 7. ¿Dioses robados? El cristianismo y las religiones mistéricas
Capítulo 8. ¿Seguro que ha entendido correctamente a Leonardo?
Capítulo 9. El Grial, el Priorato y los Caballeros Templarios
Capítulo 10. El código católico
Epílogo: ¿Por qué importa?

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Vittorio Messori, “El anticatolicismo ha sustituido al antisemitismo”, La Razón, 20.X.2004

El conocido escritor y periodista italiano Vittorio Messori ha salido al paso de la ola de anticatolicismo que impera en toda Europa en una entrevista publicada estos días por el diario italiano «Il Messagiero». Messori analiza la situación y afirma que «afortunadamente» ha terminado el antisemitismo, pero ha sido sustituido en la cultura occidental por un «anticatolicismo» férreo. El intelectual asegura que, sin embargo, esta «furia anticatólica» es «providencial». Messori es célebre, además, por ser autor de un libro de conversaciones con el Papa que se ha convertido en bestseller en todo el mundo: «Cruzando el umbral de la esperanza». Continuar leyendo “Vittorio Messori, “El anticatolicismo ha sustituido al antisemitismo”, La Razón, 20.X.2004″

Antonio Fontán, “Europa y el cristianismo”, ABC, 2.X.2003

Europa, «la más hermosa de las tierras», como dijo Plinio (23-79 d.C.), era para griegos y romanos y para la Edad Media una de las tres partes del mundo. Las otras dos de entonces se llamaban como ahora, Asia y África. Los más antiguos testimonios de esta tripartición del orbe que se conservan son de Heródoto (480-424 a. C.), el «padre de la historia» y el primer escritor occidental que enriqueció con su elocuencia este género literario. Pero no fue él quien puso el nombre a Europa. Lo empleaba como algo conocido y declaraba ignorar el origen de esta denominación. «No existen datos que especifiquen de dónde ha tomado ese nombre, ni quién fue el que se lo impuso».

Según una leyenda procedía del de una princesa fenicia de la que se prendó Zeus cuando la vio jugando con otras muchachas en una playa y la raptó, montándola sobre los lomos del manso toro blanco en que se había transformado para esta aventura. Pero Heródoto no lo creía, porque la bella princesa era de Asia y ni el toro ni ella pisaron el continente europeo.

Antes de Heródoto, Europa, como nombre geográfico, había sido mencionada en el relato de un viaje del dios Apolo por la Hélade. Allí se llamaba Europa a la Grecia continental, pero sólo a ella. ¿Sería que entre el tiempo de ese himno y el de Heródoto el nombre se extendió hasta designar toda una parte del mundo? ¿O es que el vate lo aplicó a ese espacio más reducido para distinguirlo de las islas y del Peloponeso? En todo caso, la división del mundo en esas tres partes, separadas entre ellas por el río Don, el mar Mediterráneo o la cuenca del Nilo, fue doctrina común entre los griegos desde el siglo V a. C. De ellos la tomaron los romanos y de estos los europeos de los «siglos oscuros» y los de la Edad Media.

Ya en el 700 a. C. había establecimientos helénicos en las costas de Anatolia y en las del Mar Negro. Pero aquello no era Europa sino Asia. Después de Alejandro (356-323 a. C.) los griegos y su cultura se adueñaron de los dominios del «Gran Rey» y de Egipto. Pero esos reinos pertenecían a Asia o a África. Por el contrario, la península itálica, sus islas y las colonias y centros comerciales griegos del Mediterráneo occidental (Marsella, Ampurias, etc.) estaban en Europa.

La primera Europa que conoció la Antigüedad fue la griega que, desde la Hélade en oriente, llegaba a Italia, a la gran colonia de Marsella y a las más modestas de Iberia. Después, Europa fue la de la Roma republicana de la cultura grecorromana de expresión latina. Con centro en Italia abarcaba desde Tracia a los Alpes, el sur de la actual Francia y las provincias hispanas, y se coronó con la conquista de las Galias por César y su desembarco en Britania. En los primeros reinados del Imperio sus límites fueron el Rin y el Danubio, hasta sus desembocaduras en las provincias de la «Germania inferior» y de Dacia. Finalmente, a partir del siglo IV, se entiende por Europa, la Europa cristiana, que en seiscientos años alcanzaría a cubrir todo el continente. Esa es la Europa que tiene su continuación en el resto de la Edad Media y en la Moderna hasta hoy, por muy secularizados que estén en la actualidad los pueblos y los estados.

Un ilustre y acreditado historiador británico, recientemente fallecido, John Morris Roberts, es autor, entre otras monografías y obras generales, de una de las mejores historias de Europa que yo conozco. Se publicó en Oxford en 1996 y no ha sido traducida al español. Con el estilo sobrio y directo de los buenos escritores anglosajones de ahora el profesor Roberts gusta de salpicar su prosa con frases rotundas y expresivas.

Así, en uno de los primeros capítulos de su libro, al enunciar las herencias que han dado vida y significación al continente, escribe que en los últimos años del reinado de Augusto ocurrió un acontecimiento del que se puede afirmar que no ha habido ningún otro de tanta repercusión en la existencia de la humanidad. «Fue, prosigue, el nacimiento en Palestina de un judío que ha pasado a la historia con el nombre de Jesús». Para sus seguidores, que pronto se llamaron cristianos, la trascendencia de este hecho se basa en que entendieron que era un ser divino. «Pero no hay que decir tanto para encarecer la importancia de ese Jesús. Toda la historia lo pone de relieve». «Sus discípulos iban a cambiar el mundo. En lo que concierne a Europa, ningún otro grupo de hombres o mujeres ha hecho más para conformar su historia».

«No ha dejado de haber, reconoce el profesor inglés, violentos desacuerdos sobre quién era Jesús y lo que hizo y se propuso hacer. Pero es innegable que su enseñanza ha tenido mayor influencia que la de ningún otro «santo» de cualquier época, porque sus seguidores lo vieron crucificado y después creyeron que resucitó de entre los muertos». «Somos lo que somos, concluye Roberts, y Europa es lo que es, porque un puñado de judíos palestinos dieron testimonio de estas cosas».

Los discípulos y continuadores de esos palestinos, en menos de diez generaciones -o sea, unos tres siglos-, cristianizaron en griego y en latín el mundo romano, integrando en su mensaje religioso los valores, principios e historias del judaísmo, cuyos libros sagrados pasaron a formar parte de su patrimonio espiritual y cultural, junto con los que referían la vida y las enseñanzas de Jesús -los Evangelios- y los escritos doctrinales de los primeros y más inmediatos seguidores del «Maestro».

Ambas series de obras, conocidas como el Antiguo y el Nuevo Testamento, constituyen la Biblia de los cristianos.

Desde el siglo V el cristianismo se propagó por tierras y pueblos no romanizados (los celtas irlandeses, los godos, francos y otros germanos invasores), gracias a la acción misionera de los monjes y a la obra política de los reyes. Hacia el año mil o poco después había llegado por el lado latino a Escandinavia y al centro del continente hasta Polonia. Por el lado bizantino, con la escritura cirílica y la vieja lengua eslava, se asentó en Bulgaria, en lo que hoy es Ucrania («ukraina» es frontera) y en la Rusia de Kiev.

Pero al nivel de la época el cristianismo había asimilado la filosofía y la ciencia de los griegos y los conceptos y principios romanos de la persona, la igualdad y universalidad del género humano y la organización política de la sociedad, el derecho y el poder. Todos esos contenidos y doctrinas los recibe la Modernidad por la «intermediación cristiana». Hasta el siglo XX, el de los totalitarismos nazi y comunista, todo -lo bueno y lo malo, las guerras y las paces- ha quedado entre cristianos: ortodoxos o heterodoxos, de una u otra confesión o iglesia, como ya venía ocurriendo desde la Edad Media: Dante y Bonifacio, Loyola y Lutero, Trento y Calvino, Descartes y Kant, Galileo y Newton, Maquiavelo y Erasmo Pero tratando de cristianismo y Europa no todo es historia. También hay sociología. La mayoría de los ciudadanos de la actual Unión son cristianos. Asiduos o no a la práctica de sus respectivas confesiones, los cristianos superan los dos tercios de la población de los «quince». Con las diez nuevas incorporaciones su número y proporción aumentarán. Son herencia viva de la cultura cristiana en Europa hasta el calendario, las fiestas, el descanso semanal y el domingo, así como la influencia ideológica y moral de las iglesias. Las familias europeas suelen bautizar, por lo menos en su mayor parte, a sus hijos y quieren que en su país y entre los suyos se conozcan los hábitos y tradiciones del cristianismo. El anticristianismo de marxistas y de nazis, vencido por la historia, ha arriado sus banderas o ha limado sus uñas. La libertad religiosa -que implica la de no tener religión- es un principio compartido por creyentes e increyentes. Política y religión son entidades separadas. En una palabra, ha acabado siendo de general aceptación el principio enunciado por Jesús de Nazaret cuando mandó «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

No obstante, parece existir en algunos doctrinarismos oficiales de ciertos estados y políticos un nuevo laicismo militante que conduce al absurdo de negar la historia de los pueblos y la realidad social.

Por el contrario, recoger en el pórtico de la Constitución europea la herencia del cristianismo no es un confesionalismo anacrónico. Será el reconocimiento, a la altura del siglo XXI, del propio ser de Europa, de su cultura y la de las naciones que la integran.

Juan Velarde Fuertes, “La Iglesia y el dinero”, Alfa y Omega, 13.IX.2001

Cada época necesita un orden socioeconómico diferente. Al abrirse y enlazarse el mundo económico en los siglos XV y XVI gracias a los descubrimientos lusitanos y españoles, se hundió para siempre la Edad Media como idea directriz de lo económico. Schumpeter, en su Historia del Análisis Económico, nos señala cómo así, entre otras cosas, se hizo añicos todo un planteamiento que ascendía hasta Aristóteles, al escribir que «nada más fácil que mostrar que lo que primariamente interesaba a Aristóteles era lo natural y lo justo, vistos desde la posición de su ideal de la vida buena y virtuosa, y que los hechos económicos y las relaciones entre hechos económicos por él considerados y estimados se presentan a la luz de los prejuicios ideológicos que se podían suponer en un hombre que ha vivido en, y ha escrito para una clase culta y ociosa que despreciaba el trabajo y los negocios, amaba, naturalmente, al agricultor que le alimentaba y odiaba al prestamista que explotaba al agricultor». Pero todo se altera cuando, al concluir el Medioevo -agrega Schumpeter en esta obra fundamental-, «los escolásticos tardíos analizaron la actividad económica en sí misma -la industria decía san Antonio de Florencia-, y particularmente la actividad comercial y de especulación, desde un punto de vista contrapuesto diametralmente al de Aristóteles. El hombre económico de épocas posteriores asomó ya en la concepción de la razón económica prudente, frase tomista que adquirió una connotación nada tomista por la interpretación de Juan de Lugo: la prudente razón implica en efecto, según Lugo, la intención de conseguir ganancias por cualquier medio legítimo».

El capitalismo naciente, que ha puesto así a su favor a la escolástica tardía, logrará pronto el apoyo de la Escuela de Salamanca. Con Domingo de Soto o Tomás de Mercado, y, por supuesto, con toda esa pléyade de discípulos de Francisco de Vitoria que encabeza Martín de Azpilcueta, al justificar el pago de intereses, se abre una comprensión nueva del fenómeno económico desde el punto de vista de la Iglesia católica. El que con esta ayuda se pudieron conseguir progresos, en el ámbito católico, tan importantes como sucedió en la Europa nórdica con el auxilio de las tesis de los teólogos puritanos estudiados por Max Weber, es algo crecientemente admitido. Sin ir más lejos, basta consultar a Amintore Fanfani.

Es más, este sistema crecientemente globalizado, con una complejidad grande en sus estructuras financieras, basadas, entre otras cosas, en una especulación creciente, nunca vista, crea un punto de apoyo tal, como he señalado en mi contestación al discurso de recepción en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas del cardenal Rouco el 29 de marzo de 2001, que hoy, prácticamente, todos los pueblos podrían tener una vida decente si sus gobernantes dejasen de ser, simultáneamente, incapaces y corruptos. Esto es, el juego de los mercados -lo que exige especulaciones-, su acción en lo financiero y en lo productivo, no es nada malo ni condenable. Es más, se puede demostrar que así es como el hombre dejó de ser aquel ser degradado, maloliente, de escasa esperanza de vida, al que aludió Hobbes.

Después de la Revolución Industrial existió en la Iglesia de Francia -recordemos los célebres sermones del padre Félix S.J. en Notre Dame- una admisión de los planteamientos de la ortodoxia de los grandes clásicos. Una serie de excelentes economistas, desde Paul Leroy-Beaulieu a Thery y los componentes de la Escuela de Angers, sostuvieron estos puntos de vista hasta ser sumergidos por la corriente doctrinal católica alemana, que se vinculó a la heterodoxia económica del historicismo y del socialismo de cátedra. En Francia también, a comienzos del siglo XX, la Iglesia defendió sus activos, trasladándolos a España, al huir de la campaña anticlerical del Gran Oriente Francés, cuando éste lanzó el llamado asunto de los mil millones. También esta Iglesia tuvo equivocaciones tan espectaculares como el célebre asunto Bontoux, que provocó una ejemplar reacción entre la Jerarquía gala. El primer impulso a nuestra industria hidroeléctrica, en parte, partió de ahí, de esta llegada de fondos católicos galos. Y mucho nos benefició, así como a las necesidades de la Iglesia en el país vecino.

Sin embargo, en el siglo XX, un grupo importante de católicos, y dentro de él algunos teólogos, comenzó a dejarse influir por asertos que, de algún modo, se enmarcan en la marcha hasta el socialismo de la que habló también Schumpeter en su postrer ensayo. Procuraron crear una mala conciencia en los empresarios, en los financieros, en los grandes dirigentes de la vida económica. Sólo el Estado, con su intervencionismo, o extraños y utópicos movimientos contra el capitalismo, podían justificarse moralmente. Su presión fue colosal, al menos hasta que la encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II, comenzó a levantar esta losa, tras haber escuchado Su Santidad a un importante grupo de maestros de la economía.

El reflujo ha comenzado, pero los rescoldos de esta reacción contra el mercado, contra la especulación, contra la búsqueda de beneficios, aún permanecen. Por eso se considera incluso impropio que la Iglesia se dedique a actuar en el mundo financiero. Pues bien, hay que decirlo alto y claro. La Iglesia tiene obligación de, con los fondos que administra, obtener las mayores rentas posibles, para dedicarlas a sus fines pastorales: tareas caritativas, acciones misioneras, atención pecuniaria de los servidores del culto, desarrollo de los centros de enseñanza. Por tanto, nada de desagarrarse las vestiduras porque estos fondos se inviertan en los mercados financieros. Otra cosa sería estúpido.

Dicho esto, es también evidente que se trata de dinero sagrado, esto es, que no es tolerable cometer con él imprudencias, como se ha puesto, por ejemplo, en evidencia más de una vez, y no sólo en el caso de Gescartera, en el que la acumulación de estupideces y de estúpidos asombra. Por ello creo que ha llegado el momento, para la Iglesia española, de crear un Consejo, Comisión, o cosa así, de notables expertos en cuestiones financieras a los que se convoque -y que tendrían, a mi juicio, responsabilidad moral grave si no acuden a esa convocatoria-, para aconsejar a la Jerarquía en estas cuestiones. Con este Consejo o Comisión, no hubiera sida posible que se cayese en el garlito de los pingües beneficios que anuncian, más de una vez, los aventureros y desaprensivos. Simultáneamente la Iglesia debe señalar que la lucha para eliminar la pobreza es su labor, y que centrar la vida en el dinero es reprobable, y que no tiene sentido, como ya sostuvo Aristóteles, identificar el comportamiento racional del hombre con la búsqueda incansable de la riqueza. También que debe apoyar la búsqueda del orden del mercado, como ha sostenido la Escuela de Friburgo tan ligada a esa Universidad Católica alemana, para impedir monopolios. Igualmente, que se debe luchar contra la masificación y que el mercado no debe afectar a nada que suponga restringir la dignidad de la persona humana, o lo que es igual, que el mercado laboral no puede ser libre.

Nada de eso quiere decir que se pueda descuidar el que de los activos económicos eclesiásticos sean administrados de modo tal que sean capaces de rendir los mejores resultados materiales posibles. Hay que recordar, con la ciencia económica en la mano aquello de los Hechos de los Apóstoles: «Oí una voz que me decía: Anda, Pedro: mata y come. Yo respondí: Ni pensarlo, Señor; jamás ha entrado en mi boca nada profano o impuro». Ayunos de conocimientos de economía -no fue este el caso, por cierto, de la Escuela de Salamanca-, a lo largo del siglo XX se han declarado impuras demasiadas tomas de posición en economía, que han impedido matar y comer cosas que Dios había declarado puras no sólo a los miembros individuales del pueblo de Dios, sino a la propia Iglesia.

“La ciencia echa una mano a la Biblia”, El País, 11.IX.2003

La prueba del carbono 14 demuestra que un acueducto subterráneo de Jerusalén fue construido en tiempos del rey Ezequías Continuar leyendo ““La ciencia echa una mano a la Biblia”, El País, 11.IX.2003″

¿Qué hay de verdad en tantas leyendas negras de la Iglesia?

El ideal o el proyecto más noble
puede ser objeto de burla
o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita
la menor inteligencia.

Alexander Kuprin

La historia de las misiones

—Hay bastantes movimientos críticos contra el modo en que se desarrollaron las misiones. Parece que la Iglesia lleva con esto un lastre importante.

Pienso que ha habido con esto muchos juicios sumarios y apresurados que no responden a la verdad de la historia. No pretendo disculpar los fallos, grandes o pequeños, que seguro que habrá habido a lo largo de todos estos siglos de trabajo en las misiones de tantísimas personas en tantísimos lugares del mundo. Pero hay cada vez más estudios históricos serios sobre este tema, y las nuevas investigaciones dejan al descubierto que la fe, y la propia Iglesia, realizaron una gran tarea de servicio y de protección de las personas y de la cultura frente al impulso de aplastamiento que muchas veces tuvieron los conquistadores o las potencias coloniales.

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Francisco Varo, “Santiago, hermano de Jesús”, PUP, 28.X.2002

En los últimos días ha saltado a las páginas de los periódicos la noticia de que ha aparecido un osario de piedra caliza del tiempo de Jesucristo, procedente de Jerusalén, con la inscripción aramea “Ya’aqob bar Yosef ajui di Yeshua” (Jacob -o lo que es lo mismo, Santiago-, hijo de José, hermano de Jesús -o Josué-). Lo da a conocer un estudio realizado por André Lemaire, especialista en paleografía de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París y publicado en el último número (noviembre/diciembre 2002) de la “Biblical Archaeology Review”.

El osario ha sido datado por los arqueólogos en el año 63 de nuestra era. La inscripción está grabada en una de sus caras laterales, escrita en arameo, con un tipo de letra que se utilizó entre los años 10 y 70 dC. Según los editores, se trataría del enterramiento de Santiago, al que se cuenta entre los “hermanos de Jesús” en el Evangelio de San Mateo (Mt 13,55) y en la Epístola a los Gálatas (Ga 1,19).

En Jerusalén durante el siglo I se utilizaba ese tipo de recipientes. Entonces estaba extendida la práctica de depositar los cadáveres en una tumba excavada en la roca, y al cabo de unos años reunir los huesos en un osario de piedra o cerámica, que llevaba inscrito el nombre del difunto. Se han encontrado varios centenares. Hasta ahora el personaje más conocido cuyos restos han aparecido en uno de estos recipientes era Caifás, el que fue Sumo Sacerdote, y cuyo osario salió a la luz en Jerusalén en 1990 cuando quedó al descubierto un cementerio al remover tierras para la construcción de una avenida.

El nuevo hallazgo arqueológico ha tenido amplia resonancia. Si ese “Yeshua” mencionado en la inscripción fuera Jesús de Nazaret, ésta sería la primera vez que se descubre una evidencia arqueológica sobre la figura de Jesucristo. Si ese “Yosef” se identificase con San José, habría que tomar en consideración la alusión del apócrifo “Protoevangelio de Santiago” (9,2) a que José era viudo y tenía hijos cuando tomó como esposa a María.

Los cristianos con tendencia a realizar una lectura fundamentalista de la Biblia, y por tanto con un cristianismo poco coherente, posiblemente estén de enhorabuena por lo que considerarán un argumento más a favor de la historicidad de las Escrituras. Sin embargo, una reflexión madura exige sopesar los hechos de modo crítico. La fe católica no requiere argumentos demagógicos, sino una investigación seria de la verdad.

Para cualquier técnico en la materia está claro que nunca será posible tener certeza de que realmente ese osario pertenezca al personaje del Nuevo Testamento. De una parte porque los nombres que están grabados en él (Ya’aqob, Yosef y Yeshua) eran muy comunes. Sólo entre los osarios encontrados en Jerusalén aparece cada uno de ellos centenares de veces. Personajes en los que se diera la misma combinación de esta inscripción se calcula que podía haber al menos veinte. De otra parte, la denominación “hermano” de Jesús que se aplica a Santiago es un modo semítico de hablar para designar a los “parientes”. Pero de ninguno de los personajes a los que se llama “hermano de Jesús” en el Nuevo Testamento se afirma que fuera “hijo de José”. De hecho, los dos Apóstoles de Jesús que llevan el nombre de Ya’aqob, Santiago el Mayor y Santiago el Menor, son hijos de Zebedeo y Alfeo, respectivamente según los datos evangélicos (Mt 10,2-3). No es posible, pues, identificar al personaje del osario con ninguno de ellos. Además, la urna de piedra que ahora sale a la luz tiene una procedencia insegura desde el punto de vista de la técnica arqueológica: no se sabe de dónde procede ni en qué condiciones se encontró. Es propiedad de un coleccionista que la compró vacía en un mercado de antigüedades hace quince años.

Este hallazgo, por lo tanto, no plantea ningún problema real a los datos que la historia y la fe mantienen hasta ahora. Al contrario, es un testimonio más acerca del trasfondo histórico de los textos del Nuevo Testamento. Se comprueba que los nombres de sus protagonistas eran los nombres más corrientes en Jerusalén y en la Galilea judía de aquel tiempo. Los Apóstoles y los primeros cristianos eran gente normal. Pero en medio de las dificultades económicas, y con los graves problemas sociales y políticos de la sociedad en que vivían, fueron hombres y mujeres de fe, sabedores que tenían algo que aportar al mundo. El gran descubrimiento al que nos acercan siempre estos hallazgos consiste en recordar la existencia, ya desde los orígenes del cristianismo, de personas corrientes que se esforzaban por ser santos allá donde estaban.

Francisco Varo Profesor de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra