La estrella verde

Había millones de estrellas en el cielo, estrellas de todo los colores: blancas, plateadas, verdes, rojas, azules, doradas. Un día, inquietas, ellas se acercaron a Dios y le propusieron: “Señor, nos gustaría vivir en la Tierra, convivir con las personas.” “Así será hecho”, respondió el Señor. Se cuenta que en aquella noche hubo una fantástica lluvia de estrellas. Algunas se acurrucaron en las torres de las iglesias, otras fueron a jugar y correr junto con las luciérnagas por los campos, otras se mezclaron con los juguetes de los niños. La Tierra quedó, entonces, maravillosamente iluminada. Pero con el correr del tiempo, las estrellas decidieron abandonar a los hombres y volver al cielo, dejando a la tierra oscura y triste. “¿Por qué habéis vuelto?”, preguntó Dios, a medida que ellas iban llegando al cielo. “Señor, nos fue imposible permanecer en la Tierra, allí hay mucha miseria, mucha violencia, demasiadas injusticias”. El Señor les contestó: “La Tierra es el lugar de lo transitorio, de aquello que cae, de aquel que yerra, de aquel que muere. Nada es perfecto. El Cielo es el lugar de lo inmutable, de lo eterno, de la perfección.” Después de que había llegado gran cantidad de estrellas, Dios las recontó y dijo: “Nos está faltando una estrella… ¿dónde estará?”. Un ángel que estaba cerca replicó: “Hay una estrella que quiso quedarse entre los hombres. Descubrió que su lugar es exactamente donde existe la imperfección, donde hay límites, donde las cosas no van bien, donde hay dolor.” “¿Qué estrella es esa?”, volvió a preguntar. “Es la Esperanza, Señor, la estrella verde. La única estrella de ese color.” Y cuando miraron para la tierra, la estrella no estaba sola: la Tierra estaba nuevamente iluminada porque había una estrella verde en el corazón de cada persona. Porque el único sentimiento que el hombre tiene y Dios no necesita retener es la Esperanza. Dios ya conoce el futuro y la Esperanza es propio de la persona humana, propia de aquel que yerra, de aquel que no es perfecto, de aquel que no sabe cómo puede conocer el porvenir.

Rescatada

Una niña pequeña cuyos padres habían muerto, vivía con su abuela y dormía en una habitación del piso superior.

Una noche se produjo un incendio en la casa y la abuela pereció tratando de rescatar a la niña. El fuego se propagó rápidamente y el primer piso fue pasto de las llamas.

Los vecinos llamaron a los bomberos y se mantuvieron a la espera de ayuda ya que era imposible entrar en la casa pues las llamas bloqueaban todas las entradas. La pequeña apareció en una de las ventanas superiores, pidiendo a gritos ayuda, justo en el momento en que corría la voz entre la muchedumbre de que los bomberos tardarían unos minutos pues estaban todos en otro fuego.

De pronto, apareció un hombre con una escalera, la apoyó contra la fachada de la casa y desapareció en el interior. Cuando reapareció, llevaba en sus brazos a la pequeña. Dejó la niña en brazos de los que esperaban fuera y desapareció en la noche.

Una investigación reveló que la niña no tenía parientes. Semanas después se celebró una asamblea en el ayuntamiento para determinar quién se llevaría la niña a su casa para criarla.

Una maestra dijo que ella podría criar a la niña. Les hizo notar que podría asegurarle una buena educación. Un granjero se ofreció a criarla en su granja. Les hizo notar que vivir en una granja era saludable y satisfactorio. Otros hablaron, dando sus razones por las que sería ventajoso para la niña vivir con ellos.

Finalmente, el habitante más rico del municipio se levantó y dijo: “Yo puedo darle a esta niña todas las ventajas que habeis mencionado aquí, y además, dinero y todo lo que el dinero puede comprar”.

Durante todo el tiempo, la niña permaneció con la mirada baja y en silencio.

“¿Quiere hablar alguien más?”, preguntó el presidente de la asamblea.

Un hombre se adelantó desde el fondo de la sala. Andaba despacio y parecía dolorido. Cuando llegó al frente de la habitación, se paró directamente en frente de la pequeña y extendió sus brazos. La muchedumbre sofocó un grito. Sus manos y brazos tenían cicatrices terribles.

La niña gritó: “¡Éste es el hombre que me rescató!”. De un salto, rodeó con sus brazos el cuello del hombre, asiéndose desesperadamente a él, como había hecho aquella fatídica noche. Apoyó la cara en su hombro y sollozó durante unos momentos. Entonces levantó los ojos y le sonrió. “Se levanta la asamblea” dijo el presidente. (Tomado de de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

El montañero

Cuentan que un alpinista, apasionado por conquistar una altísima montaña, inició su travesía después de años de preparación, pero quería toda la gloria solo para él, y por eso quiso subir sin ningún compañero. Empezó la ascensión, y se le fue haciendo tarde, y más tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo, y oscureció. La noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña, ya no se podía ver casi nada. Todo era negro, y las nubes no dejaban ver la luna y las estrellas. Cuando estaba a solo unos pocos metros de la cima, resbaló y se deslizó a una velocidad vertiginosa. El alpinista solo podía ver veloces manchas oscuras y la terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo… y en esos angustiantes momentos, le pasaron por su mente todos los episodios gratos y no tan gratos de su vida. Pensaba en la cercanía de la muerte, y rogó a Dios que le salvara. De repente, sintió un fuerte tirón de la larga soga que lo amarraba de la cintura a las estacas clavadas en la roca de la montaña. En ese momento de quietud, suspendido en el aire, gritó : “¡¡¡Ayúdame, Dios mío!!!” De pronto, una voz grave y profunda de los cielos le contestó: “¿Y qué quieres que haga?” El montañero contestó: “Sálvame, Dios mío”. Y escuchó una nueva pregunta: “¿Realmente crees que yo te puedo salvar de ésta?” Y el hombre contestó: “Por supuesto, Señor”. Y oyó de nuevo a la voz que le decía: “Pues entonces corta la cuerda que te sostiene…”. Hubo un momento de silencio. El hombre se aferró más aún a la cuerda. Cuenta el equipo de rescate, que al día siguiente encontraron a un alpinista muerto, suspendido de un cuerta, con las manos fuertemente agarradas a ella… y a tan sólo un metro del suelo…

Ricos y pobres

Una vez, un padre de una familia bastante acaudalado llevó a su hijo a un viaje con el firme propósito de que su hijo viera cuán pobres eran las gentes del campo. Estuvieron por espacio de un día y una noche completa en una granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a casa el padre le pregunta a su hijo: – ¿Qué te pareció el viaje? – ¡Muy bonito papá! – ¿Viste cuán pobre puede ser la gente? – ¡Sí! ¿Y qué aprendiste? – Vi que nosotros tenemos una piscina que llega de una pared a la mitad del jardín, ellos tienen un riachuelo que no tiene fin. Nosotros tenemos unas lámparas importadas en el patio, ellos tienen estrellas. El patio llega hasta la pared de la casa del vecino, ellos tienen un horizonte de patio. Ellos tienen tiempo para conversar y estar en familia. Tú y mamá tenéis que trabajar todo el tiempo y casi nunca os veo. Al terminar el relato, el padre se quedó callado, y su hijo añadió: – ¡Gracias, papá, por enseñarme lo ricos que podemos llegar a ser…!

El pétalo de la rosa

Un chico joven estaba en Roma con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, el 20 de agosto de 2000. Se encontraba rezando ante la tumba de una persona santa. A uno y otro lado había dos jarrones con unos ramos de rosas frescas, de color rojo. El joven estudiante pensaba en el mensaje del Papa que había escuchado el día anterior en Tor Vergata, sobre la vocación a una entrega total. Esas palabras se le habían clavado en el corazón. Estaba casi decidido a dar ese paso. En ese momento observó que de una de las rosas había caído un pétalo al suelo, y enseguida pensó en tomarlo como recuerdo de aquel momento tan importante de su vida. Pasaron unos segundos de duda sobre si incorporarse o no para tomar ese pétalo. Mientras lo consideraba, llegó un hombre, se agachó, tomó el pétalo y lo guardó en su bolsillo. Fue un detalle nimio, pero a aquel chico le vino entonces a la cabeza una idea meridiana: en nuestra vida se nos plantearán oportunidades muy bonitas e importantes, pero esas oportunidades no esperan siempre.

Simples y complicadas

Un chico llamado Luis se siente atraído por una chica llamada Ana. Él la propone ir juntos al cine, ella acepta, se lo pasan bien. Unas pocas noches después el la invita a ir a cenar, y de nuevo están a gusto. Siguen viéndose regularmente, y un tiempo después ninguno de ellos ve a ninguna otra persona. Entonces, una noche, cuando van hacia casa, un pensamiento se le ocurre a Ana y, sin pensarlo mucho, ella dice: “¿Te das cuenta de que justo hoy hace seis meses que nos vemos?”. Y entonces se hace el silencio en el coche. A Ana le parece un silencio estruendoso. Ella piensa: “Vaya, me pregunto si le habrá molestado que yo haya dicho eso. Quizás se siente restringido por nuestra relación. Quizás crea que yo estoy tratando de forzarle a alguna clase de obligación que él no desea, o sobre la que no está muy seguro”. Y Luis esta pensando: “Vaya. Seis meses.” Y Ana piensa: “Pero yo tampoco estoy segura de querer esta clase de relación. A veces me gustaría tener un poco más de libertad, para tener tiempo de pensar sobre lo que yo realmente quiero que nos mantenga en la dirección a la que nos estamos dirigiendo lentamente…, quiero decir, ¿hacia dónde vamos? ¿Vamos simplemente a seguir viéndonos en este nivel de intimidad? ¿Nos dirigimos hacia el matrimonio? ¿Hijos? ¿Una vida juntos? ¿Estoy preparada para este nivel de compromiso? ¿Es que conozco realmente a esta persona?”. Y Luis piensa: “…así que eso significa que fue… veamos… fue febrero cuando comenzamos a salir, que fue justo después de dejar el coche en el taller, o sea, que… veamos el cuentakilómetros… Vaya, tengo que cambiarle el aceite al coche.” Y Ana piensa: “Está disgustado. Puedo verlo en su cara. Quizás estoy interpretando esto completamente mal. Quizás quiere más de nuestra relación, más intimidad, más compromiso. Quizás él ha notado -antes que yo- que yo estaba sintiendo algunas reservas. Sí, seguro que es eso. Por eso es tan reservado a la hora de hablar sobre sus propios sentimientos. Tiene miedo de ser rechazado”. Y Luis piensa: “Y voy a tener que decirles que me miren la transmisión otra vez. No me importa lo que esos imbéciles digan, todavía no cambia bien. Y esta vez será mejor que no intenten echarle la culpa al frío. ¿Qué frío? Hay 30 grados fuera, y esta cosa cambia como un camión de basura, y yo les pago a esos ladrones incompetentes mucho dinero cada vez.” Y Ana está pensando: “Está enfadado. Y no puedo culparle. Yo estaría enfadada, también. Dios mío, me siento tan culpable, haciéndole pasar por esto, pero no puedo evitar sentirme como me siento. Simple y llanamente, no estoy segura”. Y Luis piensa: “Probablemente me dirán que sólo tiene tres meses de garantía. Sí, eso es justo lo que van a decirme, los capullos”. Y Ana está pensando: “Quizás soy demasiado idealista, esperando que venga un caballero en su caballo blanco, cuando estoy sentada al lado de una persona perfectamente buena, una persona con la que me gusta estar, una persona que realmente me importa, una persona a la que parezco importarle realmente. Una persona que sufre por causa de mis egocéntricas fantasías románticas de colegiala”. Y Luis piensa: “¿Garantía? ¿Quieren una garantía? Les daré una garantía. Cogeré su garantía y la…”. Dice Ana en voz alta: “Luis”. “¿Qué?, dice Luis, sorprendido. “Por favor, no te tortures así -dice ella, con un inicio de lágrimas en sus ojos.- Quizás nunca debí haber dicho… Oh, Dios, me siento tan…” y se interrumpe, sollozando. “¿Qué?, dice Luis. “Soy tan tonta -solloza Ana-. Quiero decir, ya sé que no hay tal caballero. Realmente lo sé. Es estúpido. No hay caballero, ni caballo”. “¿ No hay caballo?, dice Luis. “¿Piensas que soy tonta, verdad?”, dice Ana. “No”, dice Luis, contento por fin de conocer la respuesta adecuada. “Es sólo que… sólo que… necesito algo de tiempo”, dice Ana. Hay una pausa de 15 segundos mientras Luis, pensando todo lo rápido que puede, trata de decir una respuesta segura. Finalmente se le ocurre una que cree que puede funcionar: “Sí”. Ana, fuertemente emocionada, toca su mano: “Oh, Luis, ¿realmente piensas eso?, dice ella. “¿El que?, dice Luis. “Eso sobre el tiempo”, dice Ana. “Ah, sí”, dice Luis. Ana se vuelve para mirarle y fija profundamente su mirada en sus ojos, haciendo que él se ponga muy nervioso sobre lo que ella pueda decir luego, sobre todo si tiene que ver con un caballo. Al final, ella dice: “Gracias, Luis”. “Gracias”, dice Luis. Entonces él la lleva a casa, y ella se tumba en su cama, como un alma torturada y en conflicto, y llora hasta el amanecer. Mientras, Luis, vuelve a su casa, abre una bolsa de patatas, enciende la tele, e inmediatamente se encuentra inmerso en una retransmisión de un partido de tenis entre dos checos de los que nunca ha oído hablar. Una débil voz en los mas recónditos rincones de su mente le dice que algo importante pasaba en el coche, pero está bien seguro de que no hay forma de que pudiese entenderlo, así que opina que es mejor no pensar en ello. Al día siguiente Ana llamara a su mejor amiga, o quizás a dos de ellas, y hablarán sobre la situación seis horas seguidas. Con doloroso detalle, analizarán todo lo que ella dijo y todo lo que él dijo, pasando sobre cada punto una y otra vez, examinando cada palabra, y gesto por nimios significados, considerando cada posible ramificación. Continuarán discutiendo el tema, una y otra vez, por semanas, quizás meses, nunca llegando a conclusiones definitivas, pero nunca aburriéndose de él, tampoco. Mientras, Luis, un día mientras ve un partido de fútbol con un amigo común suyo y de Ana, durante los anuncios, fruncirá el ceño y dirá: “Raúl, ¿sabes si Ana tuvo alguna vez un caballo?”.

El silencio de Dios

Una antigua leyenda noruega nos habla de un hombre llamado Haakon, que cuidaba una ermita. A ella acudía la gente a orar con mucha devoción. En esta ermita había una cruz muy antigua. Muchos acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro. Un día el ermitaño Haakon quiso pedirle un favor. Le impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la cruz y dijo: “Señor, quiero padecer por Ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la Cruz.” Y se quedo fijo con la mirada puesta en la imagen, como esperando la respuesta. El Señor abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras: “Hermano mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.” “¿Cuál Señor? -preguntó con acento suplicante Haakon-. Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!”. “Escucha. Suceda lo que suceda, y veas lo que veas, has de guardarte en silencio siempre”. Haakon contesto: “¡Te lo prometo, Señor!”. Y se efectuó el cambio.

Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada, pero un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidada su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después y se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo: “¡Dame la bolsa que me has robado!”. El joven sorprendido replicó: “¡No he robado ninguna bolsa!”. “No mientas, devuélvemela enseguida!”. “¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa!”. El rico arremetió furioso contra él. Sonó entonces una voz fuerte: “¡Detente!”. El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven, increpó al rico por la falsa acusación. Éste quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque teníia prisa para emprender su viaje. Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió al monje y le dijo: “Baja de la Cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio”. “¿Señor, como iba a permitir esa injusticia?”. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño se quedó ante la cruz. El Señor siguió hablando: “Tu no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero. En cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tu no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo.” Y el Señor nuevamente guardo silencio.

Muchas veces nos preguntamos por qué razón Dios no nos contesta, por qué razón Dios se queda callado. Muchos de nosotros quisiéramos que Él nos respondiera lo que deseamos oír, pero Dios no es así. Dios nos responde aún con el silencio. Él sabe lo que está haciendo.

La caja dorada

A menudo aprendemos mucho de nuestros hijos. Hace algún tiempo, un amigo mío regañó a su hija de tres años por gastar un rollo de papel de envolver dorado. No andaba muy bien de dinero y se enfureció cuando la niña trató de decorar una caja para ponerla bajo el árbol de Navidad. A pesar de ello, la pequeña llevó el regalo a su padre a la mañana siguiente, y dijo: “Esto es para ti, papá”.

Él estaba turbado por su excesiva reacción anterior, pero se molestó de nuevo cuando vio que la caja estaba vacía. “¿No sabes que cuando le das a alguien un regalo se supone que debe haber algo dentro?”, le dijo.

La pequeña lo miró con lágrimas en los ojos y dijo: “Oh, papá. No está vacía. He echado besos en la caja. Todos para ti, papá”.

El padre estaba hecho polvo. Rodeó con sus brazos a su pequeña y le pidió que le perdonara. Mi amigo me dijo que conservó esa caja dorada junto a su cama durante años. Siempre que estaba descorazonado, sacaba un beso imaginario y recordaba el amor de la niña que los había puesto allí.

Realmente, a todos nosotros, como padres, se nos ha dado una caja dorada llena de amor incondicional y besos de nuestros hijos. No hay posesión más preciosa que nadie pueda tener. (James Dobson, tomado de de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

Más de lo que me sentía capaz

Este verano he hecho mucho más de lo que me sentía capaz: amar de verdad. Los que me conocen creen que soy una persona muy positiva, que a todo le saco su lado bueno, que no me caigo fácilmente. Puede que sea cierto y que lo que hago no es más que guiñarle a la vida un ojo y esperar a ver cómo van las cosas. Pero este verano he hecho más de lo que yo me sentía capaz y he dejado a un lado creencias y sobre todo he dejado atrás eso que muchas veces todos hemos sentido alguna vez: no somos el centro del mundo y por supuesto que la tierra no gira a nuestro alrededor.

He estado de voluntaria en un centro de enfermos de sida, drogadictos rehabilitándose y reclusos. Para sorpresa mía he sido feliz, he ayudado a ser feliz y he comprendido que jamás se puede dejar de apostar por la gente, sea cual sea su pasado ni su presente y ni siquiera si su futuro es dudoso.

He convivido con personas que han pasado muchos de sus días en las peores cárceles de España y créanme si les digo que me han ofrecido mucho más de lo que la gente de mi clase o colegio o ciudad o familia lo ha hecho nunca. Créanme si les digo que la mayoría de ellos tienen los días contados pero se levantan cada mañana con un entusiasmo y una sonrisa que yo admiro, respeto y envidio, y no es fácil vivir sabiendo que tu vida se consume y que te quedan pocos capítulos que pasar.

Es duro ver cómo sufren por una vida mejor todos aquellos que se están “quitando” y saber que cuando lo hagan no existe una sociedad capaz de aceptarles de nuevo, ni capaz ni preparada y que cuando salgan de ahí no tendrán dónde ir ni nadie que les estreche en sus brazos. Es duro verles así y más duro es saber que ellos lo saben. He cambiado pañales, he duchado, limpiado, cocinado… pero sobre todo he disfrutado, he dado lo mejor de mí misma y lo he hecho con la certeza de que todas mis sonrisas han sido agradecidas y devueltas, que mis abrazos y mi cariño han sido respetados y han fomentado más cariño aún. He encontrado a bellísimas personas que la vida les ha llevado por el camino equivocado y que en muchas ocasiones ellos no han sabido esquivarlo.

He convivido con PERSONAS, algo que normalmente escasea. Si ustedes quieren juzgar a todos aquéllos que han salido de la cárcel, o que son prostitutas, transexuales, drogadictos o enfermos de sida, que sepan que dentro de cada una de ellos existe una persona que merece las mismas oportunidades, el mismo respeto y dignidad que cualquiera de nosotros pero sobre todo entiendan que no es el malo el que está entre barrotes sino el que empuja, favorece y mueve los hilos para que alguien cumpla condena en su lugar. (F. Saso, PUP, 28.IX.01).

La calumnia

Había una vez un hombre que calumnió grandemente a un amigo suyo, todo por la envidia que le tuvo al ver el éxito que este había alcanzado. Tiempo después se arrepintió de la ruina que trajo con sus calumnias a ese amigo, y visitó a un hombre muy sabio a quien le dijo: “Quiero arreglar todo el mal que hice a mi amigo. ¿Cómo puedo hacerlo?”, a lo que el hombre respondió: “Toma un saco lleno de plumas ligeras y pequeñas y suelta una donde vayas”. El hombre muy contento por aquello tan fácil tomó el saco lleno de plumas y al cabo de un día las había soltado todas. Volvió donde el sabio y le dijo: “Ya he terminado”, a lo que el sabio contestó: “Esa es la parte más fácil. Ahora debes volver a llenar el saco con las mismas plumas que soltaste. Sal a la calle y búscalas”. El hombre se sintió muy triste, pues sabía lo que eso significaba y no pudo juntar casi ninguna. Al volver, el hombre sabio le dijo: “Así como no pudiste juntar de nuevo las plumas que volaron con el viento, así mismo el mal que hiciste voló de boca en boca y el daño ya está hecho. Lo único que puedes hacer es pedirle perdón a tu amigo, pues no hay forma de revertir lo que hiciste”.