Nuestra pobreza

Una vez, un padre de una familia acaudalada llevo a su hijo a un viaje por el campo con el firme propósito de que su hijo viera cuan pobres eran las gentes del campo. Estuvieron por espacio de un día y una noche completos en una granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a casa el padre le pregunta a su hijo: “¿Qué te pareció el viaje?”. “Muy bonito, papá”. “¿Viste que pobre puede ser la gente? ¿Que aprendiste?”. “Vi que nosotros tenemos un perro en casa, ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una alberca que llega de una barda a la mitad del jardín, ellos tienen un arroyo que no tiene fin. Nosotros tenemos unas lámparas importadas en el patio, ellos tienen las estrellas. El patio llega hasta la barda de la casa, ellos tienen todo un horizonte de patio”. Al terminar el relato, el padre se quedo callado… y su hijo añadió: “Gracias, papá, por enseñarme lo pobres que somos”.

El ladrillazo

Un joven y exitoso ejecutivo paseaba a toda velocidad en su Jaguar último modelo, con precaución de esquivar un chico que hacía señas en la calle. Sin mirarle, y sin bajar la velocidad, pasó junto a él. Sintió un golpe en la puerta. Al bajarse, vio que un ladrillo le había estropeado la pintura de la puerta de su lujoso auto. Salió corriendo y agarró por los brazos al chiquillo, y le gritó: ¿Qué rayos es esto? ¿Por qué haces esto con mi coche? Y enfurecido, continuó gritándole: ¡Es un coche nuevo, y ese ladrillo que lanzaste te va a costar caro! ¿Por qué lo hiciste? “Por favor, Señor, por favor, lo siento mucho. No sé qué hacer. Lancé el ladrillo porque nadie paraba…”. Las lágrimas bajaban por sus mejillas, mientras señalaba hacia un lado: “Es mi hermano. Se descarriló su silla de ruedas y se cayó al suelo y no puedo levantarlo”. Sollozando, el chiquillo le preguntó: “¿Puede usted, por favor, ayudarme a sentarlo en su silla? Se ha hecho daño. Y no puedo con él, pesa mucho para mí solo.” Visiblemente impactado por las palabras del chiquillo, el ejecutivo tragó saliva. Emocionado por lo que acababa de pasarle, levantó al joven del suelo y lo sentó en su silla nuevamente. Sacó su pañuelo para limpiar un poco las cortaduras y la suciedad de las heridas del hermano de aquel chiquillo. Comprobó que que se encontraba bien, y miró al chiquillo, que le dio las gracias con una sonrisa que nadie podría describir. “Dios le bendiga, señor. Muchas gracias.” El hombre vio como se alejaba el chiquillo empujando trabajosamente la pesada silla de ruedas de su hermano, hasta llegar a su humilde casita. El ejecutivo no ha reparado aún la puerta del auto, manteniendo la rayadura que le hizo el ladrillazo. Le recuerda que no debe ir por la vida tan de prisa que alguien tenga que lanzarle un ladrillo para que preste atención. A veces hay muchas cosas que nos susurran en el alma y en el corazón. Hay veces que tiene que caernos un ladrillo para prestar atención a lo que pasa.

La voluntad de un hombre

Guillaumet era piloto de una línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial. Cuenta cómo salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “Entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si no lo hago…”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ningún animal sería capaz de hacerlo”. (Saint-Exupéry, Terre des hommes)

Parte del regalo

Una niña en África le dio a su maestra un regalo de cumpleaños. Era un hermoso caracol. “¿Dónde lo encontraste?”, preguntó la maestra. La niña le dijo que esos caracoles se hallan solamente en cierta playa lejana. La maestra se conmovió profundamente porque sabía que la niña había caminado muchos kilómetros para buscar el caracol. “No debiste haber ido tan lejos sólo para buscarme un regalo”, comentó. La niña sonrió y contestó: “Maestra, la larga caminata es parte del regalo”.

El leopardo y el fuego

Según un cuento africano, antiguamente el leopardo y el fuego eran amigos. El leopardo vivía, como ahora, en la selva, y el fuego en una caverna. A veces el leopardo hacía largas caminatas para ir a ver a su amigo. Un día le dijo: “¿Por qué no me devuelves mis visitas? ¿Y por qué te estás aquí metido siempre en la caverna en compañía de estas piedras negras?”. El fuego respondió: “Es mucho mejor que yo esté aquí. Si salgo, puedo ser muy peligroso.” Pero el leopardo insistió tanto, que al fin su amigo dijo: “Bueno, pero primero limpia cuidadosamente la explanada que hay delante de la caverna”. El leopardo era algo perezoso, así que arrancó la hierba, pero dejó alguna que otra hoja seca. Cuando el fuego salió de la caverna, se transformó en seguida en un gran incendio que, impulsado por el viento, llegó hasta la copa de los árboles. El leopardo, aterrorizado, se puso a correr de un lado para otro y se le quemó la piel. Por eso todavía hoy el leopardo lleva las señales de las quemaduras y, cuando ve a lo lejos a su amigo el fuego, huye como un loco. Moraleja: los perezosos y los inconstantes pierden hasta los amigos.

Las formas son importantes

Un Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. “¡Qué desgracia, mi Señor! –dijo el sabio–, cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad”. “¡Qué insolencia! –gritó el Sultán enfurecido– ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!”. Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos.

A continuación mandó que le trajesen a otro sabio y volvió a contarle lo que había soñado. Este, después de escuchar con atención al Sultán, le dijo: “¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada. El sueño significa que sobrevivirás a todos vuestros parientes”. Se iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro.

Cuando el segundo sabio salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: “¡Es curioso! La interpretación que habéis hecho de los sueños del Sultán es la misma que el primer sabio, y al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro”. “Recuerda bien, amigo mío –respondió el segundo sabio–, que todo depende de la forma en el decir”.

Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicarse. De la comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. Que la verdad debe ser dicha en cualquier situación, de esto no cabe duda, pero la forma con que debe ser comunicada es lo que provoca en algunos casos, grandes problemas. La verdad puede compararse con una piedra preciosa: si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si sabemos envolverla y ofrecerla será aceptada con agrado.

Por los pelos, pero… victoria

Quiero relatar hoy una pincelada de mi vida. Sólo busco una cosa: llegar al corazón de alguien que, como yo un día, se sienta ahora angustiada ante esta tremenda disyuntiva: El desordenado afán de quedar bien, el miedo a perder la fama, la afición a decir mentiras. En definitiva, el cinismo y la hipocresía, frente a conciencia, sencillez, humildad, responsabilidad, respeto a la vida y respeto a la verdad.

Cuando alguien se decide a escribir —al menos así lo pienso yo— es porque algo bueno tiene que contar. Porque al hacerlo piensa que ese retazo de su vida, ese algo tan suyo, puede ayudar a los demás. Lo que yo voy a escribir no es algo fantástico, no, no lo es. Es una parte de mi vida que fue vulgar, pero que pudo ser algo peor de no haber intervenido la gracia que Dios, infinitamente bueno, derramó sobre mí, sin yo nunca pensar en merecerlo.

Quiero también así poder agradecer al Señor, de alguna manera, lo que hizo por mí y continúa haciendo… Deseo reparar el daño que hice y darle las gracias por haberme frenado a tiempo.

Tengo 31 años, recién cumplidos, trabajo en una empresa de construcción como delineante, soy soltera y tengo una hija de seis meses. Nací en una familia católica, de las de verdad. Desde pequeña aprendí, porque me lo enseñaron, todo el profundo sentido de la religión llevada a la vida cotidiana: el estudio, el trabajo, las amistades, la familia… Me enseñaron a valorar el tiempo, a rezar…

Desde que conocí el sentido de la palabra lucha, para un católico consciente, conocí paralelamente la palabra derrota. Aunque mi afán de quedar bien, mi ansia de ser valorada, me impedía aceptar la derrota. Así que, enseguida emprendí el vertiginoso camino de la trampa y de la mentira. Y me aficioné a escapar en el último minuto, y siempre “por los pelos”, de las situaciones comprometidas, en las que yo solita me metía.

Era muy perezosa —para lo que me aburría—, con una imaginación y unos sentidos sueltos y con una sensibilidad muy acusada. Buscaba una sensación de plenitud que no encontraba donde la buscaba. El resultado era deprimente: sensación de continuo fracaso, de ridículo, de derrota. Sensación que se acentuaba en la medida que ponía más pasión en conseguir lo que más me apetecía: mi propia estima.

En el colegio conseguí una aceptable reputación, pues al final si te haces la simpática, y no armas demasiados líos, lo único que queda son las notas. Y yo las tenía bastante buenas. No pienso que sea dueña de unas dotes deslumbrantes, pero sí que tengo la cualidad de saber sacarle partido a lo que tengo. Estudiaba mucho, pero sin orden ni constancia. Lo mío era el último momento, el “por los pelos”, y el haber comprendido a tiempo que en muchas ocasiones puedes vivir de las rentas de haber sido bien etiquetada.

Soñaba con ser la mejor arquitecto del mundo pero, cuando empecé la carrera, no dedicaba ni dos horas diarias al estudio. Gastaba el tiempo en dar rienda suelta a mi gran imaginación, que me exigía dibujar casas exóticas para famosos. Así que, después de aburrirme yo y luego mis padres con mis cosechas de calabazas, me conformé con hacer un curso por correspondencia de delineante. Estos cursos tenían la ventaja para mí de funcionar a mi aire, lo que me encantaba; pues me hacía sentirme más libre. Aunque había que entregar trabajos, poco a poco, y casi siempre “por los pelos”, fui superando las pruebas. Con lo que me convertí en una flamante profesional.

Con estos detalles queda bien dibujado mi carácter blando, blando, blando. Me disculpaba a mí misma diciendo: «A mí lo que me va es la práctica, pero eso de la teoría… », y así me fue. Porque ahora comprendo, ahora veo muy claro lo difícil que resulta lograr una buena práctica sin el fundamento de una excelente teoría.

Pues bien, yo no era mala. Ni robé, ni maté, pero era algo peor, era tibia. Ni sí, ni no. Ni frío ni caliente. Si algún domingo estaba con los amigos y me lo estaba pasando muy bien con los piropos de fulanito, y ya eran las ocho… y era la última Misa…, al principio sin previo aviso, salía corriendo y llegaba “por los pelos”, pero había cumplido…, luego —como eso no era vida—, la satisfacción del deber cumplido empezó a cansarme… y comencé a pensar de otro modo: la verdad, ¡por un domingo sin Misa!… Y aquella otra vez con otro amigo… sólo fue un beso… total…

Mi vida era siempre una huida hacia delante. Todo se resolvía en que no me pillen, en tener siempre preparada una buena coartada. Si un día tenía un buen motivo, otro día era otra razón; siempre las había.

La cochina soberbia me llevó a la ceguera. Necesitaba ser estimada, llamar la atención. No estaba hecha para ser una chica buena, de las del montón. Me espantaba convertirme en una marujona cargada de niños y siempre sumisa a su maridito, con el único consuelo de ir diciendo por ahí que “en mi casa mando yo”. Lo de pasar oculta, seguro que no se había escrito por mí. Si no podía ser una gran mujer, terminaría siendo… Sí, sentía orgullo de ser apetecida y poder acostarme con quien me diera la gana, como si por eso fuera más mujer, con más puntos que las demás y fuera más cotizada, más admirada.

Aunque creí que dominaba mis sentimientos y que estas aventuras no dejaban huella en mi corazón, un día me enamoré… Yo sabía que aquel hombre no me convenía. Y como ya tenía «motu proprio» mis malas inclinaciones, aquello fue como atarme una gran bola de hierro a la muñeca y tirarme al mar. Mi acompañante de aventuras, la soberbia, se encargó de poner un decorado adecuado. Y, por arte de magia, mi nueva situación dejó de parecerme algo horroroso. Pensaba que más valía estar mal acompañada que quedarme sola. La venda del orgullo me tapó los ojos y quedé ciega.

Estaba convencida de que en mi familia nadie me podría comprender; eran de otra época. Lo que son las cosas: la imaginación me convirtió en la persona valiente y coherente, y atribuyó a mis conocidos el papel de hipócritas y cobardes. ¡Qué sabían ellos de mi vida!, ni remotamente se lo imaginaban.

Nada contaba para mí. Cuando se empieza a rodar cuesta abajo, es dificilísimo parar. Ya, ni se ve, ni se oye, ni se entiende absolutamente nada que no sea otra cosa que el yo: lo que yo quiero, lo que yo no quiero, mi vida es sólo mía…

En mi familia no faltaban los problemas (y por cierto que los había, y los hay), pero ¡a mi qué me importaban! Yo hacía lo que me daba la gana, ¿por qué esos problemas tenían que estropear mis planes, mis diversiones? Siempre les contestaba: ¿por qué no me dejáis en paz? Ya es hora de que disfrute de la vida, y no pienso amargarme la vida porque en casa haya problemas, ¡faltaría más! Como tenía independencia económica estaba plenamente convencida de que no debía nada a nadie; a ver, ¿a quién? A pesar de ser experta en todo tipo de trampas, la pasión y la curiosidad me hicieron cometer un gravísimo error. Yo, que era tan crítica con mi familia, me había convertido en una crédula. A pesar de que tanta gente empezó a rasgarse las vestiduras con la comercialización de “la píldora del día después”, a mí el invento me cautivó. Lo vi super seguro. Como mis pasiones me habían convertido en una miedosa, pensé que era mi solución…

Una cita con él me cogió sin recursos. Me tranquilicé al recordar que, si había lío, siempre me quedaba la opción de la nueva píldora, que podría adquirir sin dificultad en una farmacia, pues tenía contactos y me había conseguido varias recetas, que siempre llevaba conmigo… Cuando desperté, él se había marchado al trabajo. Con horror descubrí que había cambiado de bolso y que no tenía allí las recetas. Me arreglé, desayuné y pedí un taxi. Ya en casa, con los nervios a flor de piel, empecé a buscar las recetas, pero no di con ellas. Pensé en las horas que me quedaban. Decidí serenarme. Me fui al trabajo y “por los pelos”, aunque tarde, llegué antes que mi jefe. El ahorrarme una nueva bronca me animó. Pensé que tenía encarrilada la situación.

Me inventé una excusa para salir a la calle y fui a buscarle a su trabajo. Cuando por fin le tuve delante, el miedo y los nervios me atragantaban las palabras… Él le quitó importancia a todo. Me dijo que le esperase un momento, que tenía a mano un amigo que podría ayudarnos. A los veinte minutos apareció con una nueva receta. Miré el reloj. ¡Las nueve de la noche! Sin despedirme, salí corriendo en busca de una farmacia. Al mostrar la receta y al ver mis nervios me atendieron sin hacer preguntas. Aunque me fastidió interpretar en el gesto del mancebo un cierto rictus de lástima hacia mí. Mientras salía de nuevo corriendo hacia casa se me escapó un ¡Malditos! Mientras pensaba: siempre aprovechándose de las pobres e indefensas mujeres.

Tomé la píldora… Y leí el prospecto tantas veces que me lo aprendí de memoria. No quería cometer ningún error fatal y quedar a los ojos de los demás, sobre todo de las demás, como una tonta.

Aunque lo hice todo bien, el caso es que me tocó la excepción y quedé embarazada, ¡¡yo!!, a los 29 años y sin ninguna posibilidad de rehacer mi vida con él. Él me aconsejó abortar. Sí, eso era lo más fácil, eso era lo que debía hacer. Pero no sólo él; también otras personas, que entonces consideraba amigas, me animaron a dar ese paso. Para convencerme, para que no «sufriera», me hablaban de la perfección de la técnica.

«Tu familia es muy conocida, muy considerada aquí; no puedes darles ese disgusto», me decían. Y continuaban: «Debes evitar el escándalo porque se te tiene por una “buena niña”. ¿Te das cuenta de que la vas a montar?». Cuando todo acabe, te alegrarás, total, nadie se entera, es cosa de poco y se acabó.

Intuí que alguien debía seguir rezando por mí, no sé con qué fundamento ni esperanza de lograr mi conversión. Al pensarlo, primero me sentí ofendida; luego, avergonzada de mi desnudez. Era como si alguien me conociese mejor que yo a mí misma y, que, sin haberme pedido permiso, se hubiera metido en mi vida. El caso es que, gracias a esa persona, el Señor me agarró fuerte de la mano. Aquella criatura, que ya estaba en mí, empezó a hacerme feliz desde sus primeros días de vida.

Repuesta del susto, por fin, me decidí a contactar con una amiga, una verdadera amiga que me aconsejó bien. No, yo no podía, no quería matar, no mataría, no.

Decidí hablar con el sacerdote que conocí durante el curso de acceso a la Universidad. Aunque era demasiado duro a veces, el recuerdo de su claridad me atraían. Además al recordar, no sé por qué, cómo tantas veces nos había sorprendido con su inocencia y su ternura, resolví que era el único hombre que conocía distinto a los demás. El único que me podía ayudar. Pregunté por él a mi amiga. Me dijo que le habían trasladado… Pero como, entre mis talentos está la tozudez… Y una vez decidida a una cosa, no había quien me venciese fácilmente… El caso es que di con él.

La verdad es que la cosa empezó mal. Al buen hombre no se le ocurrió otra cosa que recibirme preguntándome por qué había tardado tanto en volver… Después de lo que me costó encontrarlo, no tenía fuerzas para pelearme; además había decidido cambiar de táctica e intentar abandonar mi orgullo. Tras un minuto de silencio, que a mí se me hizo eterno y que mi sacerdote sufrió sin más, le respondí que había tardado tanto porque el orgullo es muy mal compañero de viaje. Una vez superado el primer momento, todo fue más fácil. También gracias a él, lo reconozco. Puse mi alma en paz y le pedí a Dios la fortaleza que a mí me faltaba para hablar con mis padres y contarles la verdad.

Así lo hice. Sufrí, sufrí mucho. Mentiría si dijese que todo fue un milagroso valle de rosas. Lloré, lloré muchos días y muchas noches, pero puedo asegurar que mis lágrimas no eran amargas porque eran lágrimas de arrepentimiento. ¡Perdón!, ¡perdón, Dios mío! Por cada minuto, por cada segundo de mi vida pasada; de todo corazón, ¡perdón, Señor! Y nació mi hija, y al bautizarla le llamé VICTORIA. Hoy Mariví es lo mejor del mundo que puede haberme dado Dios. Mis padres están «dichosos» con la nieta. Mis tres hermanos varones, más si cabe; y mi hermana monja, que la conoce por foto, ¡cómo la quiere! Quizá más que nadie, por ser la de la familia que está más cerca de Dios. Y yo… no sé cómo expresar lo que ahora siento. ¡Dios mío si llego a matarla! Mariví se salvó “por los pelos”, y “por los pelos” mi aparente gran fracaso se convirtió en mi mayor VICTORIA.

Empuja la vaquita

Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio, los habitantes: una pareja y tres hijos, la casa de madera, vestidos con ropas sucias y rasgadas, sin calzado. Entonces se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?”. El señor calmadamente respondió: “Amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo. “El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, luego se despidió y se fue. Siguieron su camino, y un rato después se volvió hacia su fiel discípulo y le ordenó: “Busque la vaquita, llévela al precipicio de allí enfrente y empújela al barranco.” El joven, espantado, cuestionó al maestro aquella orden, pues la vaquita era el medio de subsistencia de aquella familia. Mas como percibió el silencio absoluto del maestro, fue a cumplir la orden. Así que empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante años. Un buen día el joven agobiado por la culpa resolvió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar y contarle todo a la familia, pedir perdón y ayudarlos. Así lo hizo, y a medida que se aproximaba al lugar veía todo muy bonito, con árboles floridos, todo habitado, con carro en el garaje de tremenda casa y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia tuviese que vender el terreno para sobrevivir, aceleró el paso y llegando allá, fue recibido por un señor muy simpático. El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años, el señor respondió que seguían viviendo allí. Espantado el joven entró corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacía algunos años con el maestro. Elogió el lugar y preguntó al señor (el dueño de la vaquita): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?”. El señor entusiasmado le respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió, de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, así alcanzamos el éxito que sus ojos vislumbran ahora.” La moraleja samurai nos dice: “Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, pero que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella, y nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos brinda. Tu sabes cual es tu vaquita. No dudes un segundo en empujarla por el precipicio.

Las ranas

Un grupo de ranas viajaba por el bosque y, de repente, dos de ellas cayeron en un hoyo profundo. Todas las demás ranas se reunieron alrededor del hoyo. Cuando vieron cuan hondo este era, le dijeron a las dos ranas en el fondo que para efectos prácticos, se debían dar por muertas. Las dos ranas no hicieron caso a los comentarios de sus amigas y siguieron tratando de saltar fuera del hoyo con todas sus fuerzas. Las otras seguían insistiendo que sus esfuerzos serian inútiles. Finalmente, una de las ranas puso atención a lo que las demás decían y se rindió, se desplomó y murió. La otra rana continuó saltando tan fuerte como le era posible. Una vez más, la multitud de ranas le gritaba y le hacían señas para que dejara de sufrir y que simplemente se dispusiera a morir, ya que no tenía sentido seguir luchando. Pero la rana saltó cada vez con más fuerzas hasta que finalmente logró salir del hoyo. Cuando salió, las otras ranas le dijeron: “Nos alegra que hayas logrado salir, a pesar de lo que te gritábamos”. La rana les explicó que era sorda, y que pensó que las demás gesticulaban tanto porque le estaban animando a esforzarse más y salir del hoyo.

Moraleja 1) La palabra tiene poder de vida y muerte. Una palabra de aliento compartida con alguien que se siente desanimado puede ayudar a levantarle al finalizar el día. 2) Una palabra destructiva dicha a alguien que se encuentre desanimado puede ser le que acabe por destruir. Tengamos cuidado con lo que decimos. 3) Una persona especial es la que se da tiempo para animar a otros. En la NASA, hay un póster muy simpático de una abeja, que dice así: “Aerodinámicamente el cuerpo de una abeja no está hecho para volar, lo bueno es que la abeja no lo sabe”.

Provocaciones

Cerca de Tokio vivía un gran samurai ya anciano, que se dedicaba a enseñar a los jóvenes. A pesar de su edad, corría la leyenda de que todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario. Cierta tarde, un guerrero conocido por su total falta de escrúpulos, apareció por allí. Era famoso por utilizar la técnica de la provocación. Esperaba a que su adversario hiciera el primer movimiento y, dotado de una inteligencia privilegiada para reparar en los errores cometidos, contraatacaba con velocidad fulminante. El joven e impaciente guerrero jamás había perdido una lucha. Con la reputación del samurai, se fue hasta allí para derrotarlo y aumentar su fama. Todos los estudiantes se manifestaron en contra de la idea, pero el viejo acepto el desafío. Juntos, todos se dirigieron a la plaza de la ciudad y el joven comenzaba a insultar al anciano maestro. Arrojó algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara, le gritó todos los insultos conocidos, ofendiendo incluso a sus antepasados. Durante horas hizo todo por provocarle, pero el viejo permaneció impasible. Al final de la tarde, sintiéndose ya exhausto y humillado, el impetuoso guerrero se retiró. Desilusionados por el hecho de que el maestro aceptara tantos insultos y provocaciones, los alumnos le preguntaron: “¿Cómo pudiste, maestro, soportar tanta indignidad? ¿Por qué no usaste tu espada, aún sabiendo que podías perder la lucha, en vez de mostrarte cobarde delante de todos nosotros?”. El maestro les preguntó: “Si alguien llega hasta ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan, ¿a quién pertenece el obsequio?”. “A quien intentó entregarlo”, respondió uno de los alumnos. “Lo mismo vale para la envidia, la rabia y los insultos -dijo el maestro-. Cuando no se aceptan, continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo”.