Reflexión y tradición

Cuenta una leyenda popular que supo haber una vez un cuartel militar junto a un pueblecillo cuyo nombre no recuerdo, y en medio del patio de ese cuartel había un banco de madera. Era un banco sencillo, humilde y blanco. Y junto a ese banco un soldado hacía guardia. Hacia guardia noche y día. Nadie sabía por qué se hacía la guardia junto al banco, pero se hacía. Se hacía noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación todos los oficiales transmitían la orden y los soldados la obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó: la tradición es algo sagrado que no se cuestiona ni se ataca: se acata. Si así se hacía y siempre se había hecho, por algo sería. Así se hacía, siempre se había hecho y así se haría. Y así siguió siendo hasta que alguien, no se sabe bien qué general o coronel curioso, quiso ver la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar se supo. Hacía 31 años, 2 meses y cuatro días un oficial había mandado montar guardia junto al banco, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre la pintura fresca.

Enfadarse

Érase una vez un joven con un carácter bastante violento. Su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que clavara un clavo en la cerca del jardín cada vez que perdiera la paciencia y se peleara con alguien. El primer día, llegó a clavar 37 clavos en la cerca. Durante las semanas siguientes aprendió a controlarse, y el número de clavos colocados en la cerca disminuyo día tras día: había descubierto que era más fácil controlarse que clavar clavos.

Finalmente, llego un día en el cual el joven no clavó ningún clavo en la cerca. Entonces fue a ver a su padre y le dijo que había conseguido no clavar ningún clavo durante todo el día. Su padre le dijo entonces que quitara un clavo de la cerca del jardín por cada día durante el cual no hubiera perdido la paciencia. Los días pasaron y finalmente el joven pudo decirle a su padre que había quitado todos los clavos de la cerca.

El padre condujo entonces a su hijo delante de la cerca del jardín y le dijo: “Hijo mío, te has portado bien, pero mira cuantos agujeros hay en la cerca del jardín. Esta cerca ya no será como antes. Cuando te peleas con alguien y le dices algo desagradable, le dejas una herida como esta. Puedes acuchillar a un hombre y después sacarle el cuchillo, pero siempre le quedará una herida. Poco importa cuantas veces te excuses, la herida verbal hace tanto daño como una herida física. Los amigos son como joyas muy valiosas. No los maltrates. Siempre están dispuestos a escuchar cuando lo necesitas, te sostienen y te abren su casa.”

Lecho de Procusto

Procusto era el apodo del mítico posadero de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que significa “el estirador”, por su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes. Deseosos de que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos, serraba los pies de quien le sobresalieran de la cama. Y a los bajitos les ataba grandes pesos hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos mal que Teseo, el forzudo atleta, puso fin a las locuras del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a sus ingenuos clientes.

Historia de dos ciudades

Un viajero se aproximaba a una gran ciudad y preguntó a una mujer que se encontraba a un lado del camino: “¿Cómo es la gente de esta ciudad?”. “¿Cómo era la gente del lugar de donde vienes?”, le inquirió ella a su vez.

“Terrible, mezquina, no se puede confiar en ella… detestable en todo los sentidos”, respondió el viajero. “¡Ah! -exclamó la mujer-, encontrarás lo mismo en la ciudad a donde te diriges”.

Apenas había partido el primer viajero cuando otro se detuvo y también preguntó acerca de la gente que habitaba en la ciudad cercana. De nuevo la mujer le preguntó al viajero por la gente de la ciudad de donde provenía. “Era gente maravillosa; honesta, trabajadora y extremadamente generosa. Lamento haber tenído que partir.”, declaró el segundo viajero. La sabia mujer le respondió: “Lo mismo hallarás en la ciudad adonde te diriges”.

En ocasiones no vemos las cosas como son, las vemos como somos.

Los artesanos de Chiapas

Entre los indígenas de Chiapas, cuando el maestro, derrotado por los años, decide retirarse, le entrega al alfarero joven su mejor vasija, la obra de arte más perfecta. El joven recibe la vasija y no la lleva a casa para admirarla, ni la pone sobre la mesa en el centro del taller para que, en adelante, le sirva de inspiración y presida su trabajo. Tampoco la entrega a un museo. La estrella contra el piso, la rompe en mil pedazos y los integra a su arcilla para que el genio del maestro continúe en su obra. La obra de arte, acabamos de verlo, es tradición, es decir, entrega (traditio) de un arte que sólo puede ser reproducido por la mano de otro artista, el cual sólo puede recrear lo creado por su maestro deshaciéndolo de forma creativa e incorporadora, no destruyéndolo. Si lo destruyera no podría incorporarlo, pero si no lo retomase desde sí mismo, desde su libertad creadora, tampoco. En el primer caso sólo habría vandalismo, en el segundo plagio. Lo que evita el vandalismo y el plagio es la paciencia: en ella hemos de buscar las grandes tradiciones creadoras.

De uno en uno

Cierto día, caminando por la playa reparé en un hombre que se agachaba a cada momento, recogía algo de la arena y lo lanzaba al mar. Hacía lo mismo una y otra vez. Cuando me aproximé, observé que lo que agarraba eran estrellas de mar que las olas depositaban en la arena, y una a una las arrojaba de nuevo al mar. Le pregunté por qué lo hacía, y me respondió: “Estoy lanzando estas estrellas marinas nuevamente al océano. Como ves, la marea está baja y estas estrellas han quedado en la orilla. Si no las devuelvo morirán aquí por falta de oxígeno.” “Entiendo -le dije-, pero debe haber miles de estrellas de mar sobre la playa, no puedes lanzarlas todas. Son demasiadas, quizás no te des cuenta que esto sucede probablemente en cientos de playas a lo largo de la costa. ¿No estás haciendo algo que no tiene sentido?”. El hombre sonrió, se inclinó y tomó una estrella marina y mientras la lanzaba de vuelta al mar me respondió: “¡Para ésta sí lo tuvo!”.

El abuelo

El abuelo se había hecho muy viejo. Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez menos, babeaba y tenía serias dificultades para tragar. En una ocasión -prosigue la escena de aquella novela de Tolstoi- cuando su hijo y su nuera le servían la cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos en el suelo. La nuera comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una palangana de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a decir nada.

Un rato después, vieron al hijo pequeño manipulando en el armario. Movido por la curiosidad, su padre le preguntó: “¿Qué haces, hijo?” El chico, sin levantar la cabeza, repuso: “Estoy preparando una palangana para daros de comer a mamá y a ti cuando seáis viejos.” El marido y su esposa se miraron y se sintieron tan avergonzados que empezaron a llorar. Pidieron perdón al abuelo y a su hijo, y las cosas cambiaron radicalmente a partir de aquel día. Su hijo pequeño les había dado una severa lección de sensibilidad y de buen corazón.

El águila

El águila es una de las aves de mayor longevidad. Llega a vivir 70 años. Pero para llegar a esa edad, en su cuarta década tiene que tomar una seria y difícil decisión. A los 40 años, ya sus uñas se volvieron tan largas y flexibles que no puede sujetar a las presas de las cuales se alimenta. El pico alargado y en punta, se curva demasiado y ya no le sirve. Apuntando contra el pecho están las alas, envejecidas y pesadas en función del gran tamaño de sus plumas, y para entonces, volar se vuelve muy difícil. Entonces, tiene sólo dos alternativas: dejarse estar y morir… o enfrentarse a un doloroso proceso de renovación que le llevará aproximadamente 150 dias. Ese proceso consiste en volar a lo alto de una montaña y recogerse en un nido, próximo a un paredón donde no necesita volar y se siente más protegida. Entonces, una vez encontrado el lugar adecuado, el águila comienza a golpear la roca con el pico… hasta arrancarlo. Luego espera que le nazca un nuevo pico con el cual podrá arrancar sus viejas uñas inservibles. Cuando las nuevas uñas comienzan a crecer, ella desprende una a una sus viejas y sobrecrecidas plumas. Y después de todos esos largos y dolorosos cinco meses de heridas, cicatrizaciones y crecimiento, logra realizar su famoso vuelo de renovación, renacimiento y festejo para vivir otros 30 años más. En nuestra vida también nos toca sufrir procesos de reconversión para no sucumbir. Tenemos quizá que resguardarnos por algún tiempo, meditar, someternos a ciertos sacrificios para llevar a cabo algunos cambios.

El árbol de los problemas

El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y lo hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras le llevaba a su casa, se sentó en silencio. Cuando llegamos, me invitó a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta de su casa, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, el rostro de aquel hombre se transformó, sonrió, abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. Luego me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunte por lo que lo había hecho un rato antes. “Oh, ese es mi árbol de problemas”, contestó. “Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego, a la mañana siguiente, los recojo otra vez. Lo bueno es -concluyó sonriendo- que cuando salgo por la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior”.

El árbol muerto

Recuerdo que un invierno mi padre necesitaba leña, así que buscó un árbol muerto y lo cortó. Pero luego, en la primavera, vio desolado que al tronco marchito de ese árbol le brotaron renuevos. Mi padre dijo: “Estaba yo seguro de que ese árbol estaba muerto. Había perdido todas las hojas en el invierno. Pero se ve que hacía tanto frío que las ramas se quebraban y caían como si no le quedara al viejo tronco ni una pizca de vida. Pero ahora advierto que aún alentaba la vida en aquel tronco”. Y volviéndose hacia mí, me aconsejó: “Nunca olvides esta lección. Jamás cortes un árbol en invierno. Jamás tomes una decisión negativa en tiempo adverso. Nunca decisiones importantes decisiones cuando estés en tu peor estado de ánimo. Espera. Sé paciente. La tormenta pasará. Recuerda que la primavera volverá”.