Una pierna deforme

Un niño pequeño entró en una tienda de mascotas con tres monedas en la mano comprar un cachorro de esos que se anunciaban en venta en el escaparate de la tienda. Lo recibió el tendero: “Buenos días. ¿Qué se te ofrece?”. El niño le dijo: “En el escaparate hay un letrero anunciando que venden cachorros y yo quiero comprar uno. ¿Cuánto cuestan?”. “Mira, cuestan quinientos pesos”. “¡Uy! Traigo sólo esto”, y le enseñó las tres monedas. “¿Puedo verlos?”, le preguntó el niño. “Claro que sí”, contestó el tendero con una sonrisa. Entró a verlos y se encontró con una perrita con cinco cachorros. El último cachorro cojeaba. “¿Qué le pasa a ese cachorro?”, preguntó el niño. “Nació con un defecto en las patas traseras. Ese perrito no puede correr, ni saltar”. “Ése es el que quiero”, dijo el niño entusiasmado. “No querrás ese, si no podrá correr contigo. Llévate mejor este otro que está muy bien”, dijo el tendero. “No, yo quiero ése”. “¿Por qué?”, preguntó el tendero. El niño se levantó el pantalón y le mostró su pierna derecha que estaba deforme y maltrecha, y le dijo: “Yo tampoco puedo correr bien, ni saltar, y ese perrito necesita alguien que le comprenda.” El tendero se quedó conmovido y enseguida le dijo: Bueno, pues entonces te lo vendo por las tres monedas que traes”. “No, de ninguna manera. El hecho de haber nacido así no lo hace menos valioso. Yo le pagaré el mismo precio que pide por los demás, hasta el último centavo”. El tendero, aún más conmovido, le dijo: “Ojalá los demás cachorritos tengan un dueño como tú, que los quiera y los comprenda así. Todos merecemos tener alguién que nos comprenda y nos quiera así como somos”.

Ayuda desinteresada

Casi no la había visto. Era una señora anciana con el coche parado en el camino. El día estaba frió, lluvioso y gris. Alberto se pudo dar cuenta que la anciana necesitaba ayuda. Estacionó su coche delante del de la anciana. Aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta de que la anciana estaba preocupada. Nadie se había detenido desde hacía más de una hora, cuando se detuvo en aquella transitada carretera. Realmente, para la anciana, ese hombre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto, podría tratarse de un delincuente. Más no había nada por hacer, estaba a su merced. Se veía pobre y hambriento. Alberto pudo percibir cómo se sentía. Su rostro reflejaba cierto temor. Así que se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo: “Aquí vengo para ayudarla, señora. Entre a su vehículo que estará protegida de la lluvia. Mi nombre es Alberto”. Gracias a Dios solo se trataba de un neumático pinchado, pero para la anciana se trataba de una situación difícil. Alberto se metió bajo el coche buscando un lugar donde poner el gato y en la maniobra se lastimó varias veces los nudillos. Estaba apretando las últimas tuercas, cuando la señora bajó la ventana y comenzó a hablar con él. Le contó de donde venía; que tan sólo estaba de paso por allí, y que no sabía cómo agradecerle. Alberto sonreía mientras cerraba el coche guardando las herramientas. Le preguntó cuanto le debía, pues cualquier suma sería correcta dadas las circunstancias, pues pensaba las cosas terribles que le hubiese pasado de no haber contado con la gentileza de Alberto. Él no había pensado en dinero. Esto no se trataba de ningún trabajo para él. Ayudar a alguien en necesidad era la mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así. Le dijo a la anciana que si quería pagarle, la mejor forma de hacerlo sería que la próxima vez que viera a alguien en necesidad, y estuviera a su alcance el poder asistirla, lo hiciera de manera desinteresada, y que entonces… – “tan solo piense en mí”-, agregó despidiéndose. Alberto esperó hasta que al auto se fuera. Había sido un día frió, gris y depresivo, pero se sintió bien en terminarlo de esa forma, estas eran las cosas que más satisfacción le traían. Entró en su coche y se fue. Unos kilómetros más adelante la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería muy bueno quitarse el frió con una taza de café caliente antes de continuar el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco desvencijado. Por fuera había dos bombas viejas de gasolina que no se habían usado por años. Al entrar se fijó en la escena del interior. La caja registradora se parecía a aquellas de cuerda que había usado en su juventud. Una cortés camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. Tenía un rostro agradable con una hermosa sonrisa. Aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera estaría de ocho meses de dulce espera. Y sin embargo esto no le hacia cambiar su simpática actitud. Pensó en como gente que tiene tan poco pueda ser tan generosa con los extraños. Entonces se acordó de Alberto… Después de terminar su café caliente y su comida, le alcanzó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de cien dólares. Cuando la muchacha regresó con el cambio constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla. Al correr hacia la puerta vio en la mesa algo escrito en una servilleta de papel al lado de 4 billetes de $100. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: “No me debes nada, yo estuve una vez donde tú estás. Alguien me ayudo como hoy te estoy ayudando a ti. Si quieres pagarme, esto es lo que puedes hacer: No dejes de ayudar a otros como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu alegría y tu sonrisa y no permitas que esta cadena se rompa. Aunque había mesas que limpiar y azucareras que llenar, aquél día se le pasó volando. Esa noche, ya en su casa, mientras la camarera entraba sigilosamente en su cama, para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella. ¿Cómo sabría ella las necesidades que tenían con su esposo, los problemas económicos que estaban pasando, máxime ahora con la llegada del bebé. Era consciente de cuan preocupado estaba su esposo por todo esto. Acercándose suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente, le susurró al oído: “Todo va a salir bien, Alberto”.

El helado de vainilla

La historia comienza cuando en una división de coche de la Pontiac de GM de los EUA recibió una curiosa reclamación de un cliente. Y esto es lo que él escribió: “Esta es la segunda vez que les envío una carta y no los culpo por no responder. Puedo parecerles un loco, mas el hecho es que tenemos una tradición en nuestra familia que es el de tomar helado después de cenar. Repetimos este hábito todas las noches, variando apenas el sabor del helado; y yo soy el encargado de ir a comprarlos. Recientemente compre un nuevo Pontiac y desde entonces las idas a la heladería se han transformado en un problema. Siempre que compro helado de vainilla, cuando me dispongo a regresar a casa, el coche no funciona. Si compro cualquier otro sabor, el coche funciona normalmente. Pensarán que estoy realmente loco y no importa que tan tonta pueda parecer mi reclamación, el hecho es que estoy muy molesto con mi Pontiac modelo 99”.

La carta generó tanta gracia entre el personal de Pontiac que el presidente de la compañía acabó recibiendo una copia de la reclamación. Él decidió tomarlo en serio y mando a un ingeniero a entrevistarse con el autor de la carta. El empleado y el “demandante” fueron juntos a la heladería en el infeliz Pontiac. El ingeniero sugirió sabor vainilla para verificar la reclamación; y el coche efectivamente no funcionó. Un empleado de GM volvió en los días siguientes, a la misma hora, he hizo el mismo trayecto, y solo varió el sabor del helado. Nuevamente el auto solo funcionaba de regreso cuando el sabor elegido no era vainilla. El problema acabó volviéndose una obsesión para el ingeniero, que acabo haciendo experiencias diarias anotando todos los detalles posibles, y después de dos semanas llegó al primer gran descubrimiento: cuando escogía vainilla el comprador gastaba menos tiempo porque ese tipo de helado estaba bien enfrente. Examinando el coche, el ingeniero hace un nuevo descubrimiento: como el tiempo de compra era muy reducido en caso de la vainilla en comparación con el tiempo de otros sabores, el motor no llegaba a enfriar. Con eso, los vapores del combustible no se disipaban, impidiendo que un nuevo arranque del motor fuese instantáneo. A partir de ese episodio, el Pontiac cambió el sistema de alimentación de combustible e introdujo una alteración en todos los modelos a partir de la línea 99. El autor de la reclamación obtuvo un coche nuevo, además del arreglo del que no funcionaba con el helado de vainilla. La GM distribuyó un comunicado interno, exigiendo que sus empleados lleven en serio hasta las reclamaciones mas extrañas, “porque puede ser que una gran innovación, este por detrás de un helado de vainilla”, decía el comunicado de GM.

Cambiar el mundo

Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar solo mi país. Pero con el tiempo me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí. Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: Si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar mi país y -quien sabe- tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo. (Encontrada en la lápida de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster).

El mendigo y el rey

¿Recuerdas ese conocido cuento de Tagore sobre un mendigo que iba pidiendo de puerta en puerta? Un día vio aparecer a lo lejos del camino, acercándose, la carroza de un Rey… Y yo me preguntaba, maravillado, quién sería aquel Rey de reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos habían acabado. (…). La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: ¿Puedes darme alguna cosa? ¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di. Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para darle todo! (Gitanjali, 50).

Camino de ninguna parte

Un matrimonio americano había salido de viaje. El esposo conducía enfebrecido. Había hecho ya trescientos kilómetros sin dejar de mirar de reojo al salpicadero. De repente la esposa consultó la guía de carreteras y anunció: «Nos hemos perdido». «¿Y qué?», replicó el marido. «¡Llevamos una media estupenda!». Ese estupendo promedio, camino de ninguna parte, es el que llevan algunos en su intento de llenar su día y su vida de sensación de diligencia y eficacia. Deberían recordar que cuando uno no sabe adónde va, acaba en otra parte.

El paquete de galletas

Cuando aquella tarde llegó a la vieja estación le informaron que el tren en el que ella viajaría se retrasaría aproximadamente una hora. La elegante señora, un poco fastidiada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua para pasar el tiempo. Buscó un banco en él anden central y se sentó preparada para la espera. Mientras hojeaba su revista, un joven se sentó a su lado y comenzó a leer un diario. Imprevistamente, la señora observó como aquel muchacho, sin decir una sola palabra, estiraba la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se molestó por esto, no quería ser grosera, pero tampoco dejar pasar aquella situación o hacer como si nada hubiera pasado; así que, con un gesto exagerado, tomó el paquete y sacó una galleta, la exhibió frente al joven y se la comió mirándolo fijamente a los ojos. Como respuesta, el joven tomó otra galleta y mirándola la puso en su boca y sonrió. La señora ya enojada, tomó una nueva galleta y, con ostensibles señales de fastidio, volvió a comer otra, manteniendo de nuevo la mirada en el muchacho. El dialogo de miradas y sonrisas continuó entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho cada vez más sonriente. Finalmente, la señora se dio cuenta de que en el paquete sólo quedaba la última galleta. “No podrá ser tan descarado”, pensó mientras miraba alternativamente al joven y al paquete de galletas. Con calma el joven alargó la mano, tomó la última galleta, y con mucha suavidad, la partió en dos y ofreció la mitad de la última galleta a su compañera de banco. “¡Gracias!”, dijo la mujer tomando con rudeza aquella mitad. “De nada”, contestó el joven sonriendo suavemente mientras comía su mitad. Entonces el tren anunció su partida… La señora se levantó furiosa del banco y subió a su vagón. Al arrancar, desde la ventanilla de su asiento vio al muchacho todavía sentado en el anden y pensó: “¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este mundo con esta juventud!”. Sin dejar de mirar con resentimiento al joven, sintió la boca reseca por el disgusto que aquella situación le había provocado. Abrió su bolso para sacar la botella de agua y se quedó totalmente sorprendida cuando encontró, dentro de su cartera, su paquete de galletas intacto.

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En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté: qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: “Ellos también tienen hambre”. Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir. Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: Cuando aprendamos a compartir”. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más podemos dar. (Madre Teresa de Calcuta)

El portal de oro

En una ciudad nacieron dos hombres, el mismo día, a la misma hora en el mismo lugar. Sus vidas se desarrollaron y cada uno vivió muchas experiencias diferentes. Al final de sus vidas ambos murieron el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar. De acuerdo a la leyenda se dice que al morir tenemos que pasar por un gran portal de oro puro, donde allí un guardián, nos hace ciertas preguntas para permitirnos pasar. El primer hombre llegó y el guardián le pregunta: Qué fue de tu vida? El responde: “Conocí muchos lugares, tuve muchos amigos, hice negocios que produjeron grandes riquezas, mi familia tuvo lo mejor y trabaje duro”. El guardián le pregunta: “¿Qué traes contigo?” Él responde: “Todo ha quedado allí, no traigo nada”. Ante esto, el guardián responde: “Lo siento, no puedes pasar debido a que no traes nada contigo”. Al escuchar estas palabras el hombre, llorando y con gran pena en su corazón, se sienta a un lado a sufrir el dolor de no poder entrar. El segundo hombre llegó y el guardián le pregunta: “¿Qué fue de tu vida?”. Él responde: “Desde el momento en que nací, fui un caminante, no tuve riquezas, sólo busqué el amor en los corazones de todos los hombres, mi familia me abandonó y en realidad nunca tuve nada.” El guardián le pregunta: “¿Encontraste lo que buscabas?”. Él le responde: “Sí, ha sido mi único alimento desde que lo encontré”. El guardián responde: “Muy bien, puedes pasar”. Pero ante esta respuesta, el hombre dice: “El Amor que he encontrado es tan grande que lo quiero compartir con este hombre sentado al lado del portal, sufriendo por su fortuna”. Dice la leyenda que su amor era tan grande que fue suficiente para que ambos pasaran por el portal. (Historia Sufí)

Construyendo una catedral

Un hombre golpeaba fuertemente una roca, con rostro duro, sudando. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo? Y contestó con pesadumbre: – ¿No lo ve? Picar piedra.

Un segundo hombre golpeaba fuertemente otra roca, con rostro duro, sudando. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo? Y contestó con pesadumbre: – ¿No lo ve? Tallar un peldaño.

Un tercer hombre golpeaba fuertemente una roca, transpirado, con rostro alegre, distendido. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo?”. Y contestó ilusionado: -Estoy construyendo una catedral.