Eduardo Ortiz de Landázuri: un médico entre la vida y su propia muerte

Eduardo Ortiz de Landázuri nació en Segovia, en 1910, y murió -con fama de santidad- en Pamplona en 1984. En 1940 comenzó a trabajar como médico en la Clínica del profesor Jiménez Díaz; fue catedrático de Patología General de la Universidad de Granada desde 1946 hasta 1958. Fue sucesivamente Decano de la Facultad de Medicina y Vicerrector de aquella Universidad. En 1958 se trasladó a la Universidad de Navarra donde continuó desempeñando la cátedra de Patología y Clínica Médica. Fue Consejero del CSIC, Miembro, entre otras, de la Royal Society of Medicine del Reino Unido. Estaba en posesión de la Cruz de Sanidad, Placa de la Encomienda de Alfonso X el Sabio y Cruz del Mérito Civil de la República Federal de Alemania. Contaba con 200 publicaciones y unas 100 ponencias. Atendió a unos 500.000 enfermos en sus 50 años de profesional de la Medicina.

Rosa María Echevarría, profesora de Ciencias de la Información, entrevistó a don Eduardo –así le llamaban sus colegas más jóvenes, alumnos, pacientes– cuando ya la enfermedad mortal se había revelado; en aquel entonces presentaba así a su interlocutor: “Tiene los ojos don Eduardo llenos de futuro, futuros profundos y abiertos, recogidos en lo más hondo de su mirada. Cada día Don Eduardo se asoma a un mundo nuevo en esa apasionada aventura que es su vida, donde descubre inmensos horizontes y los va recorriendo despacio, mansamente, como el rigor de ese pensamiento tan lógico y tan humano del intelectual. Hay en su mirada un reto de alegre vida y es su vida un valiente reto al esfuerzo en una lucha tenaz y constante que parece ocultarse detrás de esa cordialísima sonrisa que tan bien conocen sus enfermos” (1).

Después de una vida en contacto permanente con la enfermedad y con el dolor, Don Eduardo ha experimentado en su propia vida el inmenso valor del sufrimiento.

–¿Qué se siente al dar ese largo paso que se recorre en tan breve tiempo, al pasar de médico a enfermo? –Una enfermedad es una cruz, eso es evidente. Por tanto, decir que no tiene importancia, me parece que sería ridículo y además no sería justo. La he llevado y la llevo con mucha paz. La enfermedad tiene dos aspectos diferentes. Uno, es la enfermedad en relación con los demás; y otro, el que se refiere a uno mismo. Como médico conozco muy bien… o conocía, la primera parte y, en este sentido, la experiencia que tengo es que el enfermo suele ser muy agradecido. Por una parte, uno se encuentra muy debilitado y por otra, ¡qué duda cabe!, sería injusto no decirlo, está esa proximidad de la muerte. Como es lógico, se siente más cerca la muerte cuando se está enfermo . En esta situación, toda la fuerza me la ha proporcionado el sentido sobrenatural de la vida.

–¿Cómo es ese sentido sobrenatural que tiene el dolor para el Dr. Ortiz de Landázuri? –La enfermedad siempre nos enseña muchísimo. Creo que el que pasa la vida suavemente, sin ninguna enfermedad…; es indudable que Dios le dará otras posibilidades de acercarse a El, pero está claro que una de las vías para comprender mejor a Dios es la enfermedad. Es un camino que nos conduce a Dios. Entonces, los que mueren a causa de un accidente, ¿no han podido acercarse al Señor? Estoy seguro de que en tal caso Dios les dará otras oportunidades. Sin embargo, no me cabe duda de que la enfermedad es uno de los caminos más importantes para llegar al encuentro más profundo con Dios… Y, como es lógico, uno acaba agradeciéndolo.

Don Eduardo -uno de los pioneros de la Clínica Universitaria de Navarra-, tenía muy grabado el espíritu del Fundador de aquella Universidad -Monseñor Escrivá, Fundador del Opus Dei-, y su amor apasionado a los enfermos: E.O. –Cuando le preguntaban al Fundador del Opus Dei cuáles eran las armas o las posibilidades que tenía para hacer la Obra que el Señor le había encomendado realizar en el mundo, solía contestar que contaba con el dolor de los enfermos y el buen humor. El Opus Dei nació en los barrios más pobres y en los ambientes más míseros de Madrid.

DE MEDICO A ENFERMO Inés Artajo, entrevistó para el Diario de Navarra a don Eduardo. Lo encontró y presentó “enfundado ya en su traje de calle, sin bata blanca, porque de médico se ha convertido en enfermo, y de los de diagnóstico irreversible: enfermo de cáncer, un mal con el que convivía desde hacía meses” (2) Don Eduardo -seguimos ahora con Inés Artajo- ha diagnosticado miles de enfermedades mortales, ha expresado miles de veredictos finales. Sabe que va a morir. Pero no como lo sabemos todos, ignorantes del cuándo y del cómo: conoce su plazo. Sin embargo dice que no sufre -“decir que no me asusta me parece una vanidad”-, que lo afronta con serenidad y paciencia. En su rostro no hay miedo. Recorre la senda de la esperanza.

E.O.–Fe, la he tenido siempre y pido a Dios que ahora, cuando más la necesito, no me la quite.

EXPRIMIR LA VIDA “COMO UN LIMON” Con su cáncer y su fe a cuestas, considera que la muerte, enemiga y compañera de tantos años de ejercicio de la profesión, no es tan terrible cuando le toca a uno mismo. Y dice que aunque le gustaría vivir cinco años más, acata y agradece la voluntad de Dios, en quien siempre ha creído y confiado. Sigue trabajando en la aventura universitaria como puede y puede mucho, porque su espíritu vive a tope. Confiesa que su deseo es “exprimir el limón”, su vida, hasta la última gota, sirviendo a su familia, a los demás, a la Ciencia, en definitiva a Dios y a todas las gentes.

Era en 1958 cuando -médico ya famoso, catedrático y vicerrector de la Universidad de Granada, casado y padre de 7 hijos-, cambió su forma de vida y su economía para asentarse en Pamplona. Dejaba atrás una merecida fama de eminencia médica y un futuro humanamente brillante y bien acomodado.

E.O. –Entonces ganaba mucho dinero -dice sencillamente don Eduardo-, pude hacerme rico. Pero dejé aquello, porque cuando se tiene todo, no se tiene ya ilusión por nada. Ahora veo que de haber seguido en Granada hubiera acabado por hacer lo de otros acaudalados: comprar un cortijo y unos olivos. Aquí, en Pamplona, sólo había ilusión y pocos medios para levantar una Facultad de Medicina recién inaugurada, y para crear una clínica universitaria.

Pero el Gran Canciller y Fundador de aquella Universidad – Monseñor Escrivá, Fundador del Opus Dei- confiaba en él como uno de los pioneros, firme e incombustibles ante las dificultades. Don Eduardo, rechazó la posibilidad de abrir una consulta en la calle Carlos III, foco seguro de fama y dinero; y pidió un pequeño consultorio en la Facultad de Medicina. El poco dinero que ha tenido lo ha empleado ahora en pisos para sus hijos. Guarda una pequeña cantidad para que su familia -“si los impuestos le dejan…”- haga frente a la vida cuando a él le llegue la muerte.

NO ES TAN TERRIBLE LA MUERTE El internista eminente, el testigo de muchas agonías y marchas hacia la otra orilla del vivir, afirma que la muerte, en general y salvo las aparatosas e inesperadas, no son tan duras como la gente cree. Dice que si alguien muere en plena vida, el desenlace es súbito y apenas se entera la persona de su marcha. A una preagonía tormentosa sigue después una muerte dulce, porque él lo ha visto: a medida que el final se acerca, el cerebro pierde la sensibilidad fisiológica y la agonía, ya de por sí, trae el estado de hipoestesia: E.O. –La propia muerte se encarga de no ser tan dura como nos parece. Un enfermo que va a morir quizá no sufra tanto como los familiares que le rodean, porque cuando se llega a ese trance final, el enfermo no es que se desentienda de lo que le rodea, sino que entra en una zona de nadie en la que se encuentra a sí mismo. Y ese encontrarse, unido al instinto de conservación, le permite afrontar la situación con más paz.

Esa paz que don Eduardo ha encontrado tantas veces en sus pacientes, le ha servido para inclinarse siempre por el camino de la verdad con el enfermo, para que afronte con dignidad su destino y lo que pueda conllevar: E.O. –No me ha gustado esforzarme por disimular las enfermedades mortales, sino que he preferido esforzarme por salvar vidas y, cuando no podía, en respetar la dignidad del enfermo que tiene derecho a saber qué pasa en su cuerpo, por qué se le opera, qué pasa con su vida. Decir la verdad a un enfermo siempre traerá más confianza hacia quien lo cuida y vela por él; sabe que además de su instinto de conservación, cuenta con otra persona que lucha por su vida. También es necesario este modo de proceder para que cada uno, con su libertad, opte por el camino que crea más conveniente en unas horas que puedan ser las últimas. Unos quieren tomar determinaciones humanas, otros quieren ponerse a bien con Dios, otros no hacen nada. Pero aún así, tienen derecho a saber que su vida se acaba.

Don Eduardo no es amigo de las palabras descarnadas, duras, sino de la verdad dicha con caridad, con cariño y consideración.

E.O. –El final se acepta con serenidad, porque la grandeza humana es mayor de lo que la gente cree. Por eso, si es por miedo a la reacción del enfermo, que nadie, por falsos respetos, tenga temor a que se le administren los últimos sacramentos. No me meto en que no se los den por falta de fe. Eso, allá ellos; pero que no sea por miedo a que la impresión acelere la muerte. Nunca he visto que aceleren la muerte, antes al contrario: los sacramentos dan al enfermo más tranquilidad y más paz. Por lo demás, en la persona nunca se agota el instinto de conservación.

Eduardo Ortiz de Landázuri ha atendido -se calcula- unos 500.000 enfermos. ¡Cuántas curaciones, cuántas alegrías a lo largo de su vida! LA EUTANASIA, ESA BRUTALIDAD –¿Qué piensa Ortiz de Landázuri de la eutanasia? –Me desgarra el alma pensar que se va a implantar la eutanasia. ¿Quién es dueño de la vida para matar al enfermo o al no nacido?. Tampoco soy partidario de mantener vidas artificiales, como cuando el cuerpo sigue en este mundo sólo por su conexión a máquinas sofisticadas. Eso no se puede hacer: la muerte no es tan indigna como para no ser aceptada en su momento.

También, por dignidad, Ortiz de Landázuri entiende que, cuando no hay medios técnicos que los curen en los hospitales, los enfermos están mejor en sus casas, con su gente. Eso sí, siempre que esa vida no pueda agarrarse al mundo en un hospital.

Don Eduardo aprendió a reconocer en sus últimos meses de vida el rostro de la que sería su muerte. No conoce la hora ni el lugar, pero vislumbra ya el modo, todas aquellas incógnitas que a la mayor parte de los hombres les impide ver con claridad el fin hacia el cual, cada minuto, cada hora y cada día, avanzan. Aunque advierte: E.O. –No sé tanto sobre ella, los tumores son tan distintos… Y la metástasis quizá me coja el cerebro, el hígado, o no sé dónde. Lo que preveo -y lo digo sin tristeza- es que pronto me tocará morir.

Él fue quien vio primero las placas de su cuerpo y descubrió la existencia de un tumor. Fue el primero también en saber que necesitaba pasar por un quirófano cuando una biopsia le confirmó que el tumor que crecía era cancerigeno. Ahora agradece que los médicos hayan sido, como él les enseñó: veraces, claros también con él.

ACEPTAR LA VOLUNTAD DE DIOS E.O. –La noticia de mi enfermedad irreversible la recibí tranquilo, aunque no me la sospechaba. Es tan misterioso el nacimiento y el desarrollo de un cáncer, tan distinta su evolución… En mi familia causó dolor, pero todos acogimos el descubrimiento con paz. Un diagnóstico irreversible te enseña muchas cosas. Te hace ver, como yo siempre he creído, que la ciencia y la fe están juntas y que unidas dan mucho más fruto. Y también comprendes que la muerte no tiene tanta importancia, sobre todo cuando le toca a uno. Claro es que no puede decirse que no tiene ninguna importancia, pero hay que aceptarla con serenidad. Dicen que Dios da conformidad y es cierto. Ahora me he hecho a la idea de que voy a faltar del mundo y no voy a negar que preferiría pasar ese trance sin dolor. Acepto, sin embargo, lo que Dios quiera darme. Tengo fe en él y ahora, lo que más le pido, es que esta fe que siempre me ha acompañado no me abandone en mi hora final, cuando más la necesito. Me gustaría que a mi familia no le faltara nada cuando yo me vaya…

Ahora habla don Eduardo a los suyos acerca del lugar a donde irá. Primero, a la tierra: E.O. –Me da igual una sepultura, un nicho o la fosa común. Ni tengo dinero ni vanidad para ocupar un panteón.

Y después, al lugar donde siempre ha querido ir: E.O. –Eso es lo único que de verdad me preocupa. Quiero ir al Cielo. Sí, creo en el cielo. El lugar donde gozaré de la contemplación de Dios. ¿Cómo? Mi mente es demasiado limitada para entenderlo y explicarlo. Pero allí quiero ir.

Don Eduardo cree también que el Infierno “desgraciadamente existe”; y el Purgatorio. Espera, dice, que al final pesen más sus trabajos buenos, la santificación que ha procurado de su trabajo profesional y de sus deberes de cristiano, atendiendo y curando enfermos, que los errores humanos y profesionales que ha podido tener.

E.O. –He intentado pasar por la vida haciendo el bien que he podido. Lo he intentado, pero no quiero que me digan que lo he conseguido, porque me asusta mi posible vanidad. Quiero ir al cielo y allí no hay sitio para los vanidosos.

Eduardo Ortiz de Landázuri aprendió a convivir con aquel monstruo interior que un día del año 1984 devoraría su cuerpo. Uno de sus libros de cabecera era “Camino”; en sus palabras nos ha parecido escuchar el eco del punto 739: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente…, cuando Dios quiera…, como Dios quiera…, donde Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte! (3) Adaptación de J. BALVEY (1) Cfr. ROSA MARIA ECHEVARRIA, Amar apasionadamente la Universidad, Nuestro Tiempo, junio-julio 1984, pp. 4 y ss.

(2) Cfr. INES ARTAJO, en Diario de Navarra, 13-XI-1983.

(3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 739.

(4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1001.

(5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1037.

(6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 738.

(7) JOSEMARIA ESCRIVA DE BALAGUER, Fundador del Opus Dei, HOJA INFORMATIVA, nº 1. Madrid, mayo 1976, pág.5.

Tomado de http://www.arvo.net

Emanuele Stablum: arriesgar la vida por los demás

El pueblo de Israel declara a un religioso «Justo entre las naciones» Emanuele Stablum salvó centenares de vidas durante el Holocausto ROMA, 21 noviembre 2001 (ZENIT.org).- El reconocimiento más elevado que confiere el pueblo de Israel confiere a quienes ayudaron a salvar la vida de judíos durante el Holocausto, la medalla de «Justo entre las naciones», fue conferida este martes al hermano Emanuele Stablum, médico y religioso de la Congregación de los Hijos de la Inmaculada Concepción.

Stablum, durante la segunda guerra mundial, salvó de la violencia nazi en Roma a 51 judíos, escondiéndoles con la ayuda de sus hermanos de religión en los pasillos del hospital que dirigía su Congregación religiosa.

Para evitar las suspicacias de los agentes alemanes, los refugiados eran registrados en el hospital como pacientes con enfermedades cutáneas, pues el hospital era y sigue siendo el centro especializado en dermatología más prestigioso de Roma.

En más de alguna inspección, con mucho ingenio, los religiosos untaron con cremas a los judíos para que los nazis se convencieran de que eran enfermos.

La ceremonia de entrega de la medalla tuvo lugar en el mismo hospital, el Instituto Dermopático de la Inmaculada (IDI) de Roma.

El padre Giovanni Cazzaniga, postulador general de las causa de beatificación de los religiosos de la Congregación, y testigo directo de la heroica obra de Stablum, reveló: «A pesar de que todo era complicado en aquellos tiempos, Emanuele Stablum no se echó atrás ante la dramática emergencia y abrió las puertas del hospital a quien tocó a la puerta».

Según explicó Cazzaniga, el médico y religioso no sólo salvó a los judíos perseguidos, sino también a los hombres políticos buscados por la policía «sin tener en cuenta su fe, edad, condición social y sin pedir nada a cambio».

Stablum, reveló el historiador, «acogió la petición del Vaticano de ayudar a los judíos». Asimismo «le dio fuerza y valor el apoyo de la comunidad de religiosos, pero al final la decisión de acoger a los marginados y a los judíos desesperados fue suya».

«Tomó la decisión consciente de jugarse la vida; es más, desde aquel momento ligó su vida a la de los que ayudó. En caso de que los nazis le hubieran descubierto, habría sido destinado a un campo de exterminio en Alemania», aseguró.

Emanuele Stablum, concluyó el padre Giovanni Cazzaniga, «consciente de que el espíritu de todo hombre en el dolor se vuelve a encontrar con frecuencia con la trascendencia, abrió también la capilla a los judíos refugiados. Junto a ellos, los religiosos invocaban al Dios Padre como Jesús lo reveló y como nuestros hermanos mayores rezan al Dios de la Antigua Alianza, como le presentan los Salmos».

Tibor Schlosser, consejero de la Embajada de Israel ante el Estado italiano, explicó que uno de las tareas fundamentales del Instituto Yad Vashem, que otorga el reconocimiento del pueblo judío, es la de no olvidar a nadie que haya ayudado a los judíos durante la segunda guerra mundial.

«Cada uno de los centenares de miles de supervivientes judíos tiene un “ángel” como el hermano Stablum», añadió, pues de lo contrario era casi imposible que hubieran podido salvar la vida.

Tomado de Zenit, ZS01112108

Eugenio Laguarda: Un mártir en vida de la persecución religiosa en la guerra civil española

Entre los 233 mártires de la persecución religiosa española de los años treinta que beatifica Juan Pablo II el año 2001, podría haber aparecido el nombre de Eugenio Laguarda. Sus asesinos, sin embargo, no terminaron en el trabajo y le abandonaron moribundo en un campo abandonado.

Hoy, a sus noventa años, el padre Laguarda celebra misa todos los días a las siete de la mañana en la basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia (la diócesis de la que proceden la mayoría de esos mártires). Después, confiesa el resto del día hasta la tarde. En este conmovedor testimonio reconstruye el ambiente que reinaba en España durante la guerra civil. Entre el 18 de julio de ese año y el 1 de abril de 1937, según datos ofrecidos ahora por la Conferencia Episcopal Espñola, fueron asesinados 6.832 sacerdotes, religiosos y religiosas, así como doce obispos.

Los hechos que recuerda el padre Laguarda en este testimonio publicado por el semanario de la arquidiócesis de Madrid, Alfa y Omega, tuvieron lugar el 17 de junio de 1938 Testimonio de Eugenio Laguardia Yo era muy joven. Siendo ya sacerdote, me enviaron a un pueblo de la provincia de Castellón. A los 15 meses de estar en aquel pueblo, Zucaina, vino la guerra.

Yo me enteraba de las noticias y escondí todas las imágenes de la parroquia en casas particulares, en pajares. Salía de mi casa, pero iba a la iglesia sin tocar la campana: habían matado a muchos curas de los pueblos.

Un día vinieron a matarme, una cuadrilla que iba matando de pueblo en pueblo. Cuando llegaron a Zucaina, encontraron a unos chiquitos, jugando en la plaza, y les preguntaron: «¿Habéis visto al cura?»; les dijeron que no sabían. Y se fueron a un bar pensando que ya no estaba el cura. El señor del bar se enfadó con ellos: «¿Por qué tenéis que matar al cura? Si este cura es muy buena persona». Dijeron: «¡Basta que sea un cura para que lo matemos! Y se fueron».

Me enviaron un recado para que supiera lo que había ocurrido, y me preparé esa noche para esconderme en una masía (casa de campo del Levante español), que estaba a más de una hora y media del pueblo, andando. El dueño de la masía era el tío Bernabé, un señor mayor. Estaba amaneciendo cuando llegué. Y, le dije al tío Bernabé: «Ya sabe a lo que vengo, a esconderme». Y él me contestó: «Es un compromiso muy grande tenerle aquí, nos pueden matar a todos». Le dije: «Mire, tío Bernabé, yo no le he dicho a nadie que venía aquí. Así que, si ustedes no dicen nada a nadie, no pasará nada».

Ya estaba amaneciendo el día. Entonces, la mujer, al escucharnos, llamó a su marido desde la cama: «Bernabé, Bernabé, ¿quién es?». Dijo él: «El cura». Preguntó la mujer: «¿El cura? Pero si los han matado a todos. ¿Qué quería el cura?».

Respondió el tío Bernabé: «Que le tengamos aquí escondido hasta que pase todo esto. Le he dicho que puede quedarse siete u ocho días, pero nada más, porque es un compromiso muy grande». Y dijo ella: «¡Nada de eso, no unos días, sino todo el tiempo que haga falta!». Y como en las casas mandan las mujeres más que el marido, me acogieron.

Nadie sabía que estaba allí, pero, como pensaban meter dos compañías de soldados en aquella masía, me marché por las montañas, camino de Valencia. Y al pasar cerca de Segorbe, me cogió una pareja de soldados. Iban buscando a un preso que se había escapado. Y me preguntaron: «¿Dónde va usted?». Dije: «A Valencia». Y enseguida pensaron mal de mí. «¡Dinos la verdad! ¿Quién eres?». Entonces, dije que era sacerdote.

Me cogieron de los brazos, me registraron y encontraron el breviario. Uno de ellos me pegó un culatazo en la cara, me rompió la nariz y me dejó el ojo izquierdo sin vista durante tres meses. Caí en tierra. Me pegaban y me hacían levantarme, hasta que ya no pude. Y, entonces, uno de ellos me dio un tiro en la cabeza. La bala me entró por debajo del ojo izquierdo, me atravesó el paladar, la lengua, el cuello y quedó alojada en el pulmón. El otro le dijo que me volviera a dar otro tiro, porque estaba vivo, pero ya no me lo dio. Me echaron a un barranquito cerca de la carretera. Yo oía cómo se iban, riéndose de cómo yo rezaba a la Virgen.

Cuando se perdieron sus voces, intenté subir a la carretera y, al ponerme de pie, me caí. Estaba muy grave. Me dije: «Es preciso subir a la carretera». Subí a gatas, cogiéndome a la hierba, poquito a poco, y, por fin, llegué a la carretera. Enseguida se formó un charco de sangre. La gente pasaba de largo y, por fin, pasó un autobús. Eran las doce de la noche. Como la carretera era algo estrecha y el autobús era ancho, pararon y bajaron. Les dije que era sacerdote y que me habían martirizado. No sabían qué hacer; por fin, me cargaron al autobús y me llevaron hacia Castellón para dejarme en un hospital. Estaba muy herido.

Y al pasar por Náquera, a la una de la mañana, estaban los dos matones sentados en la carretera; pararon el autobús y hablaron con el chófer. Yo iba en los asientos de los pasajeros, muriéndome: «¿Dónde vas ahora?», preguntaron al chófer. «Voy al hospital, a llevar a un herido que he recogido allí arriba. Un sacerdote». Ellos gritaron: «¡Es el sacerdote que nosotros hemos matado! ¿Aún vive? Hay que acabar con él». Pero, por fin, el chófer se impuso, los dos matones se quedaron allí, y me llevó a Castellón. Enseguida me recibieron en el hospital.

Cuando terminó la guerra, juzgaron a esos dos matones y los condenaron a muerte. Y, estando ya en Zucaina, vinieron a verme el padre de uno y la madre del otro, y se arrodillaron en cruz delante de mí, diciéndome: «Padrecito, tenga compasión de nuestros hijos, que están en la cárcel y los van a matar por lo que le hicieron a usted».

Enseguida, cogí un papel y escribí al juez, diciéndole que yo estaba bien y que quería que les quitaran la pena de muerte. Y, al ver el documento con mi firma, les conmutaron la pena. No sé si aún vivirán, ha pasado mucho tiempo. Estoy muy agradecido a Jesús porque me salvó la vida. Ahora, me llaman el muerto resucitado.

Francesc Castelló: Testimonio de un ingeniero químico poco antes de su martirio

Poco antes de su martirio, Francesc Castelló escribe a sus seres queridos: “Si tuviera mil vidas, las daría por Cristo”.

Fue beatificado el 11 de marzo por Juan Pablo II, en la beatificación más numerosa de la historia de la Iglesia, entre los mártires de la fe durante la guerra civil española. Tenía 22 años y trabajaba como ingeniero químico en la fábrica Cros, S.A., de Lérida. Antes de morir, el 29 de septiembre de 1936, escribe tres cartas, que ofrecemos en esta página, a su novia, María Pelegrí (Mariona), a sus dos hermanas y su tía, y a D. Román Galán, su director espiritual.

“Si ser católico es delito, acepto gustosamente ser delincuente, ya que la mayor felicidad del hombre es dar la vida por Cristo, y si tuviera mil vidas, sin dudar, las daría por Él”. Así confesó Francesc Castelló ante el tribunal que lo condenó a muerte, tras invitarle a apostatar de su fe si quería salvar la vida. Antes, había confortado a sus compañeros de martirio, cantando el Credo.

Francesc de P. Castelló i Aleu nace en Alicante, el 19 de abril de 1914. A los dos meses muere su padre, Francesc Castelló Salué; su viuda, Teresa Aleu Andreu, se traslada a Lérida, buscando el amparo de su familia. Teresa ejerce de maestra nacional, en Juneda (Lérida), y muere cuando Francesc, el pequeño de sus tres hijos, ha cumplido 15 años. A partir de entonces, su tía María Castelló, hermana de su padre, hará de madre solícita de Francesc y sus hermanas Teresa y María. Acabado el Bachillerato en los Maristas de Lérida, Francesc marcha a Barcelona para proseguir sus estudios en el Instituto Químico de Sarriá. Forma parte de la Congregación Mariana, y de la Acción Católica; posteriormente, se integra en la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña. En 1935 está ya en la ciudad de Lérida, trabajando como ingeniero químico en la fábrica Cros, S.A. La guerra civil le sorprende mientras realizaba el servicio militar. Denunciado por uno de los comandantes, fue condenado por un tribunal popular a ser fusilado.

La misma entereza de Francesc confesando su amor a Cristo ante aquel tribunal, tras profesar su fe católica junto con sus compañeros de martirio, la mostraría ante sus verdugos, aquel 29 de septiembre de 1936, perdonándolos con amor y diciéndoles que les espera en el cielo. Pocas horas antes de su ejecución, había escrito a su novia, Mariona -dos hermanos de ella también murieron por Cristo-, a sus hermanas y a su tía, y a su amigo y padre espiritual: A María Pelegrí Platería, 39 – 1º Querida Mariona: Nuestras vidas se han unido y Dios mismo ha querido separarlas. A Él le ofrezco con toda la sinceridad posible mi amor hacia ti, un amor intenso, puro y sincero. Siento tu desgracia, no la mía. Estés orgullosa de mí: dos hermanos y tu novio. Pobre Mariona. Me pasa una cosa extraña: no puedo sentir ninguna pena por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte… llena todo mi ser. Quisiera escribirte una carta triste, de despedida, pero no puedo. Estoy pleno de alegría como un presentimiento de la Gloria. Quisiera hablarte de lo mucho que te habría amado. De cuánta ternura tenía reservada para ti, de lo felices que habríamos sido. Pero para mí todo esto es secundario. He de dar un gran paso. Una última cosa: cásate, si es tu parecer. Yo desde el cielo bendeciré tu matrimonio y tus hijos. No quiero que llores. No lo quiero. Que estés orgullosa de mí. Te quiero. No tengo tiempo para más.

Francesc A mis hermanas Teresa y María Castelló i Aleu, y a mi tía: Queridas: Acaban de anunciarme la pena de muerte y jamás he estado tan tranquilo como ahora. Tengo la seguridad de que esta misma noche estaré con mis padres en el cielo. Allí os esperaré a vosotras. La Providencia de Dios ha querido elegirme a mí como víctima por los errores y pecados que cometemos. Voy con gusto y tranquilidad a la muerte. Jamás tendría tanta probabilidad de salvación. Se terminó ya mi misión en esta vida. Ofrezco a Dios todos los sufrimientos de esta hora. De ninguna manera lloréis por mí. Es lo que os pido. Estoy muy, muy contento. Os dejo con pena a vosotras que tanto amaba, pero ofrezco a Dios este afecto y todo cuanto tenía en el mundo. Teresina: ¡Que seas valiente! No llores. Yo soy el que ha tenido tanta suerte que no sé cómo agradecer a Dios. He cantado el himno: “Amunt, que és sols camí d’un dia!” (¡Ánimo, que el camino es sólo de un día!) con toda intensidad. Perdona las penas o sufrimientos que involuntariamente te pueda haber causado. Siempre te he querido mucho. María: mi pobre hermana… Si Dios te da hijos dales un beso de mi parte, de su tío que les amará desde el cielo. Un fuerte abrazo a mi cuñado. De él espero que será vuestra ayuda en esta tierra y sabrá sustituirme. Tía: En este momento siento un profundo agradecimiento por usted y por todo cuanto ha hecho por nosotros. Dentro de unos años nos encontraremos en el cielo. Desde el cielo pedirá por usted éste que tanto la quiere. Recuerdos a todos los amigos de la Federación; a todos los amigos decidles que muero contento y que me acordaré de todos ellos desde la otra vida.

Francesc Al sacerdote D. Román Galán Querido padre: Le escribo estas letras estando condenado a muerte y faltando unas horas para ser fusilado. Estoy tranquilo y contento, muy contento. Espero poder estar en la gloria dentro de poco rato. Renuncio a los lazos y placeres que puede darme el mundo y al cariño de los míos. Doy gracias a Dios porque me da una muerte con muchas probabilidades de salvarme. Tengo una libreta en la que apuntaba las ideas que se me ocurrían (los inventos). Haré por que se la manden a usted. Es mi pobre testamento intelectual. Le estoy muy agradecido y rogaré por usted.

Francisco Castelló Fuente: Alfa y Omega

Gilbert K. Chesterton: Porqué me convertí al catolicismo

Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el problema “por qué soy católico” es muy distinto del problema “por qué me convertí al catolicismo”. Tantas cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen surgiendo después… Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma. Todas son también tan numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo originario y primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y secundario. La “confirmación” de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y única razón. Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.

¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas piedras.

A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto señor Kensit.

El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como protestante fanático, organizó en 1898 una banda que, sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión pública se volvió contra él, clasificando como “Kensitite Press” a los peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.

Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.

En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento”. Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: “¡Qué maravillosamente dicho!” Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender.

En el segundo caso, alguien del diario “Daily News” (entonces yo mismo era todavía alguien del “Daily News”), como ejemplo típico del “formulismo muerto” de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: “¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mi, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en mi presencia”.

Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John O’Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera del “Daily News”.Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés se concentraba en ese aspecto de la política liberal. Fui descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.

Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose. Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para el prusianismo, como en Manchester para el individualismo manchesteriano.

Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos que no tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de material que actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre todo ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que me causaron una especial impresión.

Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar de los “intermezzos” de un Lucrecio o de un Lucano.

No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión de naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las menosprecian.

Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición que existe entre el convento y la familia (The Cloister and the hearth). En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión católica, los votos y las profesiones más altas y “menos razonables” —por decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores de la vida diaria.

Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado de lo superior, es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al “nonsense”, a la insensatez.

Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento “realmente existente” hacia Dios, no se hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto: en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.

Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas, pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo victoriano. Por el contrario, la más alta exaltación por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la sigue: Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos dicen— reformas prácticas y objetivas.

Ahora bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de repente dos mil años.

Esto significa, si lo precisamos todavía más, que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo de los partidos. El socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tíbet. El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se reconocieran más los valores sobrenaturales. Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo —podría decirse en su excusa—. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día.

G. K. Chesterton (*) (*) Famosísimo periodista, novelista, poeta y crítico literario (1874-1935) es una figura única y genial en la literatura inglesa y uno de los autores modernos más frecuentemente citados. Autor de las novelas del Padre Brown, Ortodoxia (escrito muchos años antes de convertirse), etc. De él dijo su gran amigo Bernard Shaw: “un genio colosal”, y el Times Literary S. “Ha llegado la hora, medio siglo después de su muerte, para hacer una limpieza chestertoniana. Su perspicacia crítica era muy aguda, su campo de acción universal, su vigor invencible. El premio nobel T.S. Eliott quedó maravillado con su libro sobre Dickens. Su obra sobre Tomás de Aquino fue lo mejor que se ha escrito sobre el tema. Su periodismo ejerció una atracción magnética mucho más poderosa que lo que de cualquier columnista o presentador de televisión podría esperarse hoy día.

Georges Hubert: Pablo VI y el diablo

¿Cómo se ha podido llegar a esta situación? » Ésta es la pregunta que se hacía el Papa Pablo VI, algunos años después de la clausura del Concilio Vaticano II, a la vista de los acontecimientos que sacudían a la Iglesia. «Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. » Sí, ¿cómo se ha podido llegar a esta situación? La respuesta de Pablo VI es clara y neta: «Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?». Y el Papa precisa: «Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma».

Para decirlo brevemente, Pablo VI tenía la sensación de que «el humo de Satanás ha entrado por alguna fisura en el templo de Dios».

Así se expresaba Pablo VI sobre la crisis de la Iglesia el 29 de junio de 1972, noveno aniversario de su coronación. Algunos periódicos se mostraron sorprendidos por la declaración del Papa sobre la presencia de Satanás en la Iglesia. Otros periódicos se escandalizaron. ¿No estaba Pablo VI exhumando creencias medievales que se creían olvidadas para siempre? Una de las grandes necesidades de la Iglesia contemporánea Sin arredrarse ante estas críticas Pablo VI volvió sobre este tema candente cinco meses más tarde. Y lejos de contentarse con reafirmar la verdad sobre Satanás y su actividad, el Papa consagró una entera catequesis a la presencia activa de Satanás en la Iglesia (cfr Audiencia general, 15 de noviembre de 1972).

Desde el inicio, Pablo VI subrayó la dimensión universal del tema: «¿Cuáles son hoy afirma las necesidades más importantes de la Iglesia?». La respuesta del Papa es clara: «Una de las necesidades más grandes de la Iglesia es la de defenderse de ese mal al que llamamos el demonio».

Y Pablo VI recuerda la enseñanza de la Iglesia sobre la presencia en el mundo «de un ser viviente, espiritual, pervertido y pervertidor, realidad terrible, misteriosa y temible».

Después, refiriéndose a algunas publicaciones recientes (en una de las cuales un profesor de exégesis invitaba a los cristianos a «liquidar al diablo»), Pablo VI afirmaba que «se separan de la enseñanza de la Biblia y de la Iglesia los que se niegan a reconocer la existencia del diablo, o los que lo consideran un principio autónomo que no tiene, como todas las criaturas, su origen en Dios; y también los que lo explican como una pseudorealidad, una invención del espíritu para personificar las causas desconocidas de nuestros males».

«Nosotros sabemos prosiguió Pablo VI- que este ser oscuro y perturbador existe verdaderamente y que está actuando de continuo con una astucia traidora. Es el enemigo oculto que siembra el error y la desgracia en la historia de la humanidad.» «Es el seductor pérfido y taimado que sabe insinuarse en nosotros por los sentidos, la imaginación, la concupiscencia, la lógica utópica, las relaciones sociales desordenadas, para introducir en nuestros actos desviaciones muy nocivas y que, sin embargo, parecen corresponder a nuestras estructuras físicas o psíquicas o a nuestras aspiraciones profundas. » Satanás sabe insinuarse… para introducir… Estas expresiones, ¿no recuerdan a las del león rugiente de San Pedro que ronda, buscando a quien devorar? El diablo no espera a ser invitado para presentarse, más bien impone su presencia con una habilidad infinita.

El Papa evocó también el papel de Satanás en la vida de Cristo. Jesús calificó al diablo de «príncipe de este mundo» tres veces a lo largo de su ministerio, tan grande es el poder de Satanás sobre los hombres.

Pablo VI se esforzó en señalar los indicios reveladores de la presencia activa del demonio en el mundo. Volveremos sobre este diagnóstico.

Lagunas en la teología y en la catequesis En su exposición, el Santo Padre sacó una conclusión práctica que, más allá de los millares de fieles presentes en la vasta sala de las audiencias, se dirigía a los católicos de todo el mundo: «A propósito del demonio y de su influencia sobre los individuos, sobre las comunidades, sobre sociedades enteras, habría que retomar un capítulo muy importante de la doctrina católica, al que hoy se presta poca atención».

El cardenal J. L. Suenens, antiguo arzobispo de BruxellesMalines, escribió al final de su libro Renouveau et Puissances des ténébres: «Acabando estas páginas, confieso que yo mismo me siento interpelado, ya que me doy cuenta de que a lo largo de mi ministerio pastoral no he subrayado bastante la realidad de las Potencias del mal que actúan en nuestro mundo contemporáneo y la necesidad del combate espiritual que se impone entre nosotros» (p. 113).

En otras palabras, la Cabeza de la Iglesia piensa que la demonología es un capítulo «muy importante» de la teología católica y que hoy en día se descuida demasiado. Existe una laguna en la enseñanza de la teología, en la catequesis y en la predicación. Y esta laguna solicita ser colmada. Estamos ante «una de las necesidades más grandes» de la Iglesia en el momento presente.

¿Quién lo habría previsto? La catequesis de Pablo VI sobre la existencia a influencia del demonio produjo un resentimiento inesperado por parte de la prensa. Una vez más, se acusó a la Cabeza de la Iglesia de retornar a creencias ya superadas por la ciencia. ¡El diablo está muerto y enterrado! Raramente los periódicos se habían levantado con una vehemencia tan ácida contra el Soberano Pontífice. ¿Cómo explicar la violencia de estas reacciones? Que periódicos hostiles a la fe cristiana ironicen sobre una enseñanza del Papa no suscita ninguna extrañeza. Es coherente con sus posiciones. Pero que al mismo tiempo se dejen llevar de la cólera, esto es lo que sorprende…

¿Cómo no presentir bajo estas reacciones la cólera del Maligno? En efecto, Satanás necesita el anonimato para poder actuar de manera eficaz. ¿Cuál no será su irritación, por tanto, cuando ve al Papa denunciar urbi et orbi sus artimañas en la Iglesia? Es la cólera del enemigo que se siente desenmascarado y que exhala su despecho a través de estos secuaces inconscientes.

El enemigo desenmascarado Habría que retomar el capítulo de la demonología: esta consigna de Pablo VI tuvo una especie de precedente en la historia del papado contemporáneo.

Era un día de diciembre de 1884 o de enero de 1885, en el Vaticano, en la capilla privada de León XIIII. Después de haber celebrado la misa, el Papa, según su costumbre, asistió a una segunda misa. Hacia el final, se le vio levantar la cabeza de repente y mirar fijamente hacia el altar, encima del tabernáculo. El rostro del Papa palideció y sus rasgos se tensaron. Acabada la misa, León XIII se levantó y, todavía bajo los efectos de una intensa emoción, se dirigió hacia su estudio. Un prelado de los que le rodeaban le preguntó: «Santo Padre, ¿Se siente fatigado? ¿Necesita algo?». «No, respondió León XIII, no necesito nada… » El Papa se encerró en su estudio. Media hora más tarde, hizo llamar al secretario de la Congregación de Ritos. Le dio una hoja, y le pidió que la hiciera imprimir y la enviara a los obispos de todo el mundo.

¿Cuál era el contenido de esta hoja? Era una oración al arcángel San Miguel, compuesta por el mismo León XIII. Una oración que los sacerdotes recitarían después de cada misa rezada, al pie del altar, después del Salve Regina ya prescrito por Pío IX: Arcángel San Miguel, defiéndenos en la lucha, sé nuestro amparo contra la adversidad y las asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes. Y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los otros malos espíritus que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas.

León XIII confió más tarde a uno de sus secretarios, Mons. Rinaldo Angeh, que durante la misa había visto una nube de demonios que se lanzaban contra la Ciudad Eterna para atacarla. De ahí su decisión de movilizar a San Miguel Arcángel y a las milicias del cielo para defender a la Iglesia contra Satanás y sus ejércitos, y más especialmente para la solución de lo que se llamaba «la Cuestión romana».

La oración a San Miguel fue suprimida en la reciente reforma litúrgica. Algunos piensan que, siendo tan adecuada para conservar entre los fieles y los sacerdotes la fe en la presencia activa de los ángeles buenos y de los malvados, podría ser reintroducida, o bien en la Liturgia de las Horas, o bien en la oración de los fieles en la misa. Como afirmaba Juan Pablo II el 24 de mayo de 1987, en el santuario de San Miguel Arcángel en el Monte Gargan: «el demonio sigue vivo y activo en el mundo». Las hostilidades no han cesado, los ejércitos de Satanás no han sido desmovilizados. Por lo tanto la oración continúa siendo necesaria.

El 20 de abril de 1884, poco tiempo antes de esta visión del mundo diabólico, León XIII había publicado una encíclica sobre la francmasonería que se inicia con consideraciones de envergadura cósmica. «Desde que, por la envidia del demonio, el género humano se separó miserablemente de Dios, a quien debía su llamada a la existencia y los dones sobrenaturales, los hombres se ha dividido en dos campos opuestos que no cesan de combatir: uno por la verdad y la virtud, el otro por aquello que es contrario a la virtud y a la verdad. » Meditando las consideraciones de León XIII se comprende mejor la consigna dada por Pablo VI en su catequesis del 15 de noviembre de 1972: «Habría que retomar un capítulo muy importante de la doctrina católica (la demonología), al que hoy se presta poca atención».

Juan Pablo II ha hecho suya la consigna de su predecesor. En su enseñanza ha ido incluso más allá de Pablo VI. Mientras que éste no dedicó más que una catequesis del miércoles al problema del demonio, Juan Pablo II ha tratado este tema a lo largo de seis audiencias generales sucesivas. Y hay que añadir a esta enseñanza una peregrinación al santuario de San Miguel Arcángel en el Monte Gargan, el 24 de mayo de 1987, y un discurso sobre el demonio pronunciado el 4 de septiembre de 1988, con motivo de su viaje a Turín.

Las instituciones, instrumento de Satanás En otras ocasiones, Juan Pablo II ha puesto en guardia a los fieles contra las insidias del diablo, como por ejemplo en su encuentro con 30.000 jóvenes en las islas Madeira (mayo de 1991) donde citó un pasaje significativo de su mensaje de 1985 para El año internacional de la juventud: «La táctica que Satanás ha aplicado, y que continúa aplicando, consiste en no revelarse, para que el mal que ha difundido desde los orígenes se desarrolle por la acción del hombre mismo, por los sistemas y las relaciones entre los hombres, entre las clases y entre las naciones, para que el mal se transforme cada vez más en un pecado ‘estructural’ y se pueda identificar cada vez menos como un pecado personal’». Satanás actúa, pero actúa sobre todo en la sombra, para pasar desapercibido. Satanás actúa a través de los hombres y también a través de las instituciones.

¿Es posible imaginar el papel de Satanás en la preparación, lejana y cercana de las leyes que autorizan el aborto y la eutanasia? En un estudio actual sobre Satanás, Dom Alois Mager o.s.b., antiguo decano de la facultad de teología de Salzburgo, afirma que el mundo satánico se caracteriza por dos rasgos: la mentira y el asesinato. «La mentira aniquila la vida espiritual; el asesinato, la vida corporal… Aniquilar siempre, ésta es la táctica de las fuerzas satánicas». Ahora bien, Dios es Aquel que es y que da sin cesar la vida, el movimiento y la existencia (cfr Hch 17, 28).

La insistencia creciente de dos Papas contemporáneos sobre Satanás y sus maquinaciones ¿no es altamente significativa? ¿No nos invita a una profundización en nuestra postura sobre el papel de Satanás en la historia, la historia grande de los pueblos y de la Iglesia y la historia pequeña de cada hombre en particular? Un terreno minado Sé muy bien que escribiendo estas páginas me aventuro en un terreno minado, rodeado de misterio. Primero por la materia tratada. Después por el escepticismo existente sobre el tema. Pocos cristianos parecen creer verdaderamente en la existencia personal de los demonios. Muchos parecen incluso rechazar esta verdad, no porque sea incierta, sino porque se nos dice «hoy en día la gente no la admitiría». ¡Como si el hombre de la era atómica pudiera censurar los datos de la Revelación! ¡Como si ésta se asemejara al menú de un restaurante donde cada cliente elige o rechaza los platos a su gusto! Otros, también irreverentes con la Revelación, compartirían con gusto la posición de este viejo señor que, al final de una agitada mesa redonda sobre la existencia del diablo, sugería que la cuestión fuese decidida… por un referéndum: «La mayoría decidirá si los demonios existen o no». ¡Como si la verdad dependiese del número de opiniones y no de su consistencia! ¿Lo que afirman cien charlatanes deberá tener más peso que la opinión meditada de un sabio o de un santo? Algunos años antes de la intervención de Pablo VI, el cardenal GabrielMarie Garrone denunciaba la conspiración del silencio sobre la existencia de los demonios: «Hoy en día apenas si se osa hablar. Reina sobre este tema una especie de conspiración del silencio. Y cuando este silencio se rompe es por personas que se hacen los entendidos o que plantean, con una temeridad sorprendente, la cuestión de la existencia del demonio. Ahora bien, la Iglesia posee sobre este punto una certeza que no se puede rechazar sin temeridad y que reposa sobre una enseñanza constante que tiene su fuente en el Evangelio y más allá. La existencia, la naturaleza, la acción del demonio constituyen un dominio profundamente misterioso en el que la única actitud sabia consistirá en aceptar las afirmaciones de la fe, sin pretender saber más de lo que la Revelación ha considerado bueno decirnos».

Y el cardenal concluye: «Negar la existencia y la acción del ‘Maligno’ equivale a ofrecerle un inicio de poder sobre nosotros. Es mejor, en esto como en el resto, pensar humildemente como la Iglesia, que colocarse, por una pretenciosa superioridad, fuera de la influencia benefactora de su verdad y de su ayuda».

Es una obra buena armarles Una decena de años más tarde, una vigorosa profesión de fe del obispo de Estrasburgo, Mons. Léon Arthur Elchinger, se hará eco de las consideraciones del cardenal GabrielMarie Garrone. Pondrá, como se suele decir, los punto sobre las «íes», desafiando de esta manera a cierta intelligentia.

«Creer en Lucifer, en el Maligno, en Satanás, en la acción entre nosotros del Espíritu del mal, del Demonio, del Príncipe de los demonios, significa pasar ante los ojos de muchos por ingenuo, simple, supersticioso. Pues bien, yo creo. » «Creo en su existencia, en su influencia, en su inteligencia sutil, en su capacidad suprema de disimulo, en su habilidad para introducirse por todas partes, en su capacidad consumada de llegar a hacer creer que no existe. Sí, creo en su presencia entre nosotros, en su éxito, incluso dentro de grupos que se reúnen para luchar contra la autodestrucción de la sociedad y de la Iglesia. Él consigue que se ocupen en actividades completamente secundarias a incluso infantiles, en lamentaciones inútiles, en discusiones estériles, y durante este tiempo puede continuar su juego sin miedo a ser molestado. » Y el prelado expone sus razones de orden sobrenatural primero y después de orden natural.

«Sí, creo en Lucifer y esto no es una prueba de estrechez de espíritu o de pesimismo. Creo porque los libros inspirados del Antiguo y del Nuevo Testamento nos hablan del combate que entabla contra aquellos a los que Dios ha prometido la herencia de su Reino. Creo porque, con un poco de imparcialidad y una mirada que no se cierre a la luz de lo Alto, se adivina, se constata cómo este combate continúa bajo nuestros ojos. Ciertamente, no se trata de materializar a Lucifer, de quedarnos en las representaciones de una piedad popular. Lucifer, el Príncipe del mal, actúa en el espíritu y en el corazón del hombre. » «Finalmente, creo en Lucifer porque creo en Jesucristo que nos pone en guardia contra él y nos pide combatirlo con todas nuestras fuerzas si no queremos ser engañados sobre el sentido de la vida y del amor».

Tomado de: http://www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de El diablo hoy, de Georges Hubert, Edit. Palabra, 2000

Gianna Beretta Molla: Cuando el amor se convierte en una prueba heroica

Por Rafael Arce Gargollo No pensó que llegaría a ser modelo de nada, pero el 24 de abril de 1994, Juan Pablo II la ha añadido al catálogo de las mujeres que han vivido heroicamente, precisamente dentro del Año de la Familia.

Aquel día fue uno de esos domingos soleados de la primavera romana. En la Plaza de San Pedro, el Papa ha pronunciado estas solemnes palabras ante una inmensa multitud y el mundo entero: Nos, después de haber escuchado el parecer de la Congregación de las Causas de los Santos, con nuestra autoridad apostólica concedemos que la venerable Sierva de Dios Gianna Beretta Molla, de ahora en adelante pueda ser llamada Beata y se pueda celebrar su fiesta todos los años en los lugares y del modo establecido por el Derecho…. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El coro de la capilla Sixtina y toda la asamblea subrayan estas palabras con un triple Amén cantado con gran solemnidad y comienza un larguísimo aplauso. Entre tanto, en la fachada de la Basílica se descubre el tapiz con la figura de Gianna Beretta. Entre los miles de peregrinos y en un lugar privilegiado están Pietro Molla, su marido —director de una empresa industrial en Milán— y sus hijos, que aplauden más fuerte aún: Pierluigi, Maria Zita, Laura Enrica y la más pequeña, Giannina, que tiene mucho que ver en toda esta historia.

Es la primera vez en este siglo que un Papa eleva a los altares a una madre de familia que ha ido semanalmente al mercado, conducido su propio automóvil para llevar a los niños al colegio o al dentista; que ha firmado cheques para gastos familiares y que ha visto televisión, además de trabajar fuera de casa, con los apuros normales de una familia de clase media. Es una mujer metida de lleno en los mil avatares e incidencias de cualquier familia: hacer treinta y seis cosas por la mañana y veintinueve por la tarde, incluido que los niños hagan la tarea, se bañen, cenen y se acuesten. Aunque adora a sus hijos, de vez en cuando les pega un grito…, porque, a veces, son inaguantables y le colman la paciencia. Más tarde, ha de esperar a su esposo y comentar, en la sobremesa de la cena, los sucesos del día y otras preocupaciones. A veces está agotada, le duele la cabeza, pero es feliz. Años más tarde, Gianna logrará la conversión de Pietro. Está más enamorada de él que cuando eran novios. En aquella casa cada día pasa más o menos lo mismo, pero con amor distinto. Sin saberlo siquiera, Gianna va que vuela a la santidad, a esa meta que está más al alcance de lo que solemos imaginar. Es que la santidad es para todos, también para cualquier ama de casa.

Gianna Beretta Molla (1922-1962) se supo siempre llamada por Dios a la vocación de madre de familia. Su esposo recuerda que al poco tiempo de hacerse novios, ella le escribía en una carta: querría hacerte feliz y ser la que tú deseas: buena, comprensiva y preparada para los sacrificios que la vida nos pida. Quiero formar una familia verdaderamente cristiana. Pasados los años, Pietro declarará: “Durante los seis años y medio de matrimonio, lo que más me impresionó fue que era muy trabajadora, y el sagrado respeto que tenía por la vida, don maravilloso de Dios, su confianza plena en Dios. Me impresionaba su gran alegría cuando nacían los hijos.” Pero no todo fue rutina o estar encerradita en casa. Esta madre de familia también vive en las entrañas del mundo que le rodea. Antes de casarse en 1955, hace estudios de Medicina en Milán y Pavía, y se especializa en Pediatría. Es fuerte y equilibrada. Por si fuera poco, saca tiempo para otras ocupaciones y aficiones: le gusta la montaña y es esquiadora experimentada. Tiene muchos intereses culturales, ama sobre todo la música, toca el piano, de vez en cuando pinta algunos cuadros y asiste al teatro. Y como es muy organizada, otros ratos de la semana se le van en conferencias para jóvenes y obras sociales en favor de ancianos. Tiene vida espiritual intensa, pero sin rarezas, donde hay trato con Dios, normas diarias de piedad, sencillas y discretas, que se entrelazan en el propio quehacer. Quiero temer al pecado mortal —dirá alguna vez— como si fuese una serpiente; mil veces morir antes que ofender al Señor. Algo hay en ella que se nota a leguas: una personalidad sencilla y atractiva, un rostro siempre sonriente y una extraordinaria naturalidad.

Un cementerio para 50 millones de niños Al tercer mes del cuarto embarazo, un fibroma en el útero amenaza la vida de su hijo. Como médico, Gianna sabe muy bien de qué se trata: deberá internarse en el hospital y someterse a una seria operación quirúrgica para extraerle el tumor. Como solución rápida y segura del problema los médicos aconsejan el aborto, pero Gianna insiste: —No lo permitiré jamás. No se preocupe por mí, basta que vaya bien el niño… Es valiente. Es que a veces no hay más remedio que ir contracorriente, cuando la mentalidad comodona y materialista de la sociedad en que vivimos, se vuelve “experta” en soluciones fáciles (o egoístas) para resolver los problemas de la vida matrimonial. Sin dudarlo, hoy en día, muchas voces (marido, hermanos, parientes, amigas) también hubieran persuadido a Gianna con amenazas o ironías: —No te hagas la mártir….

—No está el tiempo para heroísmos cuando ya la vida tiene sus propias penas…

—Mira: te lo digo como amiga y con la experiencia y gran cariño que te tengo desde hace tantos años… En estos casos lo mejor y más práctico es abortar o esterilizarse cuando vengan las primeras complicaciones de la maternidad…

Pero Gianna sabe bien que, si peligra la vida de la madre, no es lícito moralmente practicar el aborto, como si se tratara de elegir: o la vida de ella o la del niño. En esos casos no hay que intentar directamente la muerte de nadie sino poner todos los medios para salvar a los dos, aunque luego por circunstancias ajenas a la voluntad muera uno o ambos. ¿Por qué? Porque cada vida humana, individual, cada ser humano desde el seno de su madre tiene el derecho inalienable de existir: nadie puede decidir por otro, que está por nacer, si ha de vivir o no…. Por lo menos habría que preguntarle antes al niño, por el aparato de ultrasonido si esto fuera posible, si está de acuerdo en desaparecer de este mundo….

Quien negare la defensa de la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida cometería una gravísima violación al orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad. ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas [1].

No es exagerada esta denuncia si se miran los números escalofriantes de abortos que se cometen cada año: se calcula que un total de 50 millones en el mundo entero. Se ha dicho muchas veces, con razón, que vivimos en una civilización de la muerte, de verdugos, porque los seres humanos damos continuamente muerte a nuestros propios hijos. Este siglo XX ha estado marcado mas que ningún otro por el signo de la muerte de vidas humanas: nunca hubo tantos millones caídos en las guerras, o las víctimas del terrorismo, de la violencia en todas sus formas. Pero sobre todo del gran exterminio de los que no nacen por el aborto y la mentalidad anti-vida que promueve la eutanasia, por la que se quita la existencia a enfermos incurables declarados “inútiles” a la sociedad.

A este cementerio de víctimas de la crueldad humana de nuestro siglo, se agrega otro gran cementerio: el de los no nacidos. Cementerio de los indefensos, cuyos rostros ni siquiera sus propias madres conocieron, aceptando o cediendo a presiones para que se les quitara la vida antes de nacer. Pese a ello, ya tenían la vida, ya estaban concebidos y se desarrollaban bajo el corazón de sus madres, sin presentir el peligro mortal. Y, cuando esta amenaza fue un hecho, estos seres humanos indefensos intentaron defenderse. La cámara de cine ha filmado esta defensa desesperada de un niño no nacido que siente la agresión en el seno de la madre. (Una vez vi un documental de este tipo; hasta el día de hoy no puedo liberarme de su recuerdo; no puedo liberarme). Es difícil imaginar ese drama horrendo en su elocuencia moral y humana [2] ¿Qué hacer con los hijos no deseados? Gianna Beretta se sometió el 6 de septiembre de 1961 a la operación para extraerle el tumor. Llena de confianza en Dios prosiguió su embarazo. Los siete meses siguientes estuvieron llenos de molestias y riesgos. El Sábado Santo, 21 de abril de 1962 dio a luz a su hija Giannina. Una semana después, el 28 de abril, edad murió a consecuencia de las complicaciones. Se convirtió, por llamarle de algún modo, en mártir del amor materno.

No era insensible ni fanática. Pedía a Dios por la salvación suya y de su hijo. Sufrió mucho ante este grave dilema. Amaba profundamente la vida de ambos, pero se hacía este razonamiento que sólo entiende una madre embarazada con varios hijos: el hijo que tengo en el vientre tiene los mismos derechos a vivir que mis demás hijos, o incluso más porque este sí que tiene una absoluta necesidad de su madre. Si yo me muero por continuar con mi embarazo no soy injusta con ellos ni con mi esposo. Es tan grave la obligación de dar a luz a este hijo como la de cuidar de mi familia. Pero en el caso de morir por salvarlo, podré confiar por completo su educación a mis parientes o a otras personas. Lo pensó bien, pidió consejo y concluyó con lógica. Pero no con lógica matemática o comodona, sino “materna”. Dios no me pide nunca imposibles, pero eso no significa que yo no deba afrontar mis propios deberes, también cuando cuestan o en circunstancias difíciles o límites. Dios no puede contradecirse: El mismo que ha dicho “No matarás” es el que me manda respetar la vida que me ha confiado y está por nacer.

La misma lógica de madre hace ver que todo niño que es concebido ya es un don. Con frecuencia puede ser muy difícil de aceptar (dificultades de salud, económicas, etc.), pero siempre es un regalo inestimable. Un nuevo hijo nunca es un intruso, un agresor, sino un ser indefenso que espera ser acogido y ayudado. Ya es una persona humana (aunque sea pequeñita de tamaño) y, por tanto, tiene derecho a que sus padres no le priven del don de la vida —el primero y más fundamental de todos los derechos, y sin el cual no tiene sentido defender los demás—, aunque eso exija un sacrificio, y a veces grande o heroico.

Pero, —se oyen reclamos de este tipo—: ¿Por qué la Iglesia Católica es tan exigente y no nos comprende? ¿Qué no advierte que miles o millones de mujeres llevan en su seno nuevas vidas sin su consentimiento? Como si las mujeres que abortan lo hicieran por sanguinarias o malvadas. Entonces, ¿qué hacer con tantas mujeres que viven sumidas en la pobreza más absoluta, o que han sufrido una infame agresión o son víctimas del egoísmo de los varones, y por eso van a ser madres? ¿Tampoco en esos casos es lícito privar de la vida a esas criaturas? Es éste un problema muy doloroso y complejo, de gran repercusión social, pero al que no se le puede dar una y única solución: o el aborto o nada. Lo que hay que hacer es ser de verdad solidarios con las mujeres (muestra de un auténtico feminismo, que será doblemente mayor si la que está por nacer…. es niña). Si la futura madre sufre ya tremendamente por todo lo que le está ocurriendo, y no podrá cuidar de la criatura, no por eso merece que se le dé muerte al niño. Lo que hay que hacer es salir en ayuda de esas pobres madres embarazadas y liberarlas de sus miedos, y de las amenazas de esa sociedad de verdugos. Ayudarle a que dé a luz a su hijo y, si ella lo desea libremente, que lo entregue, por ejemplo en adopción o cuiden de él otras personas cercanas a su familia o promover más instituciones —las hay— que presten estas urgentes ayudas. ¡Cuántos matrimonios hay, que no han tenido descendencia, que se mueren de ganas por adoptar un hijo! Decía una vez, a gritos, la célebre Madre Teresa de Calcuta, en un discurso a miles de mujeres:—¡Si no quieren a sus hijos, no los maten. Dénmelos y yo los cuido! Pasaron dieciséis años desde la muerte de Gianna, cuando el entonces Arzobispo de Milán y los 16 obispos de la conferencia de Obispos de Lombardía, pidieron la introducción del proceso de beatificación de esta mujer que fue declarada “ejemplo de gran actualidad en este mundo nuestro, donde el derecho a la vida se desconoce y se niega”. Nos regala en vísperas del tercer milenio una lección muy actual de respetar el derecho a nacer.

El amor disipa todos los miedos Gianna Beretta Molla es una señal del tiempo presente, una invitación a defender la vida, a respetarla y hasta entregarla según las palabras de Cristo: Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Juan 15, 13). En la ceremonia de su beatificación, Juan Pablo II decía que en esta gran mujer quería rendir homenaje a todas las madres valientes, que sufren al dar a luz a sus hijos y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas. La maternidad puede ser fuente de gozo, pero también puede llegar a ser manantial de sufrimientos y, a veces, de grandes desilusiones. En este caso, el amor se convierte en una prueba, a menudo heroica, que cuesta mucho al corazón de una madre. Hoy queremos venerar no sólo a esta mujer excepcional, sino también a las que no escatiman esfuerzo para educar a sus hijos.

Tomado de www.encuentra.com [1] Juan Pablo II, Discurso a las Familias, Madrid, 2 de noviembre de 1982. [2] Juan Pablo II, Discurso en Radom, Polonia, 4 de junio de 1991.

Giuseppe Moscati: Un médico del siglo XX canonizado

Por Rafael Arce Gargollo Tenía escasos cuarenta y siete años cuando murió. Hoy viven aún unas cuantas personas que conocieron y recuerdan con gran afecto a Don José, al Dottore Giussepe, como le llamaban en Nápoles, Italia. Incluso se sabe bien en qué hospitales daba consulta. Algunos conservan como recuerdo invaluable algunos de sus instrumentos de trabajo: una bata, ya amarillenta, su escritorio; y otros objetos, que fueron parte de su vida: un estetoscopio, un termómetro, el viejo maletín negro, un martillo para medir los reflejos y otras cosas necesarias para revisiones médicas de rutina.

Giusseppe Moscati había nacido el 25 de Julio de 1880 en Benevento. Su padre era presidente del Tribunal de Justicia. A pesar de la influencia de los masones en muchos ambientes, sobre todo entre los hom­bres que tenían cargos públicos, nunca negó su fe católica. Cuando Giusseppe tenía ocho años la familia se trasladó a Nápoles, cuando su padre fue promovido a un cargo superior.

Con excelentes calificaciones, Giusseppe concluye sus estudios de segunda enseñanza, especialmente en Biología, Física y Química y se decide sin dudarlo por la carrera de Medicina. Aunque es marcada su inclinación por el estudio, lo que más le mueve es la miseria de los más pobres. Quiere mitigar los dolores, del cuerpo y del alma, de incontables hermanos que sufren, pero de manera especial de esos otros enfermos a los que parece que casi nadie quiere porque sólo hay que esperar que se despidan de este mundo: los desahuciados.

Era un profesional … en serio En 1903 obtiene el Doctorado en Medicina y enseguida empieza a trabajar en el hospital para incurables más grande de la ciudad. Muy pronto, pacientes y médicos colegas, advierten que Moscati no es un médico más: antepone día y noche el servicio a los enfermos a cualquier asunto de su vida privada.

Don Giusseppe no es curandero. Ni médico matasanos o medicucho que improvisa recetas en serie para salir del paso. Hay que prescribir a cada enfermo todo y sólo lo que realmente necesita. Por las noches hay que estudiar los casos a conciencia y estar al día en su profesión; su dedicación le vale en los siguientes años una prestigiosa carrera públicamente reconocida. Le nombran Director de la Sección de Tuberculosis de todos los hospitales de la región, además de que ya es catedrático de Anatomía Patológica, Fisiología Humana y de Química Fisiológica. Es un profesional comprometido, en cuerpo y alma, con su vocación. Por si fuera poco, fueron notables sus descubrimientos en el campo de la bioquímica y sus investigaciones sobre los efectos del glucógeno. Alrededor de treinta de sus trabajos científicos fueron publicados en Italia y en el extranjero.

El éxito egoísta sirve de poco Si se hubiera dedicado a la sola enseñanza, fácilmente se hubiera procurado una vida famosa, bien remunerada, en menos tiempo y más cómoda. Pero Moscati no busca ni la gloria del mundo ni las riquezas. Si estudia más y crece su prestigio, es para poner su ciencia al servicio de los demás. Busca al hombre que sufre y a Cristo en ellos. Si lo felicitan por una operación difícil con la que salva la vida de un paciente, le quita importancia al elogio: —El Señor dirige todo, también la mano del médico, a El sólo hay que dar las gracias.

Es hombre que va bien vestido, sobriamente, pero pulcro, con su bigote bien cuidado. Muy conocido en Nápoles, es frecuente verle andar por aquellas calles estrechas y bulliciosas de los barrios más po­bres, donde la ropa recién lavada se tiende entre las fachadas. Por allí anda el médico, esquivando perros, mendigos y los juegos de niños grito­nes. A través de una ventana, se oye, una voz tipluda. Es una señora regordeta, lo más parecido, por fuera, a una soprano: —Dottore..!!: ¿vendrá al regreso a ver a mi hijo mayor que sigue enfermo…? Don Giusseppe asiente con sincera sonrisa. De noche, con los ojos cargados de sueño después de haber visto decenas de pacientes, llega cariñoso hasta la cabecera de ese último. Asiste a cada una de las visitas con buena cara, sin sentirse víctima…, y siempre con un calor humano y delicadeza inconfundibles. Es un médico que cura con amor.

Cada enfermo es una persona humana Hay que atender siempre las llamadas de emergencia, también cuando las hacen los pobres, a los que casi no les cobra nada; muy frecuentemente él mismo les da dinero para procurarse las medicinas. Cuando es oportuno ofrece su ayuda para que les atienda un sacerdote en los últimos momentos. Es un hombre muy humano y feliz, porque en cada enfermo ve mucho más que un cliente: cualquier persona, el más desgraciado o hundido en los vicios, —¡qué importa quién!— necesita no únicamente de sus cuidados médicos, sino también de sus consuelos. Para el Doctor Moscati cada persona enferma es el mismo Cristo que se le acerca para pedir ayuda. Dos mil años después, en medio del trabajo profesional, se aplica a la letra, una de las condiciones para alcanzar la felicidad eterna del Cielo: Estuve enfermo y me visitásteis (Mt. 25, 26).

Giusseppe Moscati no es un beato que, por no trabajar, se pase el día en la iglesia. Pero es indudable que saca toda su fuerza de la oración y de la Misa, a la que asiste a diario cuando apenas amanece. Si no, ¿cómo seguir adelante y tener una sonrisa amable para todos? Además, practica con naturalidad el ayuno y lleva sereno, sin exagerar, las fatigas de su trabajo, a veces sin un mínimo de descanso. Considera su agotamiento por los demás como parte de sus mismo trabajo, de una profesión que ama apasionadamente y ejerce con hondo sentido humano. En una carta escribe: ¿Por qué rechazar el sufrimiento? El Señor sufrió sin medida por mí. Me duele el pensamiento de que tantos hombres desprecian el amor divino. Con gusto ofrezco algo para conducirlos a los pies de su Salvador .

Una conversación con Caruso En 1906 acontece la gran erupción del Vesubio, volcán vecino a Nápoles. Comienza una lluvia de ceniza y Moscati, de inmediato, avisado del peligro para el hospital, da la orden de evacuación y todos los enfermos son llevados a lugares provisionales de protección. Cuando apenas han sacado al último, el techo del hospital se derrumba bajo el peso de la ceniza y de la lava y la mayor parte del edificio queda inservible. Mientras, los otros médicos, espantados, ya habían huído.

Se cuenta que, años después, en 1921, Enrico Caruso, uno de los más geniales cantantes de ópera y mundialmente conocido, volvió a Italia gravemente enfermo. De los muchos médicos consultados para su diagnóstico, sólo el Doctor Moscati encontró la verdadera causa. Pero ya nada se pudo hacer, porque eran mínimas las esperanzas de curación. Al ir a atenderle en un hotel de lujo en Sorrento, al final, el médico le dice: —Usted ha consultado ya tantos médicos, ¿por qué no consulta al mejor de todos que es Cristo, nuestro Señor y hace una confesión general? A los pocos días de haberse confesado, Caruso muere en el viaje que intentaba hacer a Roma.

Morirse en la raya…

El 5 de abril de 1927, entre tantos pacientes, el Doctor Moscati examina a un sacerdote enfermo, el Padre Casimiro.

Al terminar, el médico le pregunta: —¿Desde cuándo no celebra Usted la Santa Misa? El sacerdote contesta: —Desde hace dos meses.—Pues… pronto se curará y por eso le quiero pedir que por favor ofrezca esa primera Misa por mí, le dijo el médico.

Una semana después comienza Moscati su jornada idéntica, como todos los días. La mañana es de trabajo agitado en la Clínica. Llega a casa y todavía hay que atender a muchos pacientes que le esperan. A las tres de la tarde se retira a su privado y dice a la enfermera que no se siente bien. Cuando poco después entra ella, le encuentra sentado con los brazos cruzados: no hacía ni cinco minutos que acababa de morir. No habrá sido demasiada sorpresa para él encontrarse de repente con Dios, habituado como estaba a conversar con El en medio de sus ocupaciones habituales.

Al día siguiente el Padre Casimiro bajó por primera vez a la capilla del hospital para ofrecer la primera Santa Misa después de su recuperación. Allí le dijeron que Moscati había muerto.

El mundo necesita médicos con rostro humano La vida de Moscati ayuda a entender mejor que nuestro mundo necesita urgentemente médicos y enfermeras de otro tipo. Que traten a sus pacientes como un padre o una madre lo hace con sus hijos enfermos. No basta que sean hombres sabios y expertos, o premios Nobel y nos hagan trasplantes de todo. Ni que tapicen sus consultorios de diplomas y títulos para impresionarnos. Y aunque nos apliquen su ciencia con instrumentos preciosos —de tipo digital, computarizado, con láser y nos metan otros novedosos rayos en nuestros enfermitos cuerpos— tienen que ser, antes que todo, hombres que curan a otros hombres. La medicina se está desarrollando progresivamente y los descubrimientos de los genios asombran al mundo. Pero esta estupenda profesión, que es sólo para atender a humanos, se está deshumanizando. Cuántos enfermos en el mundo entero reciben el trato frío, a veces duro y desencarnado, sin corazón, de doctores que les dicen que sí los quieren curar, pero parece que más bien les quieren…. cobrar —y ¡¡pronto, que entre el siguiente!!— para que se cumplan los turnos y citas. Quizá los que más urgentemente necesitan trasplantes de corazón son algunos médicos y sus enfermeras.

Una vez el Doctor Moscati escribía a un joven doctor, alumno suyo recomendándole cómo debe atender a sus pacientes: no sólo se debe ocupar del cuerpo, sino de las almas con el consejo, y entrando en el espíritu, antes que con las frías prescripciones que hay que llevar al farmacéutico.

La vida de este gran médico nos dice que hay que curar al enfermo sin brusquedades. Que no sea sólo revisar al paciente que sigue en la cola y hacerle rápido cien preguntas. Que la atención médica no se reduzca sólo a recetar pastillas, gotas, pomadas, inyecciones, transfusiones, o decir con solemnidad y voz seria, que se requieren urgentes análisis, carísimos estudios y chequeos de todo, que apenas pueden pagarse. O sentenciar que la semana que entra hay que ir al quirófano, cuando no es tan necesario, pero así el señor médico, y sus amigos especialistas, sacan un dinerote de más.

Todos los enfermos del mundo necesitan un trato sencillamente como lo que son: personas humanas. No dejan de ser humanos por estar desvalidos. Y, como muchos son pobres, no se les ha de cobrar más de lo justo. Y si se les ha de revisar o auscultar, se hará con el máximo y delicadísimo respeto, más si son mujeres. Un enfermo que desea curarse, no busca un veterinario, ni se siente coche descompuesto que entra a un taller mecánico. Desea que le escuchen, le comprendan, le sonrían, animándole a curarse. Si fuera preciso, agradecerá mucho que el médico también le dé cierta ayuda espiritual para encontrar sentido a lo que le pasa y optimismo para llevar sus penas con paz. Los médicos curan con sus conocimientos, pero alivian más pronto a sus pacientes con el interés y afecto que ponen en sus dolencias.

De este desconocido y gran médico se ha hecho este emotivo y grandísimo elogio, que vale sobre todo por quien lo hizo: Por naturaleza y vocación, Moscati fue ante todo y sobre todo el médico que cura: responder a las necesidades de los hombres y a sus sufrimientos fue para él una necesidad imperiosa e imprescindible. El dolor del que esta enfermo llegaba a él como el grito de un hermano a quien otro hermano, el médico, debía acudir con al ardor del amor. El móvil de su actividad como médico no fue, pues, solamente el deber profesional, sino la conciencia de haber sido puesto por Dios en el mundo para obrar según sus planes y para llevar, con amor, el alivio que la ciencia médica ofrece, mitigando el dolor y haciendo recobrar la salud. Por lo tanto, se anticipó y fue protagonista de esa humanización de la medicina, que hoy se siente como condición necesaria para una renovada atención y asistencia al que sufre.[1] Tomado de www.encuentra.com [1] Juan Pablo II, Homilía en la Ceremonia de Canonización del Doctor José Moscati, 16 de octubre de 1987.

Guadalupe Ortiz de Landázuri: Santidad en la vida ordinaria

Una de las primeras mujeres del Opus Dei, en proceso de canonización.

La Iglesia estudia ya la santidad de vida de Guadalupe Ortiz de Landázuri, una de las primeras mujeres del Opus Dei. Inició el trabajo apostólico en varias ciudades de España y México, en donde durante muchos años se volcó en la atención doméstica de algunos centros de la Obra. El cardenal arzobispo de Madrid presidió la sesión inaugural del Proceso de Canonización.

En 1998 la diócesis de Pamplona inició el proceso de Eduardo Ortiz de Landázuri, médico y hermano de Guadalupe, fallecido en 1985. Al igual que su hermana, pertenecía al Opus Dei y dejó una gran fama de santidad.

La sesión inaugural del Proceso de Canonización de Guadalupe se celebró el 18 de noviembre de 2001 en el C.M. Zurbarán (Madrid, España). Antonio Mª Rouco, cardenal arzobispo de Madrid, subrayó en su intervención la entrega de Guadalupe: “Ella dio todo, dio su vida, su alma, su cuerpo, su actividad… la oblación de su vida al servicio de los empeños apostólicos y de la obra apostólica de la que era iniciador el beato Josemaría”.

Mons. Rouco incidió en que la Iglesia y el mundo necesitan laicos santos. En este sentido, recordó el mensaje del fundador del Opus Dei, “cuyo carisma se ha centrado especialísimamente en descubrir la necesidad de cultivar este aspecto esencial de la vocación cristiana y de hacerlo relevante en la vida y en la misión de la Iglesia del siglo XX, del siglo XXI y de los siglos que vengan”.

Tras firmar el Decreto de Introducción de la Causa y nombrar el tribunal que se ocupará en adelante de recoger la documentación histórica y las declaraciones de los testigos, Rouco afirmó que “la Iglesia tiene interés en que se conozca y se reconozca a los santos. Necesita que los que peregrinamos en la tierra sepamos -con nombre y apellidos, con rostros concretos, con vidas que se pueden escribir en una biografía- que la Iglesia está llamada a vivir ese destino. Es lo que queremos reconocer en la vida de Guadalupe Ortiz de Landázuri”.

Benito Badrinas, postulador de la Causa, declaró: “Ahora que Juan Pablo II desea mostrar modelos de santidad próximos en el tiempo, consideramos que Guadalupe encarna un modelo cercano y amable: fue una trabajadora infatigable, que afrontó cristianamente los problemas de su época. Se preocupó por las necesidades educativas y espirituales de quienes la rodeaban, con un gesto siempre amable. En todo, Dios fue el motivo de su actuar”.

Guadalupe Ortiz (1916-1975) conoció al beato Josemaría en 1944 y pronto vio clara su vocación para servir a Dios en medio del mundo. El Fundador se apoyó muy pronto en ella para expandir la Obra y, así, en 1950, le pidió que fuera a comenzar el trabajo apostólico en México. En el país centroamericano colaboró durante seis años en la educación de jóvenes campesinas, tanto en la capital como en otras ciudades como Monterrey, Tacámbaro o Amilpas.

En España, ejerció su profesión de maestra en dos institutos de la capital. Alcanzó el grado de doctora en Ciencias Químicas por la Universidad de Madrid (1965). Sus alumnos y colegas de profesión coinciden en subrayar la calidad de sus clases, la atención amable que prestaba a todos y la visión cristiana y respetuosa con la libertad que empapaba sus lecciones.

“La vida de Guadalupe -prosiguió Badrinas- es quizás grande considerada en su conjunto. Pero transcurrió sólo hilvanando cosas pequeñas, muy pequeñas”. Citó unas palabras del beato Josemaría que guiaron la vida de Guadalupe: “La invitación a la santidad requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión”.

«Uno se pregunta -explicó el Cardenal Rouco- por qué este interés de la Iglesia en la actualidad por el reconocimiento de la santidad en los seglares. El texto que leía el postulador de uno de los escritos del beato Escrivá de Balaguer ilumina la posibilidad, la forma y el contenido de la respuesta. En los distintos campos de la vida, de la existencia del hombre, en el desarrollo de la sociedad, en la configuración de la cultura, de los grandes debates…, en todas las profesiones y a través de todas ellas, si de verdad en esos campos y en esos espacios parciales que configuran la totalidad de lo humano hay santos, toda la realidad que ellos, a través de su profesión, tocan, manejan y guían, quedará también tocada por la santidad de los que viven su vocación como santos o con vocación de santidad.” «Es posible -prosiguió- que en los siglos XX y XXI sea más necesario que en otras épocas de la historia reconocer la vocación a la santidad como vocación específica y típica de los seglares. No sé si porque vivimos un tiempo en la historia de la Iglesia en que lo no santo, las fuerzas en las que se presenta, se desarrolla y actúa el poder del mal, del pecado, son tan terribles, tan increíblemente fuertes. El reto a Cristo es tan total, tan radical, tan ordinario, tan planteado desde todos los rincones de la vida…, que parece como si la Iglesia, sus hijos y sus hijas, estuviesen llamados a responder a ese reto con un sí radical, total, concreto al Señor y a su seguimiento y que lo deban vivir en todos los ámbitos de la vida y de la historia de donde surge la oposición a Cristo.

»Santos, la Iglesia los ha necesitado siempre, los ha habido siempre. Los ha habido siempre en todas las profesiones y los ha habido también, evidentemente, a través de aquellas vocaciones que están vinculadas al servicio y al ministerio de la presencia de Cristo entre los suyos -ministerio apostólico, formas distintas de consagración-, y ha necesitado también la santidad de los seglares, muchas veces anónima, desconocida, no reconocida después oficialmente. Hoy los necesita reconocidos, subrayados y afirmados explícitamente. Santos, muchos, en medio de la historia humana, porque el pecado es fuerte, grande, poderoso, retador.

»A través de la biografía de Guadalupe Ortiz de Landázuri, se nos presenta una vida cristianamente de gran atractivo y de gran hondura. En medio de la sencillez, hay una riquísima trayectoria de vida humana, con puntos y aspectos muy novedosos, como el ser universitaria en la Universidad de Madrid, en el viejo caserón de San Carlos, en los años de la República, cuando allí se enfrentaban las asociaciones católicas de estudiantes con fórmulas y formas nada pacíficas; el haber vivido la tragedia de la ejecución de su padre; como ha sido también después el encuentro con un sacerdote -Josemaría Escrivá de Balaguer-, ese sacerdote que le abría el camino de una vocación de seglar que habría de vivir plenamente como vocación a la santidad; como fueron también sus años de México, sus cortos años de Roma; el primer síntoma que le da a conocer la gravedad de la enfermedad que padece; como son también sus actividades profesionales, como profesora del Instituto Ramiro de Maeztu y en la Escuela de Maestría Industrial; como fue su actividad, protagonista de tantas iniciativas en México.

»Toda su biografía, desde el punto de vista humano, es de gran riqueza personal y de carácter; también de gran riqueza en la actividad, en el compromiso, en el despliegue de todas las cualidades que el Señor le había dado. Y en ella también se introduce una especie de figura sobrenatural, que va revelándose y trasluciéndose en todos los aspectos de su biografía y que culmina en los momentos en que ella tiene que asumir la cruz de la enfermedad: muchos años, desde el año 1956 hasta 1975, casi veinte años. La acción -que dominó mucho su vida- se empapaba cada vez más de contemplación, de contemplación del Señor y de su cruz.

»Está, por lo tanto, más que justificado, por la fama y el eco que han encontrado su vida, sus virtudes y su actividad apostólica dentro del Opus Dei, en la Iglesia, y en la forma cómo eso se ha reflejado en la Archidiócesis de Madrid -la iglesia particular donde ella nació y a través de la cual entró en la comunión de la iglesia una, santa católica y apostólica-, que abramos el proceso diocesano, imprescindible para el ulterior desarrollo del reconocimiento por parte de la Iglesia de sus virtudes heroicas y que lo hayamos hecho en esta tarde del otoño de 2001.»

Karol Wojtyla: Una juventud curtida en la adversidad

El enigma de una biografía Juan Pablo II ha sido sin lugar a dudas –así lo reconocen hasta sus más acérrimos detractores– la figura más colosal y carismática que ha conocido el final del segundo milenio. Junto a ser guía espiritual de casi mil millones de católicos, se ha convertido en el más vigoroso defensor de la justicia social y los derechos humanos de todo el mundo contemporáneo. En su largo pontificado ha demostrado una prodigiosa capacidad para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e ingenio, paciencia y audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como pontífice, se ha revelado también como un diplomático de inmensa envergadura e influencia mundial. Ha sido además protagonista de descollantes realizaciones intelectuales y literarias, y goza de un innegable carisma ante la gente joven.

Muchos se preguntan con frecuencia de dónde vienen a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades personales. ¿Cómo ha surgido este hombre? ¿Cómo se ha forjado una personalidad tan extraordinaria? ¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le ha permitido prepararse de un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de la Iglesia católica en una encrucijada tan difícil de su historia? Si unos grandes expertos en la materia se plantearan fabricar un líder mundial de semejantes características a partir de un chico joven, es muy probable que pensaran en proporcionarle una educación de élite, en unas condiciones cuidadosamente preparadas para facilitar en todo lo posible su formación académica, intelectual y humana.

Sin embargo, en la biografía del joven Karol Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia y su juventud están marcadas por la tragedia, el dolor, la pobreza y la dificultad. ¿Qué había entonces distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles circunstancias personales no le hundieron sino que curtieron su personalidad y le prepararon para ser un persona tan extraordinaria? ¿Cuál fue su actitud ante los obstáculos que encontró en su vida? La biografía de Karol Wojtyla es una prueba de cómo el hombre, sean cuales sean las circunstancias en que viva, puede elevarse por encima de sus condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar la libertad. En toda biografía puede apreciarse la génesis de la actitud que cada uno toma ante la vida. Veamos un poco cómo fue la de Karol Wojtyla.

Los primeros golpes del destino La tragedia golpeó por primera vez a Karol Wojtyla el 13 de abril de 1929, día en que su madre falleció a la edad de 45 años, como consecuencia de una miocarditis. A Karol le faltaban cinco semanas para cumplir 9 años, y su hermano Edmund estaba cerca de terminar su licenciatura en la Facultad de Medicina de Cracovia. Después del entierro, su padre –un teniente retirado que vivía de una exigua pensión– llevó a los dos hermanos a rezar al Santuario de Kalwaria Zebrzydowska.

La muerte de la madre es sin duda traumática para un niño, especialmente a esas edades. En lo más hondo de su ser, el sufrimiento era desgarrador. Con el paso de los años, en su extensa producción literaria expresaría, sobre todo en algunos poemas, que la idea de la muerte estuvo muy presente en su conciencia durante toda su vida.

Karol y su padre se quedaron viviendo ellos dos solos en Wadowice. Pasaban tales apuros económicos que el padre, recordando sus antiguas nociones de sastre, tomó la aguja no sólo para remendar la ropa de los dos, sino también para convertir sus viejos uniformes del ejército en trajes para Karol.

Karol tenía 10 años cuando su padre le llevó a Cracovia para ver cómo su hermano Edmund recibía el título de médico en la Facultad de Medicina de la antigua Facultad de Jagellón. Edmund –aunque le llamaban Mundek– tenía entonces 24 años y era muy popular. Sin embargo, poco tiempo después, el 4 de diciembre de 1932, la tragedia volvió a golpear a los Wojtyla: Edmund murió de escarlatina, contagiado por un paciente del hospital de Bielsko, población situada a menos de una hora de Wadowice, donde había trabajado como médico desde que obtuviera el título. Una epidemia de escarlatina azotaba la región y el doctor Wojtyla, a sus 26 años, estaba de guardia veinticuatro horas al día. Los demás médicos recuerdan a Edmund como un doctor totalmente entregado al trabajo y con un penetrante sentido del humor.

La muerte de su hermano, según él mismo explicó años después, le afectó quizá aún más que la de su madre, por las circunstancias en que se produjo y por su mayor madurez entonces: tenía 12 años.

Una gran riqueza interior Pero el optimismo y la energía naturales de Karol se impusieron a todo lo demás. Se sumergió todavía más en los estudios, el deporte y el trato con Dios, que no paraba de crecer. Era el primero de su clase en el instituto y buscaba a Dios de forma cada vez más personal. Un chico de mucho talento, muy rápido y muy bueno. Sobresalía por ser muy leal a sus compañeros. A pesar de la tragedia que surcaba su vida, Karol era un entusiasta en el deporte, un joven muy sociable con el que resultaba divertido pasar el tiempo. Las muchachas de Wadowice suspiraban por él cuando se convirtió en un atractivo adolescente, pero no había nada que hacer: no se sabía por qué, pero Karol no salía con chicas.

A los 13 años apareció su primera publicación: una crónica de una página entera en el periódico de la iglesia de Cracovia.

Karol tuvo suerte con sus profesores, que eran un grupo de profesionales de una talla intelectual poco corriente en una población de poca importancia como Wadowice. Los ha recordado toda su vida, y siempre ha hablado de la importancia de los profesores en la formación de la persona. El maestro que Karol encontró más interesante fue Edward Zacher, un joven sacerdote que tenía un doctorado en astrofísica y otro en teología. Les daba clase de religión y a menudo se desviaba del tema para llevar a sus alumnos a los misterios de las galaxias y del microcosmos. Les enseñó a pensar, a aplicar a ese empeño el saber que habían adquirido en el estudio de otras asignaturas, pero siempre con el objetivo de demostrar que el conocimiento basado en la verdad nunca descarta a Dios, sino que, al contrario, enseña humildad ante el Creador.

Al profesor Forys debió Karol su amor y fascinación por la lengua polaca y los grandes autores de su nación. Karol alcanzó también un notable dominio de los clásicos latinos y griegos, gracias al profesor Damasiewicz y Królikiewicz. Cuando terminó el bachillerato, Karol leía latín y griego con una soltura que deslumbraba a sus profesores. El instituto de Wadowice fue el secreto por el que años después Karol, siendo ya arzobispo, dejaría atónito con su latín impecable al Concilio Vaticano II.

Por aquellos años Karol se aficionó también al teatro. Era el individuo más activo y más eficaz del grupo de teatro que formaron los chicos y chicas del instituto. Tenía una memoria extraordinaria y un gran talento para las representaciones. En una ocasión, en que uno de los actores tuvo que retirarse sólo dos días antes de la actuación, Karol se ofreció a hacer simultáneamente los dos papeles –eran compatibles, cambiando rápidamente el vestuario–, y no necesitó aprenderse el nuevo papel: ya se lo sabía de memoria con sólo haberlo oído en los ensayos.

Los miembros de aquel Círculo de Teatro viajaban con frecuencia, y gracias a eso Wojtyla trató con intelectuales del más diverso género, con lo que fue adquiriendo un conocimiento excelente de la cultura y las ideas universales.

Karol era uno de los mejores estudiantes y tenía también cualidades de liderazgo. Fue elegido presidente de varias organizaciones estudiantiles, y siempre querían que fuese él quien hiciera de portavoz del instituto en acontecimientos de carácter nacional.

El verano de 1938, los Wojtyla –padre e hijo– se trasladaron a Cracovia para que Karol pudiese ingresar en la universidad en otoño. Karol era terriblemente pobre. Asistía a su clases vestido con unos pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la única que tenía. Su padre se encargaba de que los zapatos del joven estuvieran siempre en un estado aceptable. Si pudo matricularse en la Universidad de Jagellón fue gracias a las excelentes calificaciones que había sacado en el instituto.

Al apuntarse a las clases del curso académico 1938-39 en la Facultad de Filosofía, Karol se echó encima una carga extraordinariamente pesada y muy poco habitual, que ofrece pistas interesantes sobre su personalidad y sus inquietudes. No sólo se matriculó de 16 asignaturas, sino que también asistía regularmente a cursos y conferencias sobre temas muy variados, y –según contaba con asombro su profesor de literatura– se ofreció voluntariamente a preparar un difícil y extenso trabajo que le exigía un gran dominio del francés; para ello asistió durante meses a clases particulares de esa lengua en casa de un amigo.

También hizo innumerables amistades, que le llevaban a desarrollar una actividad que, teniendo en cuenta la fuerte carga que sus estudios representaban, resulta difícil imaginar cuándo comía y dormía. Participaba en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual y en varias asociaciones literarias y estudiantiles más. De una de ellas fue elegido presidente ya en 1939. Sus compañeros lo recuerdan como un joven tranquilo y agradable, religioso, sociable y muy activo. Una compañera suya hace notar que «cuando escuchaba en clase, Karol tenía la costumbre de mirar fijamente al profesor, con enorme concentración…, como si deseara absorberlo todo».

Karol también escribía de forma inagotable. En el plazo de un año escribió varios ciclos de poemas, un drama y varias obras más. Para escribir de forma tan prolífica, el joven Karol debía permanecer despierto gran parte de la noche en su casa, en el pequeño sótano de la calle Tyniecka, ya que las horas del día las llenaba el trabajo académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también ocupaban parte de la noche. Aprendió, con su extraordinaria capacidad de concentración, a escribir aprovechando todos los momentos disponibles del día o de la noche, sentado, de pie, e incluso viajando. Juan Pablo II ha demostrado poseer una energía y una fuerza asombrosas –física, mental y espiritual– y esto ya era evidente desde aquellos primeros años de Cracovia.

Todo salta por los aires Por aquel entonces, casi nadie en Polonia imaginaba –a pesar de las señales y presagios que aparecían ya con claridad– que el mundo entero se encontraba al borde de una terrible guerra mundial. Sin embargo, el 1 de septiembre de 1939, al amanecer, fuerzas alemanas entraron por el sur de Polonia, y aviones nazis llevaron a cabo las primeras pasadas de bombardeos sobre Cracovia durante la mañana, sembrando el pánico y el caos en la ciudad.

Cinco días después, Cracovia era tomada por los alemanes. A las pocas semanas, el mando nazi impuso una obligación de trabajo público que no era otra cosa que trabajo forzoso. Todos los judíos, incluidos los niños de más de 12 años, fueron dirigidos al trabajo indicado para ellos como objetivo educacional, y su destino fueron los campos de concentración; baste decir que antes del Holocausto había en Polonia tres millones de judíos, y después quedaron escasamente diez mil. Karol tenía entre sus amigos y compañeros de colegio a bastantes judíos, y aquello fue un cataclismo terrible que ha permanecido para siempre en la memoria de quienes vivieron de cerca esos acontecimientos.

La Iglesia católica sufrió también una dura persecución por parte de los nazis. La catedral fue cerrada, y sólo se permitía celebrar Misa a dos sacerdotes los miércoles y domingos, pero sin fieles. Muchas otras iglesias de Polonia fueron cerradas, al tiempo que sacerdotes, monjes y monjas eran deportados a campos de concentración, donde murieron más de tres mil de ellos. También se desató una guerra contra la cultura.

Bajo el fantasma del desempleo y de la universidad cerrada, aquella Navidad de 1939 se presentaba muy poco optimista para los Wojtyla. Sin embargo, Karol llevaba una vida más activa que nunca. Un amigo suyo recuerda cómo la mayoría de la gente estaba sumida en el tedio y el aburrimiento, pero Karol estaba muy ocupado: leía, escribía, hacía traducciones, estudiaba, rezaba. Durante aquellos meses su producción literaria fue enorme y de una erudición y una calidad considerables. Le faltaba el tiempo. A veces sentía la horrible presión de la tristeza y el pesimismo ante tanta desgracia como veía a su alrededor, pero lograba superarlo.

Uno de los momentos más importantes de la vida de Karol fue una fría tarde de sábado en febrero de 1940. Karol asistía a unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoció a un hombre llamado Jan Tyranowski. Inmediatamente surgió entre ellos una intensa relación personal, de maestro y discípulo.

Tyranowski abrió a Karol unos nuevos horizontes espirituales y humanos. Aquel hombre, que no era sacerdote sino un sastre de unos cuarenta años, trabajaba las almas de aquellos chicos con una gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales o en aquellos círculos, iba penetrando hondamente en cada uno de ellos, «liberando en nosotros –son palabras de Karol, años después– la profundidad oculta de una enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente, habíamos evitado».

Karol charlaba cada semana con Jan Tyranowski, normalmente en el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los encuentros en grupo. En aquellas conversaciones, Karol iba comentando el resultado de sus esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se trataban en las reuniones. Tyranowski sabía cuál era la importancia de esa disciplina ascética para la formación de una persona. A medida que la amistad entre ambos fue creciendo, paseaban con frecuencia, se visitaban en sus respectivos domicilios, y pasaban largos ratos leyendo y conversando.

Karol tuvo que buscarse un empleo para su propio sustento y el de su padre en la Cracovia en guerra. En agosto de 1940, un restaurante del centro le contrató para hacer repartos. Un mes después, Karol pasó a trabajar en una fábrica de la Solvay tenía cerca de las canteras de Zakrzówek. Allí se arrancaban grandes bloques de piedras calizas por medio de cargas explosivas, y se trasladaban por ferrocarril de vía estrecha hasta una planta situada en el distrito industrial de Borek Falecki.

Sus primeros trabajos consistieron en tender raíles y hacer de guardafrenos. Recibía unas raciones suplementarias de alimento que los alemanes suministraban a los obreros que hacían trabajos más duros. Tardaba alrededor de una hora en ir andando de su casa a la cantera, principalmente campo a través, para trabajar en el turno de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde. El invierno resultó de una dureza extraordinaria aquel año, con grandes nevadas y temperaturas de bastantes grados bajo cero. Perdía peso rápidamente y sentía frío en los huesos y agotamiento de manera casi constante. Una vez al día y en grupos, los alemanes permitían que los obreros pasaran quince minutos dentro de una barraca en la que había una estufa de hierro, donde engullían el pobre almuerzo que traían de sus casas. Karol –recuerdan sus compañeros– vestía una chaqueta con los bolsillos abultados, unos pantalones remendados y cubiertos de polvo de piedra caliza y rígidos a causa de las salpicaduras de petróleo, unos grandes zuecos de madera y un sombrero deshilachado.

El culmen de la tragedia Karol Wojtyla padre enfermó gravemente poco después de Navidad y tuvo que guardar cama. Ya no podía cuidar de la casa y Karol se ocupaba de todo. Mes y medio después, el 18 de febrero de 1941, un día especialmente frío, lo encontró muerto al llegar a casa. Había fallecido de un ataque al corazón. Tenía 62 años.

Karol aún no había cumplido 21 años. Pasó la noche rezando de rodillas ante el cadáver de su padre. A la mañana siguiente se mudó al piso de una familia amiga, los Kydrynski, donde pasaría los seis meses siguientes, porque se sentía incapaz de afrontar la terrible soledad de su casa en la calle Tyniecka.

La muerte de su padre, junto con el hecho de no haber podido estar con él cuando falleció, fue el golpe más fuerte y dramático que sufrió en su vida. A partir de entonces, iba al cementerio todos los días al salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a parte, para rezar ante la tumba de su padre. Sus amigos estaban preocupados, viendo su sufrimiento, pensado que quizá no superara aquel golpe. Un amigo suyo, que asistía con él a aquellos círculos, asegura que «fue la influencia de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio»; también dice que «de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo tampoco; no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino nuevo.» La vocación Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún tardaría año y medio en madurar en el corazón y la mente de Karol. Años después, recordaría «con orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido ser trabajador manual durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí luces referentes a los problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi vocación quedó decidido…, como un hecho interior de claridad indiscutible y absoluta.» El 23 de mayo la Gestapo hizo una incursión en la parroquia de los salesianos de Debniki, y detuvo y deportó a trece sacerdotes que luego morirían en los campos de concentración. Jan Tyranowski se encontraba en la iglesia aquel día, pero los agentes no entraron en el lugar donde estaba.

Poco después, Karol fue trasladado a un nuevo trabajo en la cantera, que consistía en colocar los explosivos y las mechas en la roca. Ahora pasaba más tiempo dentro del barracón, donde hacía menos frío…, y Karol tenía la oportunidad de leer de vez en cuando.

El verano de 1941 fue trasladado de nuevo, esta vez a la fábrica principal. Su tarea durante tres años fue acarrear a mano cubos de madera llenos de jalbegue de los hornos hasta la lavandería. El trabajo era más fácil, y bajo techo, pero empleaba casi dos horas en ir al nuevo lugar de trabajo y otras tantas al volver. Karol prefería el turno de noche (a veces se quedaba para hacer un turno doble y ahorrarse con ello los largos viajes de ida y vuelta), porque era más tranquilo y podía dedicar más tiempo a leer.

La oración constante fue lo que permitió a Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual como emocional, en medio de su dura vida de trabajo. Rezaba cada día en la iglesia de Debniki antes de ir al trabajo, rezaba en la fábrica, rezaba en una antigua iglesia de madera cerca de la fábrica, y cuando se dirigía cada día al cementerio, después de trabajar, rezaba ante la tumba de su padre, y después rezaba en su casa. La mayoría de sus compañeros de trabajo, que conocían cómo era su vida en medio de aquella persecución religiosa, le miraban con respeto, admiración y afecto. Stefania Koscielniakowa, que trabajaba en la cocina de la planta, recuerda que su supervisor señaló en una ocasión a Karol y le dijo: «este chico reza a Dios, es un chico culto, tiene mucho talento, escribe poesía…; no tiene madre, ni padre…; es muy pobre…, dale una rebanada de pan más grande porque lo que le damos aquí es lo único que come».

Mientras tanto, Karol seguía encontrando tiempo y energías para seguir con el teatro clandestino, asistir a reuniones con intelectuales de Cracovia, charlar cada semana con Tyranowski, leer y escribir abundantemente, aprender idiomas y seguir estudiando filosofía por su cuenta.

Una tarde de septiembre de 1942, después de ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol se volvió hacia Kotlarczyk y le pidió que no le asignara más papeles en las futuras representaciones del grupo. Acto seguido le explicó que pensaba ingresar en un seminario clandestino porque quería ser sacerdote. Kotlarczyk –que era el alma del grupo teatral, y que ahora compartía con Karol el piso de la calle Tyniecka– pasó varias horas intentando disuadirle de su propósito. Invocó la santidad del arte como gran misión, recordó a Karol la advertencia del evangelio contra el desperdicio del talento y le suplicó que aplazara su decisión.

Sin embargo, Karol se mantuvo firme y al mes siguiente comenzó sus estudios en el seminario. Las clases eran individuales y se daban en lugares secretos. La mayoría de los alumnos no supieron de la existencia de los demás seminaristas hasta que acabó la guerra. La vida externa de Karol apenas cambió a causa de su condición de seminarista: continuó trabajando en la Solvay y cumplió sus compromisos con el Teatro Rapsódico durante seis meses. La diferencia era que, ahora, a sus anteriores obligaciones se unía la de estudiar en el seminario secreto, lo cual suponía además un gran riesgo. Ser detenido como seminarista secreto significaba la muerte en un campo de concentración, como de hecho sucedió a no pocos polacos en esa situación.

Karol se levantaba al amanecer para ir a misa a las seis y media; luego se iba corriendo a la fábrica Solvay, donde pasaba el día; visitaba la tumba de su padre en el cementerio y volvía corriendo a casa para hacer los deberes del seminario. A veces llegaba a esa misa de seis y media después de salir del turno de noche. Siendo seminarista también estudió alemán de forma sistemática, porque quería leer en su lengua original a una serie de filósofos germanos que le interesaban especialmente. Luego utilizó un diccionario alemán-español para aprender español y poder leer las obras de San Juan de la Cruz en su lengua natal.

El 29 de febrero de 1944, cuando el optimismo invadía Polonia porque la guerra parecía terminar, Karol sufrió un grave accidente cuando volvía de trabajar. Un pesado camión del ejército alemán cargado con unos tablones que sobresalían bastante hacia los lados le golpeó al pasar. Quedó tendido en el suelo con una fuerte conmoción cerebral. Una señora que pasaba por allí le lavó un poco con agua de una zanja, pararon a otro camión y fue trasladado a un hospital. Estuvo nueve horas inconsciente, quince días en el hospital y varias semanas más de convalecencia.

El 1 de agosto estalló un gran levantamiento en Varsovia. El día 6, llamado Domingo Negro, el mando alemán, temeroso de una sublevación en Cracovia, hizo una gigantesca redada en toda la ciudad. Cuando irrumpieron en la casa de Karol, éste permaneció en su cuarto, arrodillado y rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entraron en esas habitaciones.

Sacerdote Aun tardarían casi seis meses los nazis en abandonar Cracovia. Con el final de la contienda, el seminario dejó de ser secreto. Karol culminó con gran brillantez sus estudios, y el 1 de noviembre de 1946 fue ordenado sacerdote. Al día siguiente celebró tres misas por el alma de su madre, su padre y su hermano, a las que asistieron todos los miembros del Teatro Rapsódico. Su siguiente misa fue en la parroquia de Debniki, en la que Jan Tyranowski estaba radiante de felicidad.

Con 26 años marchó a Roma para ampliar estudios. El colegio en que se alojaba tenía muy malas condiciones: apenas había servicios higiénicos, la comida era pésima, hacía un frío terrible en invierno y un calor espantoso en verano. Allí mejoró su francés, al tiempo que aprendía inglés e italiano. Karol se mostraba ávido de aprender idiomas: en las comidas se sentaba junto a los norteamericanos, u otros estudiantes, y les escuchaba con gran atención. Ya hablaba alemán y había aprendido español por su cuenta en Cracovia. También impresionaba a todos sus compañeros de estudios por su vigor y su destreza en el deporte.

No le gustaba el aislamiento. Procuraba reunirse con personas con ideas y puntos de vista diferentes, y se esforzaba en aprender de ellos. Karol siempre fue un oyente magnífico y un maestro de silencios. Tenía el don de captar de inmediato la confianza de sus interlocutores.

El 3 de julio de 1947 Karol recibió las máximas calificaciones de sus cuatro examinadores de licenciatura, en una prueba realizada íntegramente en latín. El 19 de junio de 1948 concluyó el doctorado, también con las mayores notas posibles, aunque no pudo recibir entonces el título de doctor por carecer de recursos necesarios para imprimir su tesis. Fue un año y medio recorrido a uña de caballo, con apretadísimos días de estudio y oración.

De vuelta a Polonia, su primer destino como sacerdote fue en Niegowici, un primitivo pueblecito en el que no había agua corriente, alcantarillado ni electricidad. La región había sido azotada recientemente por una inundación que causó graves daños en todas las construcciones. Allí se entregó por entero a la atención pastoral de esas pobres gentes, a la enseñanza de religión de varias escuelas de la región, a cuidar de los enfermos y visitar a todos. Organizó actividades para la gente joven. Ganó rápidamente amigos y admiradores. Viajaba en carro o a pie –bajo la lluvia o con un frío terrible, por el barro o por la nieve–, de pueblo en pueblo, siempre accesible y de buen humor. Mientras viajaba en carro por la carretera llena de baches, solía leer un libro. Cuando iba a pie, rezaba. Cuando a una viuda anciana le robaron la ropa de cama, Karol le dio la suya y él durmió durante meses sobre el somier, sin colchón ni sábanas ni nada. En sus largas caminatas, la nieve se le pegaba a la sotana, luego se derretía en el interior de las casas que iba visitando y volvía a helarse al salir, formando una pesada campana alrededor de las piernas, una campana que cada vez se vuelve más pesada e impide dar grandes zancadas; al llegar la noche, apenas podía arrastrar las piernas, pero seguía, porque sabía que la gente le esperaba, que eran personas que pasaban el año esperando ese encuentro.

Además, aquel invierno se presentó a los exámenes para obtener el doctorado en la Facultad de Teología de la Universidad de Jagellón, y obtuvo las máximas calificaciones. También publicó varios artículos.

El 17 de marzo de 1949, tras siete meses de servicio en Niegowici, Karol fue destinado como coadjutor de la iglesia de San Florián, en Cracovia. Allí desarrolló enseguida una intensísima labor pastoral. También seguía en estrecha comunicación con intelectuales, artistas y estudiantes. En aquella ciudad donde la cultura era un culto, el sacerdote de 29 años, de brillante educación, encantador y perspicuo no tardó en convertirse en una celebridad. Lleno de energía, cumplía sus obligaciones en la parroquia y además mantenía una tupida red de amigos y conocidos entre universitarios e intelectuales de la ciudad.

En noviembre de 1951, su obispo le ordenó que dejara sus obligaciones parroquiales con el fin de obtener otro doctorado.

Una figura excepcional No se trata aquí de recoger toda su biografía. Casi cincuenta años después, es un Papa que, a pesar de su ancianidad, sus enfermedades, su cojera por la prótesis de cadera, a pesar de todo, sigue siendo aquel sin miedo que no dudaba en enfrentarse con los más vociferantes de sus enemigos, desde la paz tanto como desde la firmeza.

El coraje de Juan Pablo II se pone de manifiesto cada día, tanto en sus viajes como en su determinación a no ceder a las pretensiones de aquellos que quieren desvirtuar la naturaleza de la Iglesia para que se someta a los dictados de unos u otros. Y quizá es esto lo que más molesta a sus críticos, a esos que a veces amenazan con aguar el recibimiento preparado por los buenos católicos de cada país. Porque nada les debe resultar más fastidioso que ver el cariño que la multitud brinda a este Pontífice. A pesar de que él no procura ganárselo poniendo el dogma o la moral en rebajas, la gente le admira y aplaude al ver en él a un hombre sincero, valiente, capaz de gastar sus últimas energías al servicio de la mejor de las causas.

Alfonso Aguiló