Sofrom Dmyterko: Un obispo greco-católico que sobrevivió al martirio

Ucrania: Habla un obispo greco-católico que sobrevivió al martirio El testimonio de monseñor Sofrom Dmyterko, 84 años ZOLOCHIV, 28 junio 2001 (ZENIT.org).- Una multitud hace fiesta en el monasterio basiliano de esta pequeña ciudad a pocos kilómetros de Lvov, que reabrió sus puertas en los años noventa después de que el régimen soviético lo transformara en hospital. Preside la misa el anciano obispo Sofrom Dmyterko.

A causa de sus 84 años y las enfermedades de un cuerpo probado por dos años de dura prisión, se ve obligado a celebrar la liturgia bizantina sentado. Cuando se alza, le ayudan dos sacerdotes. Habla con dificultad.

«Sofrom, obispo emérito de Ivan Frankivsk, –explica el padre Vitali, superior del monasterio basiliano de San Onofre en Lvov–, es la verdadera autoridad moral de la Iglesia greco-católica ucrania. Es amigo personal del Papa».

Su historia es como la de muchos mártires en vida de la historia de este país. Su rostro está marcado por las injusticias padecidas. Pero en la mirada resplandece la serenidad de un hombre que luchó duramente cuando los greco-católicos fueron declarados ilegales. «Agentes al servicio del Vaticano», era la simplista etiqueta que justificaba todos los abusos posibles.

«Fui ordenado obispo en la clandestinidad el 30 de noviembre de 1968 –recuerda el obispo–, por Ivan Sleziuk, el siervo de Dios que fue beatificado el miércoles por el Papa al concluir su viaje a Ucrania, y que estuvo 15 años en las cárceles del régimen. En noviembre de 1968, fue liberado pero mantenido bajo estrecha vigilancia, por parte del KGB».

«Tras una entrevista con un agente secreto y un registro, logró ordenarme obispo en una casa privada –añade–. Murió cinco años después. Era el año 1973 y justo en coincidencia con su muerte me arrestaron. Fui juzgado en un proceso a puerta cerrada acusado de ser traidor de la patria y enemigo del Estado soviético».

«Los agentes del KGB sabían que era un sacerdote clandestino pero no que había sido ordenado obispo en secreto –continúa relatando el prelado–. Durante el registro, encontraron sus homilías, que fueron confiscadas inmediatamente. Materia más que suficiente para condenarme a dos años de cárcel dura».

El obispo fue enviado a Luhansk, una casa para delincuentes comunes. «Me registraban continuamente buscando alcohol y droga –sigue recordando–. En estas condiciones, era imposible celebrar o ejercer como obispo. Recibí la comunión tras un año de detención; me llevó la eucaristía un fiel que, de incógnito, logró entrevistarse conmigo en la cárcel».

En Luhansk, había 1.300 detenidos en condiciones higiénicas deplorables y de hacinamiento. Las violencias de los carceleros estaban al orden del día. Espías por todas partes, también entre los presos. «Nunca revelé a nadie mi verdadera identidad: si hubieran sabido que era un obispo clandestino, habría sido el fin», reconoce monseñor Dmyterko Tras dos años, por fin la liberación: «Los agentes del KGB no lograron demostrar que era obispo; lo sospechaban pero no tenían pruebas. Antes de salir del Gulag, dos agentes secretos me entregaron un documento. Decía: “Yo, Sofrom, sacerdote, paso a la fe ortodoxa”. Lógicamente, no firmé. Por fidelidad al Papa estaba dispuesto a sufrir cualquier tipo de abuso. No quería que me «salvaran» del KGB. Fui a vivir con mi madre. De día trabajaba como obrero en una fábrica de zumos de fruta, de noche ejercía en secreto mi trabajo pastoral».

Hubo sacerdotes católicos que por defender a su familia (algunos estaban casados y con hijos) o su misma vida pasaron a la Iglesia ortodoxa rusa. Tras el final del régimen comunista, en 1991, recuerda el obispo, «en Ucrania occidental, muchos de ellos han vuelto a la Iglesia católica y han sido bien acogidos. Otros han permanecido como ortodoxos».

Con historias como ésta se comprende mejor el tremendo impacto que tuvieron en Ucrania las palabras del cardenal Lubomyr Husar, arzobispo de Lvov para los católicos de rito oriental, pronunciadas el miércoles, al inicio de la beatificación de los mártires greco-católicos. El guía de esa Iglesia martirizada pidió perdón por los actos de violencia que cometieron cristianos greco-católicos en el siglo pasado. A pesar de las terribles persecuciones, la Iglesia greco-católica reconoció las culpas que hayan podido tener sus hijos y ofreció el perdón a sus verdugos.

Tomado de www.zenit.org ZS01062803

Tatiana Goritcheva: Desde el vacío del mundo oficialmente ateo

Tatiana Goritcheva nació en Leningrado en 1947. Estudió filosofía y radiotecnia. Como ella misma expone en el relato de su conversión, su juventud fue una muestra típica de lo que era capaz de producir el sistema ateo soviético, a excepción quizá de una cierta inquietud intelectual que sus estudios de filosofía le habían despertado. A los 26 años se convirtió al cristianismo. “Si alguien me pregunta -relata ella- qué significa para mí el retorno a Dios, qué es lo que esa conversión se ha hecho patente y cómo ha cambiado mi vida, puedo contestarle con toda sencillez y brevedad: lo significa todo. Todo ha cambiado en mí y a mí alrededor. Y, para decirlo con mayor precisión aún: mi vida empezó sólo después de haber encontrado a Dios”. Pocos años después, en 1984, puso por escrito el relato de su conversión.

De ningún sitio a ninguna parte “Para las personas que han crecido en países occidentales no es fácil entender. Han nacido en un mundo de tradiciones y normas, aunque ya no puedan considerarse totalmente estables. Esas personas han podido desarrollarse de una manera “normal”, leyendo los libros que han querido, eligiendo sus amigos y haciendo la carrera que han preferido. Han podido viajar a cualquier país. O han podido retirarse del mundo, para cuidar amorosamente de su familia, para encerrarse en un monasterio o dedicarse a la ciencia, eligiendo para ello el mejor lugar. Yo he nacido, por el contrario, en un país en que los valores de la cultura religión y moral fueron arrancados de raíz, de manera intencional y con éxito. Yo no vengo de ninguna parte ni voy a ningún lugar. Carezco de raíces y he tenido que caminar hacia un futuro vacío y absurdo.

Yo lo odiaba todo Cuando era adolescente, una amiga mía se quitó la vida a los quince años porque no pudo soportar lo que le rodeaba. Dejó una nota que decía: “Soy una persona muy mala”, cuando era una criatura de corazón extraordinariamente puro, que no sufría la mentira, y que jamás pudo mentirse a sí misma. Aquella muchacha se quitó la vida al descubrir que no vivía como hubiera debido hacerlo y porque de alguna manera tenía que romper el vacío que le rodeaba y encontrar la luz. Pero no encontró el verdadero camino… Hoy, veinte años después de su muerte, yo puedo expresar lo mismo en un lenguaje cristiano. Mi amiga había descubierto su condición de pecadora. Había descubierto una verdad fundamental, a saber: que el hombre es débil e imperfecto, pero no alcanzó a conocer la otra verdad, aún más importante, que Dios puede salvar al hombre, arrancarlo de su condición de caído y sacarlo de las tinieblas más impenetrables. De esa esperanza nadie le había hablado, y murió oprimida por la desesperación.

Personalmente no podía compararme con mi amiga en sus dotes espirituales. Yo vivía como una bestezuela acorralada y furiosa, sin erguirme jamás y sin levantar la cabeza, sin hacer intento alguno por comprender o decidir algo. En las redacciones escolares escribía como era de ley- que amaba a mi patria, a Lenin y a mi madre, pero eso era pura y llanamente una mentira. Desde mi infancia odié todo lo que me rodeaba; odiaba a las personas con sus minúsculas preocupaciones y angustias, más aún me repugnaban; odiaba a mis padres que en nada se diferenciaban de todos los demás, y que se habían convertido en mis progenitores por pura casualidad. Oh, sí, yo enloquecía de rabia al pensar que, sin deseo alguno de mi parte, y de modo totalmente absurdo, me habían traído al mundo. Odiaba hasta la naturaleza con su ritmo eternamente repetido y aburrido, verano, otoño, invierno… Lo único que yo amaba era la soledad absoluta.

Más tarde, cuando ya supe leer, me parapetaba tras los libros… Sólo en ellos se vive sin angustia, sin postergaciones, engaños, y atropellos, sólo en los libros no se vive en una mentira permanente…

El desprecio que alentaba en mi interior, no fue obstáculo, sin embargo, para que externamente pasase por una niña tranquila y con éxito, que siempre destacaba por sus logros especiales, alabada por los profesores y querida por los compañeros. Naturalmente yo no me daba cuenta de lo incoherente de mi conducta, mi razón y mi conciencia callaban.

Nadie me había dicho que el amor está por encima de todo Y en la escuela, por supuesto, sólo se fomentaban las cualidades externas y “combativas”. Con esto se reforzó más mi orgullo, floreciendo plenamente. Mi meta fue entonces ser más inteligente, más capaz, más fuerte que los demás. Pero nadie me dijo nunca que el valor supremo de la vida no está en superar a los otros, en vencerlos, sino en amarlos. Amar hasta la muerte, como únicamente lo hiciera el Hijo del hombre, al que nosotros todavía no conocíamos.

Es bien sabido que mi generación dio muchísimos seguidores de Nietzsche. A Nietzsche lo leí cuando tenía diecinueve años (mientras que el Evangelio sólo lo leí a los veintiséis) y de inmediato me gustó mucho, como me gustaron también Sartre, Camus, Heidegger, y la filosofía existencialista, rebelde y tan cercana a nosotros. En los años de la liberalización, eran autores en parte permitidos, cuyas traducciones empezaron a circular. Para nosotros el existencialismo fue el primer sorbo de libertad, la primera palabra sincera que no estaba prohibida…

Por lo demás, es interesante consignar que nuestros caminos (el de occidente y oriente) pronto se separaron. La juventud occidental vivió los sucesos de 1968, recorrió el camino de una “politización” cada vez mayor de la conciencia y se enardeció con el marxismo… Nosotros, por el contrario, ahondamos más y descubrimos los valores imperecederos de la cultura, la historia y la ética. Y acabamos familiarizándonos con Dios y con la Iglesia… Así, nuestra liberación empezó con el descubrimiento del pensamiento occidental libre. Y es curioso que, cuando entramos en contacto con el mundo ancho y maravilloso del pensamiento cristiano, no mandamos al diablo al impío Sartre ni al orgulloso Camus. Pese a toda su antireligiosidad, Sartre pudo conducirnos hasta la frontera de la desesperación en que empieza la fe. Su idea central de que el hombre en cada segundo de su existencia tiene que tomar una decisión libre, es de hecho una idea cristiana. Porque a Dios le agrada el amor voluntario del hombre, y por respeto a la libre decisión de nuestra voluntad Dios no aniquila el mal en el mundo.

Pero no nos adelantemos Para mí, en tanto que existencialista consecuente y rabiosa, durante mucho tiempo no existió el cristianismo ¿Para qué regresar a los viejos mitos? Pero en mi vida se afianzaba la tendencia a un orgullo cada vez mayor y a una mayor autodestrucción. Siguiendo la línea de Nietzsche yo me tenía por una aristócrata espiritual; es decir, por una persona “fuerte” capaz de dirigir y configurar mi propia vida gracias la decisión de mi libre voluntad. Las gentes “débiles” y vulgares no pueden hacer frente con “nada” a ese reto y escapan del absurdo y sin sentido de la existencia refugiándose unos en la familia, y otros en la política o en la carrera. Oh, cómo los odiaba a todos y qué bien entendía lo de “esclavizar” a los hombres para comprobar enseguida maliciosamente, que todos, tanto varones como mujeres, aman la esclavitud y hasta la buscan.

Dejé de mentir Entonces aspiraba ya a una vida “íntegra” y consecuente. Me sentía filósofa y dejé de engañarme a mí misma y a los demás. La verdad amarga, terrible y triste, estaba para mí por encima de todo lo otro. Pese a lo cual mi existencia seguía tan desgarrada y contradictoria como antes. Yo sentía un gusto permanente por el contraste y el absurdo, por los imponderables de la vida. También alentaba en mí el esteticismo. Por ejemplo un día me gustaba mucho ser una alumna “brillante” y con el orgullo de la facultad de filosofía trataba con intelectuales sutiles, asistía a conferencias y coloquios científicos, hacia observaciones irónicas y sólo me daba por satisfecha con lo mejor en el aspecto intelectual. Por la tarde y por la noche, en cambio, me mantenía en compañía de marginados y de gentes de los estratos más bajos, ladrones, alienados y drogadictos. Esa atmósfera sucia me encantaba. Nos emborrachábamos en bodegas y buhardillas. A veces alquilábamos una vivienda simplemente para pasar el rato, tomar una taza de café y después desaparecer.

Sólo un hombre intentó una vez ponerme una contención. Debo calificarle con todo merecimiento como mi primer maestro. Fue nuestro profesor Boris Míchailowitsch Paramonov; era docente eventual en la facultad de filosofía y no pudo permanecer mucho tiempo. Ahora ha emigrado y vive en América. Una vez me dijo: – Tania, ¿por qué intenta usted destruirlo todo? ¿No comprende que ese placer destructivo ha sido desde siempre la miseria del pensamiento ruso? Vea usted que vivimos en un mundo en el que el nihilismo ya ha triunfado por completo. No tiene más que acudir al mercado soviético y sólo hallará mostradores vacíos. No hay nada de lo que debería haber en un mercado. En lugar de eso sólo se ve por doquier letreros en rojo que dicen “¡Adelante hacia la victoria del comunismo!”, “Un paso adelante y dos para atrás. Lenin”, etc. Ahí tiene usted su absurdo tan acariciado. Es algo que ya está creado por los bolcheviques. Por completo. ¿Qué es lo que usted desea agregar todavía? Esas palabras me produjeron entonces una impresión profunda. Pero ni Paramonov ni yo sabíamos por entonces como se podía salir de ese círculo infernal y crear vida en lugar de destruirla.

Tampoco hallé una salida con mi entusiasmo por las filosofías orientales y por el yoga al que me dediqué después de las horas de estudio. El yoga me permitió sólo el acceso al mundo de lo absoluto, haciendo que mi ojo espiritual percibiese una nueva dimensión vertical de la existencia y destruyendo mi orgullo intelectual. Pero el yoga no pudo librarme de mí misma. Tenía un cierto carácter científico que a nosotros nos atraía en gran manera: con la ayuda de ejercicios y mediante el conocimiento de determinadas “fuerzas astrales y mentales” se podía apuntar de lleno y de un modo consciente al superhombre.

Pero ¿por qué y para qué? A esta pregunta respondía cada uno como más le venía en gana. Yo quería, naturalmente, convertirme en un dios. Yo quería ser la más inteligente y la más fuerte. Deseaba fundirme con el absoluto y sumergirme en la felicidad eterna. Ahora tenía que luchar contra ciertos sentimientos negativos como el odio y la irritabilidad, porque sabía muy bien que “consumen energía” y me arrojan a un plano más bajo de la existencia. Mas el vacío, que desde largo tiempo atrás venía siendo mi sino y me rodeaba de continuo, no estaba aún superado. Al contrario, se hacía cada vez mayor, se convertía en algo místico y amenazador que me angustiaba hasta la locura.

Me invadió entonces una melancolía sin límites. Me atormentaban angustias incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de seguir viviendo.

¿Cuántos de mis amigos de entonces han caído víctimas de ese vacío horroroso y se han suicidado? Otros se han convertido en alcohólicos; algunos están en instituciones para enajenados… Todo parecía indicar que no teníamos esperanza alguna en la vida.

Mi segundo nacimiento Pero el viento, que es el Espíritu Santo, sopla donde quiere. Cansada y desilusionada realizaba mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Hasta ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y no conocía realmente oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria cristiana, en concreto la oración del Padrenuestro. ¡Justamente la oración que nuestro Señor había recitado personalmente! Empecé a repetirla mentalmente como un mantra, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces; entonces de repente me sentí trastornada por completo. Comprendí -no con mi inteligencia ridícula, sino con todo mi ser- que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado! En aquel instante comprendí y capté el “misterio” del cristianismo, la vida nueva y verdadera. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto. No sólo deje mis valoraciones e ideales anteriores, sino también a las viejas costumbres.

Finalmente también mi corazón se abrió. Empecé a querer a las personas. Inmediatamente después de mi conversión todas las gentes se me presentaron sin más como admirables habitantes del cielo y estaba impaciente por hacer el bien y servir a Dios y a los hombres.

¡Qué alegría y qué luz esplendorosa brotó entonces en mi corazón! El mundo se transformó para mí en el manto regio y pontifical del Señor. ¿Cómo no lo había percibido hasta entonces? Así empezó de nuevo mi vida. Mi redención era algo perfectamente concreto y real; había llegado de modo repentino, aunque la había anhelado desde mucho tiempo atrás, y sólo el Espíritu Santo pudo realizarla en mí, porque sólo Él puede crear una “nueva criatura” y puede reconciliaría con el Eterno. Sólo por Él y su gracia puede solucionarse el conflicto central de la personalidad humana, el conflicto entre libertad y obediencia”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Hablar de Dios resulta peligroso, de Tatiana Goritcheva.

Tito Brandsma: No hay que odiar cuando nos odian

Por Rafael Arce Gargollo Era frecuente verle en su escritorio, muy concentrado, tecleando fuerte y ágilmente su vieja máquina de escribir. Tenía los ojos clavados en el papel, a través de unas gafas redondas que le sentaban muy bien, rodeado de la nube de humo azul de su pipa. Al interrumpirle, antes de decir él nada, levantaba la cabeza y lo primero que distinguías en su rostro era una sonrisa inigualable. Regalaba a todos su buen humor y una íntima alegría, que conquistaba la simpatía de cualquiera.

Así pasaba largos ratos Tito Brandsma (1881-1942) quien, a pesar de su débil constitución física, que estuvo a punto de llevarle varias veces a la muerte, llegó a ser en su tiempo uno de los hombres más cultos e importantes de Holanda. Había obtenido en Roma el doctorado en Filosofía, donde también se especializó en Sociología, Espiritualidad y Periodismo, una vez ordenado sacerdote en 1905. A su regreso a Holanda fundó bibliotecas, escuelas y la Unión de Escuelas Católicas. Aunque en esa época su patria tenía mayoría absoluta protestante, Tito consiguió que el Parlamento aprobara una iniciativa suya para que el Estado otorgara ayuda económica a los colegios católicos.

Rector de Universidad, profesor y periodista La Universidad Católica de Nijmegen, la primera de su especie dentro de la joven historia de Holanda, fue fundada en 1923. Era el símbolo de la anterior vitalidad de los holandeses católicos, que durante algunos siglos soportaron terribles persecuciones. Tito fue allí catedrático de Filosofía y de Mística. En 1932 le eligieron Rector por un año. No obstante —pensaba Tito— , la universidad era sólo una pequeña porción de la muy amplia realidad nacional y había que influir también en todos los que vivían fuera de las instituciones académicas. Para servir mejor a su patria, se hizo periodista activo. Fundó varias revistas y fue redactor-jefe de varios periódicos, volcando en centenares de escritos las riquezas de su mente y su sensibilidad. Pero su impacto en el medio periodístico rebasó el ámbito profesional. Muchos colegas encontraron en él a un confidente discreto, consejero iluminado y amigo sincero, siempre dispuesto a compartir penas e infundir esperanza.

Defensor de judíos perseguidos En el año 1933 Adolfo Hitler obtuvo el poder en Alemania. En mayo de 1940 los nazis invadieron Holanda y comenzaron a apoderarse de la enseñanza y la prensa católicas para someter al pueblo. Tito Brandsma, nombrado entonces Asistente de la Unión de Periodistas Católicos, alzó valientemente la voz para denunciar la persecución contra los hebreos de las escuelas católicas y el atropello total de la libertad religiosa por parte del nazismo. Los periodistas, animados por él, formaron un frente común contra el enemigo. Pronto empezaron los arrestos de sacerdotes. El 26 de enero de 1941, los obispos holandeses declararon que el nacional-socialismo era lo más opuesto a la enseñanza de la Iglesia Católica, y ello provocó una nueva ola feroz de persecución hacia católicos y judíos. Tito fue hecho prisionero por la temible Gestapo el 19 de enero de 1942 y encerrado en la celda 577 de la tristemente célebre prisión de Oranjehotel, donde se encarcelaba a los combatientes de la resistencia. Allí pasó siete semanas de terrible soledad. Sin embargo, para conservar su libertad, a pesar del aislamiento, se trazó un plan diario de trabajo. Escribió versos, comenzó una biografía de Santa Teresa de Ávila, redactó un Vía Crucis y escribió dos pequeñas obras Mi celda y Cartas desde la cárcel. El 12 de marzo le condujeron al campo de concentración de Amersfoort, destinado a trabajar en los aserraderos. Un trabajo agotador para los prisioneros, mal alimentados e insuficientemente equipados. Una horrible tortura. A todos los sacerdotes presos les estaba terminante­mente prohibido, bajo pena de duros castigos, realizar cualquier acción de tipo espiritual, pero para Tito —hombre valiente y enamorado de Dios— eso no era un obstáculo. Durante la Semana Santa se reúne con varios presos a meditar sobre la Pasión de Cristo. Los demás prisioneros le buscaban día y noche para encontrar a su lado consuelo y recibir su bendición. Sigilosamente les dibujaba la cruz en las manos, oía sus confesiones y asistía a los enfermos y moribundos. Además de católicos, entre sus compañeros de prisión, había personas de otras confesiones religiosas, incluso agnósticos y ateos. Pasados los años, varios de ellos dejaron testimonios de enorme admiración por él.

Hacer más fácil el perdón Ante las quejas de los malos tratos, Tito apremiaba a los demás prisioneros a sobreponerse al odio y a rezar por sus verdugos: —Reza por ellos —les decía una y otra vez. —Sí, padre, le contestaban, pero eso es ….¡¡tan difícil..!! Con mucha comprensión y un poco de humor respondía Tito: —No te preocupes, no tienes que hacerlo durante todo el día… También ellos son hijos del buen Dios y quién sabe si algo queda en ellos… Víctima de la furia del odio, supo amar a todos. El Domingo de Pascua comenzaron las ejecuciones de setenta y seis miembros del movimiento clandestino de Holanda. Durante más de una hora Tito y sus compañeros tuvieron que contemplar el fusilamiento masivo de sus compañeros. Tito rezaba por ellos y se lo hacía comprender por señas, cruzando las manos y mirando al cielo. El 16 de mayo de 1942 Tito fue transportado a Dachau, cerca de Munich. En este campo de concentración vivían unos 110 mil prisioneros, de los cuales 80 mil encontraron la muerte. Tito llegó a conocer toda la brutalidad de régimen nazi: puñetazos, azotes con tablas y palos, patadas y otras torturas. Allí los sacerdotes católicos eran tratados como hombres de segunda cla­se; en las tres barracas que formaban este bloque habría aproximadamente 1600 eclesiásticos. En total se calcula que Hitler llevó a la muerte aproximadamente a unos cuatro mil sacerdotes católicos.

Los resentimientos son fruto amargo del orgullo Tito Brandsma fue terriblemente azotado una y otra vez. No se le permitían descansos para reponerse de su debilidad. Aparte de su uremia incurable, se le infectó un pie por el uso continuo de sandalias de madera. En ocasiones, al terminar el día, sus compañeros tenían que llevarle hasta la barraca. Un sacerdote que le ayudaba con frecuencia, recuerda: A pesar de todo conservaba ánimo y en medio de todas aquellas miserias que nos ro­deaban por todas partes, nos llenaba el corazón de alegría. Otro preso comentaba: Irradiaba un ánimo apacible y sereno. Animaba incansablemente a los compañeros de prisión: No hay que caer en el odio. Tengamos paciencia. Estamos en un túnel oscuro, pero hay que continuar caminando, al final la luz eterna nos rodeará. En este tiempo recibe un trabajo más moderado, pero estaba tan débil que fue llevado a una barraca para enfermos. Se cuenta que su cuerpo ya moribundo, acostado sobre un saco de paja, fue utilizado para infames experimentos bioquímicos que practicaban médicos nazis. Se le oía decir: Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Después, era tal su estado, que perdió el conocimiento. Eran las dos de la tarde del 26 de julio de 1942. Una enfermera le aplicó entonces una inyección de ácido fénico que acabó con su vida. Más tarde, ella declaró que siempre recordaría la mirada de este sacerdote y lo que esto significaba: —Tenía compasión de mí. Después se convirtió al catolicismo. El cuerpo de Tito fue incinerado y las cenizas arrojadas a la fosa común.

No responder al odio con el odio, sino con el amor. Quizás sea ésta una de las mayores pruebas de las fuerzas morales del hombre. Tito Brandsma salió vencedor de esta prueba [1]. En tantos ambientes donde lo tristemente habitual es tratar a las personas con la única y pobre medida del gusto, de las simpatías, o de los rencores y antipatías, la lección de Tito Brandsma es atractiva, actual y fuerte.

Cuántos viven amargados o hasta rabiosos —a veces durante semanas, años o toda una vida— por pequeños resquemores y tontas enemistades que tienen, a veces, una base real, pero casi siempre ridícula. Algo que han hecho, dicho, o “dicen que dijeron”. Una broma inoportuna. Una frase indirecta. Una ceja levantada a destiempo, un gesto poco feliz, una llamada de atención que parecía exagerada o el tonito de la voz, un poco golpeada. Sentirse y quedarse herido porque no se les saluda como esperaban, o —como se dice en México— los vieron feo. Detrás de esos resentimientos sólo se oculta un orgullo de muchos kilates que no se quiere reconocer. Y, como hay que justificarlo elegantemente, se dice: …. —Es que no me han tratado con la dignidad y respeto que merezco… cuando la única explicación es que se tiene un corazón muy pequeño, mezquino, intolerante, lleno de sí. Cuando hay un desplante fuera de tono, o dejamos de hablar a alguien, o hay gritos de por medio, es muestra de que así ocultamos nuestras propias debilidades y falta de carácter; y pretendemos impresionar con una fuerza que no tenemos: la del propio dominio. Aunque la comparación sea poco afortunada, tiene buena sustancia lo que decía un admirador y buen conocedor de los perros: la mayoría de ellos ladran no por bravos y mordelones, sino porque tienen miedo al entorno y a los transeúntes. Por débiles. Tito Brandsma nos recuerda que para ser profundamente humanos no se han de guardar en la memoria una lista de daños y “agravios” que los demás nos hacen o pensamos que nos hacen…. Tito, que sí ha sufrido vejaciones e injusticias terribles, no quiere recordarlas, ni se siente enemigo de nadie. Sabe olvidar, tolerar, perdonar heroicamente. Retener o alimentar rencores, aunque sean pequeños, hace más daño que un virus mortal. Cuando el orgullo se mete, es capaz incluso de quebrar para siempre el gran afecto que han tenido hermanos entre sí, o hacia sus padres: o entre amigos, novios, matrimonios, familias enteras y barrios. Crecen como fuego devorador las rencillas, que luego alimenta la gasolina de las envidias y los más graves odios. Y se dan lo mismo entre personas como entre pueblos, ciudades, países o continentes. No es otra la razón última que explique el porqué de muchas guerras: nuestro antiguo, mezquino y barato orgullo. Y es que la raíz de todo se remonta a los orígenes del planeta donde estamos. No olvidemos que la primera persona que odió a otra en toda la historia del mundo se llamaba Caín, quien discriminó y mató a su buen hermano Abel por puritito resentimiento. Es mejor perdonar, darse la mano y olvidar. Lo otro no arregla nada. Se ve que la humanidad no ha cambiado mucho: hace trescientos años un famoso escritor decía que el ser humano, para ser perfecto, necesitaría tener en la cabeza una chimenea por donde pudieran salir todos los humos que se nos suben al cerebro, sobre todo cuando nos vamos haciendo mayores [2]. El amor volverá a ganar al mundo entero Un pastor protestante decía de Tito: Nuestro querido hermano en Cristo es realmente ¡¡un misterio de la gracia!!. Esto es lo que explica qué había en el alma de aquél hombre que le impulsó a vivir y amar a todos con tanto ánimo y perdonar con tanta sinceridad: era el despliegue cada vez más manifiesto de la gracia de Cristo. Este era el secreto de su entrega total hacia los demás, la fuente de su honda y fresca caridad. Tito sabía que todo se lo debía a la gracia, a la vida divina que actuaba en él. Las palabras de Cristo: Sin Mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5), eran el principio orientador de su vida cotidiana. En sus propias palabras, Tito dejó por escrito su ilimitado amor y capacidad de querer. En ellas descubrimos la profundidad de su alma ante el ambiente de odio —difícil de igualar— que sufrió durante los últimos años de su vida: Aunque el neopaganismo no quiera más el amor, el amor volverá a ganar el amor de los paganos. La práctica de la vida lo hace ser siempre de nuevo una fuerza victoriosa, que conquistará y mantendrá ligados los corazones de los hombres.

Tomado de www.encuentra.com [1] Juan Pablo II, Homilía en la Beatifcación de Tito Brandsma, 3 de noviembre de 1985 [2] Baltasar Gracían, El Criticón,Madrid, 1984.

Una madre: Una gran lección para la vida

La carta que presentamos relata la experiencia de una madre ante la enfermedad severa de su hijo más pequeño. Este hecho de la vida real sucedió en la familia que forman Claudia y José Antonio y sus hijos: Claudia de 6 años, Marta de 4 y Raúl, que hoy tendría ya 2 años, pero a consecuencia de una lesión cerebral muy severa, murió a los 13 meses de nacido.

Raúl nació después de seis meses de un embarazo complicado. Era muy pequeño y desde el inicio todo su desarrollo fue muy especial. Estuvo 40 días en incubadora, pesaba 1 kilo y 200 grs. y medía sólo 36 cm.

Querida Vero: Créeme que no tengo la menor idea de cómo comenzar, pero te escribo esta experiencia por si en algo puede ayudarte para tu propia vida.

Me pregunto si existe alguien que entienda los misterios de la vida… hoy sólo le pido a Dios me permita amar lo que me pone delante, aunque a veces me sienta un poco sola ante retos tan escabrosos. Sé que tengo una misión en mi propia vida y lo que más quiero es llegar al final del camino y cumplirla, pero he aprendido que, aunque vale la pena, no resulta tan fácil.

El nacimiento de Raulito marcó un punto y aparte en mi vida; no entendía desde un inicio por qué tantas trabas, si antes de él, todos mis embarazos habían sido tan normales. Como fuera, acepté este último y lo único que pedía a Dios, era ver finalizados los nueve meses, aunque me tuvieran que costar, pues sabía que dentro de mí realmente había una vida, por la que valía la pena cualquier sacrificio. Además, tenía la enorme ilusión de tener conmigo, aquello que como madre considero como lo más valioso: la vida de mi propio hijo.

Puse todo de mi parte para que mi bebé permaneciera dentro de mí el máximo tiempo posible…, pero en esto ya no decidía yo. Había una fuerza natural más fuerte que la mía, alguien detrás de todo esto que quiso que las cosas fueran distintas.

Así fue como nació Raúl de 6 meses y dos semanas: un bebé con un gran espíritu de lucha y sin embargo, un bebé asociado desde el inicio al sufrimiento. Al nacer, pasó directamente a la incubadora. Los doctores nos explicaron que los niños prematuros tienen un desarrollo normal, sólo que es un poco más lento que el de los niños que nacen después de los nueve meses de embarazo. Nos explicaron también que la incubadora, en algunas ocasiones, puede presentar tres riesgos: afectar la vista del bebé, su sentido del oído y su cerebro. Cuando Raúl alcanzó los 2 kilos salió de la incubadora y llegó finalmente a casa, pero lloraba mucho, y los doctores sugirieron que se le hicieran estudios del estómago para ver si tenía algún reflujo que le estuviera molestando.

Con estos estudios iniciamos un largo camino de batalla por su salud. A los cuatro meses de nacido, notamos cosas extrañas para un niño normal: sus ojos no tenían simetría, es decir, no los movía como lo hacemos nosotros siguiendo los objetos con la vista; tampoco se movía, ni emitía sonidos, no se reía…, en fin, todo esto nos inquietó mucho, y fue así como anduvimos de doctor en doctor, y de un lado a otro con el niño, sin poder encontrar una opinión que nos dejara clara su situación.

A los seis meses supimos que tenía un problema en el cerebro, sin nombre ni apellido, así que consultamos otro especialista, que nos explicó que Raúl tenía una malformación en su cerebro, lo llamaba “un trastorno de migración neuronal”; con esto se explicaban tantos problemas en el inicio de mi embarazo. A partir de aquí, lo único que se nos indicó fue iniciar con el niño, lo antes posible, terapias físicas para ofrecerle una mejor calidad de vida. Nadie sabía a ciencia cierta qué tanto podríamos conseguir con él.

Iniciamos sus terapias, y como pasaba el tiempo, no veíamos progreso, Raúl seguía sin moverse, y su mirada permanecía perdida. Su problema con el estómago seguía ahí, no comía nada, dormía poco… tenía ya un añito de vida, y sólo pesaba 6 kilos.

Finalmente al año y 23 días, murió. Cuando dormía, le vino un reflujo que le quemó el esófago, y con eso, sus vías respiratorias se cerraron y le sobrevino un paro cardíaco.

Esta es la historia de mi Raúl, y yo ahora sé que así nació porque tenía una grandísima misión que sólo podía realizar siendo tal como era. Lo que hoy me da consuelo es pensar que yo fui necesaria para que, a través de mí, este bebé viniera a cambiar la vida de toda mi familia. Sabía que cada uno en su vida va encontrando el camino para ser feliz. Pero, así ¿se podía ser FELIZ????? Antes, yo pensaba que sólo las cosas agradables nos podían hacer felices, y siempre daba gracias al cielo porque no tenía sufrimientos. Jamás pensé que el dolor fuera a tocar mi vida; veía con admiración a la gente que sufría por diversos motivos, pero no me daba cuenta de que también el dolor es un regalo que nos enriquece mucho y que misteriosamente, al mismo tiempo, encierra una felicidad muy auténtica y muy profunda.

Conocí el dolor y el sufrimiento con este hijo mío, y por medio de él, aprendí que para ser feliz también se necesita sufrir.

Hoy no puedo menos que agradecer lo que ha sucedido con mi hijo y con nosotros (digo nosotros porque no soy sólo yo la beneficiada: somos mi esposo, mis hijas y yo); digo GRACIAS porque este niño tan especial para nosotros, vino a probar nuestra capacidad de amar, vino a enseñarnos la incomodidad de lo cómodo, vino a enseñarnos lo que cuesta renunciar a lo placentero, a pararnos para servirle a él, a olvidarnos de nuestro sueño para intentar confortar al que sufre y no puede conciliar el sueño; nos enseñó que no hay hora para el descanso, y que realmente la fuerza del cuerpo no es la del espíritu, que puede más que ninguna otra fuerza. Nos enseñó a valorar la sonrisa del que no puede valerse por sí mismo, y nos retó a vivir de cara a lo que realmente vale y no de cara a las cosas materiales que se acaban.

Este bebé pudo enternecernos a todos. Nos enseñó con su ejemplo el sacrificio de comer lo que nos parecía menos apetitoso, pensando en el trabajo que él tenía que pasar para tolerar cualquier alimento. Aprendimos a comerlo todo, aunque no nos gustara, sólo con recordar el sabor tan espantoso de la leche que Raúl se tenía que tomar.

En fin, este bebé me enseñó muchas lecciones y me hizo realizarme como mujer, descubriendo que lo que más feliz me hacía era amarlo y tener la oportunidad de hacer algo por él. Aprendí a mirar con los ojos del alma, como me enseñó mi bebé, que jamás pudo ver, pero le bastó con sentir el amor de su hermosa familia. Él veía un mundo que antes yo no veía.

Vero, éstas fueron sin duda, las experiencias más duras pero también las más enriquecedoras que he vivido. Mi esposo y yo estamos seguros de que nuestro sacrificio ha valido la pena, y que tenemos en el cielo a ese angelito que no se olvidará de nosotros, y que sin duda cuida de sus hermanas que lo recuerdan todos los días.

Escribo esto y todavía termino llorando, pero quise compartir contigo esta experiencia que hoy me deja llena y satisfecha.

Recibe un gran saludo… te quiere tu hermana de siempre. Claudia.

Autor anónimo.

Tomado de: http://www.mujernueva.org/

Vazlaw Poplawsky: En los campos de trabajo forzados en Kazajstán

Vazlaw Poplawsky recuerda la fe durante sus años en los campos de trabajos forzados Mientras Juan Pablo II oraba en la noche de este sábado ante el «Monumento a las víctimas del régimen totalitario», en Astana -la capital de Kazajstán-, Vazlaw Poplawsky dice en voz baja: «Reza también por mí y por mi familia».

A sus 62 años, 22 de ellos pasados en un campo de trabajos forzados, Poplawsky es una memoria viviente del drama de Kazajstán en el siglo XX. Hijo de deportados ucranianos nació en plena estepa, a 80 kilómetros de lo que hoy es la capital kazaja, Astana.

Su familia llegó en 1936, cuando Josip Stalin emprendió el plan de colectivización, obligando a cientos de miles de personas a abandonar su tierra para implantarse en la estepa y construir koljós, las granjas colectivas, junto a la población local, que a su vez tuvo que romper la tradición nómada y trabajar en los campos de concentración.

Kazajstán era tierra de deportación desde los años de los zares. Pero en tiempos de Stalin, las columnas humanas fueron imponentes: 800.000 alemanes del Volga; 600.000 ucranianos; 100.000 polacos; miles de disidentes políticos…

El mismo Alexander Solzjenitsin pasó varios años de su vida en el campo de Jhezgasgan, donde ambientó su famosa novela «Un día en la vida de Iván Denisovich».

Vazlaw, que nació tres años después de la llegada de sus padres, todavía tiembla cuando recuerda su infancia. «Me crié en una cabaña de barro y hierba seca. Para encontrar madera había que caminar decenas de kilómetros. No había nada para comer y un pedazo de pan negro era una riqueza que los niños escondíamos como un tesoro».

Educado en la fe por su madre, de origen polaco, recuerda que en su cabaña había un icono de la Virgen Negra de Cheztochowa. «No había sacerdotes y no se podían organizar reuniones religiosas. Sólo se podían celebrar los funerales, en los que la gente se reunía para rezar el rosario. Y dado que casi todos los días moría alguien, se puede decir que rezábamos realmente mucho…».

«Comencé a vivir a los 22 años de edad, en 1961, cuando me fui a la ciudad», añade Vazlaw. Primero a Tselinograd, la nueva Astana, y después a Karaganda, donde conoció al padre Wladislaw Bukowinski, sacerdote polaco que decidió quedarse en Kazajstán, después de salir de los campos de concentración.

«Trabajaba en un mina y todos le querían mucho, pues era muy generoso -sigue diciendo-. Nos veíamos con frecuencia y cuando hablaba de Dios podíamos escucharle durante horas».

Hace seis años, Vazlaw Poplawsky, a sus 56 años, decidió abrazar el camino del sacerdocio. Ahora es párroco en la iglesia de San José, en Karaganda.

«Esta es la ciudad del dolor y de la memoria, el centro espiritual de los católicos», concluye el hijo de la estepa, reconociendo que este sábado, al ver al pontífice rezar por su familia y por tantas personas que vio morir, fue el día más feliz de su vida.

Tomado de Zenit, 22.IX.01, ZS01092304

Vittorio Messori: Doctor, mi hijo está muy grave, va a Misa

Vittorio Messori, periodista italiano de 56 años, es conocido internacionalmente por haber entrevistado a Juan Pablo II en Cruzando el umbral de la esperanza, y al Cardenal Ratzinger en Informe sobre la fe. Pero, en contra de lo que pudiera pensarse, no ha sido precisamente un “católico de toda la vida”.

“Nací en plena Guerra Mundial en la región quizá más anticlerical de Europa: en la Emilia, zona del antiguo Estado pontificio, la del don Camilo y Peppone (el cura de pueblo y el alcalde comunista) de Guareschi. Mis padres no estaban precisamente de parte de don Camilo y, aunque vivían de verdad unos valores -apertura, acogida, generosidad, etc-, desde pequeño me inculcaron la aversión, no al Evangelio o al cristianismo, sino al clero, a la Iglesia institucional. Me bautizaron como si fuera una especie de rito supersticioso, sociológico, pero después no tuve ningún contacto con la Iglesia.

Acabada la Guerra, mis padres se trasladaron a Turín, la mayor ciudad industrial italiana, cuna del marxismo italiano -de Gramsci, Togliatti y otros dirigentes comunistas-, en la que los católicos hace tiempo que son minoría. Asistí allí a un colegio público, donde no se hablaba de religión más que para inculcarnos el desprecio teórico hacia ella. Obligada por el Concordato había, sí, una clase semanal de enseñanza religiosa, pero casi ninguno la tomaba en serio y yo, en concreto, eludía la asistencia con las más variadas excusas. O sea, que si por mi familia estaba imbuido de anticlericalismo pasional, la escuela llovió sobre mojado al enseñarme la cultura del iluminismo, del liberal-marxismo”.

Acabado el bachillerato, eligió como carrera universitaria la de Ciencias Políticas. Pertenecía a la famosa generación del 68 y convirtió la política en su pasión. “Decía el teólogo protestante Karl Barth que «cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos». Para mí el cielo estaba vacío, y uno de los ídolos que llenaba la tierra era precisamente la política. Era para mí una auténtica pasión. Estaba muy comprometido con los partidos de izquierda”.

Se da cuenta con el tiempo de que la política no podía proporcionarle las respuestas sobre el sentido de la vida. “Sin embargo, aun consciente de esas carencias de la política, a la vez estaba convencido de que no podría encontrar respuestas fuera de ella, precisamente porque formaba parte de los que rechazaban el cristianismo sin tomarse la molestia de conocerlo. Pensaba que cualquier dimensión religiosa pertenecía a un mundo pasado, al que un joven moderno como yo no podía tomar en serio. (…) El Evangelio era para mí un objeto desconocido: nunca lo había abierto, pese a tenerlo en mi biblioteca, porque pensaba sin más que formaba parte del folklore oriental, del mito, de la leyenda.

Pero un día sucedió… Llegamos a un punto en que me es difícil hablar… por pudor. André Frossard, colega y amigo mío, entró un día en una iglesia católica en Francia y de la misma salió convertido. Mi proceso no es tan clamoroso. Pero un tipo semejante de experiencia mística, no tan inmediata sino diluida en el arco de dos meses, también la he vivido yo. Mi hallazgo de la fe fue muy protestante. Fue un encuentro directo con la misteriosa figura de Jesús, a través de las palabras griegas del Nuevo Testamento. No vi luces, ni oí cantos de ángeles. Pero la lectura de aquel texto, hecha probablemente en un momento psicológico particular, fue algo que todavía hoy me tiene aturdido. Cambió mi vida, obligándome a darme cuenta de que allí había un misterio, al que valía la pena dedicar la vida.

La situación que se creó fue todo un drama para mí. De inmediato me vino un gran consuelo, una gran alegría, pero a la vez un miedo terrible, por varios motivos. Por una parte, me di cuenta de que mi vida debía cambiar, sobre todo en la orientación intelectual. (…) Me hacía sufrir especialmente el que, si mi familia se enteraba de lo que me sucedía, me echasen de casa. De hecho, cuando mi madre supo que asistía a Misa a escondidas, telefoneó al médico y le dijo: «Venga, doctor. Mi hijo padece una fuerte depresión nerviosa». «¿Qué síntomas tiene?», preguntó el médico. Y mi madre le contestó: «Un síntoma gravísimo: he descubierto que va a Misa». Esto da idea del clima que se vivía en mi familia y de lo mucho que podía afectarme.

Otro ingrediente del drama era una especie de choque entre dos posturas que yo entendía como contrapuestas. Por un lado, algo me hacía ver que en el Evangelio estaba aquella verdad que había buscado. Se trataba de una experiencia del Evangelio como “encuentro”, no sólo como palabra, valor, moral o ética. Para mí, el Evangelio no es un libro, sino una Persona. Era la experiencia de un encuentro fulgurante, consolador y, a la vez, inquietante. Inquietante también porque entonces yo me sentí como aquejado por una especie de “esquizofrenia”. Se trataba de la disociación entre la intuición que me había hecho entender que allí, en el Evangelio, estaba la verdad, y mi razón, que me decía: No, es imposible, te equivocas.

Desde entonces, todo lo que he hecho y los muchos miles de páginas que he escrito, en el fondo no obedecen más que al intento de vencer esa esquizofrenia, procurando dar respuesta a esta pregunta: ¿Se puede creer, se puede tomar en serio la fe, puede un hombre de hoy apostar por el Evangelio? Todo ha girado en torno a la fe, a la posibilidad misma de creer.

Ha sido una aventura solitaria -siempre he sido un individualista-, en la que me guió Pascal: un hombre de hace 300 años, también laico convertido, que razonaba como yo, que no quería renunciar a la razón y que, antes de rendirse a la fe, deseaba agotar todas las posibilidades. Él me ayudó a descubrir esa nueva Atlántida personal. He hablado de aventura solitaria y de mi individualismo, pero también digo siempre que no soy un “católico del disenso”. Al contrario, soy un “católico del consenso”. Y es que, en la lógica de la Encarnación, no sólo juzgo legítimo al Vaticano, a la Iglesia institucional, sino que la considero necesaria, indispensable.

¿Cuándo decidí aceptar la Iglesia? Cuando, al reflexionar sobre el Evangelio para intentar conocer mejor el mensaje de Jesús, me di cuenta de que el Dios de Jesús es un Dios que quiso necesitar a los hombres, que no quiso hacerlo todo solo, sino que quiso confiar su mensaje y los signos de su gracia -los sacramentos- a una comunidad humana. Es decir, si uno reflexiona bien, acepta la Iglesia no porque la ame, sino porque forma parte del proyecto de Dios. Me ha costado muchos años, pero ahora estoy convencido de que sin la mediación de un grupo humano, en el fondo no tomaríamos en serio la mediación de Jesús.

Mi aventura también ha sido solitaria porque era uno de los pocos que andaba contracorriente. Entraba en la Iglesia cuando tantos clericales salían de ella gritando: ¡Qué maravilla, finalmente la tierra prometida! ¡Hemos descubierto la cultura laicista! Yo, asombrado, intentaba pararlos: ¿Qué hacéis? ¡La verdadera cultura está aquí dentro, en la Iglesia! Por eso, algunos me han acusado de ser un reaccionario, un nostálgico. Es absurdo. Yo no he conocido la Iglesia preconciliar, no he escuchado jamás una Misa en latín, porque antes del Concilio nunca había asistido a Misa, y cuando comencé a ir, era ya en italiano. De ahí que no pueda ser un nostálgico. ¿De qué? No he tenido ni una infancia ni una juventud católica. Lo que sí he conocido de cerca es la cultura laicista. Y luego, un encuentro misterioso y fulgurante con el Evangelio, con una Persona, con Jesucristo; y, después, con la Iglesia”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de una entrevista de José R. Pérez Arangüena.

Zhang Chunhong: Salva de una muerte atroz a su hija recién nacida

ROMA, 2 Oct. 01 (ACI).- Ji Huansheng tiene un nombre extraño para los chinos. Su nombre significa “vuelta a la vida por los periodistas” y lo recibió porque la prensa permitió que se salvara de una muerte segura. La bebé -hoy de cinco meses- sobrevivió a un aborto y a ser abandonado en medio del gélido invierno por funcionarios sanitarios obsesionados con reducir la población china.

La política del hijo único en China impide a los pobladores tener más de un bebé. Sin embargo, en las comunidades rurales más pobres como Wang Ha donde el control puede tener vacíos, algunas familias tienen más hijos. Ese es el caso de Zhang Chunhong, una mujer de 31 años que tiene tres hijos varones y cuando salió embarazada por cuarta vez, fue obligada a abortar a su hija.

El 23 de abril, Zhang Chunhong fue sometida a un aborto obligado en Harbin. La policía “del útero” descubrió que bajo su traje de campesina llevaba un vientre de gestante con 36 semanas de embarazo.

Recibió una solución salina en el vientre para quemar a su bebé y expulsar un feto muerte. Pro su hija estaba lista para nacer y adelantó su llegada. La mujer escuchó el llanto de su hija, el veneno había fallado y pidió que le entregaran a su bebé, pero no quisieron siquiera mostrársela.

Su esposo, Zhai Zhicheng, llegó a mirar a la niña y la vio saludable, pero cuando la reclamó las enfermeras arguyeron que no podían entregarla.

“Una enfermera me dijo que la bebé ya tenía la droga y que si no estaba muerta, sería retardada. Al día siguiente volví a pedirla, pero me dijeron que había fallecido”, recuerda Zhai. “Sentí un dolor inmenso en mi corazón, ella era nuestra carne y sangre”, dijo y agregó que nunca le quisieron entregar el cuerpo.

Sin embargo, la bebé no estaba muerta sino que luchaba por vivir en la maternidad de Daoli. La doctora Yuan Yinghua, directora de la maternidad, ordenó a la enfermera Wang Weimin privara a la bebé de alimento alguno y dejarla semidesnuda en el balcón de la sala de aborto para que muriese de frío.

En medio de la nieve que caía sobre la localidad de Harbin -donde ocurría todo esto-, la enfermera Wang no pudo soportar ver a la bebé congelarse y la llevó dentro del recinto antes que muriese.

Cuando Yinghua vio a la bebé de vuelta y alimentada, amenazó con despedir a todos los que ayudaron para alimentarla. Sin embargo, las enfermeras y médicos siguieron arriesgando sus carreras pidiendo leche a las madres que daban a luz. “Sólo lo hacíamos cuando la directora se marchaba a casa o sabíamos que estaba ocupada”, señaló una de las enfermeras.

La pequeña Ji se aferraba a la vida y todos se sorprendían por su fortaleza a pesar de ser tan diminuta. Todos los días a su llegada, lo primero que preguntaban los médicos era si seguía vida.

El escándalo que finalmente salvó a Ji comenzó el 9 de mayo, cuando un periodista de la televisión local recibió las declaraciones de los médicos. “Decidí contarle al periodista porque quería darle al bebé la posibilidad de vivir. No sabía cuánto tiempo la bebé iba a soportarlo”.

Cuando el periodista llegó a la sala donde estaba la bebé, ésta había desaparecido misteriosamente. Luego de buscarla cuidadosamente, la encontraron en una caja de esterilización y ahí fue filmada. Las imágenes eran tan aterradoras que la estación de TV bloqueó su transmisión pero cinco periódicos siguieron la historia.

Si bien los medios de comunicación en China siguen sometidos al gobierno, hay una tendencia a atender los temas sociales y de interés humano.

El 10 de mayo, la condición de Ji empezó a mejorar, recibió vestidos y alimentos, pero al día siguiente desapareció de nuevo. La última vez que la vieron, estaba en la oficina de Yuan y fue sacada por funcionarios del Partido Comunista.

Con el temor de que Yuan enterrara literalmente el caso, los periodistas alertaron a la policía de Harbin, que rápidamente encontró a los padres. Dos días después su familia la reclamaba junto a una multitud que llegó hasta el hospital.

“Estaba en shock. No sabía qué había pasado. En un momento estaba viva, luego me dijeron que había muerto, después regresaría con nosotros. Era tan pequeña que parecía un ratón y no un bebé. Estaba muy sucia. Cuando me la dieron lloré por días”, recuerda su madre.

De los 2.5 kilos que pesó al momento de su nacimiento, llegó a pesar sólo un kilo. Su piel estaba transparente, su ombligo dañado, pero regresó a casa con sus hermanos de 11, 9 y 4 años. Contra la tradición china, Ji no recibió el nombre de alguno de sus padres. “Sin los periodistas, habría muerto”, señaló su padre.

Los problemas, sin embargo, no han acabado para su familia. Por ser una niña que excede la cifra de hijos establecida por el gobierno, sus padres deben pagar una multa de 60,000 renminbi. Si no lo hacen, tampoco podrán registrar a la bebé en la burocracia china y será una persona a la que el estado le niegue la educación y los servicios de bienestar.

Con la ayuda de los periodistas, los familiares están dispuestos a demandar al hospital pero lograr una victoria en un eventual juicio demandará otro milagro. Por ahora, los funcionarios sanitarios de la localidad huyen de la prensa y han prohibido tratar el tema Ji.

En la aldea Wang Ha, Zhang Chunhong mira a su hija y se seca las lágrimas. “No entiendo porqué la hicieron sufrir tanto. No creo que otro bebé hay sufrido lo que padecía mi hijita”, señaló.

Agustín de Tagaste: Mañana, mañana

Agustín de Tagaste era un joven y brillantísimo orador, dotado de una inteligencia prodigiosa y un corazón ardiente.

Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Madaura, Tagaste y Cartago, de manera bastante turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables.

Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Era Ambrosio un hombre de sobresaliente calidad humana y sobrenatural, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero “al atender para aprender de su elocuencia —explicaba—, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía”.

El 1 de enero del 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar, pese a ser aún muy joven, gracias a su elocuencia. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. “Al volver —escribiría más adelante—, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente lloré”.

Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. “Les que dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como ese deseo de triunfar que me atormentaba, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad”.

La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. “La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto…; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?”.

El tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. “Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella”. “Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres…”. “¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo…, pero todo lo encontraba duro e incómodo…”.

Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: “Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda”. “Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella”.

El proceso de su conversión pasó —según contaría él mismo en su libro Las Confesiones— por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano, que resultó ser cristiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal.

Ponticiano le había ido contado esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el violento influjo que produjeron en Agustín. “Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, la ocultaba, y me olvidaba de su fealdad”. “Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo.” Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. “Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría.” “Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar.” “Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba”.

Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero “podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado.” “Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada, pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora nunca más podrás hacer esto… ni aquello…? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!”.

“Mientras, mi arraigada costumbre me decía: ¿Qué? ¡Es que piensas que podrás vivir sin esas cosas, tú?”.

Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa donde se hospedaban. “¡Hasta cuándo —se preguntaba—, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?” Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: “No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.” Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: “Recibid al débil en la fe”.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Lo que de este relato quería resaltar es el trabajoso proceso por el que Agustín logró liberarse de la esclavitud de las pasiones. Sus problemas, su angustia, su búsqueda, constituyen una respuesta a las preguntas y perplejidades que se hacen tan vivas en la adolescencia y en la primera madurez del hombre, en cualquier época. La culminación de cualquier proceso interior de conversión a la verdad exige una lucha decidida y constante. Una victoria sobre uno mismo que, en el caso que hemos relatado, ha supuesto para la humanidad un personaje tan insigne como Agustín, un gran pensador y un gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia ineludible en la historia del pensamiento.

Alfonso Aguiló Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Agustín de Tagaste: Mi corazón está inquieto Nace en los años cincuenta A A.A. no le bautizaron al nacer, quizá porque lo impidió su padre pensando que era una decisión que tendría que tomar por sí mismo cuando fuera mayor. Su padre era el único de la familia que no practicaba y su madre se preocupaba de su formación cristiana, aunque esto le traía problemas con su marido.

Fue un alumno brillante en su escuela y lo que allí aprendió neutralizaba los consejos que le daba su madre. Poco a poco se fue alejando: “mientras me olvidaba de Dios -dice él mismo-, por todas partes oía: «¡Bien, bien!»”.

Aún con todo, siendo niño, le encantaba encontrar la verdad en sus pensamientos sobre las cosas. No quería que le engañasen, tenía buena memoria. Se iba educando poco a poco…

Ya entrados los años sesenta Sus padres eran muy liberales y le dejaban hacer lo que quería. A los dieciséis años ya lo había probado todo: “engañaba con infinidad de mentiras a mis padres y profesores”; se colaba a pesar de su edad en “espectáculos no recomendables que luego -dice- yo imitaba con apasionada frivolidad”; y, cuando jugaba con sus amigos, “intentaba siempre ganar, aunque fuera con trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos”.

Un día, su padre le pescó desnudo, en el baño, sexualmente excitado, y se lo contó a su madre, como alegrándose…

Su madre se asustó. Ella ya había empezado a ser cristiana en serio -su marido sólo iba a la iglesia de tarde en tarde- y temía que su hijo se perdiera…

Estuvo hablando con él a solas. Estaba muy seria. Le dijo que no debía acostarse con ninguna chica, y mucho menos si estaba casada. No le hizo caso porque le pareció uno de esos típicos consejos que tienen que dar las madres…

“Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (…) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria…!”.

Sus amigos eran como él, y se pasaban el día contándose sus aventuras. Al principio le avergonzaba no tener tanta experiencia como ellos, y se fue volviendo cada vez más salvaje. Cuando no tenía nada que contar se lo inventaba…

Mientras se preparaba para estudiar en la capital, procuró correrse todas las juergas posibles. ¿Qué era eso que le producía tanto placer? Suponía que actuar al margen de lo establecido. Lo hacía precisamente porque estaba prohibido. Lo hacía con la pandilla de amigos; de ir solo, dice que no lo hubiera hecho.

No era feliz: “Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?”.

Entramos en los setenta Se matriculó y estuvo estudiando hasta mediados de los setenta: en concreto, del 71 al 75. Era un estudiante de muy buenas notas. Pero su situación personal no mejoró, porque en el campus había una movida bestial. Era como una olla a punto de explotar, un hervidero en el que se zambulló nada más llegar.

A.A. sigue contando sus aventuras, más bien sus desventuras: comenzó a vivir con una chica -la misma- desde los 18 años. Al poco tiempo tuvieron un hijo. Recuerda su pasión por los espectáculos, su gusto por el morbo y cómo disfrutaba con las escenas de sexo.

Siguió teniendo “experiencias”. Se volvió un tanto sádico y empezó a tomarle afición a lo demoníaco. Salía con un grupo que se llamaban a sí mismos “los destructores”. Aunque reconoce que no le gustaban algunas de las bromas y novatadas que hacían, se divertía mucho con ellos. Escribe que deberían haberse llamado más bien “los perversores”.

Acabó la carrera bastante bien. Pocos años después, de vuelta a su ciudad natal, uno de sus mejores amigos enfermó, y, después de acercarse a la fe, murió. Aquella muerte imprevista le impactó muchísimo: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía parar en casa: todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él. Era un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y no estaba. Llegué a odiarlo todo…”.

Empezó a pensar: “Confía, espera en Dios”. Pero Dios le parecía un fantasma irreal y sólo llorando encontraba algo de consuelo.

Se planteó el sentido de su vida. No lograba quitarse de la cabeza la imagen de su amigo muerto en plena juventud. Le asombraba “que la gente siguiera viviendo, como si nunca tuviera que morir, y que yo mismo siguiera viviendo… Sabía que Dios podía curar la herida de mi alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios… ”.

Vivía a lo loco, con sus aventuras de siempre. Pero seguía inquieto y leía todo lo que caía en sus manos. Buscaba; aún no sabía qué, pero buscaba algo en su interior. Le dio por leer libros sobre ocultismo, hasta que un científico amigo suyo le aconsejó que no perdiera el tiempo con esas tonterías.

Decidió leer las Sagradas Escrituras para ver si sacaba algo en claro. Pero le pareció que la Biblia era muy inferior, indigna de compararse con los libros de los autores que le fascinaban. Se reía de los Evangelios.

“Poco a poco fui descendiendo hasta la oscuridad más completa, lleno de fatiga y devorado por el ansia de verdad. Y todo por buscarla, no con la inteligencia, que es lo que nos distingue de los animales, sino con los sentidos de la carne. Y la verdad estaba en mí, más íntima a mí que lo más interior de mí mismo, más elevada que lo más elevado de mí”.

Llegamos a los ochenta Dejando a su madre engañada y hecha un mar de lágrimas, decidió abandonar su país. Estaba harto de asambleas, movidas, manifestaciones y jaleos en las clases. Quería un ambiente intelectual más serio.

Buscó la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas. Buscaba respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología a ideología. Pero ninguno de los sistemas de pensamiento, incluso aquel del que vivía dando clases en la universidad, le llenaba el corazón. Buscaba. Leía incesantemente.

Triunfó dando clases y conferencias. Se convirtió en un personaje de moda. Era una persona influyente a la que llamaban de todos los sitios. Dio algunos mítines, dispuesto a mentir -reconocía- lo que hiciera falta.

No le importó hacer cualquier cosa con tal de conseguir los contactos que necesitaba en determinadas esferas para conseguir sus proyectos culturales. Se encontraba en el mejor momento de su carrera… Hacía proyectos fantásticos sin parar y se calentaba la cabeza pensando en su futuro.

Un día, mientras paseaba con sus amigos por una calle, un tanto ensimismado en los éxitos intelectuales que había conseguido, vio a un pobre mendigo que sonreía feliz. “No hago más que trabajar y trabajar -les comentó- para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin hacer nada… Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo… No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un status, una posición económica y cultural… ¿y qué? -No compares -le dijeron los amigos-. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando…”.

Sí; estaba triunfando; pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. Al menos -se decía- ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo… he alcanzado mi status a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, “su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día”.

Conoció en uno de sus viajes a un obispo católico de mucho prestigio intelectual. Iba a escucharle, al principio con muchas reticencias, pero muy poco a poco, insensiblemente, se fue acercando a la fe y a la Iglesia. Le parecía que el obispo explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y le empezaron a parecer defendibles las cosas que predicaba, que eran las que la Iglesia enseñaba.

“Pero no por eso pensaba que debiera seguir el camino católico (…) Si por una parte la doctrina católica no me parecía vencida, tampoco me parecía vencedora”. Estudiaba y comparaba, en perpetua duda: “Caminaba a oscuras, me caía buscando la verdad fuera de mí, como por un acantilado al fondo del mar. Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado”.

Su opinión sobre Jesucristo “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía ni sospechar el misterio que encerraban esas palabras: y el Verbo se hizo carne…”.

“No recé para que Dios me ayudara; mi mente estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.

Sus padres se habían trasladado a vivir con él y le insistían en que se casara. A.A. está agitado interiormente. Así cuenta su mundo interior: “Me iba volviendo cada vez más miserable, pero a pesar de eso, Dios se acercaba más y más a mí, y quería sacarme de todo el cieno en el que yo me había metido, y lavarme…, pero yo no lo sabía”.

En su vida moral siguió haciendo lo que le daba la gana. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. “Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud…”. Era un esclavo, lo reconocía.

En esa situación comenzó a sentir, cada vez con más fuerza, un deseo intenso de Dios. Se debatía interiormente buscando la verdad, con todas sus fuerzas. Pero no se sentía capaz de cortar con determinadas costumbres, con aquella pasión… Es más, se sentía, oprimido agradablemente con el peso de aquella pasión… Estaba íntimamente convencido de que vivir junto a Dios le haría más feliz que todas las gratificaciones sexuales juntas… pero cada vez que lo pensaba se decía: -“Ahora voy… Enseguida… Espera un poco más…”.

Ese ahora nunca acababa de llegar. Y el un poco más se iba alargando y alargando…

Agosto del 86 En agosto del 86 seguía con su rutina habitual de trabajo y de clases en su cátedra. Cada día que pasaba, su deseo de Dios hacía más fuerte, pero él seguía dividido por dentro: quería encontrar la verdad… y no quería. Le pesaba demasiado su vida anterior, porque encontrar la verdad supondría cortar con determinadas costumbres, a lo que no estaba dispuesto. Al menos, todavía.

“Cuando dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba conmigo mismo y me destrozaba”.

En esa tensión interior se decía: “¡Venga, ahora, ahora!”. Pero cuando estaba a punto… se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le tirasen hacia sí, diciéndole bajito: -“¿Cómo? ¿Nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo… nunca?, ¿nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso… , ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me recordaban, aquel eso y aquello!”.

Los placeres seguían insistiéndole: -“¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú…?”.

Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. “¿Por qué no voy a poder yo -se preguntó- si éste, si aquel, si aquella han podido?”.

Comprendió que habían podido gracias a la fuerza de Dios; y que por sí mismo no era capaz ni de mantenerse en pie. Debía apoyarse en él. Así lo conseguiría… Pero seguía escuchando por dentro la voz insinuante de los placeres: -“¿Vas a poder vivir sin nosotros…? ¿Tú?”.

Un día charlando con un amigo suyo estalló por fin y le dijo: -“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos? ¡Y aquí seguimos, revolcándonos en la carne y en todo tipo de espectáculos! ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado? ¿Sólo por no dar nuestro brazo a torcer?”.

Su amigo -que también estaba en proceso de conversión- se quedó atónito. A.A. estaba dispuesto a resolver, de una vez por todas, aquella situación.

Salieron al jardín. Estuvieron charlando y recordando lo que había sido su vida. A.A. tenía un libro del Nuevo Testamento entre las manos. Dejó el libro y, en un determinado momento, comenzó a llorar. Rezó por primera vez: -“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes, Señor de mis maldades. ¿Dime, Señor, hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuándo: ¡mañana, mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?”.

Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: -“¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”.

¡Toma y lee! Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: -No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.

Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que A.A. había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: -Recibid al débil en la fe.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo A.A., su hijo y su amigo.

Años después, gozando ya de la Belleza de la Verdad, enamorado de Jesucristo, A.A. escribía: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Gracias a Dios, su oración y a la de su madre fueron oídas. A.A., buscando la verdad sin miedo y leyendo los Evangelios, encontró el gran password de su vida: encontró a Cristo, y con Cristo, la paz.

Pudo decirle a Dios, su Padre, al encontrarle de nuevo, con la alegría del hijo que vuelve a casa tras largos años de ausencia, y desde el fondo de su alma, una de sus expresiones más conocidas: “Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Alphonse Ratisbonne: Encuentro inesperado

Alphonse Ratisbonne era un joven judío de Estrasburgo, rico, cultivado, callejero, hijo de banquero… En 1842, Ratisbonne vivía en Roma -entre un viaje a Oriente y una escala en Palermo- una especie de ociosidad turística e indolente que le hace parecerse de lejos a un personaje de Stendhal: habría podido posar para Lucien Leuwen. Ratisbonne estaba prometido y preparaba su instalación viajando mucho. Era ateo y tenía un escepticismo quisquilloso que le llevaba a levantar querellas contra la Iglesia y el cristianismo. Tenía un amigo: el barón de Bussieres, muy piadoso, que multiplicaba por su conversión votos y exhortaciones.

Ratisbonne había accedido desde hacía algún tiempo -por pura gentileza, y porque no le concedía verdaderamente importancia alguna- a llevar consigo una medalla piadosa ofrecida por su amigo; un día, el amigo de Ratisbonne le invita a dar un paseo en coche; el carruaje del barón de Bussieres se para en la pequeña plaza de Roma, donde se eleva la iglesia de San Andrés delle-Fratte. La iglesia de San Andrés delle-Fratte es un edificio de modestas dimensiones; una tibieza a la italiana por la severidad del plano, el calor del decorado y la abundancia de cirios que plantan aquí y allá arbustos de luz. La iglesia demuestra una evidente insustancialidad, y no es de las que extravían las imaginaciones.

El barón -que ha de hacer una gestión en la iglesia- desciende, e invita a su pasajero a esperar, o a acompañarle; es asunto, añade, de pocos minutos. Ratisbonne, antes que aburrirse en el vehículo, decide visitar la iglesia, sin otra intención -por supuesto- que adicionarla a su colección de monumentos romanos.

Cuando empuja la puerta de esa iglesia, es un perfecto incrédulo, curioso por la arquitectura; no es un alma torturada a la zaga de un ideal. Yo no sé lo que se produce en ese instante en el «inconsciente» de Ratisbonne, como algunos pretenden conocer de lo acontecido en parecida circunstancia en el inconsciente de San Pablo; pero si el mío trabaja, actúa y me prepara una jugada, mi inconsciente es el único en saberlo.

Ratisbonne se mantiene no lejos de la entrada, cerca de una capilla lateral (la segunda), algo empotrada en la muralla, a su izquierda; es un incrédulo que tiene dos o tres minutos que desperdiciar; que no está mejor dispuesto a las emociones místicas, ni deseoso de creer; pero su incredulidad va a terminar allí, hecha añicos por la evidencia; la capilla que Ratisbonne recorre con mirada distraída, que ninguna obra maestra detiene en su paso, desaparece bruscamente. Lo que él ve entonces es la Virgen María, tal y como figura en la medalla que lleva al cuello, y tal como está hoy representada, con colores realzados por algunos artificios luminosos, en la capilla de San Andrés delle-Fratte.

Hay esa dicha, que le arroja al suelo; y yo imagino que habrá tenido tantas dificultades en hacerla compartir, como Bernadette de Lourdes en convencer al clero de la diócesis, o en persuadir a las damas de la prefectura, de que una persona de buena sociedad como la Virgen María haya podido aparecer dieciocho veces seguidas con el mismo vestido.

Esta es la narración que hace el propio Ratisbonne; estamos en el 20 de enero de 1842: «… Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: “Te has levantado judío y te acostarás cristiano”; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres.

»Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustave, el pietista, que había regresado de la caza; excursión que le había mantenido alejado algunos días.

»Estaba muy asombrado de encontrarme en Roma. Le expliqué el motivo: ver al Papa.

»Pero me iría sin verlo -le dije-, pues no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde se me habían dado esperanzas de encontrarlo.

»Gustave me consoló irónicamente y me habló de otra ceremonia completamente curiosa, que debía tener lugar, según creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre ello hubo tal asalto de equívocos y chanzas como el que se puede imaginar entre un judío y un protestante.

»Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval; de la brillante velada que había organizado, la víspera, el duque de Torlonia. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio; yo había invitado a M. de Lotzbeck, que me prometió asistir.

»Si en ese momento -era mediodia- un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: “Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo; dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos…; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!…”; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura! Y, sin embargo, ésta es hoy la locura causa de mi sabiduría y de mi dicha.

»Al salir del café encuentro el coche de M. Théodore de Bussieres. El coche se para; se me invita a subir para un rato de paseo. El tiempo era magnífico y acepté gustoso. Pero M. de Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de San Andrés delle-Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia. Se hacían allí preparativos funerarios, y me informé sobre el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussieres me respondió: “Es uno de mis amigos, el conde de La Ferronays; su muerte súbita es la causa-añadi6-de la tristeza que usted ha debido notar en mí desde hace dos días.” Yo no conocía a M. de La Ferronays; nunca le había visto, y no apreciaba otra impresión que la de una pena bastante vaga, que siempre se siente ante la noticia de una muerte súbita. M. de Bussieres me dejó para ir a retener una tribuna destinada a la familia del difunto. “No se impaciente usted -me dijo mientras subía al claustro-, será cuestión de dos minutos.” »La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo; … ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos… En seguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡¡¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa!!! »¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción -por sublime que fuera- no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

»No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había dejado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia… ¡Era, sin duda, Ella! »No sabía dónde estaba, ni si yo era Alphonse u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo… Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo… La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote… Se me condujo ante él y sólo después de recibir su positiva orden hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

»Mis primeras palabras fueron de agradecimiento para M. de La Ferronays y para la archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía de una manera cierta que M. de La Ferronays había rezado por mí; pero no sabría decir cómo lo supe, ni tampoco podría dar razón de las verdades cuya fe y conocimiento había adquirido. Todo lo que puedo decir es que, en el momento del gesto, la venda cayó de mis ojos; no sólo una, sino toda la multitud de vendas que me habían envuelto desaparecieron sucesiva y rápidamente, como la nieve y el barro y el hielo bajo la acción del sol candente.

»Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiraci6n. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero que entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones -mil veces más rápidas que el pensamiento- no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto del revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida.» Esta es la aventura romana de Alphonse de Ratisbonne. A partir de entonces -añade- el mundo ya no fue nada para él; sus prevenciones contra el cristianismo se borraron sin dejar rastro, lo mismo que los prejuicios de su infancia; y el amor de su Dios «había ocupado el lugar de cualquier otro amor».

Que esos profesionales de la verdad que los intelectuales deberían ser aparten de su pensamiento las apariciones de Lourdes, pretextando que Bernadette Soubirous era una niña, y que las niñas no disciernen, según parece (aunque yo no lo crea en absoluto), el sueño de la realidad. Admitámoslo. Que rechacen la relación de los pastorcillos de la Salette, que han visto llorar a la Virgen Santísima en las montañas del Dauphiné, porque unos pastorcillos sin instrucción pueden ser influenciables; o víctimas de una clase de reciprocidad de la autosugestión; o por cualquier otro motivo del mismo género. Admitámoslo también. Finalmente, que no se tenga en cuenta mi testimonio, porque nada es tan difícil de comprender como una visión sin imágenes; ni de creer a un periodista que dice haber hallado la verdad. Consiento en ello, aunque sea duro saber y no convencer; y más duro todavía constatar que no se ha convencido por falta de elocuencia, y que se ha carecido de elocuencia sólo por haber carecido de amor.

Pero, ¿y Ratisbonne? Los hijos de banquero pueden -tanto como los demás- estar sujetos a las alucinaciones, pero están, por lo general, provistos del bagaje intelectual suficiente para advertir su desventura, si no inmediatamente, por lo menos, después. Es bastante extraordinario que un fenómeno así procure una serenidad nueva al paciente, además de una vocación, además de una doctrina; y más extraordinario todavía que -aparte de dos o tres grandes espíritus, como Henri Bergson o Jean Guitton- ningún pensador de oficio haya juzgado útil examinar una mutación tan insólita; aunque sólo fuere para explicar cómo un joven-tan bien dotado de sentido crítico como puede serlo un judío; y de realismo, como puede serlo un hijo de familia perfectamente consciente de las ventajas de su posición-haya podido fundamentar todo el resto de su vida sobre una ilusión de los sentidos, y sin retroceder ante sus consecuencias, retornando a su sangre fría.

Tomado de: http://www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de ¿Hay otro mundo? (pp. 28-37), de André Frossard.

André Frossard: Dios existe, yo me lo encontré

André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la le a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: “Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…) Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…) El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…” En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…) Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”.

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…) Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…) Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.

Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Dios existe, yo me lo encontré, de André Frossard.