Anton Luli: Una experiencia sacerdotal en las cárceles de Albania

Con motivo de la celebración de los 50 años de sacerdocio de Juan Pablo II, Anton Luli, sacerdote jesuita albanés, contó al Papa su experiencia bajo el régimen comunista (L’Osservatore Romano, 15-XI-96).

(…) Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1946.

A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.

El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño. Allí permanecí nueve meses, obligado a estar agachado sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.

Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.

Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé. Me liberaron en la amnistía del año 1989. Tenía 79 años.

Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con specto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.

Bernard Nathanson: El rey del aborto

Para valorar adecuadamente la biografía, y su hito principal, la conversión, del que fue llamado “el rey del aborto”, Bernard Nathanson, es necesario conocer algo de su ambiente familiar.

Su padre, el doctor Joey Nathanson, de religión judía, fue un prestigioso médico especializado en ginecología a quien el ambiente escéptico y liberal de la Universidad hizo abdicar de su fe. Su matrimonio con Harriet Dover -la madre de Bernard-, también judía, resultó un fracaso. Antes de su boda, Joey había querido romper el compromiso pero su novia lo amenazó con suicidarse, provocando así el escándalo que sin duda, echaría por tierra la brillante carrera profesional de Joey. Se casaron. Al menos la dote de Harriet resultaba un estímulo para ceder. Pero Joey sólo consiguió que los Dover, con la intervención de un juez, entregasen la mitad de lo prometido. El ambiente del hogar era imposible, “había demasiada malicia, conflictos y revanchismo y odio en la casa donde yo crecí”, dirá Bernard.

Profesional y personalmente Bernard Nathanson siguió durante buena parte de su vida los pasos de su padre. Estudió medicina en la Universidad de McGill (Montreal), y en 1945 se enamoró de Ruth, una joven y guapa judía. Vivieron juntos los fines de semana, y hablaban de matrimonio… cuando Ruth quedó embarazada. Bernard escribió a su padre para consultar con él la posibilidad de contraer matrimonio. La respuesta fueron cinco billetes de 100 dólares junto con la recomendación de que eligiese entre abortar o ir a los Estados Unidos para casarse. Así que Bernard puso su carrera por delante y convenció a Ruth de que abortase.

“Lloramos los dos por el niño que íbamos a perder y por nuestro amor que sabíamos iba a quedar irreparablemente dañado con lo que íbamos a hacer”. No la acompañó a la intervención. Ruth volvió sola a casa, en un taxi, con una fuerte hemorragia y estuvo a punto de morir. Le había practicado el aborto un incompetente. Se recuperó, milagrosamente, pero no tardaron en romper. “Este fue el primero de mis 75.000 encuentros con el aborto, me sirvió de excursión iniciadora al satánico mundo del aborto”, confiesa el Dr. Nathanson.

Tras graduarse, Bernard inició su residencia en un hospital judío. Después pasó al Hospital de Mujeres de Nueva York donde sufrió personalmente la violencia del antisemitismo, y entró en contacto con el mundo del aborto clandestino. Por entonces ya había contraído matrimonio con una joven judía, tan superficial como él, según confesaría. Su unión no duró más que cuatro años y medio y acabó con un divorcio en México. Fue entonces cuando conoció a Larry Lader. A aquel médico sólo le obsesionaba una idea: ¡conseguir que la ley permitiese el aborto libre y barato! Para eso fundó la Liga de Acción Nacional por el Derecho al Aborto, en 1969, una asociación que intentaba culpabilizar a la Iglesia de cada muerte que se producía en los abortos clandestinos.

Pero fue en 1971 cuando Nathanson se involucró más directamente en la práctica de abortos. Las primeras clínicas abortistas de Nueva York comenzaban a explotar el negocio de la muerte programada, y en muchos casos su personal carecía de licencia del Estado o de garantías mínimas de seguridad. Tal fue el caso de la dirigida por el Dr. Harvey. Las autoridades estaban a punto de cerrar esta clínica cuando alguien sugirió que Nathanson podría ocuparse de su dirección y funcionamiento. Se daba la paradoja increíble de que, mientras estuvo al frente de aquella clínica, en aquel lugar existía también un servicio de ginecología y obstetricia: es decir, se atendían partos normales al mismo tiempo que se practicaban abortos. Por otra parte, Nathanson desarrollaba una intensa actividad, dictando conferencias, celebrando encuentros con políticos y gobernantes de todo el país, presionándoles para lograr que fuese ampliada la ley del aborto.

“Yo estaba muy ocupado. Apenas veía a mi familia. Tenía un hijo de pocos años y una mujer, pero casi nunca estaba en casa. Lamento amargamente esos años, aunque sólo sea porque he fracasado en ver a mi hijo crecer. También era un paria en la profesión médica. Se me conocía como el rey del aborto”. Nathanson realizó en este periodo más de 60.000 abortos. A finales de 1972, agotado, dimitió de su cargo en la clínica. “He abortado -dirá- a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores”.

Llegó incluso a abortar a su propio hijo. “A mitad de los sesenta dejé encinta a una mujer que me quería mucho”. (…) Ella quería seguir adelante con el embarazo pero él se negó. “Puesto que yo era uno de los expertos en el tema, yo mismo realizaría el aborto, le expliqué. Y así lo hice”.

Pero, a partir de ahí, las cosas empezaron a cambiar. Dejó la clínica abortista y pasó a ser jefe de obstetricia del Hospital de St. Luke’s. La nueva tecnología, el ultrasonido, hacía su aparición en el ámbito médico. El día en que Nathanson pudo observar el corazón del feto en los monitores electrónicos, comenzó a plantearse por vez primera “que es lo que estábamos haciendo verdaderamente en la clínica”.

Decidió reconocer su error. En la revista médica The New England Journal of Medicine, escribió un artículo sobre su experiencia con los ultrasonidos, reconociendo que en el feto existía vida humana. Incluía declaraciones como la siguiente: “el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral”. Aquel artículo provocó una fuerte reacción. Nathanson y su familia recibieron incluso amenazas de muerte. Pero la evidencia de que no podía continuar practicando abortos se impuso. “Había llegado a la conclusión de que no había nunca razón alguna para abortar: el aborto es un crimen”.

Poco tiempo después, un nuevo experimento con los ultrasonidos sirvió de material para un documental que llenó de admiración y horror al mundo. Se titula “El grito silencioso”. Sucedió en 1984: “Le dije a un amigo que practicaba quince, o quizás veinte, abortos al día: Oye, Jay, hazme un favor. El próximo sábado coloca un aparato de ultrasonidos sobre la madre y grábame la intervención. Lo hizo y, cuando vio las cintas conmigo, quedó tan afectado que ya nunca más volvió a realizar un aborto. Las cintas eran asombrosas, aunque no de muy buena calidad. Seleccioné la mejor y empecé a proyectarla en mis encuentros provida por todo el país”.

Quedaba aún el camino de vuelta a Dios. Una primera ayuda le vino de su admirado profesor universitario, el psiquiatra Karl Stern -señala Nathanson-. “Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: El secreto de la paz de Cristo”.

El movimiento provida le había proporcionado el primer testimonio vivo de la fe y el amor de Dios. En 1989 asistió a una acción de Operación Rescate en los alrededores de una clínica. El ambiente de los que allí se manifestaban pacíficamente en favor de la vida de los aún no nacidos le había conmovido: estaban serenos, contentos, cantaban, rezaban… Los mismos medios de comunicación que cubrían el suceso y los policías que vigilaban, estaban asombrados de la actitud de esas personas. Nathanson quedó afectado “y, por primera vez en toda mi vida de adulto -dice-, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que había permitido que anduviera por todos los proverbiales circuitos del infierno, para enseñarme el camino de la redención y la misericordia a través de su gracia”.

“Durante diez años, pasé por un periodo de transición”. Sintió que el peso de sus abortos se hacia más gravoso y persistente: “Me despertaba cada día a las cuatro o cinco de la mañana, mirando a la oscuridad y esperando (pero sin rezar todavía) que se encendiera un mensaje declarándome inocente frente a un jurado invisible”. Acaba leyendo Las Confesiones -que califica de “alimento de primera necesidad”-, era su libro más leído, porque “San Agustín hablaba del modo más completo de mi tormento existencial; pero yo no tenía una Santa Mónica que me enseñara el camino y estaba acosado por una negra desesperación que no remitía”.

En esa situación no faltó la tentación del suicidio, pero, por fortuna, decidió buscar una solución distinta. Los remedios intentados fallaban. “Cuando escribo esto, ya he pasado por todo: alcohol, tranquilizantes, libros de autoestima, consejeros. Incluso me he permitido cuatro años de psicoanálisis”.

El espíritu que animaba aquella manifestación provida enderezó su búsqueda. Empezó a conversar periódicamente con un sacerdote católico, Father John McCloskey. No le resultaba fácil creer, pero lo contrario, permanecer en el agnosticismo, llevaba al abismo. Progresivamente se descubría a sí mismo acompañado de Alguien a quien importaban cada uno de los segundos de su existencia: “Ya no estoy solo. Mi destino ha sido dar vueltas por el mundo a la búsqueda de ese Uno sin el cual estoy condenado, pero al que ahora me agarro desesperadamente, intentando no soltarme del borde de su manto”.

Por fin, el 9 de diciembre de 1996, a las 7.30 de un lunes, solemnidad de la Inmaculada Concepción, en la cripta de la Catedral de S. Patricio de Nueva York, el Dr. Nathanson se convertía en hijo de Dios. Entraba a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia. El Cardenal John O’Connor le administró los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Un testigo expresa así ese momento: “Esta semana experimenté con una evidencia poderosa y fresca que el Salvador que nació hace 2.000 años en un establo continúa transformando el mundo. El pasado lunes fui invitado a un Bautismo. (…) Observé como Nathanson caminaba hacia el altar. ¡Qué momento! Al igual que en el primer siglo… un judío converso caminando en las catacumbas para encontrar a Cristo. Y su madrina era Joan Andrews. Las ironías abundan. Joan es una de las más sobresalientes y conocidas defensoras del movimiento provida… La escena me quemaba por dentro, porque justo encima del Cardenal O’Connor había una Cruz… Miré hacia la Cruz y me di cuenta de nuevo que lo que el Evangelio enseña es la verdad: la victoria está en Cristo”.

Las palabras de Bernard Nathanson al final de la ceremonia, fueron escuetas y directas. “No puedo decir lo agradecido que estoy ni la deuda tan impagable que tengo con todos aquellos que han rezado por mí durante todos los años en los que me proclamaba públicamente ateo. Han rezado tozuda y amorosamente por mí. Estoy totalmente convencido de que sus oraciones han sido escuchadas. Lograron lágrimas para mis ojos”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de La mano de Dios, de Bernard Nathanson.

Chiara Lubich: Un ideal por el cual gastar la vida

«Con los ojos de la fe es posible esperar, a pesar de tragedias como las que vive la humanidad en estos momentos». Ésta es una de las conclusiones a las que llega el último libro escrito por Chiara Lubich, la fundadora del Movimiento de los Focolares.

Ante la actual crisis internacional y la guerra, Lubich explica: «Hay dos modos de verla: uno humano: miles de muertos, una justicia necesaria pero estando atentos a que no provoque otra violencia… Luego está el otro modo. Un chico de Nueva York me ha escrito para decirme: “desde aquel día aquí los muros de la indiferencia están cayendo, en esta ciudad ha renacido la solidaridad”. San Pablo nos dice que todo contribuye al bien para quien ama a Dios. Todo, todo… Jefes de Estado que antes no eran capaces ni siquiera de mirarse, ahora colaboran. Quién sabe si mañana no miren al mundo como una fraternidad».

«Si no se hubiera producido la segunda guerra mundial, cuando todo se derrumbaba, no habríamos comprendido que todo es vanidad. Y ha nacido esta revolución cristiana. La guerra fue un signo de la Providencia».

Precisamente en los escombros de los bombardeos, en el Trento de 1943, Chiara con sus primeras compañeras redescubrió el Evangelio. Comenzaron a vivirlo cotidianamente, comenzando por los barrios más pobres de la ciudad. Aquel grupo pronto se convirtió en un Movimiento que alienta la espiritualidad de más de cuatro millones y medio de personas, de las cuales 2 millones son adherentes y simpatizantes, en 182 Países.

Fue aprobado por la Santa Sede desde 1962 y, con los sucesivos desarrollos, en 1990. Ha recibido reconocimientos oficiales de las Iglesias Ortodoxa, Anglicana y Luterana; de las distintas religiones y de organismos culturales e internacionales.

Chiara recuerda los inicios: «Dios llama a personas débiles para que triunfe su potencia. Pero las prepara. Yo era muy pequeña cuando las monjas me llevaban a la adoración eucarística. A aquella Hostia pedía: dame tu luz. A los 18 años, tenía un hambre tremenda de conocer a Dios. Quería ir a la Universidad católica. No pude. Luego providencialmente sentí una voz: seré tu maestro».

¿Por qué no se hizo religiosa? es la pregunta del periodista que la acompañó en la presentación, Sergio Zavoli. «No tenía la vocación», responde con sencillez.

En los inicios de los años ’40, Chiara Lubich, con poco más de 20 años, daba clases en los salones de primaria de Trento, su ciudad natal, y se había inscrito en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Venecia, empujada por la búsqueda de la verdad. En medio del clima de odio y violencia de la Segunda Guerra Mundial, ante tanta destrucción, descubre a Dios como el único ideal que permanece. Dios iluminará y transformará su existencia y la de muchos otros, mostrándole como finalidad de su vida: contribuir a la actuación de las palabras del testamento de Jesús “Que todos sean uno”.

Con el tiempo se entenderá que estas palabras encierran el proyecto original de Dios: componer la unidad de la familia humana. En esos años se inicia una historia en la que están contenidas las primicias del desarrollo futuro. En poco más de 50 años, a partir de la experiencia del Evangelio vivido cotidianamente, inicia una corriente de espiritualidad, la espiritualidad de la unidad, que suscita un movimiento de renovación espiritual y social con dimensiones mundiales: el Movimiento de los Focolares.

Un ideal por el cual gastar la vida Tenía 23 años y mis amigas tenían la misma edad o incluso eran más jóvenes. Estábamos en Trento, nuestra ciudad natal, y la guerra arreciaba destruyendo todo. Cada una de nosotras tenía sus sueños. Una quería formar una familia y esperaba que el novio regresara del frente. Otra deseaba una casa. Yo veía mí realización en el estudio de la Filosofía… Todas teníamos objetivos e ideales por delante.

Pero el novio no regresó más; la casa fue destruida; el estudio de Filosofía no lo pude continuar por los obstáculos de la guerra. ¿Qué hacer? ¿Existirá un ideal que ninguna bomba pueda destruir, por el cual valga la pena gastar la vida? Y enseguida una luz. Sí, existe. Es Dios, que, precisamente en esos momentos de guerra y de odio, se nos revela como lo que realmente él es: Amor. Dios Amor, Dios que ama a cada una de nosotras. Fue un instante. Decidimos hacer de Dios la razón de nuestra vida, el Ideal de nuestra vida.

¿Cómo? Quisimos entonces hacer como hizo Jesús, hacer la voluntad del Padre y no la nuestra. Es más, nos propusimos ser otros pequeños Él. Sabíamos que cada cristiano es ya otro Jesús, por el Bautismo y por la fe. Pero sólo en modo incipiente, podríamos decir. Para serlo plenamente era necesario hacer toda nuestra parte. Nos lo propusimos.

Una promesa que se mantiene siempre La guerra era despiadada, no daba tregua. Teníamos que ir más de una vez al día y también de noche, a los refugios hechos en la roca. Cuando sonaban las alarmas había que correr y no podíamos llevar nada con nosotros, más que un pequeño libro: el Evangelio. Allí encontraríamos cómo hacer la voluntad de Dios, cómo ser otros Jesús. Lo abríamos y lo leíamos. Y esas palabras, leídas tantas veces, nos parecían totalmente nuevas, como si una luz las iluminara una por una y un impulso interior nos empujara a vivirlas plenamente. “Cualquier cosa que hayas hecho al más pequeño de mis hermanos a Mí me la hiciste”. Y, he aquí que, saliendo del refugio buscábamos, durante toda la jornada, a los “más pequeños” para poder amar en ellos a Jesús: eran los pobres, enfermos, heridos, niños…

Los buscábamos por las calles, tomábamos nota de cada uno para poderlo ayudar. Los invitábamos a nuestra mesa reservándoles el mejor lugar. Preparábamos comida para todos. Y, aun no teniendo medios, no nos faltaba nada, porque el Evangelio dice: “Dad y se os dará”. Nosotras dábamos y volvían sacos de harina, manzanas, los paquetes llenaban cada día el pasillo de nuestra casa. El Evangelio nos decía: “Pedid y se os dará”. Pedíamos “necesito un par de zapatos número 42 para Ti (en el pobre)”, le decíamos a Jesús ante el sagrario y saliendo de la Iglesia una señora nos entregaba un par de zapatos número 42.

El Evangelio exhortaba: “Buscad el Reino de Dios… y lo demás se os dará por añadidura”. Tratábamos de que Jesús reinara en nosotros y llegaba todo lo que necesitamos. No hacía falta preocuparse por nada; así muchas veces, así siempre.

Eramos felices. Todas las promesas del Evangelio se verificaban, nos parecía vivir en un continuo milagro. Sabíamos que el Evangelio es verdadero, pero aquí lo constatábamos.

Un nuevo estilo de vida Todas las palabras del Evangelio nos atraían, sobre todo las que se referían al amor. Tratábamos de hacerlas nuestras. Pero quien ama está en la luz. “A quien me ama -dijo Jesús-, me manifestaré”. Entendimos que Dios no pide sólo que amemos a los “más pequeños”, sino a todos los que encontramos en la vida. Mientras tanto, otras jóvenes y luego muchachos se unían a nosotras para vivir la misma experiencia.

Los peligros de la guerra continuaban. Las bombas caían incluso sobre nuestro refugio. Aunque éramos jóvenes podíamos morir. Surgió un deseo en nuestro corazón: hubiéramos querido saber, de entre todas las palabras de Jesús, cuál era la que más le gustaba. Querríamos vivirla profundamente en los que podrían haber sido los últimos instantes de nuestra vida.

La encontramos. Es ese mandamiento que Jesús llama “nuevo” y “suyo”: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como Yo os he amado”. Reunidas en círculo, unas junto a otras, nos miramos a la cara y cada una le declaró a la otra: “Yo estoy dispuesta a morir por ti. Yo por ti”. Todas por cada una.

Se hacía todo cuanto era nuestro deber (trabajo, estudio, oración, descanso), pero sobre esta base. El amor recíproco era nuestro nuevo estilo de vida, nunca debía faltar y, si faltaba, volvíamos a establecerlo entre nosotros. Ciertamente no era siempre fácil, no era fácil enseguida; se necesitaba una gimnasia espiritual durante años para lograrlo siempre.

No obstante, pronto conocimos el secreto para mantenerlo, cómo vivir aquél “como Yo les he amado”, según la medida de Jesús. En una circunstancia supimos que Jesús sufrió mucho más cuando, en la cruz, tuvo la terrible impresión de ser abandonado por su Padre y gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un ímpetu de generosidad, en el cual no estaba ausente ciertamente una particular ayuda de lo alto, decidimos seguir a Jesús así, amarlo así. Y fue justamente en ese grito suyo, cumbre de su pasión, donde encontramos la clave para mantenernos siempre en plena comunión entre nosotros y con todos. Jesús ha experimentado la más tremenda división, la más terrible separación, pero no ha dudado y se ha vuelto a confiar plenamente al Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda, no habría habido divisiones en el mundo que pudiesen detenernos. Nuestro amor recíproco podría ser siempre una maravillosa realidad.

Nosotras habíamos nacido para aquellas palabras Un día, para protegernos de la guerra, nos encontramos en un refugio y a la luz de una vela abrimos el Evangelio. Era la solemne página de la oración de Jesús antes de morir: “Padre, que todos sean uno”. Tuvimos la impresión de comprenderla, aunque es difícil, pero sobre todo nos quedó la neta sensación de que nosotras habíamos nacido para aquellas palabras, para la unidad, para contribuir a realizarla en el mundo.

El mandamiento nuevo, que nos esforzábamos en mantener siempre vivo entre nosotras, realizaba precisamente la unidad. Y la unidad es portadora de una realidad extraordinaria, excepcional, divina, del mismo Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre (es decir, en su amor), yo estoy en medio de ellos”. Donde está la unidad está Jesús. Alegría, luz, paz. Y porque estaba Jesús, porque vivía entre nosotras y en nosotras, no se podía dejar de advertir su presencia. Se advertía una alegría que no se había probado nunca, se experimentaba una paz nueva, un nuevo ardor; una luz iluminaba y guiaba el alma… Y, porque estábamos unidos y Jesús estaba entre nosotros, el mundo a nuestro alrededor se convertía. “Que sean uno para que el mundo crea”, había dicho Jesús. He aquí que muchas personas volvían a Dios, muchos otros descubrían a Dios por primera vez.

Y porque Jesús estaba entre nosotros, llamaba. Florecían así distintas vocaciones: había quien quería consagrarse a Dios en la virginidad para realizar la unidad por doquier, y nacían los focolares; quien, inclusive casándose, se ponía totalmente a disposición de Dios; quien entraba en el convento…, quien se hacía sacerdote…

Se conocía también el odio del mundo prometido por Jesús, pero se experimentaba que Él , en medio nuestro, es más fuerte: no dejaba a nuestro alrededor las cosas como estaban , sino que iluminaba también la economía, la política, el trabajo, las estructuras sociales. Cristificaba la sociedad que nos circundaba, la hacía nueva. Y dado que Jesús es vida, crecíamos continuamente en número. Al cabo de dos meses de nuestro inicio, éramos quinientos, de diferentes edades, categorías sociales, de ambos sexos, de toda vocación. Nos parecía que no éramos otra cosa que cristianos, nada más que cristianos, que se esfuerzan en poner en práctica el Evangelio.

No obstante, advertíamos la exigencia de expresarle nuestra experiencia al Obispo. Su juicio para con nosotros habría sido el de Jesús, de Jesús que, hablándole a sus apóstoles, había dicho: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha”. Y el Obispo aprobó: “Aquí está el dedo de Dios” -dijo-. Y seguimos adelante.

El primer grupo se convierte en Movimiento Aquel primer grupo creció, se convirtió en Movimiento y, año tras año, se difundió como una explosión, primero en Italia, luego en toda Europa y ahora, después de un camino de más de 50 años, está presente, se puede decir, en todas las naciones del mundo.

Nosotros atribuimos esta rápida expansión al hecho de haber conservado siempre, con la ayuda de Dios, una fuerte unidad entre nosotros, que hace que Jesús esté presente, y al haber estado siempre profundamente unidos, como sarmientos a la vid, al Papa y a los Obispos, en los cuales Jesús está también presente.

El Espíritu diseñó a lo largo de los años, las líneas que esta Obra debía asumir paso a paso. La luz fue muy abundante, más de lo que podemos expresar. Las pruebas nunca han faltado porque al árbol que da frutos se le poda. Y los frutos fueron innumerables. Así se puede ver, también a través de este Movimiento, lo que puede hacer Jesús si nosotros los cristianos, no obstante nuestra pequeñez y nuestra miseria, nos esforzamos en dejar que él viva, en nosotros y en medio de nosotros.

Llevar el amor de Jesús por doquier. Querríamos que el amor se propagase en cada rincón de la tierra. Llevar la unidad incrementándola al campo religioso y humano, entre las personas, entre los grupos y entre los pueblos. Esto se hace al lado y en colaboración con todas las realidades de la Iglesia surgidas a lo largo de los siglos, con las nuevas asociaciones -Movimientos, grupos- que caracterizan estos tiempos, con decenas de miles de cristianos de otras Iglesias. Incluso fieles de otras religiones y personas de buena voluntad se sienten atraídas por la viva fraternidad que allí encuentran.

¿Dónde está el secreto? El secreto está en haber arriesgado al inicio la vida por un gran Ideal, el más grande: Dios. En haber creído en su amor y, por lo tanto, habernos abandonado momento tras momento a su voluntad. Si hubiésemos hecho la nuestra, si hubiésemos seguido nuestros proyectos, ahora no habría nada. Pero -aun con nuestros límites- nos hemos lanzado en esta divina aventura.

Tomado de http://www.focolare.org/es

Cardenal Bernandin: Una respuesta cristiana ante la acusación injusta

A mediados de los años 90 el Cardenal Bernardín se vio acusado ante los Tribunales de Chicago por abuso sexual por un seminarista llamado Steven Cook.

Como él narra en su libro “El don de la paz” (The Gift of Peace) decidió enfrentarse a esta terrible acusación con la fe en la verdad, puesto que, de lo profundo de su corazón salían las palabras del Señor “La verdad os hará libres” (Jn. 8,32). Su primera reacción fue escribir una carta a su acusador en la que con su instinto de pastor, le pedía reunirse con él, pues estaba convencido de que tenía problemas, para rezar. Tras cien días de proceso judicial, que habían sido precedidos de una terrible campaña, protagonizada por la cadena “liberal” CNN, el Tribunal acordó, ante lo infundado de la acusación, archivar el caso.

El Cardenal decide no abrir uno nuevo contra el falso acusador porque “no quería disuadir a personas que verdaderamente habían sufrido un abuso sexual que continuasen con sus reclamaciones”.

Conocedor de la triste situación de su acusador, Steven Cook, enfermo de Sida, el Cardenal le encomienda en sus oraciones y busca la oportunidad de encontrase con él. A través de la madre Cook, recibe el mensaje de que éste lo desea. La entrevista tiene lugar el 30 de diciembre de 1994 en el Seminario “San Carlos Borromeo” de Filadelfia y Steven pide perdón al Cardenal y la conciliación desemboca en la celebración de una misa en la que Steven recibe de manos del Cardenal la unción de los enfermos. La reconciliación es perfecta, la realidad de la Iglesia como familia espiritual cobra todo su sentido. Steven Cook mantiene relación epistolar con el Cardenal y muere en casa de su madre el 22 de septiembre de 1995, totalmente reconciliado con la Iglesia Católica, diciendo que este era el regalo para ella.

La grandeza de esta conducta del Cardenal contrasta con la zafiedad con la que se presentó a la Iglesia Católica en este supuesto caso escandaloso. Después de aclararda la verdad, lamentablemente la heroica actitud del Cardenal no tuvo casi ninguna repercusión en los medios de comunicación. Las declaraciones del sacerdote que le acusó falsamente tuvieron una enorme cobertura mediática en todo el mundo, pero su retractación apenas fue difundida. El Cardenal Bernardín sufrió mucho con todo este proceso. A los pocos meses se le descubrió un cáncer de páncreas del que fue operado. Tiempo después el cáncer vuelve a manifestarse en el hígado. Tomó la decisión de rechazar la quimioterapia y vivir en plenitud los días que le quedasen hasta regresar a la morada del Padre. Finalmente, el Presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, le concedió la más alta distinción del pueblo norteamericano, “La medalla de la Libertad”, por su espíritu conciliador, entrega al prójimo y atención a los enfermos y menesterosos.

Escoger entre diversas causas

Estaba charlando con mi capitán durante el servicio militar. Salieron diversos recuerdos de épocas anteriores. Me contó que hace unos años tuvo que ir al médico porque se encontraba fatal. El doctor le explicó enseguida las causas, que se referían a la vida que llevaba: “Esto es lo propio del estilo de vida que usted está llevando: el tabaco, el estrés, la responsabilidad…, en fin lo propio de la vida intelectual…”. “En fin -concluyó el capitán, al final de su relato-, que tuve que dejarlo”. “¿El qué, el tabaco?, pregunté. “No, lo intelectual”.

Sigo gritando para cambiar el mundo

Llegó una vez un profeta a una ciudad y comenzó a gritar, en su plaza mayor, que era necesario un cambio de la marcha del país. El profeta gritaba y gritaba y una multitud considerable acudió a escuchar sus voces, aunque más por curiosidad que por interés. Y el profeta ponía toda su alma en sus voces, exigiendo el cambio de las costumbres. Pero, según pasaban los días, eran menos cada vez los curiosos que rodeaban al profeta y ni una sola persona parecía dispuesta a cambiar de vida. Pero el profeta no se desalentaba y seguía gritando. Hasta que un día ya nadie se detuvo a escuchar sus voces. Mas el profeta seguía gritando en la soledad de la gran plaza. Y pasaban los días. Y el profeta seguía gritando. Y nadie le escuchaba. Al fin, alguien se acercó y le preguntó: “¿Por qué sigues gritando? ¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?” “Sigo gritando” –dijo el profeta– “porque se me callara, ellos me habrían cambiado a mí.” José Luis Martín Descalzo

Palabras de aliento

Un grupo de ranas viajaba por el bosque y, de repente, dos de ellas cayeron en un hoyo profundo. Todas las demás ranas se reunieron alrededor del hoyo. Cuando vieron lo hondo que era el agujero, empezaron a lamentarse y a decir a las dos pobres ranas que debían darse por muertas. Las dos ranas no hicieron caso a los comentarios de sus amigas y siguieron tratando de salir fuera del hoyo con todas sus fuerzas. Las ranas que estaban arriba seguían insistiendo que sus esfuerzos serían inútiles. Finalmente, una de las ranas se rindió después de oír tantas veces que no había solución. Pasó el tiempo, y se desplomó y murió. Sin embargo, la otra rana continuó saltando tan fuerte como le era posible, sin desanimarse. Una vez más, la multitud de ranas le gritaba desde arriba y le hacía señas para que dejara de sufrir y que simplemente se dispusiera a morir, ya que no tenía ningún sentido seguir luchando. Pero aquella rana saltaba cada vez con más ímpetu, hasta que finalmente dio un salto enorme y logró salir del hoyo, ante la sorpresa de todas. Cuando estuvo arriba, las otras ranas se sintieron muy avergonzadas e intentaron disculparse: “Lo sentimos mucho, de verdad. ¿Cómo has conseguido salir, a pesar de lo que te gritábamos?”. La rana les explicó que estaba un poco sorda, y que en todo momento pensó que aquellos gritos eran de ánimo para esforzarse más y salir del hoyo. Como se ve, muchas veces la palabra tiene poder de vida y de muerte.

Elegiría el cactus

Caía el sol terrible de la tarde y el pueblo se asaba en el calor abajo. “Es un crepúsculo magnífico. Este es siempre el mejor sitio”. Miré detrás de mí y vi un hombre alto y delgado, más alto, mucho más, y puede que hasta más delgado que mi abuelo. Llevaba un sombrero de campo maltrecho y viejo y el cabello, níveo le llegaba a los hombros. Así entró el profesor Von Vollensteen, Doc, en mi vida. Yo tenía sólo seis años. Poco tiempo después, convenció a mi madre para que, a cambio de dame clases de piano, me dejara acompañarle en busca de cactus para su jardín, situado “en la cima más o menos llana de un pequeño cerro que dominaba el pueblo y el valle. Para llegar a ella había que subir diez minutos de cuesta hacia la soledad, por una carreterita de piedras y tierra que no llevaba a ninguna otra parte. Aquel jardín de cactus puede que fuese la mejor colección privada de cactus del planeta. Yo, que me convertí en un especialista en cactus, no he visto nunca otro mejor”. Lo cierto es que mi madre, desconcertada y encantada a la vez, terminó accediendo a su petición cuando Doc le explicó su teoría sobre los cactus: “Si Dios eligiese una planta para representarle, yo creo que elegiría entre todas ellas el cactus. El cactus posee casi todas las bendiciones que Él intentó otorgar al hombre, casi siempre en vano. El cactus es humilde pero no sumiso. Crece donde no es capaz de crecer ninguna otra planta. No se queja si el sol le quema en la espalda, ni si el viento lo arranca del acantilado o lo sepulta en la arena seca del desierto, ni sí está sediento. Cuando llega la lluvia almacena agua para futuros tiempos difíciles. Florece lo mismo en el buen tiempo que en el malo. Se guarda del peligro pero no hace daño a ninguna otra planta. Se adapta perfectamente casi a cualquier medio. En Méjico hay un cactus que sólo florece una vez cada cien años y de noche. Eso es santidad de un grado extraordinario, ¿no está usted de acuerdo? El cactus tiene propiedades que le permiten curar las heridas de los hombres, y se extraen de él pociones que pueden hacer que un hombre toque el rostro de Dios o se asome a la boca del infierno. Es la planta de la paciencia y de la soledad, del amor y de la locura, de la belleza y de la fealdad, de la dureza y de la suavidad. ¿No cree usted que de todas las plantas fue al cactus la que Dios hizo a su propia imagen?”. (Peekay, protagonista de “La potencia de uno”, de Courtenay)

El príncipe y la estufa

Me acababa de levantar, cuando vi a través de los cristales empañados de mi ventana. Yo a pesar de tanto abrigo, tiritaba de aburrimiento. El no estaba sólo. Venía al frente de su pequeño ejército de amigos voluntarios. Nunca había contemplado a un caudillo más joven y recio que él. Mis ojos cansados de soñar sin dormir, se esforzaban para no dar crédito a esta visión heroica, tan opuesta a mi vida. Temblé de rabia cobarde cuando noté que él me miraba. Con voz fuerte, mientras su mirada amablemente se mantenía hacia mí, me preguntó: “¿Te vienes conmigo”. Como si no lo hubiera oído, casi disimulando, proferí algo así como: “¿Eehh…. Quéee…?”. Su recia voz se oyó de nuevo: “¿Qué si te vienes voluntario conmigo?”. Tartamudeando, débilmente respondí: “No, no puedo…, es que estoy aquí atado…; atado voluntariamente, al suave y lindo calorcito de mi estufilla…”. Mientras yo bostezaba, su voz –la voz de él– resonó majestuosa, con la nobleza amplia de las cascadas eternas: “¡En marcha!”. Sus soldados decididos y voluntarios, caminaron tras él sobre la blancura ideal de la nieve pura. Y sus huellas –las de él– y las de ellos, quedaron impresas profundamente, marcando un camino recto y nuevo hacia el sol. Pero yo…, yo no. He preferido quedarme aquí detrás de los cristales empañados, atado suave, cómodamente, al calorcito cercano de mi estufilla privada. (Rabindranath Tagore)

Padre Pío: Una vida a la luz de la fe

El padre Pío nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina (Benevento, Italia), hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente con el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.

Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios. Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.

Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad.

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espirituales y de la propia conciencia.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

Desde la juventud tuvo una salud frágil, que en los últimos años de su vida empeoró rápidamente. La muerte le sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Mirad qué fama ha tenido, qué multitud ha reunido en torno a sí en todo el mundo! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.

Fama de santidad Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas. En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas. De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a este fiel siervo suyo.

No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes. El 2 de mayo de 1999 fue beatificado por Juan Pablo II, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.

El 16 de junio de 2002 fue canonizado por Juan Pablo II. El pontífice -que le visitó en 1947 en su convento de San Giovanni Rotondo, sur de Italia, cuando era un simple cura polaco que estudiaba en Roma y oró ante su tumba en 1974 cuando era arzobispo de Cracovia y en 1987 ya como Papa- resaltó el orgullo que sentía el Padre Pío por la Cruz, su espiritualidad, el estar siempre disponible para los demás y su vida de oración y penitencia. «El Padre Pío ha sido un generoso distribuidor de la misericordia divina. El ministerio de la confesión, que distinguió su apostolado, atrajo a grandes gentíos hasta San Giovanni Rotondo», dijo el Papa recordando que él mismo se confesó con el fraile, «aquel singular confesor que trataba a los fieles con aparente dureza». Y es que el Padre Pío, de quien se asegura que tenía el don de escrutar en el corazón de las personas, negó muchas veces la absolución a los que se confesaban con él al descubrir que le estaban ocultando pecados. Una vez arrepentidos de verdad, les abrazaba.

Juan Pablo II agregó que a las plegarias e innumerables horas dedicadas a la confesión, el Padre Pío también cultivó la caridad, que se puede ver en la «Casa del Alivio del Sufrimiento», construida en San Giovanni Rotondo para asistir a los más necesitados y que hoy es uno de los más importantes centros sanitarios del sur de Italia. La construcción de esa casa -unido a los fenómenos extraordinarios de los estigmas que registró durante su vida en manos, pies y costado- le costó muchas críticas e incomprensiones por parte de algunos sectores del Vaticano. Ante las numerosas denuncias contra él, el Santo Oficio le abrió en 1931 una investigación y le sometió a una especie de «arresto domiciliario», con la prohibición de contactar con los fieles y con la sola autorización de celebrar misa en privado. El castigo duró casi tres años. Entre las muchas cosas que se dijeron de él, varios enviados del Vaticano escribieron que era un «ignorante», un «psicopático», un «liante» y «uno que se maltrataba físicamente». Se le acusó también de estar detrás de negocios turbios relacionados con la «Casa del Alivio del Sufrimiento», sufragada con el dinero enviado por miles de devotos. Cuando fue beatificado por Juan Pablo II en 1999, el Pontífice recordó los sufrimientos pasados, afirmando que «algunas veces sucede en la historia de la santidad que el elegido es objeto de incomprensiones».

A la ceremonia de la canonización asistieron las dos personas italianas que se curaron gracias a la intercesión del fraile, milagros que le han llevado a los altares y al culto de la Iglesia Universal. Se trata de Consiglia de Martino, que se curó en 1992 de manera inexplicable de una rotura de un vaso linfático que la llevaba irremediablemente a la muerte, y el niño Matteo Colella, que hoy tiene casi diez años y que hace dos entró en coma irreversible por una meningitis fulminante. El niño fue llevado por sus padres a la celda del fraile, en el convento capuchino, donde rezaron desesperadamente por su vida. Matteo curó de forma inexplicable a los pocas horas. Hoy el pequeño recibió la comunión y la bendición papal. A la canonización también acudió Wanda Poltawska, una psiquiatra polaca amiga de Juan Pablo II. En 1963 Karol Wojtyla, envió una carta a Padre Pío para que intercediera por ella, enferma de un cáncer en la garganta. La mujer sanó al poco tiempo de manera inexplicable para la ciencia.

Grupos de oración En la actualidad hay en todo el mundo 2.700 grupos de oración inspirados en la espiritualidad del padre Pío. Nacieron como respuesta al llamamiento hecho por Pío XI para alejar la guerra: “Orad juntos para conmover el corazón de Dios”. El padre Pío formó un pequeño grupo de oración en los años veinte. “Nosotros debemos ser los primeros”. Entonces había todavía en la hospedería del convento un local en el que no había clausura y por lo tanto se podían recibir visitas. La hospedería tenía una chimenea. El padre Pío reunía allí a una decena de mujeres en torno a la chimenea encendida. Era gente sencilla, del pueblo. Les daba catequesis, les leía el Evangelio, les ayudaba a comprender el Antiguo Testamento.

La idea se perfeccionó en los años cuarenta: el padre Pío dictó instrucciones precisas al doctor Gugliemo Sanguinetti, que era el alma del naciente hospital de San Giovanni Rotondo, fundado por el capuchino. Indicó la característica que distingue hoy a su movimiento. Estableció que los grupos fueran dirigidos por un sacerdote nombrado por el obispo local. El motivo lo explicó el mismo padre Pío al dar sus instrucciones: «Queremos evitar todo protagonismo y toda posible desviación por iniciativas personales que podrían falsear los fines». Los fines eran y son rezar «en la Iglesia, con la Iglesia, por la Iglesia».

Un hombre de oración y de sacrificio El padre Pío era el primero en saber que el «culto del padre Pío» podía derivar en sectarismos, cerrazones y milagrerías. Él lo evitó: si el obispo del lugar no quería el Grupo de Oración –lo cual a veces sucedía, sobre todo al principio–, el Padre Pío lo disolvía.

En estos grupos de oración reina gran libertad. Actualmente, por ejemplo, uno de estos grupos se reúne en un cuartel de carabineros, creado por el comandante con su esposa e hijos. Hay otro en la sede de la FAO (el Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) en Roma, formado por empleados que se reúnen después de la pausa para comer. ¿Qué hacen? Rezan. Cuatro veces al mes se reúnen para la misa, el rosario, la meditación sobre la Escritura. El padre Pío, para los laicos, se contentaba con “pequeños pasos”. Poco a poco, la oración común se traduce en caridad activa.

Cuando el padre Pío murió había cerca de 700 grupos. Ahora suman 2.300 en Italia y 400 en el resto del mundo. Pero las cifras dicen poco. En Polonia hay 24. En Argentina, 70. Están teniendo un éxito inesperado, pues se basan en una idea sencilla pero decisiva en tiempos de individualismo: orar juntos.