Esperar y confiar

El muchacho contempló las ramas llenas de preciosas manzanas. Arrancó una y se derrumbó la rama. Entonces salió el viejo y sin rencor le dijo: “Están verdes, muchacho. Son hermosas, muy hermosas, pero están verdes”. El muchacho pensaba que el viejo se enfadaría, que le gritaría, pero el viejo le habló con palabras cálidas. “Hemos de recogerlas ahora que están verdes y sanas y ya madurarán durante el invierno, pero ahora no se comen, están verdes”. Al día siguiente el muchacho y el viejo colaboraron en la recogida de manzanas. “Es bueno saber que las cosas hay que recogerlas a su tiempo, sin prisas. ¿Lo entiendes?, sin prisas”. El muchacho entendía. Era un mundo nuevo, distinto. Los amigos de la escuela le decían que hay que robar, que todos lo hacen. Sus padres, que la vida y los hombres nunca te dan nada. Pero el muchacho comprendió que el viejo tenía razón, que hay que esperar y confiar. “Las cosas tienen su tiempo, su momento, no puedes crecer demasiado deprisa y disfrutar de la libertad de los mayores. Adelantarse al tiempo es malo, no debes quemar etapas. Debes estar maduro para distinguir el bien y actuar con responsabilidad. Por eso debes seguir el consejo de los mayores. La experiencia supone sabiduría. Si te empeñas en crecer demasiado deprisa no disfrutarás de este momento ni del venidero. Ten paciencia, cuando tu corazón esté maduro disfrutarás de los frutos de la vida”. Pasó el verano y el invierno y el viejo murió una mañana de primavera. Aquel día el río bajaba ligero y transparente. El muchacho recordó unas palabras del viejo sobre el regato: “Ahora no tiene profundidad, más adelante será ancho y grande y tendrá fondo, como la vida”. El muchacho pensó que así había ocurrido con el viejo, con los años estaba cargado de fondo, de sabiduría.

Tomado de José María Sanjuán, “Un puñado de manzanas”.

Odoardo Focherini: Arriesgar la vida por los perseguidos

Odoardo Focherini (1907-1944), figura importante de los scouts en Italia, era desde 1937 director administrativo del diario «Avvenire», que entonces dirigía Raimondo Manzini, autor de encendidas polémicas contra el fascismo.

En 1938, Focherini contrató en «Avvenire» al periodista judío Giacomo Lampronti, despedido a causa de las leyes raciales, y en 1942, a petición de Manzini –a quien el cardenal de Génova, Pietro Boetto, había enviado algunos judíos de Polonia para defenderlos–, se encargó de proteger de la persecución a estos refugiados en un tren de Cruz Roja Internacional.

Su labor para salvar a judíos de la deportación se convirtió desde octubre de 1943 en la principal ocupación de Focherini. Con la agudización de las leyes antijudías y el comienzo de las deportaciones raciales, en colaboración con otras personas, organizó una eficaz red para la expatriación hacia Suiza de más de un centenar de judíos.

Como alma de la organización, Focherini contactaba con las familias, conseguía los documentos desde las sinagogas, buscaba financiación y proporcionaba documentación falsa.

El 11 de marzo de 1944, Focherini fue detenido por los nazis en un hospital mientas atendía a un judío enfermo. Aislado en el «lager» de Flossenburg, fue trasladado al campo de Hersbruck donde se trabajaba desde las tres y media de la mañana hasta la tarde. Quien no resistía este ritmo, era inmediatamente enviado a los hornos crematorios.

Herido en una pierna y jamás atendido, Focherini murió de septicemia el 27 de diciembre de ese mismo año, a los 37 años.

Antes de morir, dictó a su amigo Olivelli una carta-testamento: «Mis siete hijos… Querría verlos antes de morir… No obstante, acepta, oh, Señor, también este sacrificio, y protégelos Tú, junto a mi mujer, a mis padres, a todos mis seres queridos».

«Declaro morir en la más pura fe católica apostólica romana y en la plena sumisión a la voluntad de Dios –añadió–, ofreciendo mi vida en holocausto por mi diócesis, por Acción Católica, por el Papa y por el retorno de la paz al mundo».

«Os ruego que digáis a mi esposa que siempre le he sido fiel, que siempre he pensado en ella y que siempre la he amado intensamente», concluyó.

En su memoria, la Unión de las Comunidades judías de Italia le otorgó una medalla de oro en 1955. Igualmente, el «Instituto conmemorativo de los mártires y de los héroes Yad Vashem» de Jerusalén le proclamó «Justo entre las Naciones».

En la diócesis italiana de Carpi se ha iniciado el proceso de beatificación de este hombre ejemplar, a quien 105 judíos le deben haberse librado de la deportación nazi.

Compartir la capa

Al entrar en Amiens, un mendigo medio desnudo y casi helado saludó a Martín, soldado. Sin pensarlo dos veces, Martín tomó la capa, la dividió en dos con su espada y le ofreció una de las dos mitades al menesteroso. En el recodo siguiente estaba Cristo vestido con media capa. Le miraba sonriente. —Perdona, Señor, por no haberte dado la capa entera. Con el tiempo Martín se ordenaría sacerdote y más tarde sería obispo de Tours. Con el tiempo fue canonizado y se le venera con el nombre de San Martín de Tours.

Quo vadis, Domine!

Cuenta una antigua tradición que, durante la persecución de Nerón, Pedro, a instancias de la comunidad cristiana, marchó de Roma en busca de un lugar seguro. En el camino se le apareció Jesús. Pedro, al verlo, le preguntó: —Quo vadis, Domine? (¿Adónde vas, Señor?) —Voy a Roma, a ser crucificado de nuevo por ti.

Inmediatamente, Pedro dio la vuelta y volvió a la Urbe, en donde moriría mártir.

El valor de un Avemaría

En el libro “La puerta de la esperanza” cuenta José Luis Olaizola la conversación entre Juan Antonio Vallejo-Nájera y Luis Miguel Dominguín, el primero de ellos con un diagnóstico de cáncer.

En un paseo a caballo el doctor Vallejo Nájera se dirige así a su interlocutor: —Luis Miguel, reza conmigo un Avemaría, aunque solo sea la segunda parte.

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores… que tú, Luis Miguel, lo eres de narices… ahora…

Luego le pide que no deje de rezar todas las noches ese Avemaría, cosa que promete hacer Dominguín.

Unas horas más tarde Dominguín telefoneaba a su amigo: “Juan Antonio, dile a tu Dios que yo le ofrezco mi vida por la tuya, y que ese es el primer favor que le pido”.

¡Qué suerte tener una hija santa!

—No te dejaremos en paz hasta que no hagas lo que te mandamos.

Con esas palabras, el padre y la madre de Catalina trataban de obligarle a casarse con un buen partido de la ciudad y evitar que entregase su vida a Dios.

A Catalina se le rompía el corazón, pero sabía que debía obedecer a Dios por mucho que sus padres insistieran.

Su madre pensaba que Catalina manchaba la honra de la familia, pues eran conocidas sus penitencias y su dedicación a los leprosos.

Cuando murió Catalina, a la edad de 30 años, la ciudad entera salió a la calle para aclamarla. La gente, al ver el dolor de la madre comentaba: —¡Qué suerte tener una hija santa! Pero ella pedía perdón a Dios por no haber sabido entender y ayudar a su hija. Le faltó visión sobrenatural y amor a la libertad.

La roca

Un hombre dormía en su cabaña cuando de repente una luz iluminó la habitación y apareció Dios. El Señor le dijo que tenía un trabajo para él y le enseñó una gran roca frente a la cabaña. Le explicó que debía empujar la piedra con todas sus fuerzas. El hombre hizo lo que el Señor le pidió, día tras día. Por muchos años, desde que salía el sol hasta el ocaso, el hombre empujaba la fría piedra con todas sus fuerzas…y esta no se movía. Todas las noches el hombre regresaba a su cabaña muy cansado y sintiendo que todos sus esfuerzos eran en vano. Como el hombre empezó a sentirse frustrado, Satanás decidió entrar en el juego trayendo pensamientos a su mente: “Has estado empujando esa roca por mucho tiempo, y no se ha movido”. Le dio al hombre la impresión que la tarea que le había sido encomendada era imposible de realizar y que él era un fracaso. Estos pensamientos incrementaron su sentimiento de frustración y desilusión. Satanás le dijo: “¿Por qué esforzarte todo el día en esta tarea imposible? Sólo haz un mínimo esfuerzo y será suficiente”. El hombre pensó en poner en práctica esto pero antes decidió elevar una oración al Señor y confesarle sus sentimientos: “Señor, he trabajado duro por mucho tiempo a tu servicio. He empleado toda mi fuerza para conseguir lo que me pediste, pero aún así, no he podido mover la roca ni un milímetro. ¿Qué pasa? ¿Por qué he fracasado? “. El Señor le respondió con compasión:”Querido amigo, cuando te pedí que me sirvieras y tu aceptaste, te dije que tu tarea era empujar contra la roca con todas tus fuerzas, y lo has hecho. Nunca dije que esperaba que la movieras. Tu tarea era empujar. Ahora vienes a mi sin fuerzas a decirme que has fracasado, pero ¿en realidad fracasaste? Mírate ahora, tus brazos están fuertes y musculosos, tu espalda fuerte y bronceada, tus manos callosas por la constante presión, tus piernas se han vuelto duras. A pesar de la adversidad has crecido mucho y tus habilidades ahora son mayores que las que tuviste alguna vez. Cierto, no has movido la roca, pero tu misión era ser obediente y empujar para ejercitar tu fe en mi. Eso lo has conseguido. Ahora, querido amigo, yo moveré la roca”. Algunas veces, cuando escuchamos la palabra del Señor, tratamos inútilmente de descifrar su voluntad, cuando Dios solo nos pedía obediencia y fe en Él. Debemos ejercitar nuestra fe, que mueve montañas, pero conscientes que es Dios quien al final logra moverlas. Cuando todo parezca ir mal… EMPUJA. Cuando estés agotado por el trabajo… EMPUJA. Cuando la gente no se comporte de la manera que te parece que debería… EMPUJA. Cuando no tienes más dinero para pagar tus cuentas… EMPUJA. Cuando la gente no te comprende… EMPUJA. Cuando te sientas agotado y sin fuerzas… EMPUJA. En los momentos difíciles pide ayuda al Señor y eleva una oración a Jesús para que ilumine tu mente y guíe tus pasos.

Constancia e inteligencia

Un día Matt y yo habíamos visto a una pequeña araña que intentaba sacar una cachipolla tres veces más grande que ella de un hoyo que había en la arena. La arena estaba seca, y cada vez que la araña remontaba la pendiente, los bordes del hoyo cedían y la araña volvía a caer al fondo. Lo intentaba una y otra vez, sin cambiar nunca de ruta ni aflojar el ritmo. Matt me dijo: “La pregunta es la siguiente, Kate: ¿es muy tozuda o tiene tan poca memoria que olvida lo que ha pasado hace dos segundos y siempre cree que lo está intentando por primera vez?”. Estuvimos observándola casi media hora y, al final, para gran alivio nuestro, lo consiguió, así que decidimos que no sólo era muy tozuda, sino también muy lista (Tomado de Mary Lawson, “A orillas del lago”, Salamandra, Barcelona 2002, pág 65).

Padre Pío: Una vida a la luz de la fe

El padre Pío nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina (Benevento, Italia), hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente con el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.

Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios. Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.

Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad.

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espirituales y de la propia conciencia.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

Desde la juventud tuvo una salud frágil, que en los últimos años de su vida empeoró rápidamente. La muerte le sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Mirad qué fama ha tenido, qué multitud ha reunido en torno a sí en todo el mundo! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.

Fama de santidad Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas. En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas. De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a este fiel siervo suyo.

No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes. El 2 de mayo de 1999 fue beatificado por Juan Pablo II, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.

El 16 de junio de 2002 fue canonizado por Juan Pablo II. El pontífice -que le visitó en 1947 en su convento de San Giovanni Rotondo, sur de Italia, cuando era un simple cura polaco que estudiaba en Roma y oró ante su tumba en 1974 cuando era arzobispo de Cracovia y en 1987 ya como Papa- resaltó el orgullo que sentía el Padre Pío por la Cruz, su espiritualidad, el estar siempre disponible para los demás y su vida de oración y penitencia. «El Padre Pío ha sido un generoso distribuidor de la misericordia divina. El ministerio de la confesión, que distinguió su apostolado, atrajo a grandes gentíos hasta San Giovanni Rotondo», dijo el Papa recordando que él mismo se confesó con el fraile, «aquel singular confesor que trataba a los fieles con aparente dureza». Y es que el Padre Pío, de quien se asegura que tenía el don de escrutar en el corazón de las personas, negó muchas veces la absolución a los que se confesaban con él al descubrir que le estaban ocultando pecados. Una vez arrepentidos de verdad, les abrazaba.

Juan Pablo II agregó que a las plegarias e innumerables horas dedicadas a la confesión, el Padre Pío también cultivó la caridad, que se puede ver en la «Casa del Alivio del Sufrimiento», construida en San Giovanni Rotondo para asistir a los más necesitados y que hoy es uno de los más importantes centros sanitarios del sur de Italia. La construcción de esa casa -unido a los fenómenos extraordinarios de los estigmas que registró durante su vida en manos, pies y costado- le costó muchas críticas e incomprensiones por parte de algunos sectores del Vaticano. Ante las numerosas denuncias contra él, el Santo Oficio le abrió en 1931 una investigación y le sometió a una especie de «arresto domiciliario», con la prohibición de contactar con los fieles y con la sola autorización de celebrar misa en privado. El castigo duró casi tres años. Entre las muchas cosas que se dijeron de él, varios enviados del Vaticano escribieron que era un «ignorante», un «psicopático», un «liante» y «uno que se maltrataba físicamente». Se le acusó también de estar detrás de negocios turbios relacionados con la «Casa del Alivio del Sufrimiento», sufragada con el dinero enviado por miles de devotos. Cuando fue beatificado por Juan Pablo II en 1999, el Pontífice recordó los sufrimientos pasados, afirmando que «algunas veces sucede en la historia de la santidad que el elegido es objeto de incomprensiones».

A la ceremonia de la canonización asistieron las dos personas italianas que se curaron gracias a la intercesión del fraile, milagros que le han llevado a los altares y al culto de la Iglesia Universal. Se trata de Consiglia de Martino, que se curó en 1992 de manera inexplicable de una rotura de un vaso linfático que la llevaba irremediablemente a la muerte, y el niño Matteo Colella, que hoy tiene casi diez años y que hace dos entró en coma irreversible por una meningitis fulminante. El niño fue llevado por sus padres a la celda del fraile, en el convento capuchino, donde rezaron desesperadamente por su vida. Matteo curó de forma inexplicable a los pocas horas. Hoy el pequeño recibió la comunión y la bendición papal. A la canonización también acudió Wanda Poltawska, una psiquiatra polaca amiga de Juan Pablo II. En 1963 Karol Wojtyla, envió una carta a Padre Pío para que intercediera por ella, enferma de un cáncer en la garganta. La mujer sanó al poco tiempo de manera inexplicable para la ciencia.

Grupos de oración En la actualidad hay en todo el mundo 2.700 grupos de oración inspirados en la espiritualidad del padre Pío. Nacieron como respuesta al llamamiento hecho por Pío XI para alejar la guerra: “Orad juntos para conmover el corazón de Dios”. El padre Pío formó un pequeño grupo de oración en los años veinte. “Nosotros debemos ser los primeros”. Entonces había todavía en la hospedería del convento un local en el que no había clausura y por lo tanto se podían recibir visitas. La hospedería tenía una chimenea. El padre Pío reunía allí a una decena de mujeres en torno a la chimenea encendida. Era gente sencilla, del pueblo. Les daba catequesis, les leía el Evangelio, les ayudaba a comprender el Antiguo Testamento.

La idea se perfeccionó en los años cuarenta: el padre Pío dictó instrucciones precisas al doctor Gugliemo Sanguinetti, que era el alma del naciente hospital de San Giovanni Rotondo, fundado por el capuchino. Indicó la característica que distingue hoy a su movimiento. Estableció que los grupos fueran dirigidos por un sacerdote nombrado por el obispo local. El motivo lo explicó el mismo padre Pío al dar sus instrucciones: «Queremos evitar todo protagonismo y toda posible desviación por iniciativas personales que podrían falsear los fines». Los fines eran y son rezar «en la Iglesia, con la Iglesia, por la Iglesia».

Un hombre de oración y de sacrificio El padre Pío era el primero en saber que el «culto del padre Pío» podía derivar en sectarismos, cerrazones y milagrerías. Él lo evitó: si el obispo del lugar no quería el Grupo de Oración –lo cual a veces sucedía, sobre todo al principio–, el Padre Pío lo disolvía.

En estos grupos de oración reina gran libertad. Actualmente, por ejemplo, uno de estos grupos se reúne en un cuartel de carabineros, creado por el comandante con su esposa e hijos. Hay otro en la sede de la FAO (el Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) en Roma, formado por empleados que se reúnen después de la pausa para comer. ¿Qué hacen? Rezan. Cuatro veces al mes se reúnen para la misa, el rosario, la meditación sobre la Escritura. El padre Pío, para los laicos, se contentaba con “pequeños pasos”. Poco a poco, la oración común se traduce en caridad activa.

Cuando el padre Pío murió había cerca de 700 grupos. Ahora suman 2.300 en Italia y 400 en el resto del mundo. Pero las cifras dicen poco. En Polonia hay 24. En Argentina, 70. Están teniendo un éxito inesperado, pues se basan en una idea sencilla pero decisiva en tiempos de individualismo: orar juntos.

José Luis Martín Descalzo: Yo he llegado a cura

No, yo no he sido secretario de Hitler, ni he descubierto una isla desconocida, ni he ido a la Luna, ni he atravesado el Atlántico en un cascarón de nuez. He hecho una cosa mucho más difícil y, sobre todo, más importante que ésas: yo he llegado a cura. Sí, hace dieciocho días que dije mi primera misa, y veinte que fui ordenado sacerdote; es decir, hace exactamente cuatrocientas ochenta horas soy uno de los hombres más importantes de la tierra. ¿Que exagero? Veréis.

Nací en el mes de agosto de 1930, y tenía, por tanto, en aquel invierno de 1942 doce estupendos años. Porque lo que voy a contaros sucedió en la noche del 27 al 28 de diciembre. Mi padre era escribiente en el Ayuntamiento de León, y aprovechando sus vacaciones de Navidad nos habíamos ido a pasar las fiestas con don Cosme, hermano de mi madre y cura de San Cebrián de Arriba. El buen cura nos escribía siempre antes de Navidades, quejándose de que estaba muy solo, y todos los años acababa enterneciendo a mi madre, y allí nos íbamos los cinco –mis padres, mis dos hermanitas y yo–, aunque a mi padre le fastidiase la cosa, pues el día 27 tenía que dejarnos y pasar solo, en León, los cuatro últimos días del año, para volver después a recogernos. Esto cuando no teníamos la suerte de que la nieve nos aislase y mi padre no pudiese bajar a su trabajo, con un disgusto, fuerte en intensidad aunque corto en duración, por parte de don Fabián, el secretario. No sucedió así aquel año, y aquella mañana había salido mi padre hacia la capital en el coche de línea. El coche patinaba medianamente sobre la nieve, pero no por eso había dejado de pasar.

Recuerdo que quedé algo mustio con su marcha, porque mi padre, que en León era serio, parecía empequeñecerse en cuanto llegaba a San Cebrián. Quizá fuera el no tener trabajo lo que le hacía acercarse a mí hasta pasarse el día haciéndome casas y figuras de corcho para el Nacimiento, que crecía de año en año.

Así, pues, me pasé aquel día 27 bastante aburrido, y menos mal que por la tarde tuve el entretenimiento de ver caer la nieva. Era éste un espectáculo que me alucinaba y me hacía pasar horas y horas con la nariz aplastada contra los cristales, sin tener noción del tiempo.

Cuando llegó la noche me sentía desilusionado de aquel 27 de diciembre, que tan pocas novedades había traído. Tenía necesidad casi física de vivir alguna aventura, de que pasase algo, aunque sólo fuese por desentumecer las piernas, que me pedían una carrera.

Les presento a tío cura En el viejo cuarto de estar golpeaba un reloj que marchaba más de prisa que los pase le mi tío, que resonaban en el despacho. Mi tío era un hombre de esos a quienes hay que querer en cuanto se les conoce. Tenía el pelo gris y dos grandes arrugas surcaban la frente, sin que ninguna de estas dos cosas consiguieran hacer menos brillante su mirada ni apagar su sonrisa constante. Yo escuchaba sus pasos lentos y sabía que de un momento a otro abriría la puerta y diría: «Qué, ¿está la cena?» En el cuarto de estar, mis hermanas hacían comiditas en un rincón. Yo jugaba con Laurel, un canelo de dos años a quien habíamos tenido que meter en casa porque la nieve casi taponaba la puerta de su caseta. El animal jadeaba, cansado ya de saltar inútilmente a la caza del terrón que yo levantaba en la mano. De pronto, Laurel se puso rígido, estiró las orejas y lanzó un ladrido agudo, que hizo que mis hermanas levantaran a un tiempo la cabeza. Fue entonces cuando oímos que un caballo se acercaba calle abajo, se paraba a nuestra puerta. Llamaban.

Mi madre tiró de la soga, y al tiempo se abrieron la puerta de la calle y la del despacho de mi tío, que apareció en ella con el breviario en la mano. Abajo había un hombre mal afeitado y con la pelliza salpicada de nieve. Dijo: –¿El señor cura? Y cuando vio a mi tío: –En Roblavieja, que se ha puesto muy mala la señora Juliana. Me dijo el médico que le avisase, que a lo mejor no pasa de la noche. Yo bajo a San Esteban a buscar medicinas.

Cuando la puerta de abajo se cerró y oímos alejarse los cascos del caballo, mi tío dijo: –Las botas, Matilde.

–¿Vas a ir? –mi madre temblaba al decirlo.

–Debo ir.

Mi tío dijo esto con naturalidad, sin forzar siquiera el tono. Mi madre se mordió los labios y se fue a la cocina sin contestar. Sabía que protestar era inútil. Luego, mientras mi tío cenaba de prisa, oyó que mi madre lloraba.

–No seas tonta –dijo–, son cuatro kilómetros. Estoy allí en una hora.

–Pero es de noche, y con esta nieve…

–Conozco esto de sobra. Son treinta años haciendo este camino.

A mí me parecía que el reloj de la sala golpeaba ahora más fuerte. Y hasta notaba la habitación más fría, tal vez por el viento que había entrado mientras la puerta había estado abierta.

Cómo me vi metido en la aventura –Cosme –dijo mi madre.

–¿Qué? Mi tío no volvió la cabeza al contestar.

–¿Por qué no va contigo el niño? Fue ahora cuando el cura volvió con violencia la cabeza. –¿Estás loca? elijo.

–Me quedo más tranquila.

Mi madre era así, le gustaba hacer las locuras completas, o tal vez es que, simplemente, presagiaba lo que iba a ocurrir. Y ya no hubo manera de convencerla de lo contrario, y así fue cómo aquella noche me encontré caminando sobre la nieve al lado de mi tío.

Había dejado de nevar y el aire estaba tibio. Había salido la luna, que daba a la nieve una luz extrañamente blanca. Cuando salimos del pueblo, el reloj de la torre dio las diez de la noche. Estaban cerradas todas las puertas y las últimas luces temblaban detrás de las ventanas. Mi tío iba embozado en su manteo, bajo el que ocultaba la caja de los sacramentos. Yo iba físicamente embutido en el abrigo y la bufanda y caminaba a saltos para no helarme los pies.

La primera parte del camino fue fácil; pero cuando llevaríamos andados cerca de tres cuartos de hora se ocultó la luna y comenzó otra vez a nevar. Se levantó un frío que cortaba y que hacía llorar. La noche se había puesto muy oscura y no había más luz que la que despedía el brillo de la nieve. Fue entonces cuando yo comencé a tener miedo de veras, porque noté que mis pies se hundían más que antes, y tuve la sensación de que nos habíamos salido del camino. Miré a mi tío sin atreverme a hablar, y vi en sus ojos idéntico temor. Nos detuvimos. Sí, realmente, el suelo fallaba y la profundidad del suelo donde poníamos el pie era diferente a cada pisada. Se veían ya algunas luces de Roblavieja y el pueblecito se dejaba ver como una mancha más oscura. Pero ¿y el camino? No había posibilidad de adivinarlo, ya que la nieve estaba tendida como una capa, que no permitía adivinar dónde estaba el suelo firme y liso.

Los leños en el fuego Seguimos andando a la ventura, y ahora el pavor estaba ya en mi corazón. Y entonces fue cuando sucedió lo que tenía que suceder, lo que estaba señalado para esta fecha desde la eternidad. Y todo fue sencillo, como una lección bien aprendida. Mi tío perdió tierra y cayó, dando un grito. Yo corrí hacia él e intenté ayudarle a ponerse en pie. Pero fue inútil. No podía ponerse en pie y ya no volvería a caminar más.

–Vete –me dijo–. Corre al pueblo y avisa que vengan a buscarme.

–¿Cómo voy a dejarle a usted aquí? ion estar tú conmigo no se gana nada. Anda, vete corriendo, no pierdas más tiempo. Corre cuanto puedas.

Lo demás todo fue muy rápido. Corrí como un loco hacia el pueblo, sin atender en absoluto al peligro que también yo corría. Aporreé la puerta de la primera casa hasta hacerme daño en los nudillos. La noticia corrió de casa en casa, y poco después unos veinte hombres y varios perros me acompañaban al lugar donde había dejado a mi tío. Mientras, seguía nevando, y los ladridos de los perros eran secos y parecía que hicieran daño en el silencio. Mi tío estaba sin sentido, pero vivo todavía. Cuando le levantaron quedó en medio de la nieve removida una mancha de sangre que chillaba entre la blancura. Envuelto en una manta le llevaron hacia el pueblo. Abrió los ojos y pidió que le llevaran a casa de la enferma.

–De morir, morir haciendo bien –dijo.

Le arrimaron al fuego y se fue reanimando, mientras el médico vendaba la pierna, toda roja. Cuando estuvo un poco más repuesto pidió que le acercaran a la cama de la enferma, que era una viejecita arrugada que hablaba con rápidos chillidos. Había mucha gente en el cuarto, y yo noté que todos apretaban los labios como queriendo contener el llanto. Yo me quedé junto al fogón, sin acabar de comprender lo que pasaba; era demasiado grande aquello para mi pequeña cabeza. Me entretuve en contemplar las llamas amarillas y rojas que subían y bajaban en los leños. Ponía los ojos en un tronco y le veía prenderse, llenársele de fuego las entrañas y luego irse doblando, crujir con un chasquido de cansancio, y poco a poco convertirse en ceniza. Cuando los troncos consumidos se habían hecho polvo, venía una muchacha con una brazada de leña y rellenaba el fogón. Yo perdí la noción del tiempo, porque mi tío y la vieja parecían no cansarse de hablar. Sólo sé que la chica de la leña rellenó por lo menos tres veces el fogón con leña nueva. Yo oía desde lejos la respiración ahogada de mi tío –una respiración irregular, como una máquina estropeada–, y entonces, no sé cómo, le vi como uno de aquellos troncos que iban desfalleciendo en el fogón. Le veía doblarse lentamente hasta que al fin cayera. Pero veía su sonrisa clara, que tampoco ahora se apagó; su alegría de morir en un acto de servicio, morir calentando a los demás y agotarse para dar puesto a otro leño que vendría tras él, para morir también en el fogón. Fue entonces cuando se me ocurrió de repente –¿cómo?– que por qué no iba a ser yo el leño que le sustituyera. No sé, nunca se sabe cómo se ocurren las grandes ideas.

A1 día siguiente las campanas de los dos pueblos tocaron a muerto, ¡aunque parecía que tocaban a gloria! Yo estaba como abstraído, como fuera de mí. La gente pensaba que era tristeza por la muerte de mi tío; pero ¿cómo iba a entristecerme una muerte tan estupenda? Me parecía tan terriblemente hermosa aquella muerte, que empecé desde entonces a soñarla para mí. Y era este sueño lo que obsesionaba mi cerebro infantil.

Pocos días después volvía con mi madre a León, y en el coche iba con nosotros una Comisión a pedir al obispo un nuevo cura. Me llevaron con ellos al Palacio. El obispo era viejo, pequeño y arrugado, y yo noté que le temblaban los labios cuando le conté la escena de la caída. Luego, el alcalde dijo que tenía que mandar dos curas –uno para cada pueblo–, «para que aquello no volviese a suceder». El obispo levantó entonces una mirada triste. Se levantó de la mesa y nos llevó hasta un mapa que tenía a la derecha de su mesa. Dijo.

–Miren: todos estos puntos negros son pueblos sin sacerdote. Lo que ha pasado en San Cebrián puede pasar en otros cien pueblos. Pero, ¿cómo arreglarlo? ¿a dónde vamos por los sacerdotes? Fue entonces cuando yo sentí que todo mi corazón temblaba. El obispo me había puesto la mano en la cabeza. Dije: –Yo… Yo… –y luego, con más valor–: quiero llenar el puesto de mi tío.

Así; todo tan sencillo. A1 obispo se le llenaron los ojos de sonrisa. Dijo: –Dios te bendiga, hijo mío.

Un cura de juguete En octubre entré en el Seminario. De esto hace ahora doce años. ¡Oh, no, no fue todo fácil! El sueldo de mi padre era corto, y hubo que estirarlo para pagar la pensión. A mí no me lo decían; pero yo supe más tarde que mi padre tuvo que hacer horas extraordinarias para poder pagármela, y que desde que yo entré en el Seminario no supieron en casa qué era el postre. Pero, sin embargo, nuestra alegría era cada día mayor. Yo me sentía en mi sitio en el Seminario, y estaba orgulloso de mi destino de ser un leño que diese calor a los demás, al mundo, que tanto lo necesitaba, y mis padres eran felices al verme feliz y al saberme escogido por Dios para aquella cosa estupenda de ser ministro suyo.

Mi madre decía: «Doce años.., ¿tú sabes lo que es eso?» A mí también me parecía que no se iban a acabar nunca. Pero el tiempo avanzaba. Recuerdo ahora mi primera sotanita y lo que Pili y Conchi se rieron cuando me vieron con ella.

–Eres un cura de juguete, eres un cura de juguete –repetían.

Y yo me reía también y sentía una alegría inexplicable al pensar que aquel juego se acabaría un día. Sí, había horas largas y aburridas –¡oh, aquellas declinaciones griegas, aquellos verbos irregulares latinos!–; pero ¿y las horas estupendas? ¿Y los partidos de fútbol de todas las tardes, y, sobre todo, aquella ordenación solemne de fin de curso? ¡Qué envidia me daba cada año el ver salir una nueva hornada de compañeros, y al ver que para mí los años avanzaban tan despacio!… Y, sin embargo, la verdad era que el tiempo corría desaforadamente y que los cinco años de Latín en primero de Filosofía me parecieron cortísimos, como me parecieron insignificantes los tres de Filosofía cuando empecé la Teología. Y luego los cuatro últimos…, aquello era ya cuesta abajo.

Yo recordaba siempre a mi tío en cada sacerdote que veía, y aquella noche de nieve cada vez que nuestro patio aparecía blanqueado; recordaba sobre todo aquel fogón en que los leños iban consumiéndose. Y pensaba: «Dentro de cuatro años me tocará a mí arder y también calentar y alumbrar. ¿Qué sería de nosotros sin este fuego vivificador?> « En los pueblos sin sacerdote –pensaba– deben tener un invierno perpetuo».

El juego va de veras Y he aquí que también los cuatro años de Teología se fueron en un vuelo y llegó esa fecha soñada en que a mi corazón bajaría el gran fuego, el día en que yo sería convertido en ministro de Cristo. ¿Cómo queréis que os describa esto? ¿Es que se puede contar? Éramos ocho. Recuerdo cómo avanzábamos temblorosos, sabiendo que la gran hora había llegado. El obispo nos ungió las palmas de las manos, y yo sentí en aquel momento que mis manos ya eran iguales que las de mi tío y que ya podía yo ir a llenar su puesto en la brecha. Sentí el tremendo misterio de la entrada de Cristo por mis venas. De pronto yo cesaba de ser el niño de siempre, dejaba de ser el cura de juguete que decían mis hermanas, para ser ya de veras el ministro de Cristo, el hombre que con media docena de palabras haría los más prodigiosos milagros.

Mis padres me abrazaron. Mi madre tenía dos surcos rojos en la cara y sólo sabía decirme: « ¡Hijo, hijo, hijo!» Mi padre, ni eso. Apretaba los labios y se notaba que hacía fuerza para no llorar. Pili y Conchi me miraban con admiración y casi con respeto.

Invadido por Dios Dos días después fue la primera misa. Y éste sí que fue día. Vino toda la familia, hasta los tíos de Barcelona que aún no conocía. Yo subí tembloroso al altar. Comprendía que mi vida había llegado a su meta. Tanto soñar esta hora, y ya había llegado. Yo sentía entonces una alegría como nunca había soñado que pudiera sentirse. Me sentía tan lleno de Dios, tan misteriosamente invadido por su presencia, que hubiera querido volverme a contárselo a todos, salir a la calle y detener a la gente para explicárselo. Yo sabía que mis manos ya no eran mías, ni eran míos mis labios, porque bastaba con que yo pronunciara seis palabras para hacer el más grande de todos los milagros: convertir un pedazo de pan en el Cuerpo de Cristo.

Y entonces venía a mi memoria toda mi vida. Aquellos años infantiles de romper zapatos en el fútbol y jugar a las canicas –¡y mis manos, Señor, aquellas manos…!– Recordaba, sobre todo, aquella noche de diciembre y me parecía que ahora yo estaba repitiéndola. Tanto, que cuando subí al altar tuve la sensación de oír el reloj que aquella noche había dado las diez campanadas. Y cuando me acercaba a la Consagración me parecía como si me hundiese en tierra, igual que aquella noche en la nieve. Me temblaba el corazón como entonces, aunque esta vez no de miedo, sino de gozo.

Oía desde el altar el sonido de las bocinas de los coches que pasaban por la calle, el metralleo de las motos que tomaban la curva, y pensaba: «El mundo sigue rodando, los obreros trabajan en sus fábricas, los oficinistas se inclinan sobre las máquinas de escribir, las amas de casa acercan los pucheros a la lumbre y nadie de ellos conoce esta cosa estupenda que aquí está sucediendo. Pero Dios sí lo sabe. Dios está ahora pendiente de mis labios, olvidándose de todo el resto de la tierra. Porque cuando yo digo las palabras –las seis milagrosas palabras…–, Él vendrá a mis manos para que yo me vuelva y le distribuya a los hombres».

Demasiada, demasiada alegría Cogí el pan entre mis manos –pan ya por pocos instantes– y dije lentamente las misteriosas palabras. Sentí al hacerlo un gozo intenso, algo como si en aquel instante me hubieran vaciado por dentro y me hubieran metido un alma distinta, el mismo Ser de Cristo. Me arrodillé ante el misterio que acababa de realizar. Y no puedo deciros si temblaba o si reía. Aquello pasó en un mundo que hoy no consigo recordar. Creo que en el coro sonaba suave el órgano, supongo que sonó la campanilla, me imagino que fueron muchos los que se estremecieron cuando elevé la Hostia, pienso que mis manos temblarían al hacerlo. Pero todo esto pasaba en un mundo que en aquellos instantes no era el mío. Lo que verdaderamente pasaba entre mis manos quedaba más allá, mucho más allá de cuanto yo pueda deciros.

Luego elevé la Sangre. ¡La Sangre! ¡La Sangre que redime y cambia el curso de la Historia! La Sangre que nos hizo hijos de Dios. Apretaba el cáliz por miedo a derramarla, y casi se me cae con el afán de asegurarle bien.

Después de arrodillarme por segunda vez ante el cáliz, me detuve un instante como abrumado por el peso de cuanto acababa de hacer. No tenía ni fuerzas para levantar los brazos, me había quedado sin respiración. Y no era miedo, no, lo que sentía; era una sensación de alegría aplastante la que me llenaba, algo absolutamente distinto de cuanto había sentido hasta este momento, algo que no podré describir porque nunca acabaré de comprenderlo.

Doy la Comunión a mis padres A1 llegar la Comunión me volví con el Señor entre mis dedos. En el reclinatorio me esperaban mis padres.

Corpus Domini Nostri… «Madre, que es el Cuerpo de Cristo lo que te doy a cambio de mi cuerpo». Pensé: «¡Qué contrastes! Yo doy a quien me hizo, el Cuerpo de Quien la hizo». Y después: «¿Recuerdas aquella noche nevada de diciembre? Aquella muerte de entonces nos mereció esta vida, madre. ¿Recuerdas la despedida de cada año al ir al Seminario? Segundo ya, tercero…> Y luego: «Faltan siete, y cuatro, y dos». Y luego, llorar a cada misa nueva que veías y pensar: «Dentro de nueve meses, de seis, de tres…» Y ahora, madre, ahora todo. Ahora, sí, tu hora. Ya merece vivir para ver esto. Que el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo custodie tu alma para la vida eterna, madre mía. Así, deja que pase la Hostia blanca que yo he consagrado, entre dos ríos de lágrimas, las más dulces lágrimas de tu vida.

Corpus Domini Nostri… –dije–. «Padre, tú, sin llorar, pero con los labios prietos, serenando la emoción; tú siempre un poco al fondo de la casa, silencioso, pero todos sabiendo que tú estabas allí, que tu mano estaba allí para cuando fuera necesaria. Tú, lejos de la casa, pero sabiendo que la casa vive gracias a ti. Tú, escribiendo siempre, pero sabiendo que ahora más que nunca estaba Dios entre tus papeles. No tiembles ahora, padre mío; abre los ojos bien. Sí, es tu hijo el que pone la Hostia sobre tu lengua, sobre tu lengua temblorosa».

¿Para qué sirven los curas? Cuando acabó la misa me senté en un rincón de la iglesia y allí estuve largo rato, como intentando explicarme a mí mismo lo que había sucedido. Todo en mi vida era distinto, comenzaba a sentirme útil y mi existencia empezaba a servir para algo. Me veía entre los hombres con las manos llenas de amor y siendo como un canal entre ellos y Dios, un canal por el que bajarían las gracias del Cielo, por el que subirían las oraciones de la tierra. Me veía derramando el agua santa sobre la frente de los niños, y acompañando los últimos minutos de los moribundos; perdonando a los jóvenes sus pecados– ¡ah, y viéndoles marcharse contentos, con una nueva alegría!– y bendiciendo los nuevos hogares en que se perpetuaría la vida. Veía a los niños arrodillados, puros y angelicales, ante el altar, y yo bajaba hasta ellos y les ponía el Cuerpo del Señor sobre la lengua. Yo rezaba también sobre los muertos, y mi bendición era lo último que descendía sobre sus tumbas entre las paletadas de tierra. Yo bendecía las casas, y los animales, y los frutos, y hablaba a los hombres de Dios, y por ellos, por todos ellos, levantaban en las manos la Hostia blanca, en la que Cristo se nos mostraría y vendría a vivir entre nosotros. < Sí –pensé–; mi vida comienza a servir para algo». Y aunque pasó este maravilloso día, puedo aseguraros que no pasó del todo, porque aquella alegría de la misa primera ha comenzado a repetirse cada mañana, si cabe, más profunda y más serena, ya sin nervios. Y, sobre todo, he comprendido más, cada minuto que ha ido pasando, que esta alegría no se me daba sólo para mí; que el sacerdocio no era una cosa para mi uso personal; que aquel fuego se me había dado para que yo lo repartiera a los demás. Un pueblecito Por eso la gran alegría cuando aquella carta con sobre azul llegó a mis manos. Temblaba antes de abrirla. Me marcaba mi destino: un pueblecito en la montaña. Y aquí estoy. Llegué tarde, y desde el primer momento comprendí con una emoción inexplicable que es igual que San Cebrián de Arriba. Recostado en la ladera de los Picos de Europa, con una iglesia pequeña y pobre, pero clara, que tiene un sagrario de madera dorada y una Virgen de escayola con túnica rosa y manto azul. Con 180 casas apretadas las unas con las otras, como para defenderse mutuamente de la nieve. Y con gente sencilla que a mi paso se quita la gorra y dice: «Ave María purísima». Esta mañana dije mi primera misa entre ellos, y al volverme a decirles: « El Señor esté con vosotros», me daba la impresión de conocerles de antiguo, de haber visto sus caras en otro sitio. Y de pronto comprendí que les había visto en mi corazón, de tantas veces como había soñado por ellos. Tengo también otro pueblecito encargado a cinco kilómetros; un tenue caminito los une, un camino que la nieve borra en el invierno. Pienso que ya estoy ardiendo, que soy el leño en el fuego, el fuego que ilumina, que calienta; que ése es mi destino: consumirme en un acto de servicio, en un glorioso acto de servicio a los hombres. ¡Y estoy tan orgulloso con este destino! ¿Cuánto durará? ¡Qué importa eso! Quizá sean muchos años, como mi tío; quizá sólo unos meses, puede que unos días; quién sabe si esta misma noche no nevará y estará borrado el camino que lleva a Castales y llegará uno a caballo a llamar a mi puerta. Por eso tengo que darme prisa, tengo que buscar en seguida alguien que me sustituya, que siga en la brecha si yo muero. Este fuego no puede –¡no puede!– extinguirse, porque con él se apagaría el mundo. ¿No oís? ¡Callad! ¿No oís un caballo que se acerca en la noche? Sí, ya está ahí. Se ha parado a mi puerta. Va a llamar. Necesito buscar urgentemente –ur-gen-te-men-te– un niño que venga esta noche conmigo, que se disponga a llenar mi vacío si yo muero. Porque el caballo se ha detenido y van a llamar. ¿No lo oís? Se ha detenido, sí, a mi puerta. Va a llamar. Va a llamar… Tomado de “Relatos de un cura joven”, Edibesa, Madrid, 1997, p. 95. Publicado originalmente en febrero de 1957.