Esperar y confiar

El muchacho contempló las ramas llenas de preciosas manzanas. Arrancó una y se derrumbó la rama. Entonces salió el viejo y sin rencor le dijo: “Están verdes, muchacho. Son hermosas, muy hermosas, pero están verdes”. El muchacho pensaba que el viejo se enfadaría, que le gritaría, pero el viejo le habló con palabras cálidas. “Hemos de recogerlas ahora que están verdes y sanas y ya madurarán durante el invierno, pero ahora no se comen, están verdes”. Al día siguiente el muchacho y el viejo colaboraron en la recogida de manzanas. “Es bueno saber que las cosas hay que recogerlas a su tiempo, sin prisas. ¿Lo entiendes?, sin prisas”. El muchacho entendía. Era un mundo nuevo, distinto. Los amigos de la escuela le decían que hay que robar, que todos lo hacen. Sus padres, que la vida y los hombres nunca te dan nada. Pero el muchacho comprendió que el viejo tenía razón, que hay que esperar y confiar. “Las cosas tienen su tiempo, su momento, no puedes crecer demasiado deprisa y disfrutar de la libertad de los mayores. Adelantarse al tiempo es malo, no debes quemar etapas. Debes estar maduro para distinguir el bien y actuar con responsabilidad. Por eso debes seguir el consejo de los mayores. La experiencia supone sabiduría. Si te empeñas en crecer demasiado deprisa no disfrutarás de este momento ni del venidero. Ten paciencia, cuando tu corazón esté maduro disfrutarás de los frutos de la vida”. Pasó el verano y el invierno y el viejo murió una mañana de primavera. Aquel día el río bajaba ligero y transparente. El muchacho recordó unas palabras del viejo sobre el regato: “Ahora no tiene profundidad, más adelante será ancho y grande y tendrá fondo, como la vida”. El muchacho pensó que así había ocurrido con el viejo, con los años estaba cargado de fondo, de sabiduría.

Tomado de José María Sanjuán, “Un puñado de manzanas”.

Compartir la capa

Al entrar en Amiens, un mendigo medio desnudo y casi helado saludó a Martín, soldado. Sin pensarlo dos veces, Martín tomó la capa, la dividió en dos con su espada y le ofreció una de las dos mitades al menesteroso. En el recodo siguiente estaba Cristo vestido con media capa. Le miraba sonriente. —Perdona, Señor, por no haberte dado la capa entera. Con el tiempo Martín se ordenaría sacerdote y más tarde sería obispo de Tours. Con el tiempo fue canonizado y se le venera con el nombre de San Martín de Tours.

Quo vadis, Domine!

Cuenta una antigua tradición que, durante la persecución de Nerón, Pedro, a instancias de la comunidad cristiana, marchó de Roma en busca de un lugar seguro. En el camino se le apareció Jesús. Pedro, al verlo, le preguntó: —Quo vadis, Domine? (¿Adónde vas, Señor?) —Voy a Roma, a ser crucificado de nuevo por ti.

Inmediatamente, Pedro dio la vuelta y volvió a la Urbe, en donde moriría mártir.

El valor de un Avemaría

En el libro “La puerta de la esperanza” cuenta José Luis Olaizola la conversación entre Juan Antonio Vallejo-Nájera y Luis Miguel Dominguín, el primero de ellos con un diagnóstico de cáncer.

En un paseo a caballo el doctor Vallejo Nájera se dirige así a su interlocutor: —Luis Miguel, reza conmigo un Avemaría, aunque solo sea la segunda parte.

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores… que tú, Luis Miguel, lo eres de narices… ahora…

Luego le pide que no deje de rezar todas las noches ese Avemaría, cosa que promete hacer Dominguín.

Unas horas más tarde Dominguín telefoneaba a su amigo: “Juan Antonio, dile a tu Dios que yo le ofrezco mi vida por la tuya, y que ese es el primer favor que le pido”.

¡Qué suerte tener una hija santa!

—No te dejaremos en paz hasta que no hagas lo que te mandamos.

Con esas palabras, el padre y la madre de Catalina trataban de obligarle a casarse con un buen partido de la ciudad y evitar que entregase su vida a Dios.

A Catalina se le rompía el corazón, pero sabía que debía obedecer a Dios por mucho que sus padres insistieran.

Su madre pensaba que Catalina manchaba la honra de la familia, pues eran conocidas sus penitencias y su dedicación a los leprosos.

Cuando murió Catalina, a la edad de 30 años, la ciudad entera salió a la calle para aclamarla. La gente, al ver el dolor de la madre comentaba: —¡Qué suerte tener una hija santa! Pero ella pedía perdón a Dios por no haber sabido entender y ayudar a su hija. Le faltó visión sobrenatural y amor a la libertad.

La roca

Un hombre dormía en su cabaña cuando de repente una luz iluminó la habitación y apareció Dios. El Señor le dijo que tenía un trabajo para él y le enseñó una gran roca frente a la cabaña. Le explicó que debía empujar la piedra con todas sus fuerzas. El hombre hizo lo que el Señor le pidió, día tras día. Por muchos años, desde que salía el sol hasta el ocaso, el hombre empujaba la fría piedra con todas sus fuerzas…y esta no se movía. Todas las noches el hombre regresaba a su cabaña muy cansado y sintiendo que todos sus esfuerzos eran en vano. Como el hombre empezó a sentirse frustrado, Satanás decidió entrar en el juego trayendo pensamientos a su mente: “Has estado empujando esa roca por mucho tiempo, y no se ha movido”. Le dio al hombre la impresión que la tarea que le había sido encomendada era imposible de realizar y que él era un fracaso. Estos pensamientos incrementaron su sentimiento de frustración y desilusión. Satanás le dijo: “¿Por qué esforzarte todo el día en esta tarea imposible? Sólo haz un mínimo esfuerzo y será suficiente”. El hombre pensó en poner en práctica esto pero antes decidió elevar una oración al Señor y confesarle sus sentimientos: “Señor, he trabajado duro por mucho tiempo a tu servicio. He empleado toda mi fuerza para conseguir lo que me pediste, pero aún así, no he podido mover la roca ni un milímetro. ¿Qué pasa? ¿Por qué he fracasado? “. El Señor le respondió con compasión:”Querido amigo, cuando te pedí que me sirvieras y tu aceptaste, te dije que tu tarea era empujar contra la roca con todas tus fuerzas, y lo has hecho. Nunca dije que esperaba que la movieras. Tu tarea era empujar. Ahora vienes a mi sin fuerzas a decirme que has fracasado, pero ¿en realidad fracasaste? Mírate ahora, tus brazos están fuertes y musculosos, tu espalda fuerte y bronceada, tus manos callosas por la constante presión, tus piernas se han vuelto duras. A pesar de la adversidad has crecido mucho y tus habilidades ahora son mayores que las que tuviste alguna vez. Cierto, no has movido la roca, pero tu misión era ser obediente y empujar para ejercitar tu fe en mi. Eso lo has conseguido. Ahora, querido amigo, yo moveré la roca”. Algunas veces, cuando escuchamos la palabra del Señor, tratamos inútilmente de descifrar su voluntad, cuando Dios solo nos pedía obediencia y fe en Él. Debemos ejercitar nuestra fe, que mueve montañas, pero conscientes que es Dios quien al final logra moverlas. Cuando todo parezca ir mal… EMPUJA. Cuando estés agotado por el trabajo… EMPUJA. Cuando la gente no se comporte de la manera que te parece que debería… EMPUJA. Cuando no tienes más dinero para pagar tus cuentas… EMPUJA. Cuando la gente no te comprende… EMPUJA. Cuando te sientas agotado y sin fuerzas… EMPUJA. En los momentos difíciles pide ayuda al Señor y eleva una oración a Jesús para que ilumine tu mente y guíe tus pasos.

María Goretti: Una adolescente mártir por conservar la castidad

María nace el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo (Ancona, Italia), en el seno de una familia pobre de bienes terrenales pero rica en fe y virtudes. Es la tercera de los siete hijos de Luigi Goretti y Assunta Carlini. Al día siguiente de su nacimiento es bautizada y consagrada a la Virgen. Recibirá el sacramento de la Confirmación a los seis años. Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi Goretti emigra con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época. Se estableció en Ferriere di Conca, al servicio del conde Mazzoleni, donde María no tarda en revelar una inteligencia y una madurez precoces. Es como el ángel de la familia: no hay en ella atisbo de capricho, desobediencia o mentira.

Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrae el paludismo y fallece en diez días. Para Assunta y sus hijos empieza un largo calvario. María llora a menudo la muerte de su padre, y aprovecha cualquier ocasión para arrodillarse delante de la verja del cementerio. Quizás su padre se encuentre en el purgatorio, y como ella no dispone de medios para encargar misas por el reposo de su alma, se esfuerza en compensarlo con sus plegarias. Pero no hay que pensar que la muchacha practica la bondad sin esfuerzo, ya que sus sorprendentes progresos son fruto de la oración. Su madre contará que el rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado alrededor de la muñeca. De la contemplación del crucifijo, María se nutre de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el pecado.

María suspira por el día en que recibirá la Sagrada Eucaristía. Según era costumbre en la época, debía esperar hasta los once años, pero un día le pregunta a su madre: “Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?. Quiero a Jesús”. “¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no sabes leer, ni tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo, y no tenemos ni un momento libre.” “¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá! ¡Y yo no puedo estar sin Jesús!” “Y, ¿qué quieres que haga? No puedo dejar que vayas a comulgar como una pequeña ignorante.” Finalmente, María encuentra un medio de prepararse con la ayuda de una persona del lugar, y todo el pueblo acude en su ayuda para proporcionarle ropa de comunión. Recibe la Eucaristía el 29 de mayo de 1902.

La recepción de la Eucaristía aumenta su amor por la pureza y la anima a tomar la resolución de conservar esa virtud a toda costa. Un día, tras haber oído un intercambio de frases deshonestas entre un muchacho y una de sus compañeras, le dice con indignación a su madre: “Mamá, ¡qué mal habla esa niña!”. “Procura no tomar parte nunca en esas conversaciones”. “No quiero ni pensarlo, mamá; antes que hacerlo, preferiría…”, y la palabra “morir” queda entre sus labios. Un mes más tarde, la voz de su sangre terminará la frase.

Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi Goretti se había asociado con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Las dos familias viven en apartamentos separados, pero la cocina es común. Luigi se arrepintió enseguida de aquella unión con Giovanni Serenelli, persona muy diferente de los suyos, bebedor y carente de discreción en sus palabras. Después de la muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo despótico de los Serenelli. María, que ha comprendido la situación, se esfuerza por apoyar a su madre: -Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos ayudará. ¡Lucharemos y seguiremos luchando! Desde la muerte de su marido, Assunta siempre está en el campo y ni siquiera tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la instrucción religiosa de los más pequeños. María se encarga de todo, en la medida de lo posible. Durante las comidas, no se sienta a la mesa hasta que no ha servido a todos, y para ella sirve las sobras. Su obsequiosidad se extiende igualmente a los Serenelli. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había fallecido en el hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa para nada de su hijo Alessandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros indecentes. En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro que la compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había repetido sin cesar a su esposa: -¡Assunta, regresa a Corinaldo! Por desgracia Assunta está endeudada y comprometida por un contrato de arrendamiento.

Al estar en contacto con los Goretti, algunos sentimientos religiosos han hecho mella en Alessandro. A veces se suma al rezo del rosario que realizan en familia, y los días de fiesta asiste a Misa. Incluso se confiesa de vez en cuando. Pero todo ello no impide que haga proposiciones deshonestas a la inocente María, que en un principio no las comprende. Más tarde, al adivinar las intenciones del muchacho, la joven está sobre aviso y rechaza la adulación y las amenazas. Suplica a su madre que no la deje sola en casa, pero no se atreve a explicarle claramente las causas de su pánico, pues Alessandro la ha amenazado: “Si le cuentas algo a tu madre, te mato”. Su único recurso es la oración. La víspera de su muerte, María pide de nuevo llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no recibir más explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede importancia a aquella súplica.

El 5 de julio, a unos cuarenta metros de la casa, están trillando las habas en la era. Alessandro lleva un carro arrastrado por bueyes. Lo hace girar una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo. Hacia las tres de la tarde, en el momento en que María se encuentra sola en casa, Alessandro dice: “Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento los bueyes por mí?”. Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el umbral de la cocina, remienda una camisa que Alessandro le ha entregado después de comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado. “¡María!”, grita Alessandro. “¿Qué quieres?”. “Quiero que me sigas”. “¿Para qué?”. “¡Sígueme!”. “Si no me dices lo que quieres, no te sigo”. Ante semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente del brazo y la arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta. La niña grita, pero el ruido no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se someta, Alessandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero no sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero María se deshace de la mordaza y grita: “No hagas eso, que es pecado… Irás al infierno.” Poco cuidadoso del juicio de Dios, el desgraciado levanta el arma: “Si no te dejas, te mato”. Ante aquella resistencia, la atraviesa a cuchilladas. La niña se pone a gritar: “¡Dios mío! ¡Mamá!”, y cae al suelo. Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir, pero, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la traspasa otra vez de parte a parte; después, sube a encerrarse a su habitación.

María ha recibido catorce heridas graves y se ha desvanecido. Al recobrar el conocimiento, llama al señor Serenelli: “¡Giovanni! Alessandro me ha matado… Venga.” Casi al mismo tiempo, despertada por el ruido, Teresina lanza un grito estridente, que su madre oye. Asustada, le dice a su hijo Mariano: “Corre a buscar a María; dile que Teresina la llama”. En aquel momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama: “¡Assunta, y tú también, Mario, venid!”. Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la escalera a toda prisa. La madre llega también: “¡Mamá!”, gime María. “¡Es Alessandro, que quería hacerme daño!”. Llaman al médico y a los guardias, que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den muerte a Alessandro en el acto.

Después de un largo y penoso viaje en ambulancia, hacia las ocho de la tarde, llegan al hospital. Los médicos se sorprenden de que la niña todavía no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al comprobar que no tiene cura, mandan llamar al capellán. María se confiesa con toda lucidez. Después, los médicos le prodigan sus cuidados durante dos horas, sin dormirla. María no se lamenta, y no deja de rezar y de ofrecer sus sufrimientos a la santísima Virgen, Madre de los Dolores. Su madre consigue que le permitan permanecer a la cabecera de la cama. María aún tiene fuerzas para consolarla: “Mamá, querida mamá, ahora estoy bien… ¿Cómo están mis hermanos y hermanas?”.

A María la devora la sed: “Mamá, dame una gota de agua”. “Mi pobre María, el médico no quiere, porque sería peor para ti”. Extrañada, María sigue diciendo: “¿Cómo es posible que no pueda beber ni una gota de agua?”. Luego, dirige la mirada sobre Jesús crucificado, que también había dicho ¡Tengo sed!, y se resigna. El capellán del hospital la asiste paternalmente y, en el momento de darle la sagrada Comunión, la interroga: “María, ¿perdonas de todo corazón a tu asesino?”. Ella, reprimiendo una instintiva repulsión, le responde: “Sí, lo perdono por el amor de Jesús, y quiero que él también venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado… Que Dios lo perdone, porque yo ya lo he perdonado.” En medio de esos sentimientos, los mismos que tuvo Jesucristo en el Calvario, María recibe la Eucaristía y la Extremaunción, serena, tranquila, humilde en el heroísmo de su victoria. El final se acerca. Se le oye decir: “Papá”. Finalmente, después de una postrera llamada a María, entra en la gloria inmensa del paraíso. Es el día 6 de julio de 1902, a las tres de la tarde. No había cumplido los doce años.

El juicio de Alessandro tiene lugar tres meses después del drama. Aconsejado por su abogado, confiesa: “Me gustaba. La provoqué dos veces al mal, pero no pude conseguir nada. Despechado, preparé el puñal que debía utilizar”. Es condenado a treinta años de trabajos forzados. Aparenta no sentir ningún remordimiento del crimen. A veces se le oye gritar: “¡Anímate, Serenelli, dentro de veintinueve años y seis meses serás un burgués!”. Pero María desde el Cielo no lo olvida. Unos años más tarde, monseñor Blandini, obispo de la diócesis donde está la prisión, siente la inspiración de visitar al asesino para encaminarlo al arrepentimiento. “Es muy terco, está usted perdiendo el tiempo, Monseñor”, afirma el carcelero. Alessandro recibe al obispo refunfuñando, pero ante el recuerdo de María, de su heroico perdón, de la bondad y de la misericordia infinitas de Dios, se deja alcanzar por la gracia. Después de salir el prelado, llora en la soledad de la celda, ante la estupefacción de los carceleros.

Una noche, María se le aparece en sueños, vestida de blanco en los jardines del paraíso. Trastornado, Alessandro escribe a monseñor Blandino: “Lamento sobre todo el crimen que cometí porque soy consciente de haberle quitado la vida a una pobre niña inocente que, hasta el último momento, quiso salvar su honor, sacrificándose antes que ceder a mi criminal voluntad. Pido perdón a Dios públicamente, ya la pobre familia, por el enorme crimen que cometí. Confío obtener también yo el perdón, como tantos otros en la tierra”. Su sincero arrepentimiento y su buena conducta en el penal le devuelven la libertad cuatro años antes de la expiración de la pena. Después, ocupará el puesto de hortelano en un convento de capuchinos, mostrando una conducta ejemplar, y será admitido en la orden tercera de san Francisco. Gracias a su buena disposición, Alessandro es llamado como testigo en el proceso de beatificación de María. Resulta algo muy delicado y penoso para él, pero confiesa: “Debo reparación, y debo hacer todo lo que esté en mi mano para su glorificación. Toda la culpa es mía. Me dejé llevar por la brutal pasión. Ella es una santa, una verdadera mártir. Es una de las primeras en el paraíso, después de lo que tuvo que sufrir por mi causa”.

En la Navidad de 1937, se dirige a Corinaldo, lugar donde Assunta Goretti se había retirado con sus hijos. Lo hace simplemente para hacer reparación y pedir perdón a la madre de su víctima. Nada más llegar ante ella, le pregunta llorando. “Assunta, ¿puede perdonarme?”. “Si María te perdonó, ¿cómo no voy a perdonarte yo?”. El mismo día de Navidad, los habitantes de Corinaldo se ven sorprendidos y emocionados al ver aproximarse a la mesa de la Eucaristía, uno junto a otro, a Alessandro y Assunta.

La fama de María Goretti se extendía cada vez más y fueron apareciendo numerosas muestras de santidad. Después de largos estudios, la Santa Sede la canonizó el 24 de junio de 1950 en una ceremonia que se tuvo que realizar en la Plaza de San Pedro debido a la gran cantidad de asistentes. En la ceremonia de canonización acompañaron a Pío XII la madre, dos hermanas y un hermano de María. Durante esta ceremonia Su Santidad Pío XII exaltó la virtud de la santa y sus estudiosos afirman que por la vida que llevó aún cuando no hubiera sido mártir habría merecido ser declarada santa. Sus restos mortales descansan en el santuario de Nettuno de los pasionistas.

En la homilía pronunciada por el papa Pío XII en la canonización de Santa María Goretti como mártir el 26 de junio de 1959, entresacamos unos párrafos: «De todo el mundo es conocida la lucha con que tuvo que enfrentarse, indefensa, esta virgen; una turbia y ciega tempestad se alzó de pronto contra ella, pretendiendo manchar y violar su angélico candor. (…) Fortalecida por la gracia del cielo, a la que respondió con una voluntad fuerte y generosa, entregó su vida sin perder la gloria de la virginidad.

»En la vida de esta humilde doncella, tal cual la hemos resumido en breves trazos, podemos contemplar un espectáculo no sólo digno del cielo, sino digno también de que lo miren, llenos de admiración y veneración, los hombres de nuestro tiempo. Aprendan los padres y madres de familia cuán importante es el que eduquen a los hijos que Dios les ha dado en la rectitud, la santidad y la fortaleza, en la obediencia a los preceptos de la religión católica, para que, cuando su virtud se halle en peligro, salgan de él victoriosos, íntegros y puros, con la ayuda de la gracia divina. Aprenda la alegre niñez, aprenda la animosa juventud a no abandonarse lamentablemente a los placeres efímeros y vanos, a no ceder ante la seducción del vicio, sino, por el contrario, a luchar con firmeza, por muy arduo y difícil que sea el camino que lleva a la perfección cristiana, perfección a la que todos podemos llegar tarde o temprano con nuestra fuerza de voluntad, ayudada por la gracia de Dios, esforzándonos, trabajando y orando.

»No todos estamos llamados a sufrir el martirio, pero sí estamos todos llamados a la consecución de esta virtud cristiana. Pero esta virtud requiere una fortaleza que, aunque no llegue a igualar el grado cumbre de esta angelical doncella, exige, no obstante, un largo, diligentísimo e ininterrumpido esfuerzo, que no terminará sino con nuestra vida. Por esto, semejante esfuerzo puede equipararse a un lento y continuado martirio, al que nos amonestan aquellas palabras de Jesucristo: El reino de los cielos se abre paso a viva fuerza, y los que pugnan por entrar lo arrebatan.

»Animémonos todos a esta lucha cotidiana, apoyados en la gracia del cielo; sírvanos de estímulo la santa virgen y mártir María Goretti; que ella, desde el trono celestial, donde goza de la felicidad eterna, nos alcance del Redentor divino, con sus oraciones, que todos, cada cual según sus peculiares condiciones, sigamos sus huellas ilustres con generosidad, con sincera voluntad y con auténtico esfuerzo.» La influencia de María Goretti continúa en nuestros días. El Papa Juan Pablo II la presenta especialmente como modelo para los jóvenes: “Nuestra vocación por la santidad, que es la vocación de todo bautizado, se ve alentada por el ejemplo de esta joven mártir. Miradla sobre todo vosotros los adolescentes, vosotros los jóvenes. Sed capaces, como ella, de defender la pureza del corazón y del cuerpo; esforzaos por luchar contra el mal y el pecado, alimentando vuestra comunión con el Señor mediante la oración, el ejercicio cotidiano de la mortificación y la escrupulosa observancia de los mandamientos” (29.IX.91). La realidad y el poder de la ayuda divina se manifiestan de una manera particularmente tangible en los mártires. Elevándolos al honor de los altares, “la Iglesia ha canonizado su testimonio y declara verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida” (Veritatis splendor, n. 91). Indudablemente, pocas personas son llamadas a padecer el martirio de la sangre. Sin embargo, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita para amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (id, 93).

Por eso el Papa no teme decir a los jóvenes: “No tengáis miedo de ir contracorriente, de rechazar los ídolos del mundo”. y explica: “Mediante el pecado, damos la espalda a Dios, nuestro único bien, y elegimos ponernos del lado de los ídolos que nos conducen a la muerte ya la condenación eterna, al infierno”. María Goretti “nos alienta a experimentar la alegría de los pobres que saben renunciar a todo con tal de no perder lo único que es necesario: la amistad de Dios… Queridos jóvenes, escuchad la voz de Cristo que os llama, también a vosotros, al estrecho sendero de la santidad” (29.IX.91).

Santa María Goretti nos recuerda que “el estrecho sendero de la santidad” pasa por la fidelidad a la virtud de la castidad. “Para algunas personas que se hallan en ambientes donde se ofende y se desacredita la castidad -escribe el cardenal López Trujillo-, vivir castamente puede exigir una dura lucha, a veces heroica. De todas formas, con la gracia de Cristo, que se desprende de su amor de Esposo por la Iglesia, todos pueden vivir castamente, incluso si se hallan en circunstancias poco favorables a ello.” “Que la alegre infancia y la ardiente juventud aprendan a no abandonarse desesperadamente a los gozos efímeros y vanos de la voluptuosidad, ni a los placeres de los vicios embriagadores que destruyen la apacible inocencia, engendran sombría tristeza y debilitan más pronto o más tarde las fuerzas del espíritu y del cuerpo”, advertía el Papa Pío XII con motivo de la canonización de Santa María Goretti. El Catecismo de la Iglesia católica recuerda lo siguiente: “O el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (n. 2339).

Para poder crear un clima favorable a la castidad, es importante practicar la modestia y el pudor en la manera de hablar, de actuar y de vestir. Con esas virtudes, la persona es respetada y amada por sí misma, en lugar de ser contemplada y tratada como objeto de placer. Siguiendo el ejemplo de María Goretti, los jóvenes pueden descubrir “el valor de la verdad que libera al hombre de la esclavitud de las realidades materiales”, y podrán “descubrir el gusto por la auténtica belleza y por el bien que vence al mal” (Juan Pablo II, id).

Con ocasión del centenario de su muerte, el 30 de junio de 2002, el cardenal Sergio Sebastiani ilustró las virtudes de esta santa: «Confianza en la providencia, amor hacia el prójimo, rechazo de la violencia y respeto de la propia dignidad de mujer, oración y unión con Dios, heroísmo del perdón por amor a Cristo, fe en la vida ultraterrena».

«El martirio de “Marietta” -como era conocida por sus familiares y amigos- es el culmen de un itinerario humano y espiritual que había llegado a la radicalidad evangélica en la cotidianidad de su vida de preadolescente y por esto mantiene todavía hoy actualidad y frescura».

«Estas opciones, como la de entregar la vida a Cristo y perdonar al agresor no se dan por casualidad: la santidad no se improvisa». «La pureza de la niña, su capacidad de perdón y la conversión del asesino son temas de reflexión no sólo para los creyentes, sino también para quien no cree porque ayudan a cultivar una dimensión “elevada” de la vida.» Para el biógrafo de la santa, el padre Giovanni Alberti, de la Congregación de los Pasionistas, a los que está confiado el Santuario de Nettuno dedicado a María Goretti, la santa es un modelo que hay que «proponer a los adolescentes de hoy porque, enamorada de Cristo, le supo seguir de modo radical». «Sus gestos, sus opciones, su tacto hacia el agresor son los de una niña que ha sabido comportarse como una mujer, pequeña mujer orgullosa de serlo».

El santuario de Nettuno, donde yacen los restos de María Goretti se encuentra entre los más frecuentados por multitudes que aumentan continuamente, y que provienen de todos los continentes. La imagen de la niña rubia con los lirios de la pureza, cuelga de la pared de millones de casas y se guarda en innumerables carteras. Todos los meses, en la revista de los Padres Pasionistas, custodios de la basílica en las costas del Lazio, se dedican páginas y páginas a reseñar las gracias y los prodigios obtenidos por intercesión de esta niña.

En realidad -comenta Vittorio Messori-, aun quedándonos en un plano completamente «laico», ¿hay algo más actual que la defensa desesperada de una niña ante la agresión brutal de un violador? ¿Y acaso hay alguien -sea cual sea su fe o su incredulidad- que hoy, sobre todo, no perciba la nobleza vertiginosa de las últimas palabras de la agonizante: «Decidle a Alessandro que no sólo le perdono, sino que ofrezco mi muerte para que el Señor lo lleve conmigo al Paraíso»? Y entre tantos propósitos de recuperación, tan a menudo frustrados, de quien se ha equivocado, ¿acaso no da qué pensar la vida voluntariamente penitente en la cárcel, durante 27 años del asesino, y finalmente su retiro a un convento capuchino, donde acabó sus días muriendo, por añadidura, en loor de santidad? Aquella misma Iglesia que había elevado a la víctima a la gloria de los altares, acogió con amor de madre también al homicida y lo guió por los senderos humildes del rescate y de la redención. ¿Acaso no hay también aquí, un ejemplo sobre el que reflexionar, para los hijos de culturas y de ideologías despiadadas que no conocen el perdón y levantan muros entre «ellos» y los «otros»? En los grandes discursos, a menudo tan demagógicos, sobre los excluidos, marginados, pobres, ¿puede considerarse irrelevante que se haya levantado a la veneración del mundo entero a la última entre los últimos, a la hija huérfana de un temporero venido de Corinaldo a morir de malaria en el infierno de los pantanos? Son preguntas que nos parece legítimo plantear a aquellos que no escatiman ironías sobre el culto tributado por la Iglesia a una niña que no había cumplido los doce años y que prefirió morir antes de renunciar a la dignidad que un pobre desgraciado, casi de su edad, en un arrebato sexual, quería arrancarle. Sin olvidar, además, que si María Goretti está en los altares, no ha sido por estrategias o cálculos clericales, sino por la irresistible presión del pueblo. Hay algo de misterio en el instinto que, inmediatamente, impulsó a las multitudes a invocar la ayuda de esta oscura pequeña que, por su parte, respondió a las invocaciones con una auténtica lluvia de gracias.

Cuando el 24 de junio de 1950 Pío XII procedió a su canonización, la Plaza de San Pedro estaba abarrotada de una multitud inmensa que nadie había organizado y que había acudido, festiva, espontáneamente. Y nadie, a no ser el instinto de la fe, conduce hacia el santuario de Nettuno a las grandes masas que concurren allí continuamente. La santidad es «democrática», incluso y sobre todo, aquella que la Iglesia ha reconocido a la pequeña que dio su testimonio bajo el cielo del inmenso pantano.

Luis Gonzaga: Una vocación muy joven nacida a contracorriente

Luis Gonzaga nació el 9 de marzo de 1568, y fue el mayor de los ocho hijos de un matrimonio formado por el príncipe imperial Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere (Italia) y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un alto cargo.

La madre era ferviente cristiana, pero a don Ferrante sólo le interesaba su futuro mundano, y que fuese un prestigioso militar como él. A los nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano puro de la Toscana. Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador de la época, “formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie”. Sin embargo, Luis, ante aquellos ejemplos funestos, supo mantener sus principios morales.

A Luis le atraían mucho las aventuras militares de las tropas entre las que vivió sus primeros años, así como la gloria que se le ofrecía al ser el primogénito y heredero de tan importante familia, pero de muy joven comprendió que había un ideal mas grande y que requería mas valor y virtud.

Fue en Montserrat donde vislumbró su vocación. Hacía poco más de dos años que vivía en Florencia con su hermano, cuando su padre los trasladó a la corte del duque de Mántua, que acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis aún no llegaba a los doce años. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos, y un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.

Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, y con ocasión de la larga estancia en cama dedicó mucho tiempo a la lectura de la colección de “Vidas de los Santos” de Surius. También leyó “Las cartas de Indias”, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús para trabajar por la evangelización de esas gentes. Dios se sirvió de aquellas lecturas para hacerle descubrir lo que quería de él. Luis, como primer paso, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.

En 1581, Ferrante tuvo que escoltar a la emperatriz María de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia le acompañó y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó el tiempo –una hora diaria de meditación– que se había propuesto dedicar al trato con Dios. Su madurez, extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione parecía no estar en su sano juicio.

El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas de Madrid, oyó claramente una voz interior que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús». Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta lo comunicó a su esposo, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se sumaba en su mente la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de dinero.

Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras se repetía: “¡Mi hijo no será fraile!”. Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como salió. Se sucedieron escenas violentísimas entre padre e hijo. Ferrante tenía “otros planes”, pero su hijo prefería seguir los planes de Dios.

Ferrante persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al regresar a Italia en julio de 1584 y llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. Se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se sumó la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes –algunos de ellos eclesiásticos– que recurrieron a diversas promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.

Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas».

Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma, y el 25 de noviembre de 1585 ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant’Andrea. Acababa de cumplir dieciocho años.

Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar, había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de la entrega de su hijo había sido un rayo de luz para mejor su vida en sus últimos momentos.

Al poco de ingresar en la orden, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: la alegría espiritual que el amor de Dios y la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron de pronto. Pero el joven novicio supo ser fiel a su vocación también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo.

Más adelante fue trasladado de Milán para completar sus estudios teológicos. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más serviles.

Cierto día, durante sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le urgió a arreciar su esfuerzo por buscar la santidad.

En 1591 hubo en Roma una gran epidemia. Luis trabajó con gran dedicación atendiendo a los numerosísimos enfermos de toda la población romana, y acabó por contraer la enfermedad y murió santamente la medianoche del 20 al 21 de junio de 1591, a los veintitrés años de edad.

Sus restos se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma. Fue canonizado en 1726. El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes. El Papa Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.

La Iglesia ha bendecido siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. “Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió Don Bosco muy pocos días antes de su muerte. Porque –como ha escrito José Miguel Cejas– es realmente entusiasmante el panorama de los santos de la Iglesia católica. Se dan cita todos los estados, todas las profesiones, todos los temperamentos y culturas. Militares fogosos, madres de familia, artistas, campesinos, juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros, sacerdotes. Y la mayoría de ellos se entregaron jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo: la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux, Bernardette Soubirous, María Goretti… murieron en la adolescencia, o en plena juventud.

Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la cansina y sempiterna cantinela de que “son demasiado jóvenes para entregarse a Dios”, o que “han de esperar a saber más de la vida”, ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita muchos años de edad.

Kiko Argüello: De ateo contestatario a fundador de uno de las carismas más pujantes

En 1964, un joven madrileño, Kiko Argüello, comenzaba en uno de los barrios más pobres de Madrid el Camino Neocatecumenal, uno de los carismas de la Iglesia católica más pujantes del momento, cuyos Estatutos fueron reconocidos oficialmente el 28 de junio de 2002, momento en el que esta realidad eclesial está difundida en más de 105 naciones en los cinco continentes, con más de 1.500 comunidades distribuidas en 800 diócesis y 5.000 parroquias.

Kiko Argüello era uno de los prototipos contestatarios de los años sesenta. De familia burguesa y católica, estudió Bellas Artes en Madrid. Pronto cayó en el ateísmo. Ganó un Premio Nacional de Pintura. A pesar del éxito profesional, no era feliz: «Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después –confiesa en una de las pocas entrevistas que ha concedido–. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¿Para qué levantarme? ¿Quién soy yo? ¿Por qué vivimos? ¿Para qué ganar dinero? ¿Para qué casarse? Y así, todo ante mí carecía de sentido».

«Preguntaba a la gente a mi alrededor –añadía en aquellas declaraciones concedidas al diario español La Razón (8-01-2000)–: «Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?» y no sabían qué responder. Se abría un gran abismo dentro de mí. Escapaba de mí mismo. Ese abismo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo».

Un día entró en su cuarto y comenzó a gritar a ese Dios: «¡Si existes, ayúdame, no sé quién eres, ayúdame! Y en aquel momento Dios tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que comencé a llorar. Sorprendido, me preguntaba, ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, como uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre”».

«Eso fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí, y que alguien dentro de mí me decía que Dios existe, como comenta San Pablo: “El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”».

Siguiendo las huellas del padre Charles de Foucauld, en 1964 deja todo para vivir entre los más pobres, en las barracas de Palomeras Altas, en la periferia de Madrid. En contacto con los pobres, el Señor le lleva a descubrir una síntesis teológica catequética y formará con ellos, por obra del Espíritu Santo, una comunidad que vive celebrando la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Aparece el trípode sobre el que se basa el Camino Neocatecumenal: Palabra, Liturgia y Comunidad. Con Carmen Hernández, y con ayuda de algunos sacerdotes, esta experiencia es introducida en algunas parroquias españolas. Nacía así esta una nueva realidad eclesial.

Un acontecimiento muy importante fue la visita de monseñor Casimiro Morcillo, entonces arzobispo de Madrid, a aquella comunidad de Palomeras.

Profundamente conmovido, reconoció la acción de Dios en aquellos pobres y bendijo aquel embrión del Camino Neocatecumenal, el cual, desde aquel día, ha sido llevado adelante por Kiko y Carmen, buscando la comunión con los obispos.

Después Kiko y Carmen fueron llamados a predicar el Evangelio a algunas parroquias de Madrid. Allí, entre gente de clase media y culta, personas de parroquia que, en el fondo, estaban convencidas de ser ya cristianas y que se defendían frente al anuncio de Jesucristo y de la llamada a conversión, apareció poco a poco ante sus ojos el catecumenado como itinerario de iniciación cristiana, gradual y progresivo, por etapas, para llegar a las aguas de la piscina bautismal, y, por lo tanto, la necesidad de un neocatecumenado, de un catecumenado post-bautismal.

¿Qué es el Camino Neocatecumenal? Para Kiko Argüello «el proceso actual de secularización ha llevado a mucha gente a abandonar la fe y la Iglesia. Por eso es necesario abrir de nuevo un itinerario de formación al cristianismo». «El Camino Neocatecumenal no pretende formar un movimiento en sí mismo, sino que trata de ayudar a las parroquias a abrir un camino de iniciación cristiana hacia el bautismo para descubrir lo que significa ser cristiano. Es un instrumento al servicio de los obispos, dentro de las parroquias, para volver a traer la fe a tanta gente que la ha abandonado».

Esta experiencia, como él mismo explica, recupera de la Iglesia primitiva el «kerigma», que es el anuncio de la salvación, al que le sigue un cambio de vida en el catecúmeno y que es sellado posteriormente por la liturgia.

«La renovación –comenta Kiko Argüello– que se ha llevado a cabo en las parroquias, gracias al neocatecumenado, ha provocado de hecho un sorprendente impulso misionero que ha hecho que muchísimos catequistas y familias enteras se ofrezcan para ser enviados a aquellos lugares de la Tierra donde sea necesario evangelizar. Otro fruto importante en la iglesia local es el florecimiento de numerosísimas vocaciones, tanto a la vida religiosa como a la vida sacerdotal. Ha posibilitado el resurgimiento de cuarenta seminarios diocesanos misioneros que puedan acudir en ayuda –en este momento de falta de vocaciones– de tantas diócesis que se encuentran en dificultad».

Testimonio de Kiko Argüello: Soy hijo de una familia normal, burguesa, de Madrid. Mi padre era abogado, Una familia acomodada. Soy primogénito de cuatro hermanos. Mis padres eran católicos. Después de haber terminado el colegio, al ir a la universidad, entré en crisis con mi familia y conmigo mismo, sobre todo por el ambiente en la facultad de Bellas Artes de Madrid, que era completamente ateo, marxista. En seguida me di cuenta de que la formación que yo había recibido, tanto en la familia como en el colegio, no me servía de nada para responder a los problemas que tenía de todo tipo (afectivos, psicológicos, de identidad). Me preguntaba: ¿quién soy yo?, ¿por qué existe la injusticia en el mundo?, ¿por qué las guerras?, etc.” Me fui alejando de la Iglesia hasta dejarla totalmente. Había entrado en una profunda crisis buscando el sentido de mi vida. En Bellas Arte hice teatro. Conocí el teatro de Sartre y milité en esta línea un poco atea. Me dediqué a pintar, a hacer exposiciones…” “Bien, Dios permitió que yo hiciese una experiencia de ateísmo, o, si queréis, una kenosis, un profundo descenso al infierno de mi existencia, una existencia sin Dios. Dios ha permitido que yo cortase todos los lazos con la trascendencia. Me escandalizaba profundamente de la indiferencia de mucha gente. Todas las personas de mi alrededor eran personas que iban a misa, pero en definitiva su vida no era profundamente cristiana… Desde mi familia, en la que mi madre iba a misa todos los días, u mi padre era católico. Pero el dios de mi casa era el dinero. La mayoría de las conversaciones en mi casa eran sobre el dinero. “No estaba Dios en el centro de mi familia ni en el centro de la mentalidad que se tenía en mi casa, y eso era normal. Lo mismo puedo decir de mis tíos, y de todo el ambiente en el que me movía. La religión era un aspecto más, una especie de barniz cultural, que al menos a mí no me convencía. Tal vez porque era pintor, artista, y tenía una profunda sensibilidad y un absoluto deseo de coherencia, de verdad. No aceptaba ser un burgués como mis padres, ni vivir una vida así, como supongo que les habrá sucedido también a tantos jóvenes. Recuerdo que entonces iba a misa el domingo y, con quince años, algunos amigos, estando la iglesia llena, nos quedábamos al fondo -era antes del Concilio- y aguantábamos allí de pie…, íbamos a aquella misa porque no se predicaba, era más breve…, se oía una campanilla y nos poníamos de rodillas, nos levantábamos y esperábamos a que terminase para poder largarnos.” “Yo me daba cuenta de que aquella no era una manera de practicar. Aunque parezca extraño, la misa así de mal vivida fue la situación por la que me iba dando cuenta de que tenía que dejarlo, tenía que buscar otros caminos. Una cosa tenía clara: no podía engañarme a mí mismo. No podía ser un cretino, un estúpido: o creía seriamente en Dios o, si no creía, era mejor dejarlo… y así es como lo dejé todo.” “Entonces intenté ser coherente con un tipo de existencialismo: con el absurdo total de la existencia humana. Y comencé a sufrir mucho porque ante mí todo el mundo se convertía en ceniza: se convertía en ceniza mi existencia, se convertía en ceniza todo. No tenía interés por nada, ni siquiera por pintar. Y tuve la fortuna, o si queréis la desgracia, de ganar un Premio Nacional de pintura muy importante en España. Entonces salí en televisión, en los periódicos, me había abierto camino profesionalmente, y esto ya fue la “última gota”, porque veía que aquello no daba ningún sentido a mi vida.” “Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después. Y, de hecho, estaba literalmente sorprendido de que la gente fuese capaz de vivir cuando yo no era capaz de vivir. La gente se ilusionaba por el fútbol, por el cine… A mí no me decían nada. El fútbol no me gustaba, y el cine me parecía estúpido. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¡para qué levantarme?, ¿quién soy yo?, ¿para qué ganar dinero?, ¿para qué casarme? Y así todo ante mí carecía de sentido… Recuerdo que sentía cono si el cielo estuviese hecho de cemento, y yo me encontrase bajo una gran cloaca. Tenía esa imagen… El cielo, totalmente cerrado ante mí…” “Preguntaba a la gente a mi alrededor: “Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?”, y no sabían ni por qué ni para qué vivían, pero vivían… Tal vez tenía que ser así, simplemente, vivir: uno se levanta, va a clase, come, después se va al cine o llama a un amigo… ¡Benditos los que son capaces de vivir así! Yo no lo era. Me refugiaba, escapaba de mí mismo. Se abría un gran abismo dentro de mí. ¡Abismo que en el fondo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo! “Entonces me ayudó mucho -por eso leer es siempre bueno- un filósofo que se llama Bergson. Bergson es el filósofo de la intuición. Dice que la intuición es un método de conocimiento superior a la razón. Dios permitió que ésta fuese para mí la primera chispa que me iluminase un poco, porque me había dado cuenta de que en el fondo yo era un racionalista, que me estaba destruyendo a mí mismo, por que en el fondo de mí algo no podía aceptar el absurdo de todo lo creado. Porque soy un pintor, y entendía la belleza de la naturaleza: el agua, los árboles, los pájaros, las montañas. “Me di cuenta de que para negar que todo tenía un sentido, para negar que Dios existe, se necesitaba tanta fe como para creer que existía. Y yo había dado el paso de aceptar que Dios no existía. Pero era una acción racionalista que chocaba con algo dentro de mí. Y entonces me dije: “Mira que la razón no lo es todo, que en el hombre también está la intuición”. Entonces con la intuición llegaba a reconocer que todo tenía un sentido, que existía Dios, que Él sabía por qué existo yo. Pero no sabía cono encontrarlo.” “Luego leía el Evangelio que dice: no oponer resistencia al malvado…, si alguno te abofetea en la mejilla derecha…, si alguno te roba… Recuerdo que una vez mi padre se enfadó y le dije: “Mira lo que dice aquí. Tú eres católico ¿no?” Y él me dijo que eso eran cosas de los santos, de San Francisco, y no sé de quién… Entonces le contesté: “Este libro, la Biblia, lo puedes tirar por la ventana porque he entendido que no tiene ninguna relación con la realidad. Me niegas que esto se pueda vivir, que las cosas son como son…, que la vida es otra cosa: estudiar, ganar dinero, vencer… Entonces, ¿la Biblia, la fe, para qué os sirve…?” “Entré entonces en mi cuarto, y me puse a gritar a este Dios que no lo conocía. Le gritaba: ¡Ayúdame! ¡No sé quién eres! Y en aquel momento el Señor tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que lloraba amargamente, me caían las lágrimas, lágrimas a ríos. Sorprendido me preguntaba: ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, cono uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre” y entonces aún no se lo cree y llora por la sorpresa de que le han liberado. Esto fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí y que alguien dentro de mí me ha dicho que Dios existe.” ¿Qué era lo que me había pasado? Fue un toque, un testimonio profundo que me decía no solo que Dios existe, sino que Cristo es Dios. “De hecho me presenté a un sacerdote y le dije que quería hacerme cristiano, y él me dijo: “¿como?, ¿es que no estás bautizado?” “Sí estoy bautizado”, le contesté. “Entonces, ¿qué quieres?, ¿hiciste la primera comunión?”. “¡Si!, pero mira que yo…” “Ah, que quieres confesarte!…” No me entendía. Pero yo sabía que lo que quería era hacerme cristiano, y para eso, ¿ir a confesarme un día y ya está? Yo sabía que hacerse cristiano tenía que ser algo muy serio. Así es como por fin hice Cursillos de Cristiandad, una iniciativa que surgió en España por aquellos años. Y me ayudó. Comencé una verdadera búsqueda del Señor. Iba a la iglesia y decía a los demás: “Ayudadme a hacerme cristiano!”.

“Después , mi pintura cambió. Comencé a pintar arte religioso. Algunos conocéis mis iconos. Al poco tiempo fundamos un grupo de artistas, un movimiento de renovación del arte sagrado para hacer las iglesias más hermosas. Arquitectos, escultores y pintores nos pusimos a reconstruir la Iglesia, un poco como empezó San Francisco. Pero en un cierto momento me di cuenta de que no servía nada reconstruir la iglesia exteriormente cuando tanta gente cono yo me había encontrado, en una terrible situación”. “El Señor me permitió encontrar a una persona que sufría. Entonces lo dejé todo y a todos. También mi prometedora carrera de pintor. Me fui a vivir a las chabolas. En Charles de Foucauld encontré la fórmula para vivir: una imagen de San Francisco, una Biblia -que sigo llevando conmigo porque la leo todos los días- y una guitarra. Entre las chabolas hechas con cartones, muy parecidas a las del Brasil, encontré una barraca que servía para los perros vagabundos y me metí allí. Hacía un frío terrible y venían todos los perros vagabundos a darme calor. Era algo gracioso estar allí con los perros, que de repente se encontraron con un nuevo huésped en su perrera que era yo.” ¿Pero qué hacía allí y en esas condiciones? Dios me quería en las chabolas para empezar un camino de conversión para muchísima gente. Allí en la chabolas ocurrió un milagro. Mis vecinos, la mayoría gitanos, me preguntaban quién era yo. Tenía barba, hablaba de forma distinta a la de ellos, pero hacía la misma vida: pedía limosna, trabajaba ocasionalmente como obrero… Entonces ellos me preguntaban, pero yo no quería hablarles. De Foucauld había aprendido la imagen de la vida oculta de Cristo: estar silenciosamente a los pies del Cristo-desecho de la humanidad, destruido. Ser el último es estar ahí, a sus pies. Pero el Señor empezó a llevarme, en primer lugar, a dos chicos perseguidos por la policía por vender droga, y después a un indigente borracho. Al poco tiempo éramos un grupo de diecisiete personas en mi chabola de tres metros cuadrados. Lleno total. Allí me encontré con la sorpresa de que tenía que hablarles, darles una razón de mi fe. Tomaba la guitarra, cantábamos, abría la Escritura y decía: “¡Señor, ayúdame. Yo no sé predicar, no sé hablar!”, del profeta Ezequiel. He visto que el Señor me daba un significado a la Palabra para poder amarles a ellos, por amor a estos pobres que traían las manos llenas de pecados. Uno había estado siete veces en la cárcel, otra era un vieja fea y prostituta. había ladrones, vagabundos que recogían cartones por la calle y los vendían, gitanos que andaban vagabundos. Tuve muchos problemas y conflictos. Intentaron matarme dos veces… Una historia que es mejor no contar.” “Un día el jefe de un clan de gitanos, que estaba en lucha con otro clan, y que venía mucho a verme para pedirme la guitarra, me preguntó qué decía la Biblia sobre los enemigos. Me contó que, tras un enfrentamiento entre los dos clanes, él había golpeado a la madre del jefe de otro en la cabeza, y que le tuvieron que dar quince puntos. Como entre ellos rige la “ley del Talión”, pasados dos años había llegado el otro con deseos de venganza. Como en ese período la relación entre los dos clanes estaba en calma, decidieron ambos jefes encontrarse solos, y pelearse a bastonazos, hasta hacerse sangrar. Mi joven amigo estaba muy preocupado. Yo abrí la Escritura y le leí el Sermón de la Montaña, donde se invita a no poner resistencia al mal. “¿Entonces, debo dejar que me mate a bastonazos?” Le di el otro único libro que yo llevaba conmigo: “Las Florecillas de San Francisco”. Lo leía y venía todas las tardes a comentármelo. Hemos rezado juntos para buscar una salida, para que pudiese salvar la vida sin necesidad de matar al otro. La única solución era ir sin el bastón en son de paz. El día de la lucha se presentaron antes a mí con el bastón. Al final lo convencí y fue sin él. Yo me puse de rodillas a rezar el rosario para que la Virgen María salvase la vida de aquel chico. El tiempo pasaba. Las dos, las tres de la madrugada. Pensé que habría muerto, cuando le vi llegar. Al verlo sin el bastón, su adversario decidió resolver la disputa económicamente. Me amigo decidió pagarle “un tanto”. Se llama José Agudo. Ahora está en el Camino, y tiene trece hijos”.

“Un día José me llevó a hablar a su tribu. Fue en una cueva enorme llena de gitanos. me dijo: “Háblales”, y no sabía que decir. Así que empecé por el principio, y me puse a hablarles de Adán y Eva, cuando de repente la madre de José Agudo se levantó: “Yo se que en el cielo hay una mano potente, que es Dios. ¿Pero lo de la otra vida, lo del infierno, todas esas cosas de los curas? ¡Yo lo único que sé es que mi padre murió y no ha vuelto a casa! ¡Cuando yo vea a un muerto volver del cementerio creeré!”. Se levantaron todos y se fueron. y yo me quedé allí, bloqueado, atontado, sin saber que hacer. Aquella mujer, sin embargo, sin quererlo, me había dado la clave, porque me había dicho que estaba dispuesta a escucharme cuando yo hubiese encontrado un hombre que hubiese salido del cementerio. Y efectivamente, buscando en la predicación primitiva y en los Hechos de los Apóstoles, se encuentra el testimonio de un pagano de nombre Festo, que le dice a Agripa que había un prisionero -que era San Pablo- que decía cosas muy interesantes. Festo hablaba a menudo con Pablo, pero la única cosa que habían entendido, y se lo decía a Agripa, era esto: “Hay un prisionero que habla de un muerto, que él dice que ha muerto, pero que vive, que ha vuelto de la muerte, ¡que ha vencido a la muerte!” De toda la predicación de San Pablo, Festo recordaba sólo esto. Os cuento esto para deciros en dos pinceladas cómo el Señor me ha hecho ir entrando en este kerigma, en este modo de anunciar la salvación, de dar en el núcleo central.” “Cada vez que me he sentido desalentado, he sentido una voz dentro de mí que me decía. “¡Coraje, Kiko, ánimo, que te quiero!” “¿De verdad que me quieres?” “En serio, ¡te quiero mucho, muchísimo!” Cristo me ha prometido: “Kiko, ¡tú no morirás!” ¡Un bautizado que viva coherentemente la fe ya ha resucitado con Cristo en el bautismo y forma parte del cuerpo de Cristo resucitado! Aquella gitana que me decía: “¿Cuándo has visto tú un hombre venir del cementerio?” Yo ahora le puedo contestar: “Yo he visto a este hombre que ha salido de la tumba y ha venido a decirme: ¡La paz esté con vosotros, yo he vencido al mundo!” Por eso os invito a terminar con un canto. Cantemos un canto de la victoria de Cristo sobre la muerte, cantemos juntos ese canto que hice en las chabolas, que se llama ¡Resucitó!”

Lo mismo encontrarás aquí

Una historieta popular del cercano oriente cuenta que un joven llegó al borde de un oasis contiguo a un pueblo y acercándose a un anciano le preguntó: “¿Qué clase de persona vive en este lugar?”. “¿Qué clase de persona vive en el lugar de donde tú vienes?”, preguntó a su vez el anciano. “Oh, un grupo de egoístas y malvados –replicó el joven–; estoy encantado de haberme ido de allí”. A lo cual el anciano contestó: “Lo mismo vas a encontrar aquí”. Ese mismo día, otro joven se acercó a beber agua al oasis y viendo al anciano, preguntó: “¿Qué clase de personas viven en este lugar?”. El viejo respondió con la misma pregunta: “¿Qué clase de personas viven en el lugar de donde tú vienes?”. “Gente magnífica, honesta, amigable, hospitalaria, me duele mucho haberlos dejado”. “Lo mismo encontrarás aquí”, respondió el anciano. Un hombre que había oído ambas conversaciones preguntó al viejo: “¿Cómo es posible dar dos respuestas diferentes a la misma pregunta?”. A lo cual el viejo respondió: “Cada cual lleva en su corazón el medio ambiente donde vive. Aquel que no encontró nada nuevo en los lugares donde estuvo, no podrá encontrar otra cosa aquí. Aquel que encontró amigos allá, podrá encontrar también amigos aquí, porque la actitud mental es lo único en tu vida sobre lo cual puedes mantener control absoluto”. Si tienes una actitud positiva hallarás la verdadera riqueza de la vida.