Luis Gonzaga: Una vocación muy joven nacida a contracorriente

Luis Gonzaga nació el 9 de marzo de 1568, y fue el mayor de los ocho hijos de un matrimonio formado por el príncipe imperial Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere (Italia) y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un alto cargo.

La madre era ferviente cristiana, pero a don Ferrante sólo le interesaba su futuro mundano, y que fuese un prestigioso militar como él. A los nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano puro de la Toscana. Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador de la época, “formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie”. Sin embargo, Luis, ante aquellos ejemplos funestos, supo mantener sus principios morales.

A Luis le atraían mucho las aventuras militares de las tropas entre las que vivió sus primeros años, así como la gloria que se le ofrecía al ser el primogénito y heredero de tan importante familia, pero de muy joven comprendió que había un ideal mas grande y que requería mas valor y virtud.

Fue en Montserrat donde vislumbró su vocación. Hacía poco más de dos años que vivía en Florencia con su hermano, cuando su padre los trasladó a la corte del duque de Mántua, que acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis aún no llegaba a los doce años. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos, y un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.

Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, y con ocasión de la larga estancia en cama dedicó mucho tiempo a la lectura de la colección de “Vidas de los Santos” de Surius. También leyó “Las cartas de Indias”, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús para trabajar por la evangelización de esas gentes. Dios se sirvió de aquellas lecturas para hacerle descubrir lo que quería de él. Luis, como primer paso, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.

En 1581, Ferrante tuvo que escoltar a la emperatriz María de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia le acompañó y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó el tiempo –una hora diaria de meditación– que se había propuesto dedicar al trato con Dios. Su madurez, extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione parecía no estar en su sano juicio.

El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas de Madrid, oyó claramente una voz interior que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús». Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta lo comunicó a su esposo, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se sumaba en su mente la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de dinero.

Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras se repetía: “¡Mi hijo no será fraile!”. Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como salió. Se sucedieron escenas violentísimas entre padre e hijo. Ferrante tenía “otros planes”, pero su hijo prefería seguir los planes de Dios.

Ferrante persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al regresar a Italia en julio de 1584 y llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. Se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se sumó la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes –algunos de ellos eclesiásticos– que recurrieron a diversas promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.

Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas».

Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma, y el 25 de noviembre de 1585 ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant’Andrea. Acababa de cumplir dieciocho años.

Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar, había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de la entrega de su hijo había sido un rayo de luz para mejor su vida en sus últimos momentos.

Al poco de ingresar en la orden, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: la alegría espiritual que el amor de Dios y la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron de pronto. Pero el joven novicio supo ser fiel a su vocación también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo.

Más adelante fue trasladado de Milán para completar sus estudios teológicos. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más serviles.

Cierto día, durante sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le urgió a arreciar su esfuerzo por buscar la santidad.

En 1591 hubo en Roma una gran epidemia. Luis trabajó con gran dedicación atendiendo a los numerosísimos enfermos de toda la población romana, y acabó por contraer la enfermedad y murió santamente la medianoche del 20 al 21 de junio de 1591, a los veintitrés años de edad.

Sus restos se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma. Fue canonizado en 1726. El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes. El Papa Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.

La Iglesia ha bendecido siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. “Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió Don Bosco muy pocos días antes de su muerte. Porque –como ha escrito José Miguel Cejas– es realmente entusiasmante el panorama de los santos de la Iglesia católica. Se dan cita todos los estados, todas las profesiones, todos los temperamentos y culturas. Militares fogosos, madres de familia, artistas, campesinos, juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros, sacerdotes. Y la mayoría de ellos se entregaron jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo: la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux, Bernardette Soubirous, María Goretti… murieron en la adolescencia, o en plena juventud.

Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la cansina y sempiterna cantinela de que “son demasiado jóvenes para entregarse a Dios”, o que “han de esperar a saber más de la vida”, ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita muchos años de edad.

Kiko Argüello: De ateo contestatario a fundador de uno de las carismas más pujantes

En 1964, un joven madrileño, Kiko Argüello, comenzaba en uno de los barrios más pobres de Madrid el Camino Neocatecumenal, uno de los carismas de la Iglesia católica más pujantes del momento, cuyos Estatutos fueron reconocidos oficialmente el 28 de junio de 2002, momento en el que esta realidad eclesial está difundida en más de 105 naciones en los cinco continentes, con más de 1.500 comunidades distribuidas en 800 diócesis y 5.000 parroquias.

Kiko Argüello era uno de los prototipos contestatarios de los años sesenta. De familia burguesa y católica, estudió Bellas Artes en Madrid. Pronto cayó en el ateísmo. Ganó un Premio Nacional de Pintura. A pesar del éxito profesional, no era feliz: «Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después –confiesa en una de las pocas entrevistas que ha concedido–. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¿Para qué levantarme? ¿Quién soy yo? ¿Por qué vivimos? ¿Para qué ganar dinero? ¿Para qué casarse? Y así, todo ante mí carecía de sentido».

«Preguntaba a la gente a mi alrededor –añadía en aquellas declaraciones concedidas al diario español La Razón (8-01-2000)–: «Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?» y no sabían qué responder. Se abría un gran abismo dentro de mí. Escapaba de mí mismo. Ese abismo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo».

Un día entró en su cuarto y comenzó a gritar a ese Dios: «¡Si existes, ayúdame, no sé quién eres, ayúdame! Y en aquel momento Dios tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que comencé a llorar. Sorprendido, me preguntaba, ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, como uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre”».

«Eso fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí, y que alguien dentro de mí me decía que Dios existe, como comenta San Pablo: “El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”».

Siguiendo las huellas del padre Charles de Foucauld, en 1964 deja todo para vivir entre los más pobres, en las barracas de Palomeras Altas, en la periferia de Madrid. En contacto con los pobres, el Señor le lleva a descubrir una síntesis teológica catequética y formará con ellos, por obra del Espíritu Santo, una comunidad que vive celebrando la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Aparece el trípode sobre el que se basa el Camino Neocatecumenal: Palabra, Liturgia y Comunidad. Con Carmen Hernández, y con ayuda de algunos sacerdotes, esta experiencia es introducida en algunas parroquias españolas. Nacía así esta una nueva realidad eclesial.

Un acontecimiento muy importante fue la visita de monseñor Casimiro Morcillo, entonces arzobispo de Madrid, a aquella comunidad de Palomeras.

Profundamente conmovido, reconoció la acción de Dios en aquellos pobres y bendijo aquel embrión del Camino Neocatecumenal, el cual, desde aquel día, ha sido llevado adelante por Kiko y Carmen, buscando la comunión con los obispos.

Después Kiko y Carmen fueron llamados a predicar el Evangelio a algunas parroquias de Madrid. Allí, entre gente de clase media y culta, personas de parroquia que, en el fondo, estaban convencidas de ser ya cristianas y que se defendían frente al anuncio de Jesucristo y de la llamada a conversión, apareció poco a poco ante sus ojos el catecumenado como itinerario de iniciación cristiana, gradual y progresivo, por etapas, para llegar a las aguas de la piscina bautismal, y, por lo tanto, la necesidad de un neocatecumenado, de un catecumenado post-bautismal.

¿Qué es el Camino Neocatecumenal? Para Kiko Argüello «el proceso actual de secularización ha llevado a mucha gente a abandonar la fe y la Iglesia. Por eso es necesario abrir de nuevo un itinerario de formación al cristianismo». «El Camino Neocatecumenal no pretende formar un movimiento en sí mismo, sino que trata de ayudar a las parroquias a abrir un camino de iniciación cristiana hacia el bautismo para descubrir lo que significa ser cristiano. Es un instrumento al servicio de los obispos, dentro de las parroquias, para volver a traer la fe a tanta gente que la ha abandonado».

Esta experiencia, como él mismo explica, recupera de la Iglesia primitiva el «kerigma», que es el anuncio de la salvación, al que le sigue un cambio de vida en el catecúmeno y que es sellado posteriormente por la liturgia.

«La renovación –comenta Kiko Argüello– que se ha llevado a cabo en las parroquias, gracias al neocatecumenado, ha provocado de hecho un sorprendente impulso misionero que ha hecho que muchísimos catequistas y familias enteras se ofrezcan para ser enviados a aquellos lugares de la Tierra donde sea necesario evangelizar. Otro fruto importante en la iglesia local es el florecimiento de numerosísimas vocaciones, tanto a la vida religiosa como a la vida sacerdotal. Ha posibilitado el resurgimiento de cuarenta seminarios diocesanos misioneros que puedan acudir en ayuda –en este momento de falta de vocaciones– de tantas diócesis que se encuentran en dificultad».

Testimonio de Kiko Argüello: Soy hijo de una familia normal, burguesa, de Madrid. Mi padre era abogado, Una familia acomodada. Soy primogénito de cuatro hermanos. Mis padres eran católicos. Después de haber terminado el colegio, al ir a la universidad, entré en crisis con mi familia y conmigo mismo, sobre todo por el ambiente en la facultad de Bellas Artes de Madrid, que era completamente ateo, marxista. En seguida me di cuenta de que la formación que yo había recibido, tanto en la familia como en el colegio, no me servía de nada para responder a los problemas que tenía de todo tipo (afectivos, psicológicos, de identidad). Me preguntaba: ¿quién soy yo?, ¿por qué existe la injusticia en el mundo?, ¿por qué las guerras?, etc.” Me fui alejando de la Iglesia hasta dejarla totalmente. Había entrado en una profunda crisis buscando el sentido de mi vida. En Bellas Arte hice teatro. Conocí el teatro de Sartre y milité en esta línea un poco atea. Me dediqué a pintar, a hacer exposiciones…” “Bien, Dios permitió que yo hiciese una experiencia de ateísmo, o, si queréis, una kenosis, un profundo descenso al infierno de mi existencia, una existencia sin Dios. Dios ha permitido que yo cortase todos los lazos con la trascendencia. Me escandalizaba profundamente de la indiferencia de mucha gente. Todas las personas de mi alrededor eran personas que iban a misa, pero en definitiva su vida no era profundamente cristiana… Desde mi familia, en la que mi madre iba a misa todos los días, u mi padre era católico. Pero el dios de mi casa era el dinero. La mayoría de las conversaciones en mi casa eran sobre el dinero. “No estaba Dios en el centro de mi familia ni en el centro de la mentalidad que se tenía en mi casa, y eso era normal. Lo mismo puedo decir de mis tíos, y de todo el ambiente en el que me movía. La religión era un aspecto más, una especie de barniz cultural, que al menos a mí no me convencía. Tal vez porque era pintor, artista, y tenía una profunda sensibilidad y un absoluto deseo de coherencia, de verdad. No aceptaba ser un burgués como mis padres, ni vivir una vida así, como supongo que les habrá sucedido también a tantos jóvenes. Recuerdo que entonces iba a misa el domingo y, con quince años, algunos amigos, estando la iglesia llena, nos quedábamos al fondo -era antes del Concilio- y aguantábamos allí de pie…, íbamos a aquella misa porque no se predicaba, era más breve…, se oía una campanilla y nos poníamos de rodillas, nos levantábamos y esperábamos a que terminase para poder largarnos.” “Yo me daba cuenta de que aquella no era una manera de practicar. Aunque parezca extraño, la misa así de mal vivida fue la situación por la que me iba dando cuenta de que tenía que dejarlo, tenía que buscar otros caminos. Una cosa tenía clara: no podía engañarme a mí mismo. No podía ser un cretino, un estúpido: o creía seriamente en Dios o, si no creía, era mejor dejarlo… y así es como lo dejé todo.” “Entonces intenté ser coherente con un tipo de existencialismo: con el absurdo total de la existencia humana. Y comencé a sufrir mucho porque ante mí todo el mundo se convertía en ceniza: se convertía en ceniza mi existencia, se convertía en ceniza todo. No tenía interés por nada, ni siquiera por pintar. Y tuve la fortuna, o si queréis la desgracia, de ganar un Premio Nacional de pintura muy importante en España. Entonces salí en televisión, en los periódicos, me había abierto camino profesionalmente, y esto ya fue la “última gota”, porque veía que aquello no daba ningún sentido a mi vida.” “Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después. Y, de hecho, estaba literalmente sorprendido de que la gente fuese capaz de vivir cuando yo no era capaz de vivir. La gente se ilusionaba por el fútbol, por el cine… A mí no me decían nada. El fútbol no me gustaba, y el cine me parecía estúpido. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¡para qué levantarme?, ¿quién soy yo?, ¿para qué ganar dinero?, ¿para qué casarme? Y así todo ante mí carecía de sentido… Recuerdo que sentía cono si el cielo estuviese hecho de cemento, y yo me encontrase bajo una gran cloaca. Tenía esa imagen… El cielo, totalmente cerrado ante mí…” “Preguntaba a la gente a mi alrededor: “Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?”, y no sabían ni por qué ni para qué vivían, pero vivían… Tal vez tenía que ser así, simplemente, vivir: uno se levanta, va a clase, come, después se va al cine o llama a un amigo… ¡Benditos los que son capaces de vivir así! Yo no lo era. Me refugiaba, escapaba de mí mismo. Se abría un gran abismo dentro de mí. ¡Abismo que en el fondo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo! “Entonces me ayudó mucho -por eso leer es siempre bueno- un filósofo que se llama Bergson. Bergson es el filósofo de la intuición. Dice que la intuición es un método de conocimiento superior a la razón. Dios permitió que ésta fuese para mí la primera chispa que me iluminase un poco, porque me había dado cuenta de que en el fondo yo era un racionalista, que me estaba destruyendo a mí mismo, por que en el fondo de mí algo no podía aceptar el absurdo de todo lo creado. Porque soy un pintor, y entendía la belleza de la naturaleza: el agua, los árboles, los pájaros, las montañas. “Me di cuenta de que para negar que todo tenía un sentido, para negar que Dios existe, se necesitaba tanta fe como para creer que existía. Y yo había dado el paso de aceptar que Dios no existía. Pero era una acción racionalista que chocaba con algo dentro de mí. Y entonces me dije: “Mira que la razón no lo es todo, que en el hombre también está la intuición”. Entonces con la intuición llegaba a reconocer que todo tenía un sentido, que existía Dios, que Él sabía por qué existo yo. Pero no sabía cono encontrarlo.” “Luego leía el Evangelio que dice: no oponer resistencia al malvado…, si alguno te abofetea en la mejilla derecha…, si alguno te roba… Recuerdo que una vez mi padre se enfadó y le dije: “Mira lo que dice aquí. Tú eres católico ¿no?” Y él me dijo que eso eran cosas de los santos, de San Francisco, y no sé de quién… Entonces le contesté: “Este libro, la Biblia, lo puedes tirar por la ventana porque he entendido que no tiene ninguna relación con la realidad. Me niegas que esto se pueda vivir, que las cosas son como son…, que la vida es otra cosa: estudiar, ganar dinero, vencer… Entonces, ¿la Biblia, la fe, para qué os sirve…?” “Entré entonces en mi cuarto, y me puse a gritar a este Dios que no lo conocía. Le gritaba: ¡Ayúdame! ¡No sé quién eres! Y en aquel momento el Señor tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que lloraba amargamente, me caían las lágrimas, lágrimas a ríos. Sorprendido me preguntaba: ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, cono uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre” y entonces aún no se lo cree y llora por la sorpresa de que le han liberado. Esto fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí y que alguien dentro de mí me ha dicho que Dios existe.” ¿Qué era lo que me había pasado? Fue un toque, un testimonio profundo que me decía no solo que Dios existe, sino que Cristo es Dios. “De hecho me presenté a un sacerdote y le dije que quería hacerme cristiano, y él me dijo: “¿como?, ¿es que no estás bautizado?” “Sí estoy bautizado”, le contesté. “Entonces, ¿qué quieres?, ¿hiciste la primera comunión?”. “¡Si!, pero mira que yo…” “Ah, que quieres confesarte!…” No me entendía. Pero yo sabía que lo que quería era hacerme cristiano, y para eso, ¿ir a confesarme un día y ya está? Yo sabía que hacerse cristiano tenía que ser algo muy serio. Así es como por fin hice Cursillos de Cristiandad, una iniciativa que surgió en España por aquellos años. Y me ayudó. Comencé una verdadera búsqueda del Señor. Iba a la iglesia y decía a los demás: “Ayudadme a hacerme cristiano!”.

“Después , mi pintura cambió. Comencé a pintar arte religioso. Algunos conocéis mis iconos. Al poco tiempo fundamos un grupo de artistas, un movimiento de renovación del arte sagrado para hacer las iglesias más hermosas. Arquitectos, escultores y pintores nos pusimos a reconstruir la Iglesia, un poco como empezó San Francisco. Pero en un cierto momento me di cuenta de que no servía nada reconstruir la iglesia exteriormente cuando tanta gente cono yo me había encontrado, en una terrible situación”. “El Señor me permitió encontrar a una persona que sufría. Entonces lo dejé todo y a todos. También mi prometedora carrera de pintor. Me fui a vivir a las chabolas. En Charles de Foucauld encontré la fórmula para vivir: una imagen de San Francisco, una Biblia -que sigo llevando conmigo porque la leo todos los días- y una guitarra. Entre las chabolas hechas con cartones, muy parecidas a las del Brasil, encontré una barraca que servía para los perros vagabundos y me metí allí. Hacía un frío terrible y venían todos los perros vagabundos a darme calor. Era algo gracioso estar allí con los perros, que de repente se encontraron con un nuevo huésped en su perrera que era yo.” ¿Pero qué hacía allí y en esas condiciones? Dios me quería en las chabolas para empezar un camino de conversión para muchísima gente. Allí en la chabolas ocurrió un milagro. Mis vecinos, la mayoría gitanos, me preguntaban quién era yo. Tenía barba, hablaba de forma distinta a la de ellos, pero hacía la misma vida: pedía limosna, trabajaba ocasionalmente como obrero… Entonces ellos me preguntaban, pero yo no quería hablarles. De Foucauld había aprendido la imagen de la vida oculta de Cristo: estar silenciosamente a los pies del Cristo-desecho de la humanidad, destruido. Ser el último es estar ahí, a sus pies. Pero el Señor empezó a llevarme, en primer lugar, a dos chicos perseguidos por la policía por vender droga, y después a un indigente borracho. Al poco tiempo éramos un grupo de diecisiete personas en mi chabola de tres metros cuadrados. Lleno total. Allí me encontré con la sorpresa de que tenía que hablarles, darles una razón de mi fe. Tomaba la guitarra, cantábamos, abría la Escritura y decía: “¡Señor, ayúdame. Yo no sé predicar, no sé hablar!”, del profeta Ezequiel. He visto que el Señor me daba un significado a la Palabra para poder amarles a ellos, por amor a estos pobres que traían las manos llenas de pecados. Uno había estado siete veces en la cárcel, otra era un vieja fea y prostituta. había ladrones, vagabundos que recogían cartones por la calle y los vendían, gitanos que andaban vagabundos. Tuve muchos problemas y conflictos. Intentaron matarme dos veces… Una historia que es mejor no contar.” “Un día el jefe de un clan de gitanos, que estaba en lucha con otro clan, y que venía mucho a verme para pedirme la guitarra, me preguntó qué decía la Biblia sobre los enemigos. Me contó que, tras un enfrentamiento entre los dos clanes, él había golpeado a la madre del jefe de otro en la cabeza, y que le tuvieron que dar quince puntos. Como entre ellos rige la “ley del Talión”, pasados dos años había llegado el otro con deseos de venganza. Como en ese período la relación entre los dos clanes estaba en calma, decidieron ambos jefes encontrarse solos, y pelearse a bastonazos, hasta hacerse sangrar. Mi joven amigo estaba muy preocupado. Yo abrí la Escritura y le leí el Sermón de la Montaña, donde se invita a no poner resistencia al mal. “¿Entonces, debo dejar que me mate a bastonazos?” Le di el otro único libro que yo llevaba conmigo: “Las Florecillas de San Francisco”. Lo leía y venía todas las tardes a comentármelo. Hemos rezado juntos para buscar una salida, para que pudiese salvar la vida sin necesidad de matar al otro. La única solución era ir sin el bastón en son de paz. El día de la lucha se presentaron antes a mí con el bastón. Al final lo convencí y fue sin él. Yo me puse de rodillas a rezar el rosario para que la Virgen María salvase la vida de aquel chico. El tiempo pasaba. Las dos, las tres de la madrugada. Pensé que habría muerto, cuando le vi llegar. Al verlo sin el bastón, su adversario decidió resolver la disputa económicamente. Me amigo decidió pagarle “un tanto”. Se llama José Agudo. Ahora está en el Camino, y tiene trece hijos”.

“Un día José me llevó a hablar a su tribu. Fue en una cueva enorme llena de gitanos. me dijo: “Háblales”, y no sabía que decir. Así que empecé por el principio, y me puse a hablarles de Adán y Eva, cuando de repente la madre de José Agudo se levantó: “Yo se que en el cielo hay una mano potente, que es Dios. ¿Pero lo de la otra vida, lo del infierno, todas esas cosas de los curas? ¡Yo lo único que sé es que mi padre murió y no ha vuelto a casa! ¡Cuando yo vea a un muerto volver del cementerio creeré!”. Se levantaron todos y se fueron. y yo me quedé allí, bloqueado, atontado, sin saber que hacer. Aquella mujer, sin embargo, sin quererlo, me había dado la clave, porque me había dicho que estaba dispuesta a escucharme cuando yo hubiese encontrado un hombre que hubiese salido del cementerio. Y efectivamente, buscando en la predicación primitiva y en los Hechos de los Apóstoles, se encuentra el testimonio de un pagano de nombre Festo, que le dice a Agripa que había un prisionero -que era San Pablo- que decía cosas muy interesantes. Festo hablaba a menudo con Pablo, pero la única cosa que habían entendido, y se lo decía a Agripa, era esto: “Hay un prisionero que habla de un muerto, que él dice que ha muerto, pero que vive, que ha vuelto de la muerte, ¡que ha vencido a la muerte!” De toda la predicación de San Pablo, Festo recordaba sólo esto. Os cuento esto para deciros en dos pinceladas cómo el Señor me ha hecho ir entrando en este kerigma, en este modo de anunciar la salvación, de dar en el núcleo central.” “Cada vez que me he sentido desalentado, he sentido una voz dentro de mí que me decía. “¡Coraje, Kiko, ánimo, que te quiero!” “¿De verdad que me quieres?” “En serio, ¡te quiero mucho, muchísimo!” Cristo me ha prometido: “Kiko, ¡tú no morirás!” ¡Un bautizado que viva coherentemente la fe ya ha resucitado con Cristo en el bautismo y forma parte del cuerpo de Cristo resucitado! Aquella gitana que me decía: “¿Cuándo has visto tú un hombre venir del cementerio?” Yo ahora le puedo contestar: “Yo he visto a este hombre que ha salido de la tumba y ha venido a decirme: ¡La paz esté con vosotros, yo he vencido al mundo!” Por eso os invito a terminar con un canto. Cantemos un canto de la victoria de Cristo sobre la muerte, cantemos juntos ese canto que hice en las chabolas, que se llama ¡Resucitó!”

Justicia

Haz justicia con alguien y acabarás por amarlo. Pero si eres injusto con él, acabarás por odiarlo.

John Ruskin Es cosa fácil ser bueno; lo difícil es ser justo.

Víctor Hugo Cuando las personas tienen libertad para hacer lo que quieren, por lo general comienzan a imitarse mutuamente.

Françoise Sagan. Escritora francesa.

Sólo pensar en traicionar es ya una traición consumada.

Cesare Cantú. Político, historiador y literato italiano.

Haz lo que sea justo. Lo demás vendrá por sí solo.

J. W. Goethe. Escritor alemán.

Pronto se arrepiente el que juzga apresuradamente.

Pablio Siro Es peor cometer una injusticia que padecerla porque quien la comete se convierte en injusto y quien la padece no.

Sócrates Una palabra hiere más profundamente que una espada.

Richard Burton Saber lo que es equitativo y no hacerlo, he ahí la cobardía.

Confucio Donde hay poca justicia es un peligro tener razón.

Francisco de Quevedo (1850-1645). Escritor español.

Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez.

Francisco de Quevedo (1850-1645). Escritor español.

Nadie ofrece tanto como el que no piensa cumplir.

Francisco de Quevedo (1850-1645). Escritor español.

Justicia sin misericordia es crueldad.

Tomás de Aquino El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino aquel que pudiendo ser injusto no quiere serlo.

Menandro (342-291 a.C.). Comediógrafo griego

Reconocer la tentación

Un rabino judío decidió poner a prueba sus discípulos. ¿Qué es lo que haríais, hijos míos, si os encontraseis un saco de dinero en el camino? El primero meditó un momento y contestó: Lo devolvería a su dueño, maestro. “Ha hablado muy prontamente -pensó para sí el rabino-, me pregunto si será sincero.” El segundo discípulo dijo: “Si no me viera nadie, me lo quedaría.” “Ha hablado con sinceridad -pensó el rabino-, pero no es digno de confianza.” Finalmente, el tercero dijo: “Probablemente tendría tentación de quedarme el dinero, por eso rogaría a Dios que me diera fuerzas para resistir este impulso y actuar correctamente.” “He aquí un hombre sincero en quien puedo confiar”, concluyó el rabino.

Hablar con los padres ancianos

Mi padre me llama mucho por teléfono -decía un hombre joven-. Voy poco a verle. Ya sabes cómo son los viejos, cuentan siempre las mismas cosas una y otra vez. Además nunca faltan cosas que hacer: el trabajo, mi mujer, mis amigos… En cambio yo -le dijo su compañero- procuro hablar mucho con mi padre. Caray -se apenó el otro-, eres mejor que yo. Soy igual que tú -respondió el amigo con tristeza-, mi padre murió hace tiempo y ahora sigo hablando con él, pues pienso que me escucha desde el Cielo. Pero mientras vivió, le visitaba poco y apenas hablaba con él. Ahora siento su ausencia, y lo busco cuando ya se me fue. Te recomiendo que procures hablar con él ahora que lo tienes, no esperes a visitarle en el cementerio, como tengo que hacer yo.

Tener imaginación

Un cazador va a África y lleva su perrito Foxterrier para no sentirse solo. Un día, ya en África, el perrito, persiguiendo mariposas, se aleja y se extravía, comenzando a vagar solo por la selva. En eso ve a lo lejos que viene una pantera enorme a todo correr, y al ver que la pantera lo quiere devorar, piensa rápidamente qué puede hacer. Ve un montón de huesos de un animal muerto y se pone a mordisquearlos. Cuando la pantera está a punto de atacarlo, el perrito dice: “¡Uah…, qué rica estaba esta pantera que me acabo de comer!”. La pantera lo escucha y frena en seco, gira y huye despavorida pensando: “¡Este animal casi me come a mi también!”. Un mono que andaba trepando en un árbol cercano y que había visto y oído toda la escena, sale corriendo tras la pantera para contarle cómo había sido engañada por el perrito. Pero el perrito oye al mono chivato. El mono contó todo a la pantera, y esta, muy enojada, le dice al mono: “¡Súbete a mi espalda y busquemos a ese perro maldito, a ver quién se come a quién!”. Y salen corriendo a toda velocidad a buscar al Foxterrier. El perrito ve a lo lejos que vuelve la pantera, ahora con el mono chivato encima. “¿Y ahora qué hago…?”, se pregunta. En vez de salir corriendo, que habría sido su perdición, se queda sentado dándoles la espalda como si no los hubiera visto. Cuando la pantera está a punto de atacarle, el perrito dice: “¡Pero qué mono más sinvergüenza…! Hace media hora que lo mandé a traerme otra pantera y todavía no había aparecido…!”. Como decía Albert Einstein, en los momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento.

Cuida a los que amas

Había una joven muy rica, que tenía de todo, un marido maravilloso, unos hijos encantadores, un empleo que le daba muchísimo bien, una familia unida. Lo malo es que ella no conseguía conciliar todo eso, el trabajo y los quehaceres le ocupaban todo el tiempo, y ella lo quitaba de los hijos y su marido, y así las personas que ella amaba eran siempre dejadas para después. Hasta que un día, su padre, un hombre muy sabio, le dio un regalo: una flor carísima y rarísima, de la cual sólo había un ejemplar en todo el mundo. Y le dijo: “Hija, esta flor te va a ayudar mucho, más de lo que te imaginas. Tan sólo tendrás que regarla de vez en cuando, y a veces conversar un poco con ella, y te dará a cambio ese perfume maravilloso y esas maravillosas flores”. La joven quedó muy emocionada, pues la flor era de una belleza sin igual. Pero el tiempo fue pasando, los problemas surgieron de nuevo, el trabajo consumía todo su tiempo, y su vida, que continuaba confusa, no le permitía cuidar de la flor. Llegaba a casa, miraba la flor y todavía estaba allí. No mostraban señal de estropearse, estaba linda y perfumada. Entonces ella pasaba de largo. Hasta que un día, de pronto, la flor murió. Ella llegó a casa y se llevó un susto. La flor estaba completamente muerta, caída, y su raíz estaba reseca. La joven lloró mucho, y contó a su padre lo que había ocurrido. Su padre entonces respondió: “Yo ya me imaginaba que eso ocurriría, y no te puedo dar otra flor, porque no existe otra igual a esa, pues era única, igual que tus hijos, tu marido y tu familia. Todos son bendiciones que Dios te dio, pero tú tienes que aprender a regarlos y prestarles atención, pues al igual que la flor, los sentimientos también mueren. Te acostumbraste a ver la flor siempre allí, siempre florida, siempre perfumada, y te olvidaste de cuidarla. ¡Cuida a las personas que amas!”.

La canasta vacía

Así como una imagen vale más que mil palabras, una historia adecuada ilustra más que cien libros. La esposa del Faraón de Egipto había perdido muchos hijos en su vientre. Este parto, seguramente, era su última oportunidad para darle un heredero al Faraón. Rodeada de médicos y sirvientas el dolor de su vientre fue en aumento hasta que explotó en un grito de dolor liberador y, simultáneamente a su muerte dio un parto de cinco hijos, cuatro de ellos varones y una niña. El Faraón crió con amor y dedicación a sus hijos, dándoles la educación de futuros gobernantes a los varones y de princesa a la hija. Pasados los años y crecidos sus hijos, el Faraón se enfrentó al dilema de escoger a su sucesor. Dado que todos habían nacido en el mismo parto, no había un primogénito a quién el derecho le correspondiese naturalmente. Consultó con el Consejo de Ancianos: “Qué debo hacer? ¿Cómo elegir a mi sucesor? Quizás deba dividir el Imperio en cuatro reinos para ser justo con todos ellos.” Los sabios respondieron: “No, majestad, dividir el Imperio implica debilitarlo y ello acarreará su destrucción. Además, usted tuvo cinco hijos y sería injusto con su hija. Lo mejor es hacer un concurso entre ellos y el que traiga el proyecto que más beneficie a Egipto, ese sea el escogido”. Satisfecho con la sabiduría del consejo recibido, el Faraón citó a sus hijos -incluida la hija- y les dijo: “Tienen seis meses para plantear el Proyecto más beneficioso para Egipto, quién así lo haga será elegido mi sucesor.” Seis meses después los cinco hijos se congregaron en el Salón del Faraón portando los varones gran cantidad de maquetas y planos, y la hija una canasta vacía. El Faraón escuchó por turno los proyectos. Cada cual superaba al anterior: un sistema de caminos para el Reino, un sistema de canales de riego, un sistema de silos para las cosechas, un sistema de puertos para el comercio… Era difícil pensar en uno que superase en beneficios al otro. La discusión para analizar el valor de cada uno, sin duda sería ardua, problemática y difícil. Sin embargo, al llegar el turno a la hija ésta mostró su canasta vacía y dijo: “Padre, yo traigo una canasta vacía que hoy vale tanto como las maquetas que has visto. Nadie puede decir qué obra es la mejor hasta no verla hecha y, para ese entonces el contenido de mi canasta podría superar en valor a cualquiera de ellos.” Todos quedaron sorprendidos por el enunciado, pero el Faraón y el Consejo de Sabios estuvieron de acuerdo en que discutir el valor de los proyectos no tenía más sentido que discutir el valor del contenido de una canasta vacía. Entonces la solución fue obvia: los recursos del reino se emplearían para el desarrollo de los proyectos durante dos años y, al cabo de ese tiempo se analizaría el beneficio real de cada obra para el Reino. Pasaron los dos años de febril actividad y llegó el momento de presentarse al Salón del Trono. Cada uno de los hijos venía orgulloso con gran cantidad de documentos y asesores para demostrar que su obra había sido la más beneficiosa al Reino. Y la hija llegó con su canasta vacía. A su turno, cada hijo expuso el valor de las obras hechas: cómo ahora el sistema de riego había aumentado las cosechas, cómo el sistema de caminos permitía que esas cosechas llegasen hasta el último rincón del Reino, cómo el sistema de silos permitía almacenarlas de modo limpio y seguro, cómo los nuevos puertos eran fuente de comercio y prosperidad. Al llegar el turno de la hija, esta señaló su canasta y dijo: “Padre, tal como lo anuncié, el tiempo me permitiría dar valor al contenido de esta canasta. Ahora lo veis: gracias a mi canasta vacía el Reino tiene canales, caminos, silos y puertos. Sin ella sólo hubiésemos tenido proyectos y una larga discusión para ver cuál era el mejor sin que nunca ocurriese nada.” Los cuatro hermanos se dieron la vuelta, sorprendidos y azorados, y tras un momento de vacilación se arrodillaron frente a su hermana. Y así Egipto tuvo su primera Emperatriz. (Adaptación libre y resumida del cuento “La Canasta Vacía”, de Ana María Aguado, Buenos Aires, 1998).

El heredero

Érase una vez, de acuerdo con la leyenda, que un reino europeo estaba regido por un rey muy cristiano, y con fama de santidad, que no tenía hijos. El monarca envió a sus heraldos a colocar un anuncio en todos los pueblos y aldeas de sus dominios. Este decía que cualquier joven que reuniera los requisitos exigidos, para aspirar a ser posible sucesor al trono, debería solicitar una entrevista con el Rey. A todo candidato se le exigían dos características: 1º Amar a Dios. 2º Amar a su prójimo. En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y reflexionó que él cumplía los requisitos, pues amaba a Dios y, así mismo, a sus vecinos. Una sola cosa le impedía ir, pues era tan pobre que no contaba con vestimentas dignas para presentarse ante el santo monarca. Carecía también de los fondos necesarios a fin de adquirir las provisiones necesarias para tan largo viaje hasta el castillo real. Su pobreza no sería un impedimento para, siquiera, conocer a tan afamado rey. Trabajó de día y noche, ahorró al máximo sus gastos y cuando tuvo una cantidad suficiente para el viaje, vendió sus escasas pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas y emprendió el viaje. Algunas semanas después, habiendo agotado casi todo su dinero y estando a las puertas de la ciudad se acercó a un pobre limosnero a la vera del camino. Aquél pobre hombre tiritaba de frío, cubierto sólo por harapos. Sus brazos extendidos rogaban auxilio. Imploró con una débil y ronca voz: “Estoy hambriento y tengo frío, por favor ayúdeme…”. El joven quedó tan conmovido por las necesidades del limosnero que de inmediato se deshizo de sus ropas nuevas y abrigadas y se puso los harapos del limosnero. Sin pensarlo dos veces le dio también parte de las provisiones que llevaba. Cruzando los umbrales de la ciudad, una mujer con dos niños tan sucios como ella, le suplicó: “¡Mis niños tienen hambre y yo no tengo trabajo!”. Sin pensarlo dos veces, nuestro amigo se sacó el anillo del dedo y la cadena de oro de cuello y junto con el resto de las provisiones se los entregó a la pobre mujer. Entonces, en forma titubeante, continuó su viaje al castillo vestido con harapos y carente de provisiones para regresar a su aldea. A su llegada al castillo, un asistente del Rey le mostró el camino a un grande y lujoso salón. Después de una breve pausa, por fin fue admitido a la sala del trono. El joven inclinó la mirada ante el monarca. Cuál no sería su sorpresa cuando alzó los ojos y se encontró con los del Rey. Atónito y con la boca abierta dijo: “¡Usted…, usted! ¡Usted es el limosnero que estaba a la vera del camino!”. En ese instante entró una criada y dos niños trayéndole agua al cansado viajero, para que se lavara y saciara su sed. Su sorpresa fue también mayúscula: “¡Ustedes también! ¡Ustedes estaban en la puerta de la ciudad!”. ” Sí -replicó el Soberano con un guiño- yo era ese limosnero, y mi criada y sus niños también estuvieron allí”. “Pero… pe… pero… ¡usted es el Rey! ¿Por qué me hizo eso?”. “Porque necesitaba descubrir si tus intenciones eran auténticas frente a tu amor a Dios y a tu prójimo -dijo el monarca-. Sabía que si me acercaba a ti como Rey, podrías fingir y actuar no siendo sincero en tus motivaciones. De ese modo me hubiera resultado imposible descubrir lo que realmente hay en tu corazón. Como limosnero, no sólo descubrí que de verdad amas a Dios y a tu prójimo, sino que eres el único en haber pasado la prueba. ¡Tú serás mi heredero! ¡Tú heredaras mi reino!”.

Tu daño me hizo más fuerte

Ben Sarok, un hombre cruel, no podía ver nada sano ni bello sin destrozarlo. Al borde de un oasis se encontró con una joven palmera. Esto le irritó, así que cogió una pesada piedra y la colocó justo encima de la palmera. Entonces, con una mueca malvada, pasó por encima. La joven palmera intentó eliminar la carga, pero fue en vano. Después, el joven árbol probó una táctica diferente. Cabó hacia el interior para soportar su peso, hasta que sus raíces encontraron una fuente escondida de agua. Entonces el árbol creció más alto que todos los otros, logró culminar todas las sombras. Con el agua de las profundidades de la tierra y el sol de los cielos se convirtió en un árbol majestuoso. Años más tarde, Ben Sarok volvió para disfrutar de la imagen del pequeño árbol que había destrozado. Pero no pudo encontrarlo en ningún lugar. Por último el árbol se inclinó, le mostró la piedra sobre su copa y dijo: “Ben Sarok, tengo que agradecerte, tu daño me hizo más fuerte”.