Un turista ve a un chico recostado bajo un olivo y se acerca para charlar. “Oye, aquí…, ¿cómo recogéis la aceituna?”. “Pues extendemos una lona debajo, y luego viene el viento y las tira, y yo las recojo y las vendo”. “¿Y si no hay viento…?”. “Pues mal año”.
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La catedral de Astorga
La construcción de la catedral de Astorga fue una fuente de enormes quebraderos de cabeza para Antoni Gaudí.
Llegó el momento de montar el triple arco abocinado del pórtico. Media ciudad llenaba los alrededores de las obras contemplando a Gaudí que, arrebatado, dirigía la operación. Arquitectos y académicos de toda España esperaban con sonrisa irónica el resultado de aquella locura.
Las dovelas se derrumbaron. Gran alegría para muchos. Se reinició el trabajo y volvieron a caerse. Al anochecer se inició por tercera vez y un fuerte vendaval derribó los arcos. Era el desastre. Lejos de amilanarse, Gaudí dejó el puesto directivo y con sus propias manos, desollándose y con la ayuda del operario Luengo, rehizo los arcos. Después de poner la última piedra, arquitecto y albañil, exhaustos y ateridos, se fundieron en un emocionado abrazo. Las manos ensangrentadas dibujan una rosa en la nieve.
Tomado de Álvarez Izquierdo, “Gaudí”.
Dónde se ganó la batalla de Waterloo
El general Wellington, tiempo después de haber vencido a Napoleón, quiso volver a Inglaterra a ver la academia militar donde había estudiado y se había preparado. Todos los cadetes le observaban con admiración. Al final, se dirigió a ellos y les dijo: “Mirad, aquí fue dónde en realidad se ganó la batalla de Waterloo”.
A lo mejor no es todo tan difícil
Christine se asombra de lo fácil que le resulta de pronto la conversación. Algo se estremece bajo su piel. ¿Quién soy yo de hecho, qué me está pasando? ¿Por qué puedo hacer de pronto todo esto? ¿Con qué soltura me muevo, y eso que siempre me decían que era rígida y patosa? Y con qué soltura hablo, y supongo que no digo ninguna ingenuidad, porque este caballero tan importante me escucha con benevolencia. ¿Me habrá cambiado el vestido, el mundo, o lo llevaba todo dentro y sólo carecía de valor, sólo estaba siempre demasiado atemorizada? Mi madre me lo decía. A lo mejor no es todo tan difícil, a lo mejor la vida es infinitamente más ligera de lo que creía, sólo hay que tener arrojo, sentirse y percibirse a sí misma, y la fuerza acude entonces de cielos insospechados. (Stefan Zweig, “La embriaguez de la metamorfosis”)
Madre sólo hay una
Cuando viniste a este mundo, Ella te sostuvo en sus brazos. Tú se lo agradeciste gritando.
Cuando tenías 1 año, Ella te alimentaba y te bañaba.
Tú se lo agradeciste llorando la noche entera.
Cuando tenías 2 años, Ella te enseñó a caminar.
Tú se lo agradeciste huyendo de Ella cuando te llamaba.
Cuando tenías 3 años, Ella te hacía todas las comidas con amor. Tú se lo agradeciste tirando el plato al suelo.
Cuando tenías 4 años, Ella te dio unos lápices de colores. Tú se lo agradeciste pintando todas las paredes del comedor.
Cuando tenías 5 años, Ella te vestía para las ocasiones especiales. Tú se lo agradeciste rebozándote en los charcos.
Cuando tenías 6 años, Ella te llevaba a la escuela. Tú se lo agradeciste gritándole: ¡NO VOY A IR! Cuando tenías 7 años, Ella te regaló una pelota. Tú se lo agradeciste arrojándola contra la ventana del vecino.
Cuando tenías 8 años, Ella te trajo un helado. Tú se lo agradeciste derramándoselo sobre su falda.
Cuando tenías 9 años, Ella te pagó unas clases de piano. Tú se lo agradeciste no practicando nunca.
Cuando tenías 10 años, Ella te llevaba con el coche al partido de fútbol y fiestas de cumpleaños.
Tú se lo agradeciste saliendo del coche sin nunca mirar atrás.
Cuando tenías 11 años, Ella te llevo a ti y a tus amigos a ver una película. Tú se lo agradeciste diciéndole que se sentara en otra fila.
Cuando tenías 12 años, Ella te aconsejó que no vieras ciertos programas. Tú se lo agradeciste esperando que ella se fuera de la casa.
Cuando tenías 13 años, Ella te sugirió un corte de pelo que estaba de moda. Tú se lo agradeciste diciéndole que ella no tenía gusto.
Cuando tenías 14 años, Ella te pagó un mes de vacaciones en el campamento de verano. Tú se lo agradeciste olvidándote de escribirle una carta.
Cuando tenías 15 años, Ella venía de trabajar y quería darte un abrazo. Tú se lo agradeciste encerrándote en tu habitación.
Cuando tenías 16 años, Ella te enseñó a conducir su coche. Tú se lo agradeciste usándoselo todas las veces que podías.
Cuando tenías 17 años, Ella esperaba una llamada importante. Tú se lo agradeciste hablando por teléfono toda la noche.
Cuando tenías 18 años, Ella lloró en la fiesta de tu graduación de la escuela. Tú se lo agradeciste estando de fiesta hasta el amanecer.
Cuando tenías 19 años, Ella te pagó la matrícula de la universidad, te llevó en coche hasta el campus y cargó tus maletas. Tú se lo agradeciste diciéndole adiós desde fuera del dormitorio, así no te sentirías avergonzado ante tus amigos.
Cuando tenías 20 años, Ella te preguntó si estabas saliendo con alguien. Tú se lo agradeciste diciéndole: “A ti qué te importa”.
Cuando tenías 21 años, Ella te sugirió algunas carreras para tu futuro. Tú se lo agradeciste diciéndole: “No quiero ser como tú”.
Cuando tenías 22 años, Ella te abrazó en la fiesta de graduación de la universidad. Tú se lo agradeciste diciéndole si te podía pagar un viaje a otro país.
Cuando tenías 23 años, Ella te dio algunos muebles para tu primer piso. Tú se lo agradeciste diciéndoles a tus amigos que los muebles eran feos.
Cuando tenías 24 años, Ella conoció a tu futura esposa y le preguntó sus planes para el futuro. Tú se lo agradeciste con una mirada feroz y le gritaste “¡Cállate!”.
Cuando tenías 27 años, Ella te ayudó a pagar los gastos de tu boda y llorando te dijo que te quería muchísimo. Tú se lo agradeciste alejándote a otro país.
Cuando tenías 30 años, Ella te dio algunos consejos para cuidar al bebé.
Tú se lo agradeciste diciéndole que las cosas son diferentes ahora.
Cuando tenías 40 años, Ella te llamó para recordarte el cumpleaños de tu papá. Tú se lo agradeciste diciéndole que estabas muy ocupado.
Cuando tenías 50 años, Ella se enfermó y necesitó que la cuidaras. Tú se lo agradeciste leyendo sobre la carga que representan los padres hacia los hijos.
De repente, un día, ella silenciosamente murió.
Y todas las cosas que nunca hiciste cayeron sobre ti como un trueno.
Tomémonos un momento para rendir honor y tributo a la persona que llamamos mamá. No hay sustituto para Ella. Alegra cada momento. Aunque a veces, no parezca la mejor de las amigas, o quizá no concuerde con tu forma de pensar, pero aun así, es tu madre. Ella estará allí para ayudarte con tus dolores, tus penas, tus frustraciones.
Pregúntate a ti mismo: ¿Has buscado tiempo para estar con ella, para escuchar sus quejas sobre su trabajo y su cansancio? Sé prudente, generoso y muéstrale el debido respeto, aunque tú pienses diferente. Una vez que se vaya de este mundo, solamente los recuerdos cariñosos del quien llamamos mamá, sólo eso nos queda.
Autor desconocido Tomado de http://espanol.geocities.com/zcoronado/
La tragedia de los Andes: Un milagro de fe y de coraje
Relato de uno de los supervivientes Fernando Parrado es uno de los 16 supervivientes de la tragedia aérea de los Andes que se produjo hace ahora treinta años, en octubre de 1972. Nando –como se le conoce comúnmente–, vivió una de las tragedias aéreas más famosas de la historia: la caída de un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya sobre las montañas de los Andes, entre Argentina y Chile, en octubre de 1972. Llevaba a los jugadores del “Old Christians” –un equipo de rugby de un colegio de Montevideo– a un partido en Santiago de Chile. Nando era uno de ellos, y había invitado a su madre y a su hermana menor a que viajaran con él.
Después de pasar una noche en Mendoza (Argentina) –no cruzaron los Andes en el momento previsto a causa de las condiciones meteorológicas desfavorables–, el avión emprendió camino al día siguiente temprano. Pero el piloto no calculó bien su posición, y el avión se estrelló, dejando la cola por un lado, las alas por otro, y el resto fuselaje en un valle de nieve y piedra, desde donde se veían solamente los picos nevados de las montañas que rodeaban el lugar del accidente.
Durante 72 días tuvieron que luchar contra temperaturas que por la noche bajaban de los 40 grados bajo cero, contra el hambre y la sed, contra el hacinamiento y también contra un hastío y un aburrimiento mortal, en la cima de una de las montañas más altas e inhóspitas del mundo.
Lograron sobrevivir con todas las probabilidades jugando en su contra. Y en gran medida lo lograron gracias a que dos de ellos se jugaron la vida escalando montañas que hasta los alpinistas profesionales consideran una proeza. Sin equipo, sin fuerzas, sin alimentos –salvo la carne humana que llevaban en un improvisado maletín, la única fuente de alimento durante todos esos días en la montaña– y con muy poca protección contra el frío, esos dos jóvenes de 21 años emprendieron una travesía de diez días hasta lograr contactar con otros seres humanos. Gracias a ellos se pudo rescatar a los otros 14 supervivientes que habían quedado esperando arriba, en lo que se conoce como el Valle de las Lágrimas.
El Valle sigue ahora igual que hace 30 años, salvo por una pequeña cruz de hierro que se levanta sobre un improvisado altar de piedra bajo el cual están enterradas algunas de las personas que no sobrevivieron al accidente. Entre ellas, la madre y la hermana de Nando –Eugenia y Susana, respectivamente–, a quienes él tuvo que enterrar, con sus propias manos, en un árido y congelado glaciar. Su madre murió en el mismo momento del accidente. Susana sobrevivió el impacto pero murió a los pocos días en brazos de su hermano: “Lo más difícil para mí fue enterrar a mi madre y a mi hermana con mis propias manos en el hielo”, dice Nando.
De esa experiencia desgarradora desde el punto de vista personal quedaron muchas lecciones que pueden suponer una enseñanza. Para superar la tragedia, los supervivientes tuvieron que aprender a trabajar en equipo, a escuchar las buenas ideas de los demás, a innovar y a decidir en condiciones de extrema tensión. “Una de las lecciones que aprendí tuvo que ver, sobre todo, con la toma de decisiones”, dice Nando. “Parece ridículo lo que voy a decir, pero en los Andes decidí en 30 segundos la manera en que me iba a morir. Cuando estaba en las montañas y vi lo que había adelante, estaba muerto. Al escalar la cima más alta que se veía desde donde estaba el avión, en ese momento me di cuenta que no estaban donde pensábamos –al oeste, cerca de Chile– sino que lo que había por adelante era más nieve, más piedra, más nada. Ahí decidí que me iba a morir caminando y no esperando. Cualquier otra decisión comparada con la decisión de cómo vas a morir es un juego. Desde entonces, siempre que tengo algo que decidir, me acuerdo de ese momento”.
“El tema de cómo nos alimentamos con carne humana es otro ejemplo. Había solamente tres opciones: 1) esperar y morirnos todos dentro del fuselaje mirándonos a los ojos, y nadie quería esa opción; 2) el suicidio colectivo, es decir, nos agarramos todos y saltamos en una grieta; 3) comer carne humana. A pesar de lo dramático de la decisión, todos decidimos seguir esa tercera vía”.
Aprendió también que aunque las decisiones tomadas democráticamente funcionan, llega un momento en que alguien tiene que liderar, porque no siempre es fácil poner de acuerdo a un grupo de personas sobre la forma de actuar. “No siempre el que está apuntado como líder es realmente líder. Cada uno es líder por sus acciones, y allí, con el tiempo, los líderes fueron cambiando por sus acciones. Nadie dijo “tú vas a ser líder y nos vas a mandar”, sino que hubo tres o cuatro que lideraron aquello, y eran personas normales que hicieron acciones extraordinarias en circunstancias difíciles. Fuimos todos solidarios, poco egoístas, que es muy importante. Nunca fuimos tan buenos trabajando en equipo como en los Andes”, explica Nando.
“El objetivo nuestro era sobrevivir… todo el instinto, toda la fuerza, la inteligencia, el trabajo en equipo, se puso en un solo objetivo: salir de ahí por nosotros mismos, porque oímos por la radio que nadie nos iba a rescatar. En mi caso, sabía que tenía que conservar mis energías hasta el verano (el avión se estrelló en octubre, en pleno invierno en el hemisferio sur) porque no podíamos intentar salir de ahí antes por el frío, pues te hundes en la nieve hasta la cintura. Yo decía: si me pongo triste y lloro, voy a perder sal por mis lágrimas. O sea, no puedo permitirme el lujo de perder esa energía”.
Otra de las lecciones que allí aprendieron es que se necesita poner imaginación para buscar soluciones, que hay que saber innovar. Por ejemplo, la pared de maletas, maletines y asientos que construyó el capitán del equipo apenas estrellado el avión para que el viento no entrara al fuselaje, les salvó la vida, pues si no hubiera estado esa pared, se hubieran congelado la primera noche. Otro inventó una especie de hamaca para sostener a los más heridos, fabricada con los cinturones de seguridad y dos postes de metal. También fue ingenioso el invento para derretir el hielo y tomar agua, cuestión que era más problemática que la comida (el cuerpo humano se deshidrata cinco veces más rápido a esa altura que a nivel del mar). Finalmente, con un aislante para el frío que encontraron en la cola del avión, fabricaron un saco de dormir para la travesía de Parrado y Canessa; sin ese saco, hubiesen muerto congelados enseguida.
Crónica de la tragedia Día 12 de octubre de 1972: Un Fairchild F–227 de la Fuerza Aérea Uruguaya despega de Carrasco y aterriza en Mendoza (Argentina), con 40 pasajeros –la mayoría pertenecientes al equipo de rugby “Old Christians”– y 5 tripulantes.
Día 13: El avión despega de Mendoza y cae en los Andes, a 11.500 pies de altura. En el choque mueren 13 personas, entre ellas la madre de Nando Parrado. Durante la noche mueren 3 personas más.
Día 14: Mueren el copiloto, Dante Lagurara, y otro de los pasajeros, la señora Mariani.
Día 15: Adolfo Strauch, uno de los pasajeros que sobrevivió, inventa un aparato para convertir hielo en agua. Parrado recobra el conocimiento por primera vez después del accidente, y cuida de su hermana Susana, que está en estado crítico.
Día 17: Tres de los supervivientes salen caminando en dirección a la montaña para buscar la cola y ver que hay del otro lado. Es la primera expedición por fuera del fuselaje.
Día 21: Fallece Susana Parrado en los brazos de su hermano Nando.
Día 22: Los supervivientes se reúnen y deciden utilizar los cuerpos sin vida como alimento. Roberto Canessa, uno de los miembros del equipo de rugby y estudiante de primer año de medicina, toma la iniciativa.
Día 23: A través de un radio que se encontraba en el Fairchild, los supervivientes se enteran de que el servicio aéreo de rescate ha suspendido la búsqueda del avión.
Día 24: Otra expedición de supervivientes encuentra pedazos de un ala.
Día 29: Al caer la noche, una avalancha desciende por la montaña y entra en el fuselaje del Fairchild, sepultando a todos los supervivientes, que estaban ya acostados. Esa noche, 8 personas mueren bajo la nieve, quedando así, hasta el momento, 19 supervivientes.
Día 1 de noviembre: Después de tres días de tormenta, los supervivientes logran sacar la nieve del fuselaje.
Día 5: Tres de los supervivientes salen en otra expedición, esta vez por dos días, para decidir quien acompañará a Nando Parrado y Roberto Canessa en la expedición final para ser rescatados. Sale elegido Vizintin.
Día 15: Fallece Arturo Nogueira, que se encontraba muy enfermo, con lo que quedan 18 supervivientes. Los tres expedicionarios –Parrado, Canessa y Vizintin– intentan salir para el oeste como entrenamiento para la expedición final, pero a las tres horas están de vuelta, debido a condiciones climáticas.
Día 17: Los tres expedicionarios vuelven a partir hacia el oeste. En el camino encuentran la cola del avión, en donde pasan la noche.
Día 18: Muere Rafael Echevarren en el fuselaje del avión. Quedan 17 supervivientes. Mientras tanto, los expedicionarios deciden pasar la noche en la montaña.
Día 19: Parrado, Canessa y Vizintin vuelven a la cola del avión, y deciden no llevar las baterías que allí se encontraban hasta el avión, por ser muy pesadas.
Día 24: Vizintin, Canessa, Parrado y Harley –otro de los supervivientes y miembro del equipo de rugby– salen hacia la cola, llevándose la radio del Fairchild.
Día 25: Intentan conectar la radio con las baterías, pero no funciona.
29: Los cuatro vuelven al Fairchild, después de fracasar en sus intentos de hacer funcionar la radio.
Día 9 de diciembre: Cumpleaños de Nando Parrado.
Día 11: Muere Numa Turcati. Quedan los 16 supervivientes.
Día 12: Canessa, Parrado y Vizintin salen en la última expedición rumbo al oeste. Esa noche duermen dentro de un saco de dormir que habían fabricado de material aislante que encontraron en la cola.
Día 14: Vizintin y Parrado continúan hacia la cima de la montaña, a 16.500 pies de altura. Parrado llega a la cima y descubre más montañas y nieve, en lugar de los valles de Chile. Se da cuenta de que están mucho más al Este de lo que habían imaginado. Parrado vuelve a reunirse con Canessa, que no había escalado hasta la cumbre. Deciden que Vizintin volverá al fuselaje para dejar a Canessa y Parrado su ración de comida para continuar la expedición.
Día 15: Vizintin llega al fuselaje.
Día 16: Canessa y Parrado llegan a la cumbre.
Día 17: Parrado y Canessa llegan a la base de la montaña que habían escalado y siguen andando por el valle de nieve.
Día 18: Se termina el valle de nieve y ven la primera señal de vegetación: flores, arbustos y un río que baja en dirección oeste.
Día 19: Canessa ve un grupo de vacas, lo que los hace pensar que están cerca de algún ser humano. Más adelante encuentran el primer signo de la civilización: una lata de sopa vacía.
Día 20: Canessa reconoce a un hombre a caballo al otro lado del río y empieza a gritarle a Parrado para que vaya a su encuentro, pues él no podía caminar. Más tarde oyen un grito y ven a tres hombres del otro lado del río. Piden socorro con gestos de súplica. Los hombres los oyen, y uno de ellos les dice “mañana”.
Día 21: Parrado y Canessa ven a los tres hombres al lado de una cabaña. Parrado se acerca al río y grita. Uno de ellos baja a la orilla y en un papel escribe que ha mandado un hombre a verlos. Luego de escribir, envuelve el papel en una piedra y la lanza hacia Parrado, que escribe: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido allá arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”. Unas horas después llega un hombre a caballo al lugar donde están. Este les da pan y los lleva a la cabaña.
Día 22-23: Con helicópteros, rescatan a los otros 14 supervivientes en la montaña, 72 días después del accidente.
Algunos testimonios Roberto Canessa (VII.1974): –¿Has tenido pesadillas después de esto? –Nunca las tuve. El problema se superó en la montaña. El verdadero problema es el temor a la muerte, poder convivir con la muerte, ver muertos continuamente. Piensas que tú, que estás vivo, te estás sirviendo de otro que está muerto. Es decir, que si somos iguales, pero yo estoy vivo y el otro está muerto, mañana quizás yo esté igual que él. Ese temor a la muerte, como a algo desconocido, es lo que aterra a la gente.
–¿Y a ti? –Estábamos tan acostumbrados a la idea de morirnos que no teníamos ese problema. Te acostumbras a tenerla tan vecina que lo inexplicable pasa a ser otra cosa. La montaña siempre estuvo allí. Ella me dejó salir. Con eso estoy contento. Allá arriba me preguntaba continuamente: “Pucha, ¿cómo voy a poder salir de acá?” y siempre me respondía a mí mismo: “Tengo a Dios, que es mi amigo, y él es el dueño de la montaña”.
Fernando Parrado (II.2000): –¿Qué descubrió a partir del milagro de los Andes? –Siempre digo que allá arriba tomé la decisión más importante de mi vida en treinta segundos. Estábamos en la expedición con Roberto Canessa, desde hacía días caminábamos para tratar de llegar a algún lado pero lo único que veíamos era nieve y montañas. Todo el tiempo, nieve y montañas cada vez más altas. En una de las escaladas llegamos hasta una cumbre convencidos de que del otro lado encontraríamos algo que no fuera blanco, esperábamos ver algo que nos diera una mínima esperanza. Subimos hasta lo más alto, levantamos la cabeza y en lugar de ver un valle verde, nos dimos cuenta de que seguíamos en el medio de la nada. Para donde miráramos había nieve y picos de montañas. En ese momento yo elegí cómo morir, me paré frente a Roberto y le dije: “O nos quedamos acá y nos morimos mirándonos a los ojos, o nos morirnos caminando. Yo quiero morirme luchando”. Y por eso seguimos caminando, y por eso nos salvamos. Esa fue la decisión más importante que tomé en mi vida: cómo morir.
–O cómo vivir…
–Es verdad, ese día decidí cómo vivir.
–¿Qué cosas valora hoy? –Valoro las cosas más simples. Primero, el hecho de despertarme cada mañana. No puedo dejar de sentir que yo no tendría que estar acá. Nadie que no haya estado ahí, nadie que no haya vivido la experiencia de volver de la muerte, puede percibir la suerte que tuvimos. Hasta el último día, hasta el último minuto creímos que no nos íbamos a salvar. Fueron 72 días de absoluta condena. Estábamos destruidos, enterrados en el medio de un glaciar. Por eso cada día, para mí, es un milagro y trato de aprovecharlo al máximo.
–¿Pero cómo cambió su perspectiva, sus valores? ¿Cuál es para usted la relación entre lo profundo y lo trivial? –La gente se hace problema por cosas que no tienen sentido. Hay que pasar por una cosa así para darse cuenta de la diferencia entre lo importante y lo que no lo es. En general, me siento distinto en la percepción de los problemas del día a día: la gente se complica, yo me volví bastante simple. En el trabajo, con mi socio, cuando cada tanto me encuentro discutiendo por estupideces, me acuerdo y digo: no, así no es. Tengo la sensación de que nada es irremediable, que todo tiene solución.
–¿Y la película “¡Viven!”? –En el rodaje, yo les contaba un poco la historia, hablaba con los actores sobre determinadas situaciones. Era gracioso, porque yo les decía que nosotros teníamos la cara cubierta permanentemente para resguardarnos del frío y del sol, parecíamos momias. Estábamos todos tapados con pedazos de telas y todos sucios. Y los actores, los productores también, claro, estaban desesperados por que se les vieran las caras.
–O sea que la película no es un reflejo demasiado fiel de lo que pasó.
–La película es un picnic al lado de lo que vivimos, es una excursión al campo. Ahí no se ve el frío, la sed, la muerte ni el sufrimiento, pero bueno… pienso que exactamente como pasó hubiera sido imposible de filmar. La verdad fue mucho más terrible de lo que cualquiera pueda imaginar. –Desde el cuarto día usted quería emprender la expedición de regreso, ¿estaba convencido de que podía lograr que los salvaran o necesitaba escaparse del avión? –Yo sabía que era prácticamente imposible, no creía que pudiéramos lograrlo pero necesitaba salir de ahí. Mi madre, mi hermana, mis mejores amigos habían muerto y yo no podía dejar de pensar en mi papá. Me imaginaba lo que estaría sufriendo y me volvía loco. Nosotros éramos una familia muy unida. Mi padre y yo compartíamos mucho, a los dos nos gustaban las mismas cosas, y conociéndolo, estaba seguro de que él creía que habíamos muerto todos. Él es un tipo muy práctico, yo sabía que mi papá no tendría la más mínima esperanza. Desde el principio, lo único que quería hacer era irme, pero por suerte los chicos me frenaron, porque si hubiera salido antes me habría muerto a las dos horas. Durante el primer mes, cuando salíamos del avión, nos hundíamos en la nieve hasta la cintura, y además con el frío hubiera sido imposible tratar de volver antes.
–¿Cómo influyó en la supervivencia el hecho de que todos fueran amigos o compañeros de rugby? –Fue un factor clave. Nosotros no llegamos a la barbarie total, al límite del comportamiento animal, porque éramos amigos. En cualquier otra circunstancia nadie hubiera sobrevivido, pero entre nosotros había una unión muy fuerte. Cada uno pasaba por un estado mental distinto y nos íbamos ayudando uno a otro. Desde el principio nos ayudó a organizarnos en tareas y estábamos muy disciplinados.
–¿Cuál es su conclusión de toda aquella aventura? –Que hoy ya sé definir bien cuáles son las cosas importantes y cuáles no. A mí me gustan los negocios, quiero tener éxito, pero siempre y cuando lo demás esté en su lugar. Es más importante la familia. El cien por cien de los que estábamos en los Andes queríamos volver por nuestra familia, no por nuestros contratos, estudios o dinero. Quemamos todo el dinero que había en el avión, y eran unos 7.000 dólares en billetes, y lo quemamos por un poco de calor. O sea, que ahí se ve la importancia que tiene el dinero. Prefiero una familia exitosa que un negocio exitoso.
Alfredo Delgado (I.1973): –¿Como fue el frío? –¿El frío? ¡Qué frío es el frío…! ¡Es tan difícil explicar lo frío que es el frío…! Cuando hacen 30 grados bajo cero nada te puede mitigar el frío y entonces aprendes algo que no sabías, otra cosa que nunca ibas a aprender, lo que es el calor humano, el calor del cuerpo y el calor del afecto, sobre todo el calor que viene de ver a alguien con fe y ganas de vivir enfrente a medio metro, a diez centímetros. El frío da frío al cuerpo, pero sobre todo al alma. Nosotros nos apilábamos en las interminables noches en el interior del avión, nos apretábamos, nos sentíamos respirar, nos dábamos ese mutuo calor que era indispensable para los huesos, pero sobre todo para que el espíritu no se nos viniera irremediablemente abajo. Nunca supe lo que es el calor humano, ya lo aprendí y no se me va a olvidar.
–¿Y qué pasa con el hombre cuando lo acosa el hambre? –El frío, la angustia, el hambre, son sucesivos escalones que nos van desnudando. El frío, la soledad, la incomunicación, la muerte rodeándonos, el hambre, fueron un escalón detrás del otro; cada escalón parecía el último, el final, pero en cada escalón aprendimos que siempre hay un resto de fuerzas, de fuerzas inesperadas que nos salen a relucir de los rincones más inesperados. Eso también aprendí, lo enormemente fuertes que somos a medida que nos vamos debilitando.
–¿Como fue el trato con Dios allá arriba? –Mi creencia en Dios fue decisiva como sostén. Hice un examen de conducta. Ese examen dio como resultado algo que dicho así parece una banalidad, pero lo digo lo mismo: nacieron en mí unas ganas tremendas de cambiar, de ser mejor. Parece medio infantil eso, pero no puedo expresar de otro modo la potencia de esas ganas de ser bueno. Pero he llegado a la conclusión que tengo, que debo vivir del modo más recto posible. Han cambiado las cosas: antes pensaba en mí mismo, ahora pienso más en los demás. Lo material, el confort, los dólares, todo eso me parece secundario. Hay cosas, muy elementales y muy dichas, pero yo ahora las siento profundamente. Sé que éste es un siglo extraordinario en muchos aspectos técnicos, pero la locura por el confort, la despreocupación por lo ajeno, por lo que le pasa al otro, por lo espiritual arruinan el resto. Lo espiritual, eso tan marginado y olvidado, es precisamente lo que a nosotros nos permitió sobrevivir en una situación límite. Fuimos realistas pero también en los momentos más terribles pensemos en los que estaban adelante, recurríamos a fuerzas interiores que teníamos muy replegadas, muy descuidadas.
–Tu carácter, tu forma de relación con tus semejantes, ¿también varió? –Antes, dentro de mi forma alegre, tenía rachas de muy mal carácter. Eso lo quiero modificar. Antes también dormía mucho, ahora voy a tratar de dormir lo indispensable, he comprendido lo que vale cada minuto de vida y no quiero desperdiciarlos.
Jose Luis Inciarte (XII.1997) –¿Por qué regresó veinticinco años después al lugar de la tragedia? –No fue la primera vez que volví. Ya lo había hecho dos años antes con otros amigos con los cuales vivimos la experiencia de los Andes. Pero esta vez fue diferente porque me acompañaron mi esposa y mis tres hijos. Ellos permanecieron en San Fernando (ubicado a 180 kilómetros al sur de Santiago), el pueblo donde fueron atendidos en primera instancia, en diciembre de 1972, Fernando Parrado y Roberto Canessa cuando los rescató el arriero.
–¿Qué sintió cuando se enfrentó al paisaje del que hace 25 años quería huir desesperadamente? –Una impresión muy grande y una emoción extraordinaria. Aclaro que no por lo que yo viví en 1972, sino porque comprobé lo que mis dos amigos, Roberto Canessa y Fernando Parrado, a quienes les debo la vida, hicieron cuando resolvieron salir a caminar por la nieve para buscar ayuda. Lo que lograron ellos nadie, absolutamente, lo puede hacer. Los andinistas que nos acompañaron nos comentaban que ni los guanacos, que son animales que pueden soportar los rigores del clima de la zona, lograron caminar en la nieve y transitar por las montañas como lo hicieron Canessa y Parrado.
–¿Qué momentos dramáticos le quedaron grabados en la memoria respecto al accidente en los andes? –Nunca me olvidaré de la frase que me dijo Canessa cuando estábamos en el avión y nos enteramos a través de la pequeña radio a transistor que teníamos que los equipos de rescate abandonaban la búsqueda: “O nos morimos mirándonos las caras o nos morimos caminando”. Ellos tuvieron el coraje de caminar sin rumbo cierto y nos salvaron la vida a las 14 personas que nos quedamos en el fuselaje del avión.
–Para usted, ¿la experiencia de los Andes fue un milagro? –Quizá para mucha gente fue una lotería, para mí fue un milagro. Fue un milagro salvarnos luego de haber chocado contra una montaña en un avión que viajaba a más de 400 kilómetros por hora. Fue un milagro sobrevivir al alud que sepultó el fuselaje del avión mientras dormíamos. Fue un milagro que Canessa y Parrado, desnutridos, pudieran caminar durante siete días por la nieve, escalar montañas de más de 6000 metros de altura, sin contar con ropa de abrigo. Fue un milagro que Parrado luego encontrara con la fuerza aérea de Chile el lugar exacto donde había quedado el avión con nosotros adentro. No sé si fue un milagro formar la familia que hoy tengo, pero sí sé que es un regalo de la vida.
–¿Cómo se ve el “Milagro de los Andes” un cuarto de siglo después? –Como una experiencia de amor, solidaridad y entrega única. Allí los amigos que no volvieron dieron lo más que puede dar un ser humano, lo que hizo Cristo: dar la vida por el otro. Estoy en deuda con todos ellos, honran la especie humana.
Roberto Canessa (I.2002): –¿Hubo algún cambio en tus creencias religiosas después del accidente? –Allí te acercas mucho a la idea de la muerte y piensas que estás de paso por la vida, que la vida es un accidente y la única realidad es que te vas a morir. Con esos parámetros es que aprendimos a que no nos importara si nos iba a tocar morir porque estábamos en paz con nuestras almas y con Dios. Ese diálogo constante con Dios, en donde le rogábamos que nos sea difícil pero no imposible salvarnos. Estabas ahí y veías a tu amigo que hacia diez minutos estaba vivo.
–¿Cuál fue tu relación con la Iglesia después de lo ocurrido? –Yo creo que la Iglesia es una gran organización que trata de ayudar solidarizándose con mucha gente que necesita consuelo de Dios. Creo que hay grandes sacerdotes que están aportándole a las personas. Es una institución que ha hecho muchísimo por el progreso del hombre y a veces se la suele desfigurar y se dicen cosas como: “Yo creo en Dios y no en la Iglesia”, “no creo en los curas”. Pienso que es totalmente injusto, todas las generalizaciones son bastante injustas. Por ejemplo en la religión católica los curas tienen que renunciar a todo, creo que renunciar a tener familia es muy duro. Pero yo tengo un gran respeto por la Iglesia.
–¿Después de lo ocurrido tu actitud hacia la vida cambió de alguna forma? –Sí, empiezas a darte cuenta que eres un tonto, que tienes todo para ser feliz y que vives quejándote, no te das cuenta de lo que tienes hasta que lo pierdes. La mayoría de nosotros recibimos más de lo que necesitamos y damos menos de lo que podemos, eso sí que lo aprendí en la montaña.
Hace treinta años En el lugar donde sucedió el accidente –el llamado “Valle de las Lágrimas”– todo sigue casi intacto. Sólo una pequeña cruz de hierro se levanta imponente sobre un improvisado altar hecho con piedras. Debajo están enterradas algunas de las víctimas que provocaron el terrible impacto y el frío.
La historia trascendió todas las fronteras. “Probablemente fue porque en aquel momento teníamos apenas veinte años y representábamos para muchos el desafío del hombre frente a la naturaleza. Tuvimos que formar un equipo, distribuir tareas, luchar contra la desesperación, la depresión y la muerte de los amigos”, cuenta Roberto Canessa. “Ese testimonio de comportamiento humano, hace que mucha gente que está mal quiera saber a qué se apela en estas situaciones de crisis y de dónde salen las fuerzas para salir adelante. Porque en la vida diaria muchos se sienten omnipotentes y se olvidan de que son nada. Los Andes me sirvieron para recordar la vulnerabilidad que tenemos, actuar con humildad frente a la vida y tener una actitud de igualdad con las otras personas. Respetar al prójimo y los valores para que la sociedad sea sana. Vivimos deslumbrados con las cosas materiales y nos olvidamos un poco del compañerismo y del sufrimiento”. “En la vida no hay que pensar en el sufrimiento propio, sino que, como humano, te debes a los demás y te comprometes a seguir adelante por ellos. Eso hace que sientas paz en el alma. Las alegrías que generes en los otros, van a perdurar dentro de uno; en cambio las satisfacciones directas o fáciles dan una felicidad momentánea”.
Tomado de www.revistapoder.com y www.geocities.com/alexisjs2
Nunca es tarde para recomenzar
Cuando Fred Astaire hizo su primera prueba cinematográfica, en 1933, el informe del director de pruebas de la Metro decía: “Incapaz de actuar, calvo, sólo sirve para un poco para bailar”; Astaire conservó aquel informe y lo tenía enmarcado sobre la chimenea de su casa en Beverly Hills. Por su parte, Albert Einstein no habló hasta los cuatro años y no aprendió a leer hasta los siete; su maestro lo describía como “mentalmente lento y siempre abstraído en estúpidas ensoñaciones”; lo expulsaron del colegio y le negaron el ingreso en la escuela Politécnica de Zurich. Wiston Churchill no aprobó el sexto grado, no llegó a ser Primer Ministro hasta los 62 años, tras toda una vida de reveses, y sus mayores logros los consiguió cuando ya había cumplido los 75. Richard Bach, antes de poder publicar su libro Juan Salvador Gaviota, vio cómo el manuscrito era rechazado por dieciocho editoriales; tras ser publicado, vendió en cinco años más de siete millones de ejemplares.
No había quien se lo dijera
Había una vez dos niños que patinaban sobre una laguna helada. Era una tarde nublada y fría, pero los niños jugaban sin preocupación. De pronto, el hielo se reventó y uno de los niños cayó al agua. El otro niño, viendo que su amigo se ahogaba bajo el hielo, tomó una piedra y empezó a golpear con todas sus fuerzas hasta que logró romperlo y así salvar a su amigo. Cuando llegaron los bomberos y vieron lo que había sucedido, se preguntaban cómo lo hizo, pues el hielo esta muy grueso, es imposible que lo haya podido romper, con esa piedra y sus manos tan pequeñas. En ese instante apareció un anciano y dijo: “Yo sé como lo hizo…”. “¿Cómo?”. “No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo”.
Un burro en un pozo
Un día, el burro de un aldeano se cayó en un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días y al final, como no se le ocurría mejor remedio a aquella desgracia, pensó que el burro ya estaba muy viejo y el pozo estaba casi seco, así que realmente no valía la pena sacar al burro del pozo sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo en medio de una gran tristeza. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.
Al cabo de un rato, dejaron de escucharse sus lastimeros rebuznos. Los labriegos pensaron que el pobre burro debía estar ya cubierto por la tierra. Entonces el dueño se asomó al pozo, con una mirada temerosa, y vio algo sorprendente. Con cada palada el burro estaba haciendo algo muy inteligente: se sacudía la tierra y pisaba sobre ella. Había subido ya varios metros y estaba bastante arriba. Todos se llenaron de ánimo, siguieron echando tierra, el burro llegó hasta la superficie, dio un salto por encima del brocal del pozo y salió trotando pacíficamente.
Llevar una vida difícil, o tener contratiempos más o menos serios, es algo que puede sucederle a cualquiera. La vida a veces parece que nos aprisiona en un pozo, y que nos echa tierra encima, todo tipo de tierra. Hay modos de reaccionar inteligentes, como el de este burro, que de lo que parecía su condena supo hacer una tabla de salvación, y otros que son todo lo contrario.
Incredulidad en Plutón
Anoche tuve en mi casa una increíble visita de un viajero. Un extraño personaje que venía nada menos que de Plutón. Estaba muy nervioso. Me explicó como en su planeta corrían terribles rumores sobre los terrícolas: “En mi planeta, dicen las malas lenguas, que a millones de esos pequeños seres humanos, vosotros mismos, lo humanos, los tenéis congelados en neveras a la espera de ser objeto de experimentos o de ser destruidos.” “¿Qué mas se comenta de nosotros en tu planeta?”, le pregunté. “Pues cosas peores, como que también a millones de seres humanos, igualmente pequeños o un poco mas grandes, se les mata, se acaba con su vida, cuando aún no han nacido, en el vientre de su madre”. Sentí como la congoja apretaba mi pecho y como las lágrimas asomaban en mis ojos. “Te estás poniendo rojo. No te enfades, si quieres yo volveré a mi planeta y les diré que nunca cuenten mentiras tan horribles sobre vosotros los humanos”. “Amigo, no me enfado con los tuyos. Me avergüenzo de los míos. Todo lo que has dicho es cierto, eso hacen algunos seres humanos grandes, con sus pequeños seres humanos”. “Entonces me voy. No era capaz de creérmelo. Me vuelvo a casa, por que si eso hacéis con los vuestros, que no haréis con los que no somos de vuestra especie”.
Jesús García Sánchez-Colomer