Una pistola y dos hombres frente a Dios

Sucedió hace bastantes años en un campo de concentración en Francia. Había en él muchos refugiados españoles. Un sacerdote solía subir al estrado y explicaba a su auditorio temas de religión.Un día les habló de Dios y de su existencia. Cuando terminó el sacerdote de explicar sus ideas, preguntó al auditorio si alguno quería exponer algo.

Se oyó la voz de un refugiado gritando su disconformidad. El ateo subió al estrado y dijo al auditorio: “No estoy conforme con lo que ha dicho el sacerdote. Yo digo que Dios no existe. Y lo voy a probar. Aquí está mí reloj. Si Dios existe, le doy un plazo de cinco minutos para que me mate. Faltan cuatro minutos. Faltan tres minutos. Faltan dos minutos. Falta un minuto. No falta nada. El Dios de este sacerdote no existe”. Al acabar de hablar el incrédulo, sus partidarios le vitorearon. Le pasearon en hombros por el campo de concentración. El sacerdote quedó sin saber qué hacer. De repente tuvo una idea luminosa. Y dirigiéndose a la multitud de incrédulos y de creyentes les dijo. “Señores, no he terminado aún. Invitó al incrédulo a subir al estrado. El sacerdote pidió una pistola cargada. Un hombre le entregó el arma. Se hizo un silencio profundo. Todos estaban intrigados. Él sacerdote le dijo al incrédulo: “Ahí tiene esta pistola. No le hace falta más que darle al gatillo. Le concedo cinco minutos para que me mate. Faltan cuatro minutos. Faltan tres minutos. Faltan dos minutos. Falta un minuto. No falta nada.

Luego usted no existe. ¿Qué les parece a ustedes?” El rostro del sacerdote y el de su contrincante estaban pálidos. El incrédulo le dijo: “¿Cómo voy a matar yo a usted que tanto bien me ha hecho? El sacerdote le contestó: “Dios le ha hecho a usted muchos más favores que yo y es mucho más misericordioso con los hombres que usted ha sido conmigo. Usted me ha respetado la vida cuando yo le pedía que me matara, como Dios se la ha respetado a usted cuando le retaba a que se la quitara”. La escena fue de gran emoción. Dios recompensó el heroísmo del sacerdote que expuso su vida por El, haciendo que se convirtiera a la fe católica aquel incrédulo que unos momentos antes negaba a Dios.

San Francisco Javier: El gran apóstol de Oriente

De Javier a París Francisco nació en 1506, en el castillo de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España. Era el benjamín de la familia. A los dieciocho años fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Dios estaba preparando grandes cosas, por lo que dispuso que Francisco Javier tuviese como compañero de la pensión a Pedro Fabro, que sería como él jesuita y luego beato, también providencialmente conoció a un extraño estudiante llamado Ignacio de Loyola, ya bastante mayor que sus compañeros. Al principio Francisco rehusó la influencia de Ignacio el cual le repetía la frase de Jesucristo: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?». Este pensamiento al principio le parecía fastidioso y contrario a sus aspiraciones, pero poco a poco fue calando y retando su orgullo y vanidad. Por fin san Ignacio logró que Francisco se apartara un tiempo para hacer un retiro especial que el mismo Ignacio había desarrollado basado en su propia lucha por la santidad. Se trata de los «Ejercicios Espirituales». Francisco fue guiado por Ignacio en aquellos días de profundo combate espiritual y quedó profundamente transformado por la gracia de Dios. Comprendió las palabras que Ignacio: «Un corazón tan grande y un alma tan noble no pueden contentarse con los efímeros honores terrenos. Tu ambición debe ser la gloria que dura eternamente».

Llegó a ser uno de los siete primeros seguidores de San Ignacio, fundador de los jesuitas, consagrándose al servicio de Dios en Montmatre, en 1534. Hicieron voto de absoluta pobreza, y resolvieron ir a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera, poniéndose en todo caso a la total dependencia del Papa. Junto con ellos recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. Abandonado el proyecto de Tierra Santa, emprendieron camino hacia Roma, en donde Francisco colaboró con Ignacio en la redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús.

A las misiones En 1540, San Ignacio envió a Francisco de Javier y a Simón Rodríguez a la India en la primera expedición misional de la Compañía de Jesús. Para embarcarse, Javier llegó a Lisboa hacia fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el padre Rodríguez, quien se ocupaba de asistir a los enfermos en el hospital donde vivía. Javier se hospedó también ahí y ambos solían salir a catequizar en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez tuvo que quedarse en Lisboa. También San Francisco Javier se vio obligado a permanecer ahí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a San Ignacio: «El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que aquí podremos servir al Señor tan eficazmente como allí». Pero Dios tenía otros planes y Francisco Javier partió hacia las misiones el 7 de abril de 1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio apostólico en el oriente. El monarca no pudo conseguir que aceptase más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier llevar consigo a ningún criado, alegando que «la mejor manera de alcanzar la verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa». Con él partieron a la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún no había recibido las órdenes sagradas. En una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a San Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía «un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria».

Otros cuatro navíos completaban la flota. En el barco viajaba el gobernador de la India, Don Martín Alfonso Sousa y, además de la tripulación, había pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Entre la tripulación y entre los pasajeros había gente de toda clase y Javier tuvo que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes. Los domingos predicaba al pie del palo mayor. Convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos, a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a él también. Pronto se desató a bordo una epidemia de escorbuto y sólo los misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos. La expedición navegó meses para alcanzar el Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente africano y llegar a Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa este de África oriental y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, la expedición llegó a Goa, el 6 de mayo de 1542.

La pérdida de la fe entre los cristianos de las colonias Goa era colonia portuguesa desde 1510. Había ahí un número considerable de cristianos, con obispo, clero y varias iglesias. Pero muchos portugueses se habían dejado arrastrar por la ambición y los vicios, y muchos abandonaban la fe. Los sacramentos habían caído en desuso; se usaba el rosario para contar el número de azotes que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta de los cristianos alejaba de la fe a los indígenas. Esto fue un reto para San Francisco Javier. El misionero comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la religión y a formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana en asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y prisiones miserables, recorría las calles tocando una campanita para llamar a los niños y a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran cantidad y el santo les enseñaba el Credo, las oraciones y la practica de la vida cristiana. Todos los domingos celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su caridad con el prójimo le ganaron muchas almas. Uno de los pecados más comunes era el concubinato de los portugueses con las mujeres del país. Javier predicó la moralidad cristiana, demostrando que no contradecía ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos. Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía adaptar las verdades del cristianismo a la música popular, un método que tuvo tal éxito que, poco después, toda Goa cantaban las canciones que él había compuesto.

Misionero con los paravas Cinco meses más tarde, se enteró Javier de que en las costas de la Pesquería, que se extienden frente a Ceilán desde el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas. Estos habían aceptado el bautismo para obtener la protección de los portugueses contra los árabes y otros enemigos; pero, por falta de instrucción, conservaban aún las supersticiones del paganismo. Javier partió en auxilio de esa tribu que «sólo sabía que era cristiana y nada más». El santo hizo trece veces aquel viaje peligroso, bajo el calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad, aprendió el idioma nativo y se dedicó a instruir y confirmar a los ya bautizados. Los paravas, que hasta entonces no conocían siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes. A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que a veces tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo, que apenas podía moverlos. Los generosos paravas, que eran de casta baja, dieron a Javier una acogida muy calurosa, en tanto que los brahamanes, de clase alta, recibieron al santo con gran frialdad, y su éxito con ellos fue tan reducido que, tras un año, sólo había logrado convertir a un brahamán.

Por su parte, Javier se adaptó plenamente al pueblo con el que vivía. Con los pobres comía arroz y dormía en el suelo de una choza. Javier regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un catequista indígena y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo escribió a Mansilhas una serie de cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para comprender el espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó.

El escándalo de los malos cristianos: espina en el corazón Nada podía desanimar a Francisco. «Si no encuentro una barca- dijo en una ocasión- iré nadando». Al ver la apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar comentó: «Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar». Deseaba contagiar a todos con su celo evangelizador. El sufrimiento de los nativos a manos de los paganos y los portugueses se convirtió en lo que él describía como «una espina que llevo constantemente en el corazón». En cierta ocasión, fue raptado un esclavo indio y el santo escribió: «¿Les gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a un portugués al interior del país? Los indios tienen idénticos sentimientos que los portugueses». Poco tiempo después, San Francisco Javier extendió sus actividades a Travancore. Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que fue acogido con gran regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos habitantes. En seguida, escribió al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos convertidos. En su tarea solía valerse el santo de los niños, a quienes divertía mucho repetir a otros lo que acababan de aprender de labios del misionero. Los badagas del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín, destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos como esclavos. Ello entorpeció la obra misional del santo. Según se cuenta, en cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en la mano, y le obligó a detenerse. Por otra parte, también los portugueses entorpecían la evangelización; así, el comandante de la región estaba en tratos secretos con los badagas. A pesar de ello, cuando el propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas, San Francisco Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas: «Os suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora». De no haber sido por los esfuerzos infatigables del santo, los badagas hubieran exterminado a los paravas. Hay que decir, en honor de esa tribu, que su firmeza en la fe resistió a todos los embates.

El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó una expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese sitio; pero la expedición no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al santuario del Apóstol Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas de los viajes de San Francisco Javier. Además de la conversión de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita cortesía, se le atribuyen también otros milagros.

Carta de protesta al rey En 1545, el santo escribió una carta desde Cochín al rey de Portugal. En ella habla del peligro en que estaban los neófitos de volver al paganismo, «escandalizados y desalentados por las injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra Majestad . . . Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: “¿Por qué no castigaste a aquellos de tus súbitos sobre los que tenías autoridad y que me hicieron la guerra en la India?”». El santo habla muy elogiosamente del vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que éste haya rendido su informe en Lisboa. «Como espero morir en estas partes de la tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones para que nos encontremos en el otro, ciertamente estaremos más descansados que en éste». San Francisco Javier repite sus alabanzas sobre el vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla todavía con mayor franqueza acerca de los europeos: «No titubean en hacer el mal, porque piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su beneficio. Estoy aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí a la conjugación del verbo “robar”».

Malaca En la primavera de 1545, San Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona portuguesa en 1511 y desde entonces se había convertido en un centro de costumbres licenciosas. El santo fue acogido en la ciudad con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma. En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue una época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre genérico de Molucas y que es difícil identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales había colonia de mercaderes portugueses. Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio: «Los peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo por Dios, son primavera de gozo espiritual. Estas islas son el sitio del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos declarados y los amigos aparentes». De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses predicando, y entonces oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y conoció a Anjiro, un fugitivo de Japón. Javier desembarcó nuevamente en la India, en 1548. Pasó los siguientes quince meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el «Colegio Internacional de San Pablo» en Goa) y preparar su partida al Japón, en el que hasta entonces no había penetrado ningún europeo.

Japón En abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la Compañía de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que tomó el nombre de Pablo) y por dos japoneses que se habían convertido al cristianismo. El día de la fiesta de la Asunción desembarcaron en Kagoshima, Japón. San Francisco Javier se dedicó a aprender el japonés y logró traducir una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones. Ello provocó las sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron que siguiese predicando. Entonces, el santo decidió trasladarse a otro sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos. Antes de partir de Kagashima, fue a visitar la fortaleza de Ichku; ahí convirtió a la esposa del jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más. Diez años más tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada.

San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El gobernador de la ciudad acogió bien a los misioneros, y en unas cuantas semanas pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P. Torres y partió con el hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu. Ahí predicó en las calles y delante del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se burlaron de él.

Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad de Japón. Después de un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con sus dos compañeros. Era diciembre y las lluvias, la nieve y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero llegaron a Miyako. Ahí se enteró el santo de que para tener una entrevista con el gobernador necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que poseía. Por otra parte, como una guerra civil hacía estragos en la ciudad, Javier comprendió que, por el momento, no podía hacer ningún bien ahí, y volvió a Yamaguchi quince días después. Viendo que la pobreza de su persona se convertía en un obstáculo para llegar al gobernador, se vistió con gran pompa y fue al gobernador escoltado por sus compañeros, con toda la regalía de su título de embajador de Portugal. Le entregó las cartas que le habían dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una caja de música, un reloj y unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la protección oficial, San Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas personas.

Habiéndose enterado de que un navío portugués había atracado en Funai, el santo partió para allá y resolvió partir en ese barco a visitar sus comunidades cristianas en la India antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que eran ya unos 2.000 quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano Fernández. A pesar de las dificultades que sufrió, Javier opinaba que «no hay entre los infieles ningún pueblo más bien dotado que el japonés».

Regreso a la India y expedición a la China La cristiandad había prosperado en la India durante la ausencia de Javier; pero también se habían multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre los misioneros como entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba urgentemente la atención del santo. Javier emprendió la tarea con tanta caridad como firmeza. El 25 de abril de 1552 se embarcó nuevamente, llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado indio y un joven chino. En Malaca, el santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de la India había nombrado embajador ante la corte de China. San Francisco tuvo que hablar en Malaca sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama, que era el jefe en la marina de la región. Como Alvaro de Ataide era enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejar partir a Pereira y a Javier, tanto en calidad de embajador como de comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve por el que había sido nombrado nuncio apostólico. Por el hecho de oponer obstáculos a un nuncio pontificio, Ataide incurría en excomunión y finalmente Ataide permitió que Javier partiese a China. El santo envió al Japón al sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de 1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan) que dista unos 20 kilómetros de la costa y está situada 100 kilómetros al sur de Hong Kong.

Muerte a las puertas de China Francisco Javier escribió desde ahí varias cartas. Una de ellas iba dirigida a Pereira, a quien el santo decía: «Si hay alguien que merezca que Dios le premie en esta empresa, sois vos. Y a vos se deberá su éxito». En seguida, describía las medidas que había tomado: con mucha dificultad y pagando generosamente, había conseguido que un mercader chino se comprometiese a desembarcarle de noche en Cantón. En tanto que llegaba la ocasión, Javier cayó enfermo. Como sólo quedaba uno de los navíos portugueses, el santo se encontró en la miseria. En su última carta escribió: «Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas de vivir como ahora». El mercader chino no volvió a presentarse. El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al día siguiente pidió que le trasportasen de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de Don Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a Javier en la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante portugués le condujo a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas. Ahí estuvo Francisco Javier, consumido por la fiebre. Sus amigos le hicieron algunas sangrías, sin éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de diciembre, según escribió Antonio, «viendo que estaba moribundo, le puse en la mano un cirio encendido. Poco después, entregó el alma a su creador y Señor con gran paz y reposo, pronunciando el nombre de Jesús». San Francisco Javier tenía entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y dos esclavos.

El cuerpo se conserva incorrupto. Uno de los tripulantes del navío había aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba perfectamente fresco y que no había perdido el color; también el resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide. Al fin del año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto. Ahí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús.

Francisco Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Felipe Neri e Isidro el Labrador.

El Papa Pío X lo nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras relacionadas con la propagación de la fe. Sir Walter Scott comentó: «El protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo reunir el valor y la paciencia de un mártir con el buen sentido, la decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya ido nunca en embajada alguna».

Biografía distribuida por la arquidiócesis de Pamplona de san Francisco Javier, patrono mundial de las misiones. Tomado de Zenit, ZS05120412.

Beverly McMillan: Del negocio del aborto a la defensa de la vida

La historia de Beverly McMillan es la historia del regreso a la fe desde una visión de la vida y la ciencia absolutamente agnósticas. Nació en el seno de una familia católica tradicional pero, cuando comenzó a estudiar Medicina, abandonó la Iglesia: «Pensaba que Dios era irrelevante para la Ciencia». Durante años, a Beverly le iba «muy bien» sin la fe. Cuando se licenció, acudió a la Clínica Mayo para especializarse en Obstetricia y Ginecología: «No sólo me sentía útil», reconoce McMillan, «sino que me consideraba una persona buena. Así que, ¿quién necesitaba a Dios o a esa arcaica Iglesia?». Como médico residente, le enviaron seis semanas al ala de Obstetricia del Hospital de Cook County en Chicago. Sorprendida, Beverly se encontraba cada noche con más de veinte mujeres que acudían allí: eran «clientes» de los centros de abortos clandestinos de Chicago. «Llegaban sangrando, con fiebre alta y presentaban úteros ensanchados», recuerda. McMillan y el médico interno tenían que llevar a cabo otra operación de dilatación y curetaje para poder extraer los restos infectados del feto que la clínica ilegal había dejado en el interior del útero.

Después de cientos de casos similares, la ginecóloga, desde su agnosticismo ferviente, concluyó que la legalización del aborto era la solución: «Yo quería que la profesión médica empezara a ofrecer procedimientos seguros a las mujeres que los necesitaran». Así que, cuando en 1973 el Tribunal Supremo legalizó el aborto en EE UU, McMillan se hizo con una máquina de succión y se ofreció a practicar supresiones del embarazo en el primer trimestre. Dos años después, casada y con tres hijos, puso en marcha una clínica abortista en Jackson, la primera además en todo el estado de Mississippi.

Su vida privada iba bien, y el trabajo en la clínica era abundante. Pero, a pesar de sus éxitos, Beverly se vio sorprendida cuando se planteó el suicidio: «No sabía qué era lo que no funcionaba en mi vida. Tenía un buen coche, una gran casa, tres hijos saludables, toda la ropa que podía desear. Había conseguido todo lo que quería», explica Beverly. Pero una parte de sí misma le decía que algo no iba bien. «Basura» religiosa. Acudió a una librería «secular», donde compró un libro titulado «El poder del pensamiento positivo». Al final del primer capítulo, el autor presentaba un decálogo de diez puntos para conseguir una actitud positiva. El séptimo punto revolvió sus esquemas: «Yo lo puedo todo en Cristo porque Él me conforta». Fue entonces cuando Beverly cerró el libro: «No me gustaba esa “basura” religiosa», reconoce.

Pero días después, de camino al trabajo, se sorprendió recitándo el séptimo punto. Y de repente, Beverly comprendió que no estaba sola. Repitió aquella frase cientos de veces aquel día. Y por fin, todo comenzó a cambiar. Su trabajo en la clínica, tiempo antes sencillo y gratificante, comenzó a ser difícil y doloroso: «No entendía por qué. ¡No había leído nada en la Biblia referente a no practicar abortos! Lo que pasaba es que el Espíritu Santo estaba comenzando a trabajar en mí», reconoce Sally. Se le hacía cada vez más duro tener que reconocer en los restos de abortos las extremidades, el cráneo o la columna vertebral. «Me decía a mí misma: “¿Qué estás haciendo? ¡Esto es un cuerpo humano!”».

Beverly empezó a asistir a misa y, en 1978, se bautizó y abandonó la clínica abortista. En 1989, la ginecóloga fue invitada al II Encuentro de Ex Abortistas celebrado en el hotel Marriot O”Hare de Chicago, donde relató este testimonio. A partir de ese momento, su conocimiento médico sobre fetología comenzó a ser esclarecido con las Escrituras: «Fue entonces cuando comencé a compartir mi historia, mi paso del negocio del aborto a la defensa de la vida».

Tomado de La Razón 12/01/06

La primera palabra a través del océano

En miles y acaso centenares de miles de años, desde que el extraño ser llamado hombre pisa la tierra, no ha existido otra medida máxima de la traslación humana que el correr del caballo, el girar de las ruedas y la velocidad alcanzada por embarcaciones a remo o a vela. La plétora del progreso técnico dentro del estrecho espacio iluminado por la conciencia que llamamos historia mundial, no produjo un aceleramiento sensible del ritmo de los movimientos. Los ejércitos de Wallenstein apenas adelantaron más rápidamente que las legiones de César ni se precipitaron más velozmente los ejércitos de Napoleón que las hordas de Gengis Khan. Las corbetas de Nelson atravesaron el mar muy poco más ligeras que los botes piratas de los vikingos y las embarcaciones mercantes de los fenicios. Lord Byron no cubre en su viaje de Childe Harold más millas diarias que Ovidio en su camino al exilio, ni viaja Goethe en el siglo XVII mucho más cómoda o aceleradamente que el apóstol Pablo al comienzo de nuestra era. En tiempos de Napoleón, los países estaban invariablemente alejados unos de otros en el espacio y en el tiempo como bajo el Imperio romano; sigue triunfante la resistencia de la materia sobre la voluntad humana.
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La hora de la verdad sobre la eutanasia

Tim O’Brien escribió en 1990 “Las cosas que llevaban los hombres que lucharon”, una gran novela sobre la supervivencia de un soldado (depende de lo que lleva). En la guerra, la línea que separa la vida de la muerte es más tenue que nunca. Aparte de lo que lleva en la mochila, carga con su memoria, recuerdos, amuletos, fantasmas del pasado, objetos triviales que no le dejan olvidar que hay otra vida más allá de la guerra. En el capítulo “Amigos” habla de cómo Dave Jensen y Lee Strunk se hicieron amigos en el campo de batalla y se confiaron sus vidas, “hicieron el pacto de que si uno de los dos resultaba gravemente herido –como para tener que ir en silla de ruedas-, el otro, automáticamente, se encargaría de liquidarlo. Hablaban en serio. Lo dejaron escrito en un papel, que firmaron junto con un par de compañeros a los que pidieron que hicieran de testigos. Y entonces, en octubre, Lee Strunk pisó una granada de mortero enterrada como si fuera una mina. Le arrancó la pierna derecha hasta la rodilla… Dave Jensen se acercó y se arrodilló junto a Strunk… hubo dudas acerca de si Strunk seguía vivo, pero al fin abrió los ojos y los alzó hacia Dave Jensen. ‘-¡Dios mío!’ –gimió, y trató de alejarse deslizándose y dijo-: ‘¡Por Dios, chico, no me mates!’ –‘Tranquilo’ –dijo Jensen. Lee Strunk parecía mareado y confundido. Se quedó quieto un instante y después hizo un gesto hacia la pierna: -‘En realidad, no es muy grave. No es el fin. ¡Eh, en serio… pueden volver a cosérmela… en serio!’ –‘Es cierto. Me juego algo a que pueden’. –‘¿Lo crees?’ -¿Por supuesto que sí’. Strunk frunció el entrecejo hacia el cielo. Volvió a desmayarse, después despertó y dijo: -‘¡No me mates!’ –‘No lo haré –dijo Jensen. –‘Hablo en serio.’ –‘Por supuesto’. –‘Pero tienes que prometerlo. Júramelo: jura que no me matarás’. Jensen asintió y dijo: ‘-Lo juro’. –Y un momento después llevamos a Strunk al helicóptero. Jensen tendió la mano y le tocó la pierna buena-: ‘Vete tranquilo’ –dijo. Más tarde nos enteramos de que Strunk murió en algún sitio sobre Chu Lai, lo que pareció aliviar a Dave Jensen de un peso enorme”.

Edith Zirer: Karol Wojtyla me salvó la vida en 1945

Edith Zirer, casada hoy y con 2 hijos, que vive en Haifa, en una colina del Monte Carmelo, quiso estar con el Papa (59 años después de lo ocurrido) en su histórico viaje a Tierra Santa para darle personalmente las gracias justamente en el Memorial del Holocausto Yad Vashem. Fue un día inolvidable para ella y para toda la población judía, así como una lección universal de humanidad.

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Invierno frío

Era otoño, y los indios de una remota reserva preguntaron a su nuevo Jefe si el próximo invierno iba a ser frío o apacible. Dado que el jefe había sido educado en una sociedad moderna, no conocía los viejos trucos indios. Así que, cuando miró el cielo, se vio incapaz de adivinar qué iba a suceder con el tiempo… De cualquier manera, para no parecer dubitativo, respondió que el invierno iba a ser verdaderamente frío, y que los miembros de la tribu debían recoger leña para estar preparados. No obstante, como también era un dirigente práctico, a los pocos días tuvo la idea de telefonear al Servicio Nacional de Meteorología. – ¿El próximo invierno será muy frío? -preguntó. – Sí, parece que el próximo invierno será bastante frío –respondió el meteorólogo de guardia. De modo que el Jefe volvió con su gente y les dijo que se pusieran a juntar todavía más leña, para estar aún más preparados. Una semana después, el Jefe llamó otra vez al Servicio Nacional de Meteorología y preguntó: – ¿Será un invierno muy frío? – Sí – respondió el meteorólogo- va a ser un invierno muy frío. Honestamente preocupado por su gente, el Jefe volvió al campamento y ordenó a sus hermanos que recogiesen toda la leña posible, ya que parecía que el invierno iba a ser verdaderamente crudo. Dos semanas más tarde, el Jefe llamó nuevamente al Servicio Nacional de Meteorología: – ¿Están ustedes absolutamente seguros de que el próximo invierno habrá de ser muy frío? – Absolutamente, sin duda alguna -respondió el meteorólogo- va a ser uno de los inviernos más fríos que se hayan conocido. – ¿Y cómo pueden estar ustedes tan seguros? – Fíjate si va a serlo que los indios están recogiendo leña como locos.

Linda Watson: De la prostitución a la conversión y ayuda a salir a otras mujeres del mercado sexual

ROMA, jueves, 23 septiembre 2004 (ZENIT.org).- Una ex prostituta, Linda Watson, que se ha convertido, se encontró hace dos semanas personalmente con Juan Pablo II para pedirle que rece por ella y por su trabajo a favor de otras mujeres que quieren abandonar el «comercio» sexual.

Cuando Linda Watson se encontró con el Santo Padre se acordó del relato del Evangelio sobre la mujer de mala reputación que encontró a Cristo. «No podía creer que estuviera realmente frente a él», reconoció Watson a Zenit tras la audiencia con el Papa.

«Ha sido verdaderamente extraordinario», declaró. «Empecé a decir en polaco, mi segunda lengua, “¡Padre Santo mío!”. ¡La experiencia ha sido entusiasmante, pero a la vez de gran humildad!» Linda Watson pudo dejar las calles –tras más de 20 años en el comercio sexual– para convertirse y, con ayuda de su arzobispo, levantar casas para prostitutas deseosas de salir de ese tipo de vida.

Se cuenta entre las principales promotoras de la campaña contra la legalización de la prostitución en su país, Australia, y fue elegida en 2003 en la nación como «la mujer más inspiradora del año».

La propia Watson relata su implicación en las redes de la prostitución: «Tuve una vida difícil como madre soltera con tres hijos, cada uno de los cuales no tenía más que el suelo para dormir. Así que, cuando una mujer de apariencia pudiente me tocó en el hombro en el salón de té de mi humilde oficina y me dijo que podía ganar 2.000 dólares a la semana simplemente dando masajes, me vi muy tentada».

La mujer en cuestión intentaba convencerla haciéndole ver la posibilidad de limitarse a una prueba de dos meses. «Nadie lo sabría y después podría dejarlo», le aseguró.

En poco tiempo Watson se dio cuenta de la verdad, pero ya era demasiado tarde: «Tan pronto como empiezas, pierdes tu dignidad. Estás vendida» –recordó–. «Mi primer cliente era directivo de alto nivel de los medios e inmediatamente fue como si hubiera sido vendida como un trozo de carne a todos sus millonarios».

También describió cómo la situación llegó a estar «fuera de control». El dinero y la manipulación «eran un tipo de red de seguridad que te pones alrededor» y si «intentas dejarlo para empezar una nueva vida no tienes dónde ir para recuperar el respeto y reconstruir una vida».

Abandonar el comercio del sexo parecía imposible hasta que «invitó a Dios en su corazón por pura desesperación». Fue el día en que murió la princesa Diana de Gales. «Por primera vez me di cuenta verdaderamente de que la riqueza y el poder no eran la respuesta a todo –relata–. Ciertamente no le habían salvado la vida».

Linda decidió buscar trabajo, pero nadie la contrataba. Entonces sintió que Dios le había dado la misión de salvar a otras mujeres atrapadas en la prostitución, pero una vez más nadie se mostró dispuesto a ayudarla.

«No sé cuántos cientos de iglesias me rechazaron, hasta que llegué a la puerta de la oficina del arzobispo católico –reconoce–. Él percibió mi visión de futuro».

Para monseñor Barry Hickey, arzobispo de Perth (Australia), aquel día obtuvo una respuesta a sus oraciones. El prelado relató a Zenit que antes de encontrar a Linda Watson no lograba hallar el modo de desbaratar la industria del comercio sexual.

«Sabía que enviar a un asistente social normal en el terreno no llevaría casi a nada –admite–. Necesitaba a alguien que conociera la actividad desde dentro. Y ella fue mi ángel de la esperanza».

Así comenzó el ministerio de este equipo: establecer casas de recuperación para prostitutas –«Linda’s Houses of Hope» (Las casas de la esperanza de Linda)– para proporcionar refugio, asesoramiento y protección, entre otros medios. Según el arzobispo Hickey, Linda Watson frecuentemente tiene que trabajar con las víctimas partiendo de cero.

«Algunas de las jóvenes vienen a mi puerta sin sus prendas, hasta sin dientes –revela Linda–. Algunos hombres les hacen saltar los dientes a golpes, así que debemos ocuparnos de atender todos estos aspectos».

A la vista de la difusión de la violencia y de las drogas y con chicas que «atienden» «de ocho a quince clientes al día», Watson se irrita al oír a políticos que tratan de sacar adelante proyectos de ley para legalizar la prostitución.

«La prostitución te destruye –alerta–. No te estimas y te parece que nadie podría amarte jamás». Admite que preguntaría a los políticos: «¿Les gustaría que esto le ocurriera a sus hijas o hermanas?».

«Estoy profundamente impactada, y creía que nada podría afectarme», reconoce Linda refiriéndose a las víctimas. «Están tan destruidas que están como muertas, a modo de “muertos vivientes”. Si la gente viera esto nunca querría la legalización [de la prostitución]».

En su labor, Watson se ha inspirado en la Madre Teresa de Calcuta –a cuya beatificación acudió– y en Juan Pablo II. «Sé que tenemos un pasado muy distinto –dice entre risas–, pero también sé que nosotros amamos amar».

Su vida actual no está exenta de peligros. Su éxito en derribar las propuestas de ley de legalización y en exponer los abusos contra las mujeres le han ganado muchos enemigos. Con todo, Watson lo considera como una pequeña cruz que hay que ofrecer a lo largo del camino, lo que se podría definir como un martirio moderno.

«Estoy casi acostumbrada a recibir ataques, disparos y amenazas de muerte», apunta Linda Watson. «Camino con Dios e intento esquivar las balas», concluye.

Tomado de Zenit, ZS04092320

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