Contaba la Madre Teresa de Calcuta en su orden, inicialmente, que tenían media hora de adoración ante Jesús Sacramentado una vez al mes. En un congreso decidieron pasar a una hora diaria. Recibieron permiso para que una de ellas pudiera colocar a Jesús en la custodia durante esa hora de adoración. Desde entonces, cuenta, mejoró la alegría, la atención de los enfermos, se llegaba a más y se doblaron el número de aspirantes.
Categoría: Relatos breves
Al principio no parecía un genio
George Harrinson, guitarrista solista de los Beatles.
Oyó tocar a un grupo, John Lennon y Paul McCartney y otro y le gustó. Quiso entrar.
—¿Me dejáis entrar en vuestro grupo? John Lennon, serio, le lleva a un concierto de guitarra clásica en un teatro de Liverpool.
—Cuando hagas una cosa así, entrarás.
No sabía tocar la guitarra. Compró una. Día y noche tocaba y ensayaba sin parar. “Le sangraban los dedos”.
Al cabo de un mes era uno más de los Beatles.
Mártires del siglo XX
La revelación del “tercer secreto” de Fátima ha vuelto a poner en primer plano el retrato del siglo XX como un siglo de mártires. La centuria que estamos dejando a las espaldas ha sido, en números absolutos, la más sangrienta de la historia del cristianismo. Dos libros publicados en Italia ayudan a entrever las dimensiones de ese martirio y a comprender cuál fue la actividad de la Santa Sede durante los años más difíciles de la persecución.
En 1917 no se habían vivido todavía los momentos más dramáticos del acoso a la Iglesia. Los regímenes nazi y comunista, junto con otros odios ideológicos y étnicos, iban a causar más víctimas cristianas que los diecinueve siglos anteriores. La visión descrita por sor Lucia del “Obispo vestido de blanco” que, apesadumbrado, atraviesa una ciudad en ruinas, rezando por las almas de los cadáveres que encontraba a su paso, se diría que se ha cumplido al pie de la letra.
Es muy probable que esa conexión entre el martirio y el mensaje de Fátima haya sido una de las razones que movieron al Papa, pocos días antes de emprender su último viaje al santuario portugués, a rendir homenaje a los “testigos de la fe”, en el acto celebrado el pasado mes de mayo en el Coliseo, lugar que simboliza el martirio de los primeros cristianos.
Desde hace ya años, Juan Pablo II viene haciendo hincapié en que no se puede perder la memoria de cuantos han dado su vida por la fe en “los coliseos” que se han sucedido a lo largo del siglo XX.
Para promover la recogida de esos datos se instituyó, en el ámbito del Gran Jubileo, una comisión específica. Su objetivo no ha sido acelerar o sustituir los procesos de beatificación y canonización, sino recabar toda la documentación disponible sobre esos mártires, en la inmensa mayoría de los casos, desconocidos. Una labor tanto más urgente cuanto que, sobre muchos de ellos, no existe solo el peligro del olvido sino el peso de la calumnia y de la sospecha, lanzado a veces por los mismos que los asesinaron y torturaron.
En pocos meses habían llegado a Roma datos sobre 12.692 personas de los cinco continentes que habían dado su vida por la fe: 2.351 laicos, 5.343 sacerdotes y seminaristas, 4.872 religiosos y 126 obispos. El historiador Andrea Riccardi ha tenido acceso a las cartas, testimonios y relaciones enviadas por obispos, congregaciones religiosas y conferencias episcopales. Con ese material, y con otros documentos históricos, ha preparado el libro “El siglo del martirio”, que se presenta como un primer estudio, pues “se intuye que estamos al inicio de la investigación y que queda mucho por descubrir”. Nos encontramos, por tanto, ante un libro casi telegráfico que pretende ofrecer una visión panorámica. Riccardi (muy conocido también por ser el fundador de la Comunidad de San Egidio) llega a la conclusión de que no relata “la historia de algunos cristianos valientes, sino la de un martirio masivo”.
¿Cuáles han sido las causas de esta persecución? Las motivaciones varían según el país e incluso los diversos momentos históricos. Detrás de muchas persecuciones hay ideologías ateas o formas de idolatría del Estado. Tales son los casos de la Unión Soviética, y de los regímenes comunistas de Hungría, Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Albania, China, Vietnam, Camboya, Laos, Corea del Norte. O del nazismo, con sus estragos contra los cristianos en Alemania, Polonia, Francia e Italia (de Holanda y Bélgica, entre otros países, no habían llegado aún datos a la comisión). Fue el caso también de las guerras civiles de México y España.
En otras ocasiones, razones políticas se unen a impulsos anticristianos, como los que llevaron a cabo soldados japoneses en varios puntos de Asia, como China y Filipinas. Si a veces se ha combatido el cristianismo por considerarlo una religión extranjera, en otras circunstancias las persecuciones no podían tener esa excusa, como ocurrió en algunas zonas de mayoría musulmana, donde la presencia del cristianismo –aunque minoritario– era anterior a la llegada del islam.
Un capítulo particularmente doloroso lo constituye el testimonio de las mujeres, laicas y religiosas, que en diversas circunstancias geográficas e históricas dieron su vida por no ceder a la violencia. “Con frecuencia, el martirio cristiano del siglo XX es una página de resistencia femenina en nombre de la fe y de la propia dignidad”. El siglo XX ha visto también a numerosos cristianos que fueron víctimas porque se opusieron a la injusticia. En todo caso, es un martirio que en muchos aspectos no pertenece a la historia pasada, como nos recuerdan a diario las páginas de los periódicos.
La persecución produjo también resultados inesperados. Por numerosos relatos de los supervivientes, se sabe que uno de los objetivos del trato inhumano que se infligía a los detenidos era el aniquilamiento de su dignidad humana. Por esa razón, resultan aún más sorprendentes los testimonios de fraternidad y de caridad que surgieron en aquellas circunstancias en las que católicos, ortodoxos y protestantes tuvieron que compartir los mismos lugares de reclusión y de muerte. Nació así el “ecumenismo de los mártires”, que Juan Pablo II ha presentado en muchas ocasiones como ejemplo de lo que supone ir a lo esencial y dejar de lado las disputas fosilizadas por los prejuicios.
Uno de esos escenarios fue el lager de Dachau, que llegó a reunir a 2.720 sacerdotes y ministros, de los que 2.579 eran católicos (en su mayoría, polacos), 109 evangélicos, 22 ortodoxos y 8 veterocatólicos, además de dos musulmanes. Uno de los internados, por ejemplo, y se trata de una historia entre mil, recuerda la figura del arzobispo de Praga, Josef Beran: “Con frecuencia, durante el rancho, veía una mano alargarse y dejar un pedazo de pan junto a mi escudilla… Beran se alejaba con su paso rápido, saludando con su sonrisa invencible. Hacía esto, por turno, con todos aquellos que le parecían en peores condiciones. Y cuando no tenía nada, trataba de consolarnos con una palabra pronunciada a media voz”.
Algo parecido ocurrió en el campo de concentración que los soviéticos instalaron en las islas Solovki, precisamente en lo que había sido uno de los monasterios más representativos de la ortodoxia rusa. El espectáculo debió de ser tal –teniendo presente los antecedentes de disputas y conflictos– que un testigo anota: “Aquel de nosotros que tenga la dicha un día de volver al mundo deberá dar testimonio de lo que estamos viendo. Y lo que vemos es el renacer de la fe pura y auténtica de los primeros cristianos, la unión de las Iglesias en la persona de los obispos católicos y ortodoxos”.
En 1949, el mariscal Tito preguntó a un grupo de “curas populares”: “Ahora que nosotros [el gobierno yugoslavo] nos hemos separado de Moscú, ¿por qué no os separáis vosotros de Roma?”. La pregunta muestra dos de las estrategias usadas por los regímenes comunistas en su lucha por eliminar la Iglesia: la creación de un clero adepto al régimen, que por lo general fue minoritario, y el interés por formar “Iglesias nacionales”, separadas de Roma y fácilmente manejables.
En muchos casos, de todas formas, la línea prioritaria fue la eliminación física. Albania fue un caso emblemático, con su profesión de ateísmo recogida en la constitución, que tanto enorgullecía a los jefes del partido. De los seis obispos y ciento cincuenta y seis sacerdotes que había en el país antes de que los comunistas tomaran el poder, solo sobrevivieron un obispo y treinta sacerdotes, y todos después de haber soportado largos años de detención. Sin embargo, la pequeña Iglesia de Albania permaneció fiel, como recordaba con emoción Frano Ilia, nombrado en 1992 arzobispo de Shkodër: “Ningún sacerdote, a pesar de las torturas de todo tipo, ha renegado de la fe. Y esto ha sido realmente una gracia de Dios porque los ultrajes eran tales que resultaba realmente difícil permanecer fieles”.
Aunque menos prolongado en el tiempo, también el régimen nazi se ensañó con la Iglesia. El clero católico alemán fue uno de los grupos más perseguidos: sufrieron la muerte, directamente o en los campos de concentración, 164 sacerdotes diocesanos, 60 religiosos, 4 religiosas, 2 miembros de institutos de vida consagrada y 118 laicos (perseguidos en cuanto que, como católicos, se opusieron a las injusticias del Reich). Según los elencos nominales que se han elaborado, los nazis asesinaron además a 171 sacerdotes y religiosos italianos, a los que hay que sumar otros 49 que murieron en los campos de concentración. Más tremenda todavía fue la suerte de los polacos: los nazis acabaron con 6 obispos, 1.923 sacerdotes diocesanos, 640 religiosos, 289 religiosas, más un número ingente de laicos.
De los relatos referidos a la Europa Central y Oriental emerge con frecuencia la estatura de pastores que, además de padecer ellos mismos, tuvieron que orientar a los fieles en medio de grandes turbulencias. Junto a los ya mencionados Stepinac y Beran, aparecen los nombres del húngaro Mindszenty, del polaco Wyszynski, del ucraniano Slipj, del rumano Hossun, del moravo Tomasek, etc.
Algunos de ellos sufrieron el martirio sin derramar sangre. El ejemplo más representativo es el del cardenal Jozsef Mindszenty, “víctima de la Ostpolitik”. El cardenal no estaba de acuerdo con la acción de la diplomacia vaticana en Hungría, pues consideraba que el único modo de ayudar a la Iglesia y al pueblo era favoreciendo la caída del comunismo. En 1971, por invitación del Papa, aceptó dejar la embajada de Estados Unidos, donde se había refugiado tras la invasión soviética de 1956, y exiliarse a Roma, de donde marchó luego a Viena. Pablo VI le nombró un sucesor, también contra la opinión de Mindszenty. Más de veinticinco años después de aquellos episodios, escribe Casaroli, personificación del modo diplomático criticado por el cardenal húngaro: “Mindszenty es una figura grande de la historia. Pienso que pocos conservarán de él un recuerdo más admirativo y, puedo afirmarlo, más afectuoso que el mío”.
Posiblemente, lo que ninguno de los dos podía imaginar entonces es que el libro donde se narran algunas de estas impresiones sería presentado años después en el mismo Vaticano por el que fuera último presidente de la Unión Soviética. El pasado 27 de junio, en efecto, Gorbachov elogió la actividad diplomática desarrollada por la Santa Sede, subrayó la admiración que –según su experiencia personal– producen en todo el mundo las palabras del Papa y recordó con alivio que su país había “abandonado ese sistema que ha costado tanto, tanto a la humanidad”.
Tomado de Diego Contreras, Aceprensa.
Un gitano mártir
Ceferino Jiménez Malla es el primer gitano que ha subido a los altares. Tendrá un sitio entre los grandes del espíritu, pues la santidad no tiene nada que ver con la cuna, ni con la cultura, ni con la raza. La santidad tiene que ver con el corazón. Aquí van dos muestras de su espíritu generoso.
Un día, el ex alcalde del pueblo oscense, Rafael Jordán, sufrió un vómito de sangre mientras iba por la calle, como consecuencia de la tuberculosis que padecía. Esa enfermedad inspiraba entonces un gran temor y la gente no se acercó. Ceferino lo limpió y lo llevó a su propia casa. Aquel acto de generosidad cambió su vida, pues la familia del ex alcalde le pidió que adquiriera una cuantas mulas en Francia y cuando Ceferino fue a entregarlas le dijeron que se las quedara. Era rico. Sin embargo muchos gitanos le pidieron favores y así, tío Ceferino, volvió a arruinarse: no podía dejar de socorrer a los suyos.
Ceferino presenció la detención de un joven sacerdote, que forcejeaba con los milicianos. ¡Válgame la Virgen!, exclamó, tantos hombres contra uno y además inocente. Varios milicianos se lanzaron contra él, lo cachearon y le encontraron una navajilla y un modesto rosario. Bastó para conducirlo, maniatado, a la cárcel popular. Un amigo influyente intentó salvar su vida y le aconsejó que pusiera una excusa para justificar la presencia del rosario. Ceferino se negó. No era su estilo de tratante de ganado decir hoy una cosa y mañana otra; la gente le conocía y sabía que su palabra era ley en la que se podía fiar. Se negó a mentir, se negó a excusarse, por más que sabía lo que le ocurriría por ello. Como así ocurrió, pues Ceferino fue ajusticiado pocos días después, junto al cementerio.
Ceferino rezaba cuando iba por la calle. El “Bomba”, otro gitano, recuerda a Ceferino rosario en mano en dirección a la iglesia: “Nos saludaba y después seguía rezando. Lo digo porque yo veía cómo movía los labios. Reunía a los niños y las familias para rezar juntos el rosario”. Araceli Dual recuerda haber sido convocada varias veces a casa del Pelé con otros niños para rezar juntos. El anciano era muy alto, y para estar a la altura de los chiquillos se ponía de rodillas.
Lo mismo encontrarás aquí
Una historieta popular del cercano oriente cuenta que un joven llegó al borde de un oasis contiguo a un pueblo y acercándose a un anciano le preguntó: “¿Qué clase de persona vive en este lugar?”. “¿Qué clase de persona vive en el lugar de donde tú vienes?”, preguntó a su vez el anciano. “Oh, un grupo de egoístas y malvados –replicó el joven–; estoy encantado de haberme ido de allí”. A lo cual el anciano contestó: “Lo mismo vas a encontrar aquí”. Ese mismo día, otro joven se acercó a beber agua al oasis y viendo al anciano, preguntó: “¿Qué clase de personas viven en este lugar?”. El viejo respondió con la misma pregunta: “¿Qué clase de personas viven en el lugar de donde tú vienes?”. “Gente magnífica, honesta, amigable, hospitalaria, me duele mucho haberlos dejado”. “Lo mismo encontrarás aquí”, respondió el anciano. Un hombre que había oído ambas conversaciones preguntó al viejo: “¿Cómo es posible dar dos respuestas diferentes a la misma pregunta?”. A lo cual el viejo respondió: “Cada cual lleva en su corazón el medio ambiente donde vive. Aquel que no encontró nada nuevo en los lugares donde estuvo, no podrá encontrar otra cosa aquí. Aquel que encontró amigos allá, podrá encontrar también amigos aquí, porque la actitud mental es lo único en tu vida sobre lo cual puedes mantener control absoluto”. Si tienes una actitud positiva hallarás la verdadera riqueza de la vida.
Redimir a un hombre
En “Los miserables”, esa gran novela de Víctor Hugo, Jean Valjean acaba de cumplir una condena injusta. Es acogido por el obispo de Digne. En pago de tanta hospitalidad, el hosco Valjean hurta a su anfitrión una cubertería de plata y se da a la fuga. La policía no tardará en prenderlo. Aherrojado y mohíno, Valjean tendrá que soportar un careo con el hombre cuya confianza ha defraudado. Entonces el obispo de Digne, en lugar de ratificar las sospechas de la policía, encubre el delito de Valjean, asegurando que la cubertería de plata es un regalo que él mismo hizo a su huésped; e incluso lo reprende por no haber querido llevarse también unos candelabros, que de inmediato introducirá en su faltriquera. Quizá encubrir a un delincuente merezca la reprobación de la justicia; pero, al obrar ilícitamente, el obispo de Digne redime a un hombre. Enaltecido por ese gesto, Jean Valjean convertirá a partir de ese momento su vida en una incesante epopeya de abnegación. El obispo de Digne entendía que Dios anida en el rostro de sus criaturas más afligidas.
Deformación de versiones
ORDEN INICIAL DEL CORONEL AL COMANDANTE: «Mañana a las nueve y media habrá un eclipse de Sol, hecho que no ocurre todos los días, que formen los soldados en el patio en traje de campaña para presenciar el fenómeno. Yo les daré las explicaciones necesarias. En caso de que llueva, que formen en el gimnasio».
EL COMANDANTE AL CAPITÁN: «Por orden del señor coronel, mañana a las nueve y media habrá un eclipse de Sol, según el señor coronel, si llueve no se verá nada al aire libre, entonces en traje de campaña el eclipse tendrá lugar en el gimnasio, hecho que no ocurre todos los días. El dará las órdenes oportunas».
EL CAPITÁN AL TENIENTE: «Por orden del señor coronel, mañana a las nueve y media en traje de campaña inauguración del eclipse de Sol en el gimnasio. El señor coronel dará las órdenes oportunas de si debe llover, hecho que no ocurre todos los días. Si hace buen tiempo y no llueve, el eclipse tendrá lugar en el patio».
EL TENIENTE AL SARGENTO: «Mañana a las nueve y media, por orden del señor coronel lloverá en el patio del cuartel. El señor coronel en traje de campaña dará las órdenes en el gimnasio para que el eclipse se celebre en el patio».
EL SARGENTO AL CABO: «Mañana a las nueve y media, tendrá lugar el eclipse del señor coronel en traje de campaña por efecto del Sol. Si llueve en el gimnasio, hecho que no ocurre todos los días, se saldrá al patio».
EL CABO A LOS SOLDADOS: «Mañana, a eso de las nueve y media, parece ser que el Sol en traje de campaña eclipsará al señor coronel en el gimnasio, lástima que esto no ocurra todos los días».
Reconocer la tentación
Un rabino judío decidió poner a prueba sus discípulos. ¿Qué es lo que haríais, hijos míos, si os encontraseis un saco de dinero en el camino? El primero meditó un momento y contestó: Lo devolvería a su dueño, maestro. “Ha hablado muy prontamente -pensó para sí el rabino-, me pregunto si será sincero.” El segundo discípulo dijo: “Si no me viera nadie, me lo quedaría.” “Ha hablado con sinceridad -pensó el rabino-, pero no es digno de confianza.” Finalmente, el tercero dijo: “Probablemente tendría tentación de quedarme el dinero, por eso rogaría a Dios que me diera fuerzas para resistir este impulso y actuar correctamente.” “He aquí un hombre sincero en quien puedo confiar”, concluyó el rabino.
Hablar con los padres ancianos
Mi padre me llama mucho por teléfono -decía un hombre joven-. Voy poco a verle. Ya sabes cómo son los viejos, cuentan siempre las mismas cosas una y otra vez. Además nunca faltan cosas que hacer: el trabajo, mi mujer, mis amigos… En cambio yo -le dijo su compañero- procuro hablar mucho con mi padre. Caray -se apenó el otro-, eres mejor que yo. Soy igual que tú -respondió el amigo con tristeza-, mi padre murió hace tiempo y ahora sigo hablando con él, pues pienso que me escucha desde el Cielo. Pero mientras vivió, le visitaba poco y apenas hablaba con él. Ahora siento su ausencia, y lo busco cuando ya se me fue. Te recomiendo que procures hablar con él ahora que lo tienes, no esperes a visitarle en el cementerio, como tengo que hacer yo.
La canasta vacía
Así como una imagen vale más que mil palabras, una historia adecuada ilustra más que cien libros. La esposa del Faraón de Egipto había perdido muchos hijos en su vientre. Este parto, seguramente, era su última oportunidad para darle un heredero al Faraón. Rodeada de médicos y sirvientas el dolor de su vientre fue en aumento hasta que explotó en un grito de dolor liberador y, simultáneamente a su muerte dio un parto de cinco hijos, cuatro de ellos varones y una niña. El Faraón crió con amor y dedicación a sus hijos, dándoles la educación de futuros gobernantes a los varones y de princesa a la hija. Pasados los años y crecidos sus hijos, el Faraón se enfrentó al dilema de escoger a su sucesor. Dado que todos habían nacido en el mismo parto, no había un primogénito a quién el derecho le correspondiese naturalmente. Consultó con el Consejo de Ancianos: “Qué debo hacer? ¿Cómo elegir a mi sucesor? Quizás deba dividir el Imperio en cuatro reinos para ser justo con todos ellos.” Los sabios respondieron: “No, majestad, dividir el Imperio implica debilitarlo y ello acarreará su destrucción. Además, usted tuvo cinco hijos y sería injusto con su hija. Lo mejor es hacer un concurso entre ellos y el que traiga el proyecto que más beneficie a Egipto, ese sea el escogido”. Satisfecho con la sabiduría del consejo recibido, el Faraón citó a sus hijos -incluida la hija- y les dijo: “Tienen seis meses para plantear el Proyecto más beneficioso para Egipto, quién así lo haga será elegido mi sucesor.” Seis meses después los cinco hijos se congregaron en el Salón del Faraón portando los varones gran cantidad de maquetas y planos, y la hija una canasta vacía. El Faraón escuchó por turno los proyectos. Cada cual superaba al anterior: un sistema de caminos para el Reino, un sistema de canales de riego, un sistema de silos para las cosechas, un sistema de puertos para el comercio… Era difícil pensar en uno que superase en beneficios al otro. La discusión para analizar el valor de cada uno, sin duda sería ardua, problemática y difícil. Sin embargo, al llegar el turno a la hija ésta mostró su canasta vacía y dijo: “Padre, yo traigo una canasta vacía que hoy vale tanto como las maquetas que has visto. Nadie puede decir qué obra es la mejor hasta no verla hecha y, para ese entonces el contenido de mi canasta podría superar en valor a cualquiera de ellos.” Todos quedaron sorprendidos por el enunciado, pero el Faraón y el Consejo de Sabios estuvieron de acuerdo en que discutir el valor de los proyectos no tenía más sentido que discutir el valor del contenido de una canasta vacía. Entonces la solución fue obvia: los recursos del reino se emplearían para el desarrollo de los proyectos durante dos años y, al cabo de ese tiempo se analizaría el beneficio real de cada obra para el Reino. Pasaron los dos años de febril actividad y llegó el momento de presentarse al Salón del Trono. Cada uno de los hijos venía orgulloso con gran cantidad de documentos y asesores para demostrar que su obra había sido la más beneficiosa al Reino. Y la hija llegó con su canasta vacía. A su turno, cada hijo expuso el valor de las obras hechas: cómo ahora el sistema de riego había aumentado las cosechas, cómo el sistema de caminos permitía que esas cosechas llegasen hasta el último rincón del Reino, cómo el sistema de silos permitía almacenarlas de modo limpio y seguro, cómo los nuevos puertos eran fuente de comercio y prosperidad. Al llegar el turno de la hija, esta señaló su canasta y dijo: “Padre, tal como lo anuncié, el tiempo me permitiría dar valor al contenido de esta canasta. Ahora lo veis: gracias a mi canasta vacía el Reino tiene canales, caminos, silos y puertos. Sin ella sólo hubiésemos tenido proyectos y una larga discusión para ver cuál era el mejor sin que nunca ocurriese nada.” Los cuatro hermanos se dieron la vuelta, sorprendidos y azorados, y tras un momento de vacilación se arrodillaron frente a su hermana. Y así Egipto tuvo su primera Emperatriz. (Adaptación libre y resumida del cuento “La Canasta Vacía”, de Ana María Aguado, Buenos Aires, 1998).