Una vez, un padre de una familia bastante acaudalado llevó a su hijo a un viaje con el firme propósito de que su hijo viera cuán pobres eran las gentes del campo. Estuvieron por espacio de un día y una noche completa en una granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a casa el padre le pregunta a su hijo: – ¿Qué te pareció el viaje? – ¡Muy bonito papá! – ¿Viste cuán pobre puede ser la gente? – ¡Sí! ¿Y qué aprendiste? – Vi que nosotros tenemos una piscina que llega de una pared a la mitad del jardín, ellos tienen un riachuelo que no tiene fin. Nosotros tenemos unas lámparas importadas en el patio, ellos tienen estrellas. El patio llega hasta la pared de la casa del vecino, ellos tienen un horizonte de patio. Ellos tienen tiempo para conversar y estar en familia. Tú y mamá tenéis que trabajar todo el tiempo y casi nunca os veo. Al terminar el relato, el padre se quedó callado, y su hijo añadió: – ¡Gracias, papá, por enseñarme lo ricos que podemos llegar a ser…!
Categoría: Relatos breves
Simples y complicadas
Un chico llamado Luis se siente atraído por una chica llamada Ana. Él la propone ir juntos al cine, ella acepta, se lo pasan bien. Unas pocas noches después el la invita a ir a cenar, y de nuevo están a gusto. Siguen viéndose regularmente, y un tiempo después ninguno de ellos ve a ninguna otra persona. Entonces, una noche, cuando van hacia casa, un pensamiento se le ocurre a Ana y, sin pensarlo mucho, ella dice: “¿Te das cuenta de que justo hoy hace seis meses que nos vemos?”. Y entonces se hace el silencio en el coche. A Ana le parece un silencio estruendoso. Ella piensa: “Vaya, me pregunto si le habrá molestado que yo haya dicho eso. Quizás se siente restringido por nuestra relación. Quizás crea que yo estoy tratando de forzarle a alguna clase de obligación que él no desea, o sobre la que no está muy seguro”. Y Luis esta pensando: “Vaya. Seis meses.” Y Ana piensa: “Pero yo tampoco estoy segura de querer esta clase de relación. A veces me gustaría tener un poco más de libertad, para tener tiempo de pensar sobre lo que yo realmente quiero que nos mantenga en la dirección a la que nos estamos dirigiendo lentamente…, quiero decir, ¿hacia dónde vamos? ¿Vamos simplemente a seguir viéndonos en este nivel de intimidad? ¿Nos dirigimos hacia el matrimonio? ¿Hijos? ¿Una vida juntos? ¿Estoy preparada para este nivel de compromiso? ¿Es que conozco realmente a esta persona?”. Y Luis piensa: “…así que eso significa que fue… veamos… fue febrero cuando comenzamos a salir, que fue justo después de dejar el coche en el taller, o sea, que… veamos el cuentakilómetros… Vaya, tengo que cambiarle el aceite al coche.” Y Ana piensa: “Está disgustado. Puedo verlo en su cara. Quizás estoy interpretando esto completamente mal. Quizás quiere más de nuestra relación, más intimidad, más compromiso. Quizás él ha notado -antes que yo- que yo estaba sintiendo algunas reservas. Sí, seguro que es eso. Por eso es tan reservado a la hora de hablar sobre sus propios sentimientos. Tiene miedo de ser rechazado”. Y Luis piensa: “Y voy a tener que decirles que me miren la transmisión otra vez. No me importa lo que esos imbéciles digan, todavía no cambia bien. Y esta vez será mejor que no intenten echarle la culpa al frío. ¿Qué frío? Hay 30 grados fuera, y esta cosa cambia como un camión de basura, y yo les pago a esos ladrones incompetentes mucho dinero cada vez.” Y Ana está pensando: “Está enfadado. Y no puedo culparle. Yo estaría enfadada, también. Dios mío, me siento tan culpable, haciéndole pasar por esto, pero no puedo evitar sentirme como me siento. Simple y llanamente, no estoy segura”. Y Luis piensa: “Probablemente me dirán que sólo tiene tres meses de garantía. Sí, eso es justo lo que van a decirme, los capullos”. Y Ana está pensando: “Quizás soy demasiado idealista, esperando que venga un caballero en su caballo blanco, cuando estoy sentada al lado de una persona perfectamente buena, una persona con la que me gusta estar, una persona que realmente me importa, una persona a la que parezco importarle realmente. Una persona que sufre por causa de mis egocéntricas fantasías románticas de colegiala”. Y Luis piensa: “¿Garantía? ¿Quieren una garantía? Les daré una garantía. Cogeré su garantía y la…”. Dice Ana en voz alta: “Luis”. “¿Qué?, dice Luis, sorprendido. “Por favor, no te tortures así -dice ella, con un inicio de lágrimas en sus ojos.- Quizás nunca debí haber dicho… Oh, Dios, me siento tan…” y se interrumpe, sollozando. “¿Qué?, dice Luis. “Soy tan tonta -solloza Ana-. Quiero decir, ya sé que no hay tal caballero. Realmente lo sé. Es estúpido. No hay caballero, ni caballo”. “¿ No hay caballo?, dice Luis. “¿Piensas que soy tonta, verdad?”, dice Ana. “No”, dice Luis, contento por fin de conocer la respuesta adecuada. “Es sólo que… sólo que… necesito algo de tiempo”, dice Ana. Hay una pausa de 15 segundos mientras Luis, pensando todo lo rápido que puede, trata de decir una respuesta segura. Finalmente se le ocurre una que cree que puede funcionar: “Sí”. Ana, fuertemente emocionada, toca su mano: “Oh, Luis, ¿realmente piensas eso?, dice ella. “¿El que?, dice Luis. “Eso sobre el tiempo”, dice Ana. “Ah, sí”, dice Luis. Ana se vuelve para mirarle y fija profundamente su mirada en sus ojos, haciendo que él se ponga muy nervioso sobre lo que ella pueda decir luego, sobre todo si tiene que ver con un caballo. Al final, ella dice: “Gracias, Luis”. “Gracias”, dice Luis. Entonces él la lleva a casa, y ella se tumba en su cama, como un alma torturada y en conflicto, y llora hasta el amanecer. Mientras, Luis, vuelve a su casa, abre una bolsa de patatas, enciende la tele, e inmediatamente se encuentra inmerso en una retransmisión de un partido de tenis entre dos checos de los que nunca ha oído hablar. Una débil voz en los mas recónditos rincones de su mente le dice que algo importante pasaba en el coche, pero está bien seguro de que no hay forma de que pudiese entenderlo, así que opina que es mejor no pensar en ello. Al día siguiente Ana llamara a su mejor amiga, o quizás a dos de ellas, y hablarán sobre la situación seis horas seguidas. Con doloroso detalle, analizarán todo lo que ella dijo y todo lo que él dijo, pasando sobre cada punto una y otra vez, examinando cada palabra, y gesto por nimios significados, considerando cada posible ramificación. Continuarán discutiendo el tema, una y otra vez, por semanas, quizás meses, nunca llegando a conclusiones definitivas, pero nunca aburriéndose de él, tampoco. Mientras, Luis, un día mientras ve un partido de fútbol con un amigo común suyo y de Ana, durante los anuncios, fruncirá el ceño y dirá: “Raúl, ¿sabes si Ana tuvo alguna vez un caballo?”.
¿Te puedo comprar una hora?
El hombre llegó del trabajo a casa otra vez tarde, cansado e irritado, y encontró a su hijo de cinco años esperándolo en la puerta. “Papá, puedo preguntarte algo?” “Claro, hijo, el qué? respondió el hombre.
“Papá, ¿cuánto dinero ganas por hora?” “¿Por qué lo preguntas?, dijo un tanto molesto. “Sólo quiero saberlo. Por favor dime cuánto ganas por hora”, suplicó el pequeño. “Si quieres saberlo, gano 20 dólares por hora”.
“Oh”, repuso el pequeño inclinando la cabeza. Luego dijo: “Papá, ¿me puedes prestar 10 dólares, por favor?”. El padre estaba furioso. “Si la razón por la que querías saber cuánto gano es sólo para pedirme que te compre un juguete o cualquier otra tontería, entonces vete ahora mismo a tu habitación y acuéstate. Piensa por qué estás siendo tan egoísta. Trabajo mucho, muchas horas cada día y no tengo tiempo para estos juegos infantiles”.
El pequeño se fue en silencio a su habitación y cerró la puerta. El hombre se sentó y empezó a darle vueltas al interrogatorio del niño. “¡Cómo puede preguntar eso sólo para conseguir algo de dinero!”. Después de un rato, el hombre se calmó y empezó a pensar que había sido un poco duro con su hijo. Quizás había algo que realmente necesitaba comprar con esos 10 dólares y, de hecho, no le pedía dinero a menudo. Fue a la puerta de la habitación del niño y la abrió.
“¿Estás dormido, hijo?”, preguntó. “No, papá. Estoy despierto” respondió el niño. “He estado pensando, y quizá he sido demasiado duro contigo antes. Ha sido un día muy largo y lo he pagado contigo. Aquí tienes los 10 dólares que me has pedido”.
El niño se sentó sonriente: “¡Oh, gracias, papá!”, exclamó. Entonces, rebuscando bajo su almohada, sacó algunos billetes arrugados más. El pequeño contó despacio su dinero y entonces miró al hombre, el cual, viendo que el niño ya tenía dinero, empezaba a enfadarse de nuevo. “¿Por qué necesitabas dinero y ya tenías?”, refunfuñó el padre.
“Porque todavía no tenía bastante, pero ahora sí tengo. Papá, ahora tengo 20 dólares…, ¿puedo comprar una hora de tu tiempo?”.
Tender puentes
Se cuenta que, cierta vez, dos hermanos que vivían en granjas vecinas, separadas por un pequeño río, entraron en conflicto. Fue la primera gran desavenencia en toda una vida de trabajo uno al lado del otro, compartiendo las herramientas y cuidando uno del otro. Durante años ellos trabajaron en sus granjas y al final de cada día, podían atravesar el río y disfrutar uno de la compañía del otro. A pesar del cansancio, hacían la caminata con gusto, pues se tenían un gran aprecio. Pero ahora todo había cambiado. Lo que comenzara con un pequeño malentendido finalmente explotó en un cambio de ásperas palabras, seguidas por semanas de total silencio. Una mañana, el hermano más mayor sintió que llamaban a su puerta. Cuando abrió vio un hombre con una caja de herramientas de carpintero en la mano y que buscaba trabajo: “Quizás usted tenga un pequeño servicio que yo pueda hacer”. “Sí, claro que tengo trabajo para usted. Ve aquella granja al otro lado del río. Es de mi vecino. No, en realidad es de mi hermano más joven. Nos peleamos y no puedo soportar verle. ¿Ve aquella pila de madera cerca del granero? Quiero que usted construya una cerca bien alta a lo largo del río para que yo no tenga que verlo mas.” El carpintero contestó: “Creo que entiendo la situación. Dígame dónde están el resto del material, que ciertamente haré un trabajo que le gustará.” Como tenía que irse a la ciudad, el hermano más mayor ayudó al carpintero a encontrar el material y partió. El hombre trabajó durante todo aquel día. Ya anochecía cuando termino su obra. El granjero regresó de su viaje y sus ojos no podían creer lo que veían. En vez de una cerca había un puente que unía las dos márgenes del río. Era realmente un buen trabajo, pero el granjero estaba furioso y le dijo: “Usted ha sido muy atrevido al construir ese puente después de lo que quedamos”. Sin embargo, al mirar hacia el puente, vio a su hermano que se acercaba del otro margen, corriendo con los brazos abiertos. Por un instante permaneció inmóvil de su lado del río. Pero de repente, en un impulso, corrió en dirección del otro y se abrazaron en medio del puente.
Todo pasa
Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: – Me estoy fabricando un precioso anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del anillo.
Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación total. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían encontrar nada. El rey tenía un anciano sirviente que también había sido sirviente de su padre. La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo trataba como si fuera de la familia. El rey sentía un inmenso respeto por el anciano, de modo que también lo consultó. Y éste le dijo: -No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje. Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me dio este mensaje -el anciano lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey-. Pero no lo leas -le dijo- mantenlo escondido en el anillo. Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación.
Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran numerosos. Llegó a un lugar donde el camino se acababa, no había salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle; caer por él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el camino. Ya podía escuchar el trotar de los caballos. No podía seguir hacia delante y no había ningún otro camino. De repente, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso. Simplemente decía: “ESTO TAMBIÉN PASARÁ”. Mientras leía “esto también pasará” sintió que se cernía sobre él un gran silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en el bosque, o debían haberse equivocado de camino, pero lo cierto es que poco a poco dejó de escuchar el trote de los caballos.
El rey se sentía profundamente agradecido al sirviente y al místico desconocido. Aquellas palabras habían resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a ponerlo en el anillo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Y el día que entraba de nuevo victorioso en la capital hubo una gran celebración con música, bailes… y él se sentía muy orgulloso de sí mismo. El anciano estaba a su lado en el carro y le dijo: -Este momento también es adecuado: vuelve a mirar el mensaje. -¿Qué quieres decir? -preguntó el rey-. Ahora estoy victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy desesperado, no me encuentro en una situación sin salida. -Escucha -dijo el anciano-: este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estás derrotado; también es para cuando te sientes victorioso. No es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero. El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: “Esto también pasará”, y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero el orgullo, la egolatría, había desaparecido. El rey pudo terminar de comprender el mensaje. Entonces el anciano le dijo: -Recuerda que todo pasa. Ninguna cosa ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas.
Tres pipas para calmar el enfado
Una vez un miembro de la tribu se presentó furioso ante su jefe para informarle que estaba decidido a tomar venganza de un enemigo que lo había ofendido gravemente. Quería ir inmediatamente y matarlo sin piedad. El jefe le escuchó atentamente y luego le propuso que fuera a hacer lo que tenía pensado, pero antes de hacerlo llenara su pipa de tabaco y la fumara con calma al pie del árbol sagrado del pueblo. El hombre cargó su pipa y fue a sentarse bajo la copa del gran árbol. Tardó una hora en terminar la pipa. Luego sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con el jefe para decirle que lo había pensado mejor, que era excesivo matar a su enemigo pero que si le daría una paliza memorable para que nunca se olvidara de la ofensa. Nuevamente el anciano lo escuchó y aprobó su decisión, pero le ordenó que ya que había cambiado de parecer, llenara otra vez la pipa y fuera a fumarla al mismo lugar. También esta vez el hombre cumplió su encargo y gastó media hora meditando. Después regresó a donde estaba el cacique y le dijo que consideraba excesivo castigar físicamente a su enemigo, pero que iría a echarle en cara su mala acción y le haría pasar vergüenza delante de todos. Como siempre, fue escuchado con bondad pero el anciano volvió a ordenarle que repitiera su meditación como lo había hecho las veces anteriores. El hombre, medio molesto, pero ya mucho más sereno, se dirigió al árbol centenario y allí sentado fue convirtiendo en humo, su tabaco y su bronca. Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo: “Pensándolo mejor veo que la cosa no es para tanto. Iré donde me espera mi agresor para darle un abrazo. Así recuperaré un amigo que seguramente se arrepentirá de lo que ha hecho”. El jefe le regaló dos cargas de tabaco para que fueran a fumar juntos al pie del árbol, diciéndole: “Eso es precisamente lo que tenía que pedirte, pero no podía decírtelo yo; era necesario darte tiempo para que lo descubrieras tu mismo”.
Un donante muy especial
Robyn Bowen es una mujer de Washington que en 1980 acudió a una Clínica en Rochester para ser atendida de una enfermedad al riñón mientras estaba embarazada. Recuerda cómo los doctores le dijeron llevar el embarazo hasta el final podría perjudicarle e incluso ponerse en peligro de muerte. Pero ella no quiso abortar, no dudó: “Supe desde el primer día que Dios me había bendecido al permitirme tener a Brandon”, que así llamó a su hijo. Robyn dio a luz y continuó con su vida de diálisis y medicamentos, y salvó su vida por no abortar, pues cuando estaba enferma de muerte si no recibía un riñón compatible, le salió un donante muy especial. Veinte años después de su alumbramiento, su hijo se ofreció para donarle un riñón. “Mi cuerpo no es realmente mi cuerpo -afirma Brandon, el hijo-, a lo que me refiero, es que este no es mi riñón realmente. Es como el deseo de Dios y algo que necesitaba hacer”. Su madre afirma: “él estaba muy seguro de que eso era lo que Dios quería que hiciera, por lo que fue el único motivo por el que le permití hacerlo”. Orgulloso de salvar a su madre, seguía diciendo Brandon: “Tu no sabes lo que la vida de un niño pueda lograr en el futuro… Él podría ser el presidente, o tal vez podría encontrar la cura para el cáncer o algo así. Uno nunca sabe. Yo sólo pienso que todo niño debería tener una oportunidad”. Defender el derecho a la vida desde la concepción, dice Juan Pablo II, es un “servicio precioso a la vida, valor fundamental en el que se reflejan la sabiduría y el amor de Dios… El respeto de la vida, desde su concepción al ocaso natural es un criterio decisivo para valorar la civilización de un pueblo”. (Llucià Pou).
Un embarazo arriesgado
La historia de Emilia es uno de esos casos difíciles de discernir. Su último embarazo presentó tan difícil que hoy en día lo transformarían en opción segura por el aborto. Aquí está su historia. ¿Qué habría hecho usted en su situación? Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo que sufría estragos y carestías después de una prolongada guerra nacional. Hambre y epidemias amenazaban a toda la población. Emilia desde pequeña había tenido una salud delicada, que no había podido mejorar por las condiciones en las que vivía. Siendo muy joven, se casó con un modesto empleado y se establecieron en una población nueva lejos de familiares y conocidos. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmund, un chico atractivo, buen estudiante, atleta y con gran personalidad. Unos años más tarde, Emilia dio a luz a una niña, que sólo sobrevivió pocas semanas por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida. Catorce años después del nacimiento de Edmund y casi diez de la muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación particularmente difícil. Tenía cerca de cuarenta años y su salud no había mejorado: sufría severos problemas renales y su sistema cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica, pues había sido muy afectado por la recién terminada primera guerra mundial. Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que estallase una nueva guerra. Y justamente en esas terribles circunstancias, Emilia se dio cuenta de que nuevamente estaba embarazada. A pesar de que el acceso al aborto no era sencillo en esa época y en ese país tan pobre, existía la opción y no faltó quien se ofreciera para practicárselo. Su edad y su salud hacían del embarazo un alto riesgo para su vida. Además su difícil condición de vida le hacía preguntarse: ¿qué mundo puedo ofrecer a este pequeño? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra? ¿Vale la pena que le dé la vida? A esta situación tan difícil que enfrentaba Emilia, se sumaría otra problemática que ella aún no conocía, pero de saberla, le haría cuestionar aún más la conveniencia de que este hijo naciera. Emilia morirá tan sólo diez años después a causa de su precaria salud. Trágicamente, también Edmund, el único hermano del bebé que esperaba, vivirá sólo unos pocos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer también perderá la vida, con lo que ese niño iba a quedar absolutamente solo en la vida y en un ambiente adverso. Si a ested le tocara juzgar la conveniencia del nacimiento del hijo de Emilia, tendría que tomar en cuenta que, además de una situación sumamente crítica, a este niño le esperaba una vida en la completa orfandad: ni su padre, ni su madre, ni su único hermano podrían acompañarle en medio de las condiciones espantosas de la segunda guerra mundial que estaba por venir. ¿Para qué traer al mundo a un niño que desde el momento de nacer conocerá el sufrimiento? ¿Qué futuro puedo ofrecerle? ¿Será una insensatez llevar adelante mi embarazo? Son preguntas que cualquier mujer se haría en la situación de Emilia. Afortunadamente, ella optó por la vida de su hijo, a quien puso el nombre de Karol. Hoy quizá ese niño sería seguramente una víctima del aborto. Pero, gracias al valor de una mujer llamada Emilia, se encuentra vivo y se llama Karol Wojtyla, a quien todo el mundo conoce como Juan Pablo II.
Un tipo con suerte
Recuerdo que conocí a Javi el verano pasado en un campo de trabajo con toxicómanos en rehabilitación. Cuando me preguntó que por qué empleaba mis vacaciones de verano en una cosa así, hinché el pecho y me enorgullecí de mi mismo y de lo bueno que era. Pero no me duró mas de 10 segundos, el tiempo que tardé en devolverle la pregunta y me contestó que le reventaba ver a gente sola, que la soledad hay que “mamarla”.
Pensé que Javi había sufrido mucho, más todavía cuando me dijo que a él lo abandonaron en un contenedor a los pocos días de nacer. La congoja que me entró no fue nada comparado con el océano que se abrió a continuación ante mi conciencia. Le dije que lo sentía, que vaya faena, y me respondió que si estaba tonto, que se sentía un afortunado… Debí poner la misma cara que un pingüino en un garaje, pues rápidamente me dio la mejor lección que han dado en la vida. “Soy un tío con suerte -me espetó-, pues está claro que fui un embarazo no deseado, si llega a ser ahora, por 50.000 pesetas me cortan el cuello.” Y siguió recogiendo patatas del suelo, como si nada. Siguió con su vida, ayudando a los demás. El valor de la vida humana y la dignidad del ser humano como tal, desde su comienzo hasta su fin natural, está por encima de cualquier situación adversa que se presente en el transcurso de la misma. Y si no, que se lo digan a Javi, un tipo con suerte. (Jesús García Sánchez-Colomer. Publicado en ABC, 19.VI.01).
Una noche tormentosa
Una noche tormentosa hace los muchos años, un hombre mayor y su esposa entraron a la antecámara de un pequeño hotel en Filadelfia. Intentando conseguir resguardo de la copiosa lluvia la pareja se aproxima al mostrador y pregunta: “¿Puede darnos una habitación?”. El empleado, un hombre atento con una cálida sonrisa les dijo: “Hay tres convenciones simultáneas en Filadelfia… Todas las habitación, de nuestro hotel y de los otros están tomadas. El matrimonio se angustió pues era difícil que a esa hora y con ese tiempo horroroso fuesen a conseguir dónde pasar las noche. Pero el empleado les dijo: “Miren…, no puedo enviarlos afuera con esta lluvia. Si ustedes aceptan la incomodidad, puedo ofrecerles mi propia habitación. Yo me arreglaré en un sillón de la oficina. El matrimonio lo rechazó, pero el empleado insistió de buena gana y finalmente terminaron ocupando su habitación. A la mañana siguiente, al pagar la factura el hombre pidió hablar con él y le dijo: “Usted es el tipo de Gerente que yo tendría en mi propio hotel. Quizás algún día construya un hotel para devolverle el favor que nos ha hecho”. El concerje tomó la frase como un cumplido y se despidieron amistosamente. Pasaron dos años y el concerje recibe una carta de aquel hombre, donde le recordaba la anécdota y le enviaba un pasaje ida y vuelta a New York con la petición expresa de que los visitase. Con cierta curiosidad el conserje no desaprovechó esta oportunidad de visitar gratis New York y concurrió a la cita. En esta ocasión el hombre mayor le llevó a la esquina de la Quinta Avenida y la calle 34 y señaló con el dedo un imponente edificio de piedra rojiza y le dijo: “Este es el Hotel que he contruido para usted”. El conserje miró anonadado y dijo: “¿Es una broma, verdad?”. “Puedo asegurarle que no”, le contestó con una sonrisa cómplice el hombre mayor. Y así fue como William Waldorf Astor construyó el Waldorf Astoria original y contrató a su primer gerente de nombre George C. Boldt (el conserje en la noche lluviosa). Obviamente George C. Boldt no imaginó que su vida estaba cambiando para siempre cuando hizo aquel favor para atender al viejo Waldorf Astor en aquella noche tormentosa. No tenemos muchos “Waldorf Astor” en el mundo, pero un jefe satisfecho o un cliente sorprendido pueden equivaler a nuestro Waldorf-Astoria personal.