Peter Berglar: Una pregunta que cambió una vida

Peter Berglar Scripta Theologica, XII.1981 El encuentro inadvertido En 1962 un primo mío me regaló Camino. «Son reglas de vida –me dijo– de un sacerdote español, que también ha fundado no sé qué institución. Algunas cosas me han gustado bastante; a lo mejor te interesa». Después de hojearlo brevemente, constaté: «Ah, aforismos, más o menos como el “Oráculo manual” de Baltasar Gracián o las “Reflexiones y máximas” de Goethe»; lo ordené en mi biblioteca en la sección «Libros diversos» y me olvidé completamente de él. Sin duda, este hecho no merece el nombre de «encuentro» con el autor de Camino; todo lo más, con su nombre, que hasta entonces no había oído nunca.

Hacia finales del semestre universitario del invierno 1973/74, acudió a mi despacho en la Universidad un estudiante que quería consultarme sobre diversos puntos referentes a mis clases. Al terminar –yo ya me había puesto en pie–, me espetó la siguiente pregunta: «Cree usted, señor profesor, que Dios es el Señor de la historia?». Me volví a sentar, un tanto desconcertado, pues en la Universidad casi nunca se tratan tales temas; los estudiantes no los plantean nunca; están considerados como poco científicos. «Ya que me pregunta tan directamente –contesté tras una pequeña pausa– si, lo creo». Silencio. El diálogo se había interrumpido. Por fin añadí, en tono algo académico: «Pero éste es un tema amplio y complicado, que no se puede tratar en diez minutos, en el despacho». Con todo, seguimos conversando un rato sobre el tema –ya no recuerdo exactamente qué dijimos– y por la noche hablé con mi mujer de la «pregunta poco convencional» de un estudiante en el tercer semestre de historia. No me figuraba entonces que había tenido un primer contacto con el Opus Dei, al que (según me enteré más tarde) pertenecía el estudiante en cuestión; también un primerísimo contacto con su Fundador…

Pasaron meses hasta que volví a encontrar al estudiante. Me pidió que continuáramos la conversación «de entonces» y dijo que quería venir con un amigo, también estudiante, de historia del arte, que tenía un «interés candente» por el tema. Este coloquio entre tres tuvo lugar el 8 de junio de 1974 en mi casa. Disfruté de lo lindo –digámoslo así desarrollando ante ambos mis elucubraciones y opiniones sobre el problema de la Providencia divina y de la libertad humana en la historia, sobre el misterioso entrelazamiento entre la historia y la salvación. Estoy seguro de que hablé demasiado. Pero tenía frente a mí a dos oyentes atentos, pacientes, de mirada franca y con buen humor. Esto se me quedó grabado por contraste –contraste notable– con una buena parte de la gente joven con la que tenía que tratar a diario. Como mi locuacidad y ardor apenas dieron lugar a que mis visitantes tomaran la palabra, tuvieron pocas posibilidades de hacer objeciones o de poner reparos. Pero no parecía importarles. Si es que se habló del Opus Dei y de Monseñor Escrivá de Balaguer, fue sólo muy al margen. «Gente simpática –dije a mi mujer cuando se habían ido–, irradian un algo alegre. Nos hemos reído juntos». Después comprendí que había aprendido una gran lección sobre el fundamento de cualquier apostolado. Sin una alegría sincera que refleja el convencimiento de la redención, contagiosa porque expresa dedicación cordial a los demás, nadie puede atraer a otros a Jesucristo.

Durante las vacaciones que pasé en nuestra pequeña casa de campo me llegó la invitación a dar una conferencia en un Simposio del Centro Romano di Incontri Sacerdotal (CRIS) que tendría lugar en Roma del 11 al 13 de octubre. El aliciente del lugar hizo que no dudara mucho tiempo, y acepté. A1 mismo tiempo, del 17 de septiembre al 28 de octubre de 1974, se celebraba en Roma el Tercer Sínodo de Obispos bajo el tema «La Evangelización en el mundo contemporáneo». En este tema se centraba también el Simposio del CRIS: «Esaltazione dell’uomo e saggezza cristiana». Yo sería –así acordamos– el primer ponente con la conferencia «Historia universal y reino de Dios»; seguiría, al día siguiente por la tarde, la relación del filósofo español Antonio Millán Puelles (Madrid) sobre «El problema ontológico del hombre como criatura» y el tercer día, como culminación, tendría lugar la conferencia del Cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla: «L’evangelizzazione e 1’uomo interiore».

Entre tanto, yo ya me había enterado de que el CRIS estaba dirigido intelectual, espiritual y personalmente por sacerdotes pertenecientes al Opus Dei; que la sede central de la Obra estaba en Roma y que su Presidente General era aquel Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer de quien había oído decir que enseñaba, sobre todo a los cristianos corrientes, a los laicos, a seguir consecuentemente a Cristo, y cuyo libro Camino seguía sin haber leído. Cuando comenté con mis amigos y conocidos mi inminente viaje, pude comprobar que la mayoría no sabían nada o casi nada del Opus Dei y de su Fundador, pero que algunos tenían «prevenciones» en contra. Su tono vago e impertinente me sorprendió, pero despertó también sospechas respecto al conocimiento de causa, y en parte incluso respecto a la honestidad de los que me informaban. Sin embargo, a fin de cuentas, este veneno surtió su efecto. Con cierta reserva interior y con el propósito de «tener cuidado» salimos mi mujer y yo el 7 de octubre con destino a la Ciudad Eterna. En la escala del «encuentro» con Josemaría Escrivá había alcanzado, sin saberlo, un tercer peldaño: tras el encuentro, primero, con el nombre, doce años atrás, y, luego, con dos simpáticos « representantes» (así les denominaba yo), ahora el encuentro con la calumnia. No se debe querer evadir esta experiencia angustiosa –y tampoco suele ser posible hacerlo–, pues es parte integrante en cualquier proceso de esclarecimiento interior.

Encuentro sin encuentro Los nubarrones con los que, por la mañana, había dejado Colonia, se habían disuelto ya por la tarde sin dejar huella alguna: un claro cielo romano sobre mi y en mi. Y la continuación tranquila del encuentro velado, inadvertido con Josemaría Escrivá –en sus hijos. Durante esa semana conocí a bastantes de ellos: alemanes y austríacos, italianos y españoles, sacerdotes y laicos, todos ellos conocían personalmente al Fundador, algunos llevaban mucho tiempo muy cerca de él, pero no reflexioné ni un momento sobre ello, no me llamó para nada la atención y casi no se mencionó en nuestras conversaciones. Hoy me resulta muy extraño: en contra de mi modo de ser no horadé a nadie con preguntas sobre el Opus Dei o sobre su Presidente General, no hice ningún esfuerzo por encontrarme con él y la noticia de que, agotado por un largo viaje de catequesis por América del Sur, se había retirado durante algunos días y no recibía visitas, me dejó impasible. Pero por otra parte: nadie me «importunó» con el tema del Opus Dei, nadie intentó encauzar artificiosamente la conversación hacia ese tema ni trató de darme explicaciones o informaciones que yo no había pedido, nadie indagó sobre mi vida interior, sobre mi vinculación eclesiástica o sobre mi recepción de los sacramentos. Hasta mucho tiempo después no me di cuenta de que se me había hecho un regalo de valor inmenso: el «apostolado de amistad» a la perfección. Mucho antes de que empezara a tener conocimientos exactos sobre la Obra, de que hubiera leído un libro del Fundador, mucho antes de que él mismo se acercara a mi entendimiento y a mi alma, ya me habían conducido manos amigas, prudente y suavemente, casi sin que yo me diera cuenta, al camino que él había trazado. Y mucho antes de «entender» este camino –y es tan fácil, y tan difícil, entenderlo como andarlo– ya lo amaba, porque lo había visto como un camino de «laetitia in cruce», de trabajo en el mundo por amor a Dios y a los hombres, de entrega sin patetismo, de encontrarse a si mismo liberándose de la tiranía del yo que nos impone el yugo del miedo y del orgullo desmesurado y del hastío profundo. Y lo vi así porque aquéllos a quienes había conocido lo vivían con toda serenidad y naturalidad, con veracidad y con una notable paz interior. Y lo vivían así porque, con la gracia de Dios, así lo habían aprendido de aquél a quien llamaban «Padre» –y realmente lo era, de modo más profundo y amplio que cuanto yo entendía entonces. El buen árbol se reconoce por sus buenos frutos: en aquella ocasión, en Roma, y luego muchas otras veces he tenido la suerte de comprobar la realidad de estas palabras del Señor. Y un buen día también me di cuenta de hasta qué punto este «encuentro sin encuentro» con Josemaría Escrivá de Balaguer era la realización de su afán de desaparecer totalmente para que sólo Jesús se luciera.

Aun a riesgo de repetirme, no me canso de explicar que mi encuentro con el Fundador del Opus Dei, en su primer y decisivo estadio, no sólo no fue de naturaleza material, sino tampoco intelectual; no tuvo lugar a través de «lectura», por la que uno se encuentra con el autor y reflexiona sobre él y sobre sus afirmaciones. Tuvo lugar a través de sus hijos espirituales, sin ruido, sin ser visto, al principio incluso sin ser notado. Precisamente en ello veo hoy una gracia especial: había que abrir la puerta del corazón de tal manera que un yo cobarde o perezoso (ciego en cualquier caso) no pudiera mantenerla cerrada o cerrarla de nuevo. Fue –por poner una comparación– como si se hiciera un gran favor a alguien que duerme o sueña –un favor que quizá no aceptara de estar despierto–, y poco a poco abriera los ojos y empezara lentamente a darse cuenta del regalo, reconociendo paulatinamente a su bienhechor; con claridad sólo después de meter la cabeza bajo un chorro de agua fría. Tengo necesariamente que renunciar a un relato detallado de la parte «nocturna», «inicial», que el alma en su somnolencia no percibe, de mi encuentro con Josemaría Escrivá. Sólo diré que años después me enteré que había rezado por mí desde el mismo momento en que el estudiante de Colonia, que me había acompañado a Roma, le había hablado de mí. Esta oración (estoy seguro) motivó mi despertar, dando comienzo a la segunda fase del encuentro con él, la fase espiritual, de claridad meridiana, en la que participaban entendimiento y voluntad.

De Roma a Roma Regresé a Alemania transformado. No se trata de una afirmación ulterior, de una interpretación autobiográfica del pasado, sino de una apreciación desapasionada que hice ya entonces y que, ya al poco tiempo, me resultaba posible definir; y, lo que es más convincente, también a otras personas les resultaba al cabo de poco tiempo posible definir esta transformación, a pesar de que yo mismo aún no me daba cuenta de la transcendencia y de las repercusiones que la tal transformación llevaba consigo. Tenía cincuenta y cinco años y era católico desde mis tiempos de estudiante hacía más de tres decenios; mi vida, en diversos aspectos, había seguido un rumbo poco convencional, había sido a menudo intranquila e incluso inestable, por fuera y por dentro; casi siempre un éxodo por la selva, codicioso de «vicisitudes» y de «novedades», afanoso de vivencias. Aunque nunca me había separado completamente de la Fe y de la Iglesia, una arbitrariedad autocrática no precisamente irresoluta manejaba ambas como si se tratara de un depósito de fondos espirituales de los que, según capricho, se retira o añade esto y aquello, se valora, ora así, ora de otro modo y a veces se deja totalmente de lado. En el momento en que el estudiante me preguntó por el «Señor de la historia» parece que reinaba en mi interior «bonanza». «Ante su cabaña, sosegado y a la sombra, está sentado el arador», podría decir con Hölderlin, «el hogar humea ante el hombre austero»… Los hijos eran mayores, tenia nietos, algunas de las cosas que Camino enumera en el punto 63 se podían referir a mi persona. La brújula apuntaba hacia el repliegue del turbio y vulgar «mundo», hacia el placentero retiro en la casa de campo, para, por fin, escribir y sólo escribir, para, por fin, tener tranquilidad para la «obra maestra». O, por citar otra vez a Hölderlin: «Llena de paz y serenidad es la vejez»… Pero justamente lo que dice este verso final de la «Fantasía vespertina» es lo que me faltaba: no se podía hablar de paz ni de serenidad ni, bien mirado, tampoco de vejez. Precisamente en ello se basó la « transformación romana»: por el ejemplo concreto de hombres que andaban el camino de Josemaría Escrivá había llegado a experimentar allí –y entendido hasta cierto punto lo que había experimentado– que Dios quiere servirse de hombres que sean cooperadores, corredentores con Cristo en el mundo tratando con todas sus fuerzas de emular su vida, sus treinta años de trabajo oculto, su amor, sus enseñanzas y su dolor. Y había comprendido que de ese intento –y sólo de él y de nada más resulta la paz, la alegría, la serenidad del corazón que todo hombre ansia y que muchos pretenden lograr con medios inadecuados. Durante decenios había formulado pensamientos e ideas más o menos juiciosas, más o menos atinadas en libros, artículos y conferencias; pero los hombres a mi alrededor, las condiciones de trabajo, la realidad que me rodeaba me resultaban «estorbos», algo que «molestaba» y mermaba el aislamiento y la exclusividad a las que yo tenia «derecho». Bien es cierto que los temas de la religión, de la fe, de la «reflexión sobre Dios» surcaban casi todos los escritos, pero más o menos como un historiador naval procedente de Suiza central podría escribir sobre la historia de la navegación sin haber visto jamás el océano y sin haber pisado nunca un navío. Si, ésta era la transformación: una operación de ojos. Me habían, como se dice, «abierto los ojos», me habían operado las cataratas que durante muchos años no me dejaran ver el mundo más que a través del velo gris de la abstracción y del egocentrismo, dos actitudes que mantienen una peculiar relación mutua. Todavía recuerdo con exactitud que en las conferencias que debía dar en tres ciudades inmediatamente después del viaje a Roma, veía a mi público de otra manera, oía a los participantes en la discusión de otro modo, casi me atrevo a decir que atendía a las personas (a la guardarropa, al portero, a la vendedora y al empleado de la taquilla), a cada persona, en suma, de forma nueva, natural, viva. De pronto sentí el deseo (y, poco a poco, también la capacidad) de hacer partícipes a los que me rodeaban de la amorosa atención de la que yo había sido objeto.

El 30 de junio de 1975, mi mujer y yo vimos por primera vez a Josemaría Escrivá de Balaguer –aunque sólo fuera en película–, le vimos y le oímos. Estábamos cinco personas: nosotros dos, dos miembros de la Obra, y el Fundador. Sí, él estaba allí, perceptiblemente: parecía que llenaba toda la habitación y que estaba delante, junto a y dentro de cada uno de nosotros. Si mal no recuerdo, nos proyectaron una película que recogía una tertulia tenida en Santiago de Chile, el 6 de julio de 1974. Yo tenía la sensación de estar sentado en medio de aquella sala y de ser uno de los interlocutores (¡tenía aún tantas preguntas por hacer!) y que me reconocía entre los demás, llegándome hasta el fondo del alma, y se reía y a la par estaba serio y me contestaba muy personalmente, pero de forma que todos los demás también entendían lo que les hacía falta.

A partir de esa tarde empieza para mí el encuentro consciente –buscado intelectualmente y querido– con Josemaría Escrivá de Balaguer. Leí (esto fue lo primero y lo más importante) de forma sistemática, de principio a fin, Camino, no sólo una vez, sino muchas. Poco a poco fui comprendiendo el secreto de este libro: los 999 puntos, a primera vista, pueden parecer prudentes reglas de vida o cuidados aforismos; además al principio se piensa: bueno, esta frase y aquella otra son especialmente acertadas, esta otra no me incumbe, aquella sólo en parte… Por eso, tanto una mente sencilla como una cabeza complicada, una inteligencia poco culta y otra superfilosófica se pueden interesar por él; hasta que por fin se ven fascinados y acaban reconociendo –cada cual por su cuenta y a su manera– que cada uno de los 999 puntos se asemeja a un profundo aljibe que nuestro reflexionar casi nunca llega a sondear totalmente. Esto es lo que descubrí: Camino tiene en común con las grandes obras de la literatura y del arte que se adecúa plenamente a cualquier capacidad intelectual.

Después de la lectura de Camino vino la de Conversaciones, Santo Rosario, homilías publicadas hasta entonces como folletos y finalmente Es Cristo que pasa, el primer libro de homilías, que fue publicado en alemán en 1975. Si digo «lectura», el término es correcto sólo visto desde fuera: se trataba de una conversación en la que Josemaría Escrivá luchaba ahora por conquistar también mi «cabeza», a la que se había adelantado el corazón, ganado en su mayor parte gracias a una simpatía humana. Ahora hablaba conmigo con las palabras claras, profundas y, sin embargo, sencillas, de sus libros y se dirigía directamente a mi, en todo lo que me relataban sobre él y en las películas que veía de vez en cuando.

Mi deseo de contestar al Fundador del Opus Dei, por el que sentía llamado en lo más profundo de mi persona y al que cada vez llamaba más a menudo «Padre», crecía incontenible. Y, poco a poco, comprendía que sólo se podía dar esa contestación con toda la persona, es decir, en y a través de la unidad de vida. Pero ese conocimiento se queda en mera teoría mientras no se formula en primera persona engendrando la decisión de tomarlo en serio. Este sí a la tarea de transformar en vida diaria, cotidiana, tal conocimiento (providencial regalo de nuestro Padre Dios) y de hacerlo hasta el último instante; este sí es algo bien distinto y mucho más que la «adhesión» a una institución honorable y se llama con pleno derecho «vocación». Una y otra vez he llamado a Josemaría Escrivá de Balaguer un «libertador», tanto en un sentido personal como referido a toda la Cristiandad. Insisto en este vocablo. ¿Por qué? Cerrar el abismo que media en el corazón y en la cabeza de muchas personas (tal vez de la mayoría hoy en día), el abismo entre fe y ciencia, racionalidad y sentimientos y sobre todo entre la «vida cotidiana normal» y la filiación divina, el cerrarlo a partir del conocimiento, a partir de la voluntad e indicando el camino y los medios, éste es un hecho liberador inconmensurable que todavía no ha sido comprendido del todo, ni mucho menos. A este hecho así se le puede aplicar con propiedad el término «teología de la liberación».

A mi encuentro consciente en el entendimiento con el Fundador del Opus Dei siguió por fin, con lógica divina y humana, el encuentro consciente en el amor. También éste es un acontecimiento interior que se sustrae a la apertura «literaria», pero que está ligado al tiempo y al espacio. Inmediatamente después de un curso de retiro en el Castello di Urio, en Italia septentrional, viajé a Roma, esta vez no como turista o como conferenciante, sino como peregrino, para escuchar. No tenía otra meta que la Cripta en la sede central de la Obra, donde desde hacia nueve meses reposaba el «libertador». Cuando por primera vez me arrodillé allí, junto a la sencilla losa de mármol negro con las palabras «El Padre», en la tarde del 5 de abril de 1976, abarqué en una sola mirada, con una claridad absoluta, meridiana, toda mi vida hasta aquel momento, mis 57 años. En medio del dolor que nacía de la contemplación de tal panorama, experimenté la inmensa alegría de reconocer que, a pesar de los pesares, había sido un camino que me había conducido hasta aquí. Liberado de la obsesiva ilusión –herencia del burgués ilustrado del siglo XIX– que me exigía realizar la propia vida al modo de una «obra de arte» o como un «monumento», so pena de tener que considerarla fracasada, no «digna de ser vivida» en el caso contrario, experimenté sin pero alguno la dicha de haber sido descubierto en la plaza del mercado por el Señor de la viña que me daba empleo a última hora. Llegar a obtener un pedestal de mármol en el Olimpo de Goethe: al joven le había parecido ésta la mayor meta para su vida; el que ya iba para viejo estaba contento y agradecido con poder recoger un par de piedras en el campo del Señor. Esta «corrección del rumbo» es fruto del encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer.

Tomado de Scripta Theologica, nº XIII, VI-XII.1981, pág. 703 ss.

Peter Berglar, Doctor en Medicina y en Historia, era entonces profesor de Historia Moderna en la Universidad de Colonia. Posteriormente, en 1983, escribió una biografía de Josemaría Escrivá de Balaguer titulada El fundador del Opus Dei, publicada en castellano por la editorial Rialp en 1987.

Nikolaus Gross: El padre de familia

El alemán Nikolaus Gross, padre de siete hijos y ejecutado en 1945 por los nazis, será beatificado próximamente.

Nacido en 1898, en Niederwenigern, cerca de Essen, conoció primero el trabajo de la mina. A los 19 años, se inscribió en el sindicato cristiano de su rama laboral. A los 20, en el partido cristiano del Zentrum. A los 22, era secretario de los jóvenes mineros. Empezó a colaborar en el diario del Movimiento Católico de los Trabajadores (KAB) el Westdeutschen Arbeiterzeitung. Dos años después, era director.

Desde la sede de Colonia se prodigó en mantener informados a los lectores contra la nefasta influencia de la propaganda nazi. “Nosotros trabajadores católicos rechazamos con fuerza y con claridad el Nacionalsocialismo, no sólo por motivos políticos o económicos, sino decididamente también por nuestra postura religiosa y cultural”, decía. Colaboró con las mayores inteligencias católicas contrarias al régimen, como el jesuita padre Alfred Delp y el laico Emil Letterhaus, que siguieron su mismo destino.

Con la llegada del régimen, empezaron las dificultades. El diario fue declarado “enemigo del Estado”. En 1938, fue cerrado y prosiguió gracias a ediciones clandestinas ciclostiladas.

Fue un hombre que sin vergüenza ni miedo anunció a Cristo, mientras en Alemania el nacionalsocialismo perseguía a la comunidad cristiana. Como marido y padre honró el sacramento del matrimonio y de la familia; como obrero, sindicalista y periodista, se comprometió por la justicia, la verdad, la solidaridad y la paz, arriesgando la vida cada día.

Dos días antes de su ejecución, acaecida el 23 de enero de 1945, desde la cárcel de Berlín-Plötzensee envió una carta de despedida a su mujer, a sus hijos y a sus seres queridos, en la que revela una lúcida conciencia y una extraordinaria serenidad ante la muerte.

Cuando hubo que asumir una responsabilidad pública ante la barbarie nazi, no se echó atrás y pagó con la vida. Como conspirador no violento, deseaba una sublevación de las conciencias contra Hitler y proyectaba una Alemania mejor. Un sueño roto por la dura realidad que, a la larga, venció sobre el proyecto de muerte de sus verdugos.

Nguyen van Thuân: En un campo de concentración

Una vida ejemplar en medio de la persecución En 1975, François Xavier Nguyên Van Thuân fue nombrado por Pablo VI arzobispo de Ho Chi Minh (la antigua Saigón), pero el gobierno comunista definió su nombramiento como un complot y tres meses después le encarceló.

Durante trece años estuvo encerrado en las cárceles vietnamitas. Nueve de ellos, los pasó régimen de aislamiento.

Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam a donde no ha podido regresar, ni siquiera para ver a su anciana madre. Ahora es presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz de la Santa Sede.

A pesar de tantos sufrimientos, o quizá más bien gracias a ellos, este arzobispo, François Xavier Nguyên Van Thuân, ha sido un gran testigo de la fe, de la esperanza y del perdón cristiano.

En una celda sin ventanas «Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas –contaba el propio Nguyên Van Thuân–, iluminado en ocasiones con luz eléctrica durante días enteros, o a oscuras durante semanas, sentía que me sofocaba por efecto del calor, de la humedad. Estaba al borde de la locura. Yo era todavía un joven obispo con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir. Me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de dejar que se hundieran todas las obras que había levantado para Dios. Experimentaba una especie de revuelta en todo mi ser».

Sólo Dios «Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: “¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos…, todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras”».

«Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz. Escoger a Dios y no las obras de Dios. Este es el fundamento de la vida cristiana, en todo tiempo».

«De este modo, comprendo que mi vida es una sucesión de decisiones, en todo momento, entre Dios y las obras de Dios. Una decisión siempre nueva que se convierte en conversión. La tentación del pueblo de Dios siempre consistió en no fiarse totalmente de Dios y tratar de buscar apoyos y seguridad en otro sitio. Esta es la experiencia que sufrieron personajes tan gloriosos como Moisés, David, Salomón…».

La Biblia habla claramente. Según el arzobispo vietnamita «esta fue la gran experiencia de los patriarcas, de los profetas, de los primeros cristianos, evocada en el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos en la que aparece en 18 ocasiones la expresión “por la fe” y una vez la expresión “con la fe”». Esta es también la clave de lectura que permite comprender la vida de tantos hombres y mujeres que en estos dos mil años de cristianismo han dado su vida hasta el martirio. Entre todos estos ejemplos, destacó el de María, mujer «que optó por Dios, abandonando sus proyectos, sin comprender plenamente el misterio que estaba teniendo lugar en su cuerpo y en su destino».

Respuesta al mundo de hoy «Escoger a Dios y no las obras de Dios: esta es la respuesta más auténtica al mundo de hoy, el camino para que se realicen los designios del Padre en nosotros, en la Iglesia, en la humanidad de nuestro tiempo. Es posible que quienes optan por Dios tengan que pasar por tribulaciones, pero aceptan perder los bienes con alegría, pues saben que poseen bienes mejores, que nadie les podrá quitar».

Después del arresto «Después de que me arrestaran en agosto de 1975, dos policías me llevaron en la noche de Saigón hasta Nhatrang, un viaje de 450 kilómetros. Comenzó entonces mi vida de encarcelado, sin horarios. Sin noches ni días. En nuestra tierra hay un refrán que dice: “Un día de prisión vale por mil otoños de libertad”. Yo mismo pude experimentarlo. En la cárcel todos esperan la liberación, cada día, cada minuto. Me venían a la mente sentimientos confusos: tristeza, miedo, tensión. Mi corazón se sentía lacerado por la lejanía de mi pueblo. En la oscuridad de la noche, en medio de ese océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me fui despertando: “Tengo que afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. ¿No es acaso este el mejor momento para hacer algo realmente grande? ¿Cuántas veces en mi vida volveré a vivir una ocasión como ésta? Lo único seguro en la vida es la muerte. Por tanto, tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan cada día para cumplir acciones ordinarias de manera extraordinaria”».

«En las largas noches de presión, me convencí de que vivir el momento presente es el camino más sencillo y seguro para alcanzar la santidad. Esta convicción me sugirió una oración: “Jesús, yo no esperaré, quiero vivir el momento presente llenándolo de amor. La línea recta está hecha de millones de pequeños puntos unidos unos a otros. También mi vida está hecha de millones de segundos y de minutos unidos entre sí. Si vivo cada segundo la línea será recta. Si vivo con perfección cada minuto la vida será santa. El camino de la esperanza está empedrado con pequeños momentos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de esperanza. Como tú Jesús, quien has hecho siempre lo que le agrada a tu Padre. En cada minuto quiero decirte: Jesús, te amo, mi verdad es siempre una nueva y eterna alianza contigo. Cada minuto quiero cantar con toda la Iglesia: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo…».

Mensajes escritos en un calendario «En los meses sucesivos, cuando me tenían encerrado en el pueblo de Cay Vong, bajo el control continuo de la policía, día y noche, había un pensamiento que me obsesionaba: “¡El pueblo al que tanto quiero, mi pueblo, se ha quedado como un rebaño sin pastor! ¿Cómo puedo entrar en contacto con mi pueblo, precisamente en este momento en el que tienen tanta necesidad de un pastor?”. Las librerías católicas habían sido confiscadas; las escuelas cerradas; los maestros, las religiosas, los religiosos desperdigados; algunos habían sido mandados a trabajar a los campos de arroz, otros se encontraban en las “regiones de nueva economía” en las aldeas. La separación era un “shock” que destruía mi corazón».

«Yo no voy a esperar –me dije–. Viviré el momento presente, llenándolo de amor. Pero, ¿cómo?». Una noche lo comprendí: “François, es muy sencillo, haz como san Pablo cuando estaba en la cárcel: escribe cartas a las comunidades”. Al día siguiente, en octubre de 1975, con un gesto pude y llamar a un niño de cinco años, que se llamaba Quang, era cristiano. «Dile a tu madre que me compre calendarios viejos». Ese mismo día, por la noche, en la oscuridad, Quang me trajo los calendarios y todas las noches de octubre y de noviembre de 1975 escribí a mi pueblo mi mensaje desde el cautiverio. Todas las mañanas, el niño venía para recoger las hojas y se las llevaba a su casa. Sus hermanos y hermanas copiaban los mensajes. Así se escribió el libro “El camino de la esperanza”, que ahora ha sido publicado en once idiomas».

Monseñor Van Thuân no lo dijo, sus pensamientos pasaron de mano en mano entre los vietnamitas. Eran trozos de papel que salieron del país con los «boat people» que huían de la dictadura comunista.

El camino hacia la santidad «Cuando salí, recibí una carta de la Madre Teresa de Calcuta con estas palabras: “Lo que cuenta no es la cantidad de nuestras acciones, sino la intensidad del amor que ponemos en cada una”. Aquella experiencia reforzó en mi interior la idea de que tenemos que vivir cada día, cada minuto de nuestra vida como si fuera el último; dejar todo lo que es accesorio; concentrarnos sólo en lo esencial. Cada palabra, cada gesto, cada llamada por teléfono, cada decisión, tienen que ser el momento más bello de nuestra vida. Hay que amar a todos, hay que sonreír a todos sin perder un solo segundo».

Tomado de Zenit, ZS00031301 y ZS00031401 Testigos de esperanza Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: ” ¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?”. Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: “¿Ha podido celebrar la Santa misa?”.

En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. “Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la villa del mundo” (Jn 6, 51).

¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possumus! “¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía! “.

En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la villa de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.

Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: “Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar…, ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión…”. El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios! “En memoria mía” En la última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.

Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea espléndido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Iglesia el memorial presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de Él, para vivir y morir como Él.

Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de El y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. “Haced esto en memoria mía” (cf. I Co 11, 25).

Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos, para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: “Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”. Los fieles comprendieron enseguida.

Me enviaron una botellita de vino de misa, con la etiqueta: “medicina contra el dolor de estómago”, y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.

La policía me preguntó: –¿Le duele el estómago? –Sí.

–Aquí tiene una medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: “Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo”, como dice Ignacio de Antioquía.

A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida! Quien come de mí vivirá por mí Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.

Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que él realiza: “El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo”, afirman los Padres. Dice León Magno: “La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos”. Agustín da voz a Jesús con esta frase: “Tú no me cambiarás en ti, como la comida de la carne, sino que serás transformado en mí”. Mediante la Eucaristía nos hacemos ?como dice Cirilo de Jerusalén? “concorpóreos y consanguíneos con Cristo”. Jesús vive en nosotros y nosotros en Él, en una especie de “simbiosis” y de mutua inmanencia: Él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí.

La Eucaristía en el campo de reeducación Así, en la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.

La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en medio de todas las dificultades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.

En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos arreglamos para que hubiera cinco católicos conmigo. A las 21.30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los demás. Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bolsillo de la camisa.

Una vez por semana había una sesión de adoctrinamiento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo aprovechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús eucarístico ayudaba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.

Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la semilla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La prisión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.

En conjunto fueron apresados cerca de 300 sacerdotes. Su presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.

Así Jesús se convirtió –como decía Santa Teresa de Jesús– en el verdadero “compañero nuestro en el Santísimo Sacramento”. Un solo pan, un solo cuerpo. Y Jesús nos ha hecho ser Iglesia. “Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan” (1 Co 10, 17). He ahí la Eucaristía que hace a la Iglesia: el cuerpo eucarístico que nos hace Cuerpo de Cristo. O con la imagen joánica: todos nosotros somos una misma vid, con la savia vital del Espíritu que circula en cada uno y en todos (cf. Jn 15).

Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo. Cirilo de Alejandría recuerda: “Para fundirnos en unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamarnos unos con otros, el Hijo unigénito… inventó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos con él y entre ellos”.

Somos una sola cosa: ese “uno” que se realiza en la participación en la Eucaristía”. El Resucitado nos hace “uno” con Él y con el Padre en el Espíritu. En la unidad realizada por la Eucaristía y vivida en el amor recíproco, Cristo puede tomar en sus manos el destino de los hombres y llevarlos a su verdadera finalidad: un solo Padre y todos hermanos.

Padre nuestro, pan nuestro Si tomamos conciencia de lo que realiza la Eucaristía, ésta nos hace enlazar inmediatamente las dos palabras de la oración dominical: “Padre nuestro” y “pan nuestro”. Da testimonio de ello la Iglesia de los orígenes: “Se mantenían constantes… en la fracción del pan”, narran los Hechos de los Apóstoles (2, 42). E indican su reflejo inmediato: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común” (Hch 4, 32).

Si Eucaristía y comunión son dos caras inseparables de la misma realidad, esta comunión no puede ser únicamente espiritual. Estamos llamados a dar al mundo el espectáculo de comunidades donde se tenga en común no sólo la fe, sino que se compartan verdaderamente gozos y penas, bienes y necesidades espirituales y materiales.

El ministerio que desarrollo dentro de la Curia Romana al servicio de la justicia y de la paz me hace especialmente sensible a esta instancia. Urge testimoniar que el cuerpo de Cristo es verdaderamente “carne para la vida del mundo”.

Todos sabemos cómo, en los dos siglos que acaban de pasar, muchas personas que sentían la exigencia de una verdadera justicia social, al no hallar en el ámbito cristiano un testimonio claro y fuerte, han recurrido a falsas esperanzas. Y todos nosotros hemos asistido a verdaderas tragedias, bien sólo escuchando hablar de ellas, bien pagando personalmente.

En nuestros días el problema social no ha disminuido en absoluto. Desgraciadamente, gran parte de la población mundial sigue viviendo en la miseria más inhumana. Se está caminando hacia la globalización en todos los campos, pero esto puede agravar más que resolver los problemas. Falta un auténtico principio unificador, que una, valorando y no masificando a las personas. Falta el principio de la comunión y de la fraternidad universal: Cristo, pan eucarístico que non hace uno en él y non enseña a vivir según un estilo eucarístico de comunión.

Los cristianos estamos llamados a dar esta aportación esencial. Lo entendieron muy bien los cristianos de los primeros siglos. Leemos en la Didaché: “Pues si sois copartícipes en la inmortalidad, ¿cuánto más en los bienes corruptibles?”. Juan Crisóstomo exhorta a estar atentos a la presencia de Cristo en el hermano cuando celebramos la Eucaristía: “Aquel que dijo: “Esto es mi cuerpo”… v que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho también: lo que os hayáis negado a hacerle al más pequeño, me lo habéis negado a mí”. Consciente de ello, Agustín había construido en Hipona una “domus caritatis” cerca de su catedral. Y san Basilio había creado una ciudadela de la caridad en Cesarea. Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf. Mt 25, 40)”.

Pero la función social de la Eucaristía va más allá. Es necesario que la Iglesia que celebra la Eucaristía sea también capaz de cambiar las estructuras injustas de este mundo en formas nuevas de socialidad, en sistemas económicos donde prevalezca el sentido de la comunión y no del provecho.

Pablo VI acuñó este estupendo programa: “Hacer de la mina una escuela de profundidad espiritual y una tranquila pero comprometida palestra de sociología cristiana”.

Jesús, Pan de vida, impulsa a trabajar para que no falte el pan que muchos necesitamos todavía: el pan de la justicia y de la paz, allá donde la guerra amenaza y no se respetan los derechos del hombre, de la familia, de los pueblos; el pan de la verdadera libertad, allí donde no rige una justa libertad religiosa para profesar abiertamente la propia fe; el pan de la fraternidad, donde no se reconoce y realiza el sentido de la comunión universal en la paz y en la concordia; el pan de la unidad entre los cristianos, aún divididos, en camino para compartir el mismo pan y el mismo cáliz.

Tomado de www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de Testigos de esperanza, de Nguyen van Thuan, Edit. Ciudad Nueva, 2000 Convirtió a sus carceleros Tras la muerte del cardenal Van Thuan, testigo de fe en Vietnam, su amigo, el Nuncio del Papa en España, monseñor Monteiro de Castro, describe en este artículo nuevos datos sobre este gran hombre. Escribir sobre un obispo que ha entregado su vida por la Iglesia, pasando trece años en la cárcel y logrando transmitir la fe en Cristo a sus propios carceleros, no es tarea fácil. Muchos son los recuerdos que se asoman a mi mente, de los años vividos trabajando codo a codo, sobre todo para ayudar a tantos miles de hermanos nuestros golpeados por la terrible tragedia de la guerra, en Vietnam. El cardenal Francisco Javier Nguyên Van Thuân, nacido en 1928, provenía de una ilustre familia de hondas raíces cristianas, que había pagado ya con la sangre, en precedentes generaciones, su fidelidad a la Iglesia. Ingresó a los diez años en el Seminario y a los 25, en 1953, fue ordenado sacerdote y enviado a Roma a proseguir sus estudios hasta el año 1959.

Desarrolló una intensa labor sacerdotal en su diócesis de Huê, hasta que el Papa Pablo VI le nombró, en 1967, obispo de Nha Trang, de cuya diócesis fue Pastor celoso y prudente. Tuve la dicha de conocer a monseñor Van Thuân en 1972 en Saigón, donde fui enviado como secretario de la Delegación Apostólica en Vietnam y Camboya.

Bombas y muerte Por aquel entonces, la fuerza brutal de las armas dejaba sus huellas de muerte y destrucción en las poblaciones de Vietnam, tan tranquilas como inocentes. Millares de familias las que sobrevivían a los bombardeos y a las acciones bélicas huían, dejando sus casas, la tierra que cultivaban, los sencillos negocios que les permitían una vida digna. Otras regresaban de Camboya, donde la vida se les había hecho imposible.

¿Qué hacer para sanar tantas heridas? Darles una mano: conseguirles tierras en regiones no afectadas por los combates, transporte, ayudarles a construir casas o reconstruir aldeas y ciudades. Para todo ello se constituyó el Comité de Reconstrucción del Vietnam (COREV), del que fue nombrado presidente monseñor Van Thuân.

Allí se realizó una obra maravillosa en la que colaboraron agencias de ayuda de la Santa Sede, de la Iglesia y estatales, coordinadas con extraordinario dinamismo por monseñor Van Thuân, proporcionando alegría y esperanza a los pobres y a los que tanto sufrían. A unos 80 kilómetros al sur de Saigón nacieron aldeas donde, un año antes, sólo había selva. Una y otra vez pude constatar cómo lo primero que pedía la gente era un templo donde reunirse para orar. Y allí también estaba monseñor Van Thuân, para infundir esperanza cristiana.

Dada la situación crítica y la conveniencia de tener a monseñor Van Thuân en la capital, el 24 de abril de 1975, el Papa le nombró Arzobispo Coadjutor de Saigón. Nombramiento que él aceptó con su acostumbrada humildad. Era bien consciente de los peligros que entrañaba el nuevo cargo, por las relaciones con el Viet Cong que estaba ya a las puertas de Saigón y que una semana después se haría con la ciudad y con todo el país.

Trece años en la cárcel Monseñor Van Thuân, como todos los obispos, permaneció entonces en su puesto, junto al rebaño que el Señor le había confiado y que no podía abandonar. Empezaba así su calvario de 13 años de cárcel, del 15 de agosto de 1975 al 21 de noviembre de 1988, de los cuales nueve en régimen de aislamiento. Los diversos órganos de la Santa Sede intentaron, mediante diversas gestiones diplomáticas, conseguir que el gobierno de Hanoi liberara a este obispo injustamente encarcelado, sin proceso ni sentencia.

Durante la estancia en seis cárceles distintas su testimonio de bondad impresionó de tal modo a los mismos carceleros, que muchos llegaron a convertirse.

Liberado a finales de 1988, quedó bajo arresto domiciliario y tres años después, fue expulsado de Vietnam.

Fue para mí una enorme alegría poderlo ver de nuevo en Roma, donde empezó enseguida a trabajar para ayudar a tantos pueblos castigados por la miseria y la guerra, como presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz.

Best-Sellers El último tramo de su existencia terrena no fue menos fecundo que el de su apostolado en Vietnam y de su oblación tras las rejas de la cárcel, uniendo un servicio incansable e itinerante para los pobres y afligidos con la predicación, también desde las páginas de sus «best-sellers»: «El camino de la esperanza», «Cinco panes y dos peces», «Testigos de la esperanza», y con la cruz de la enfermedad que le iba poco a poco consumiendo. El cardenal Francisco Javier Nguyen Van Thuân ha sido una de las grandes figuras de nuestro tiempo. En su trayectoria ha sido un valiente testigo de los valores de arriba, que son los que dan sentido a nuestra vida. Y son los valores que el mundo de hoy necesita. Su testimonio de fidelidad al Señor y a la Iglesia, en medio de pruebas tan dramáticas, puede ayudar también al hombre y a la mujer de hoy a encontrar en Cristo el camino en medio de las dificultades de nuestra vida.

Tomado de La Razón, 9.X.02

Maximiliano Kolbe: Dar la vida por otro

“No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Maximiliano María Kolbe nació en Polonia el 8 de enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola, que en ese entonces se hallaba ocupada por Rusia. Fue bautizado con el nombre de Raimundo en la iglesia parroquial.

A los 13 años ingresó en el Seminario de los padres franciscanos en la ciudad polaca de Lvov, la cual a su vez estaba ocupada por Austria. Fue en el seminario donde adoptó el nombre de Maximiliano. Finaliza sus estudios en Roma y en 1918 es ordenado sacerdote.

Devoto de la Inmaculada Concepción, pensaba que la Iglesia debía ser militante en su colaboración con la Gracia divina para el avance de la fe católica. Movido por esta devoción y convicción, funda en 1917 un movimiento llamado “La Milicia de la Inmaculada” cuyos miembros se consagrarían a la bienaventurada Virgen María y tendrían el objetivo de luchar mediante todos los medios moralmente válidos, por la construcción del Reino de Dios en todo el mundo. En palabras del propio San Maximiliano, el movimiento tendría: “una visión global de la vida católica bajo una nueva forma, que consiste en la unión con la Inmaculada.” Verdadero apóstol moderno, inicia la publicación de la revista mensual “Caballero de la Inmaculada”, orientada a promover el conocimiento, el amor y el servicio a la Virgen María en la tarea de convertir almas para Cristo. Con una tirada de 500 ejemplares en 1922, en 1939 alcanzaría cerca del millón de ejemplares.

En 1929 funda la primera “Ciudad de la Inmaculada” en el convento franciscano de Niepokalanów a 40 kilómetros de Varsovia, que con el paso del tiempo se convertiría en una ciudad consagrada a la Virgen y, en palabras de San Maximiliano, dedicada a “conquistar todo el mundo, todas las almas, para Cristo, para la Inmaculada, usando todos los medios lícitos, todos los descubrimientos tecnológicos, especialmente en el ámbito de las comunicaciones.” En 1931, después de que el Papa solicitara misioneros, se ofrece como voluntario y viaja a Japón en donde funda una nueva ciudad de la Inmaculada (“Mugenzai No Sono”) y publica la revista “Caballero de la Inmaculada” en japonés (“Seibo No Kishi”).

En 1936 regresa a Polonia como director espiritual de Niepokalanów, y tres años más tarde, en plena Guerra Mundial, es apresado junto con otros frailes y enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Es liberado poco tiempo después, precisamente el día consagrado a la Inmaculada Concepción. Es hecho prisionero nuevamente en febrero de 1941 y enviado a la prisión de Pawiak, para ser después transferido al campo de concentración de Auschwitz, en donde a pesar de las terribles condiciones de vida prosiguió su ministerio.

En Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los prisioneros de toda huella de personalidad tratándolos de manera inhumana e inpersonal, como un simple número: a San Maximiliano le asignaron el 16670. A pesar de todo, durante su estancia en el campo nunca le abandonaron su generosidad y su preocupación por los demás, así como su deseo de mantener la dignidad de sus compañeros.

La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que estaba asignado San Maximiliano escapa; en represalia, el comandante del campo ordena escoger a diez prisioneros al hazar para ser ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San Maximiliano, casado y con hijos.

San Maximiliano, que no se encontraba entre los diez prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar. El comandante del campo acepta el cambio, y San Maximiliano es condenado a morir de hambre junto con los otros nueve prisioneros. Diez días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le administran una inyección letal el 14 de agosto de 1941.

Es así como San Maximiliano María Kolbe, en medio de la más terrible adversidad, dio testimonio y ejemplo de dignidad. En 1973 Pablo VI lo beatifica y en 1982 Juan Pablo II lo canoniza como Mártir de la Caridad. Juan Pablo II comenta la influencia que tuvo San Maximiliano en su vocación sacerdotal: “Surge aquí otra singular e importante dimensión de mi vocación. Los años de la ocupación alemana en Occidente y de la soviética en Oriente supusieron un enorme número de detenciones y deportaciones de sacerdotes polacos hacia los campos de concentración. Sólo en Dachau fueron internados casi tres mil. Hubo otros campos, como por ejemplo el de Auschwitz, donde ofreció la vida por Cristo el primer sacerdote canonizado después de la guerra, San Maximiliano María Kolbe, el franciscano de Niepokalanów.” (Don y Misterio).

San Maximiliano nos legó su concepción de la Iglesia militante y en febril actividad para la construcción del Reino de Dios. Actualmente siguen vivas obras inspiradas por él, tales como: los institutos religiosos de los frailes franciscanos de la Inmaculada, las hermanas franciscanas de la Inmaculada, así como otros movimientos consagrados a la Inmaculada Concepción. Pero sobretodo, San Maximiliano nos legó un maravilloso ejemplo de amor por Dios y por los demás.

Con motivo de los veinte años de la canonización del padre Maximiliano Kolbe (10 de octubre de 1982), los Frailes Menores Conventuales de Polonia abrieron el archivo de Niepokalanow (Ciudad de la Inmaculada, a 50 kilómetros de Varsovia), construido por el mismo mártir de Auschwitz. Entre los manuscritos del santo, destaca la última carta que escribió y que acaba con besos a su madre. Una carta que refleja una ternura que no aparecía en otros escritos, y que hace pensar que el sacrificio con el que ofreció la vida voluntariamente en sustitución de un condenado a muerte fue algo que maduró a lo largo de su vida. Este es el texto del escrito: «Querida madre, hacia finales de mayo llegué junto con un convoy ferroviario al campo de concentración de Auschwitz. En cuanto a mí, todo va bien, querida madre. Puedes estar tranquila por mí y por mi salud, porque el buen Dios está en todas partes y piensa con gran amor en todos y en todo. Será mejor que no me escribas antes de que yo te mande otra carta porque no sé cuánto tiempo estaré aquí. Con cordiales saludos y besos, Raimundo Kolbe».

Juan Pablo II, un año después de su elección, en Auschwitz, dijo: «Maximiliano Kobe hizo como Jesús, no sufrió la muerte sino que donó la vida». La expresión remite a unas palabras escritas por el padre Kolbe unas semanas antes de que los nazis invadieran Polonia (1 de septiembre de 1939): «Sufrir, trabajar y morir como caballeros, no con una muerte normal sino, por ejemplo, con una bala en la cabeza, sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando como auténtico caballero la propia sangre hasta la última gota, para apresurar la conquista del mundo entero para Ella. No conozco nada más sublime».

Martin Sheen: Encontré a Dios durante el rodaje de «Apocalypse Now»

El actor hispano-irlandés cuenta cómo ha vuelto a descubrir a Dios en un programa televisivo italiano.

—P: “Usted es conocido como un bravo actor, un buen católico pero también como un rebelde, un crítico de la vida política y civil. ¿Esta vocación por la protesta nace del ciudadano o del católico?” —R: “No logro separar las dos cosas: espero ser la misma persona en misa, en una manifestación de protesta, ante una cámara o ante mi mujer, mis hijos, mi comunidad, en mi trabajo de voluntariado.

—P: “¿Recuerda los motivos de sus arrestos, o al menos de alguno?” —R: “No siempre he practicado el catolicismo, de joven casi lo abandoné y viví muchos años sin fe. Volví a la fe en 1981 cuando vivía en París. Todo había iniciado cuatro años antes en Filipinas, mientras estaba rodando «Apocalypse Now». Me puse enfermo gravemente, estuve a punto de morir. Tuve una crisis de conciencia y al mismo tiempo de identidad. No tenía ninguna espiritualidad, no sabía cómo unir la voluntad del espíritu al trabajo de la carne ¿entiende? Estaba dividido. Tenía miedo de morir. Llamé a un sacerdote y recibí la extremaunción. Era el 5 de marzo de 1977. Estaba muriendo. Pero yo considero aquél día como el día de mi renacimiento. Me acerqué de nuevo a los sacramentos, volví a ir a Misa, pero iba con miedo: Dios me había golpeado y podía golpearme de nuevo si no me portaba bien. Y esto siguió durante varios meses hasta que un día me dije: «¿No hay amor, no hay alegría, no hay libertad en todo esto?».

—P: “Como la historia del hijo pródigo…” —R: “¡Exacto! Entonces volví a beber y a llevar una vida loca. Pero algo había nacido. Había sido plantada una semilla y comenzó a crecer. Gradualmente empecé a preguntarme quién era, porqué estaba allí, dónde quería ir. Al final llegué a París, donde encontré a un viejo y muy querido amigo mío que se convirtió en un consejero espiritual muy importante, un guía. Era Terrence Malick, el director con el que había trabajado en «Badlans». Empezó a darme libros. Filosofía, espiritualidad, teología… Un día me dio «Los hermanos Karamazov». Me costó una semana acabarlo, no podía dejar de leer. Aquél libro fue derecho a mi corazón, a mi alma. Así volví al catolicismo en París, el 1 de mayo de 1981.

C.P.N. Tomado de: http://www.piensaunpoco.com/

María Ignacia García Escobar: Paz y alegría pese al sufrimiento

La paz y la alegría de una mujer feliz En la agitada España de los primeros años treinta, María Ignacia colaboró con su fortaleza, su enfermedad y su oración a la empresa sobrenatural que había iniciado el Beato Josemaría. Paradójicamente, la tuberculosis que acabó con su vida la convirtió en uno de los más firmes apoyos del Fundador.

María Ignacia García Escobar nace en 1896 en Hornachuelos, en un pueblo de la serranía cordobesa donde se viven fuertemente las tensiones sociales de la España del siglo pasado. Es hija de un médico agnóstico y liberal, y de una campesina sencilla y creyente, en una familia numerosa relativamente acomodada.

Su padre fallece pronto (1916), y la familia acaba en la quiebra económica. Tres años después, Braulia, hermana de la protagonista, se contagia de tuberculosis, enfermedad mortal en la época. María Ignacia contrae poco después el mismo mal. Durante los años veinte quedan las tres hermanas -Benilde, María Ignacia y Braulia- en una situación difícil en lo material, y en una sociedad que asistirá pronto a una guerra fratricida.

En ese contexto, María Ignacia actúa con fortaleza y coherencia interior con su fe. Participa en labores de solidaridad y, a pesar de las duras circunstancias que la rodean, guarda una serenidad de ánimo sorprendente. Al fin, tiene que abandonar Hornachuelos para ingresar primero en el sanatorio antituberculoso de Valdelasierra, en Guadarrama (Madrid) en 1930 y, un año más tarde, en el Hospital del Rey, donde acude sin esperanza de curación.

Encuentro con el Fundador del Opus Dei En este Hospital, en lo que parece ser el epílogo de su vida, esta mujer no sólo se comporta con una llamativa paz y una honda alegría -que evoca el título del libro-, sino que se atreve a creer en el mensaje de un joven sacerdote -Josemaría Escrivá- que había fundado el Opus Dei en 1928, tres años antes.

María Ignacia pide la admisión en el Opus Dei el 9 de abril de 1932 y participa, en la medida de sus fuerzas, en los primeros pasos de esta institución.

Se atreve a creer: lo suyo es un atrevimiento, un acto de audacia en el medio hostil y anticristiano que la rodea.

María Ignacia no desfallece: pese a que está moribunda y son muy pocos en el Opus Dei -un puñado de personas- escribe con fe, pensando en las futuras generaciones: “¡Nuestra hermosa Obra dará un paso adelante; no lo dudéis!”.

Sus hermanas, Benilde y Braulia, son también testigos de esos duros comienzos del Opus Dei y del desvelo espiritual del Fundador -“el Padre”-, por esta mujer, a la que atendió hasta el momento de su muerte, tras una larga agonía, el 13 de septiembre de 1933.

“He oído comentar –afirma Benilde- que el Opus Dei nació en los hospitales y suburbios de Madrid. Es una gran verdad. Allí lo conoció mi hermana María Ignacia y formó parte del Opus Dei. Allí lo conocimos Braulia y yo; y nunca dejaremos de agradecérselo al Señor”.

“Recuerdo oír decir a mi hermana –escribe Braulia, que logró recuperarse de su enfermedad- algo de lo que les decía el Padre: que el Señor escribe utilizando cualquier medio; incluso la pata de una mesa; que utilizaba instrumentos desproporcionados para que se viese que la Obra era suya. Hablaba mucho de confiar en Dios: de tener seguridad en Él”.

José Miguel Cejas, autor de una biografía recientemente publicada (La paz y la alegría, Editorial Rialp, 2001) ha dejado que sean las propias fuentes las que hablen por sí mismas; unas fuentes muy directas: los Apuntes íntimos del Fundador; las Notas personales del capellán del Hospital, José María Somoano; y los Cuadernos de María Ignacia. Tres perspectivas que muestran de modo directo y expresivo algunos aspectos de los comienzos del Opus Dei y que ahora, cuando se cumple el centenario del Fundador, adquiere especial relieve.

Tomado de www.opusdei.org

Manuel Nevado: Una curación inexplicable

La radiodermitis es una enfermedad típica de los médicos que han expuesto sus manos a la acción de las radiaciones de los equipos de Rayos X durante un tiempo prolongado. Se trata de una enfermedad evolutiva, que progresa de forma inexorable hasta provocar, con el paso de los años, la aparición de cánceres de piel. La radiodermitis no tiene curación. Los únicos tratamientos conocidos son quirúrgicos (injertos de piel, amputación de las zonas de las manos interesadas). De hecho, en la literatura médica no se ha reseñado, hasta hoy, ningún caso de curación espontánea de radiodermitis crónica cancerizada.

El doctor Manuel Nevado Rey es un médico español nacido en 1932, especialista en traumatología, que durante casi quince años operó fracturas y otras lesiones exponiendo sus manos a los Rayos X. Empezó a realizar este tipo de intervenciones quirúrgicas con mucha frecuencia, a partir de 1956. Los primeros síntomas de la radiodermitis empezaron a manifestarse en 1962, y la enfermedad fue empeorando hasta que, en torno a 1984, tuvo que limitar su actividad a la cirugía menor, porque sus manos estaban gravemente afectadas, e incluso dejó totalmente de operar en el verano de 1992. El Dr. Nevado no se sometió a ningún tratamiento.

En noviembre de 1992, el Dr. Nevado conoció a Luis Eugenio Bernardo, un ingeniero agrónomo que trabaja en un organismo oficial español. Éste, al saber de la enfermedad de D. Manuel, le ofreció una estampa del fundador del Opus Dei, beatificado el 17 de mayo de aquel año, y le invitó a acudir a su intercesión para curarse de la radiodermitis.

El Dr. Nevado comenzó a encomendarse al Beato Escrivá desde aquel momento. Pocos días después de ese encuentro, viajó con su esposa a Viena para asistir a un congreso médico. Visitaron varias iglesias, y encontraron estampas del Beato Josemaría. “Esto me impresionó —explica el Dr. Nevado—, y me animó a rezar más por mi curación”. Desde el día en que comenzó a encomendar su curación a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá, las manos fueron mejorando y, en unos quince días, desaparecieron totalmente las lesiones. La curación fue total, hasta el punto que, a partir de enero de 1993, el Dr. Nevado volvió a realizar operaciones quirúrgicas sin ningún problema.

Testimonio del Dr. Nevado «Vivo en Almendralejo (Badajoz). Durante muchos años he trabajado en un pequeño Hospital que yo mismo logré poner en marcha, atendido por Religiosas Mercedarias, en otros Centros de la Seguridad Social y en el ejercicio privado de la Medicina. Actualmente mi mayor actividad la desarrollo en el Centro Asistencial de Zafra, en el que realizo un elevado número de intervenciones quirúrgicas.

»A principios de noviembre de 1992 tuve que acudir al Ministerio de Agricultura para resolver algunos asuntos relacionados con mi actividad como agricultor. En el Ministerio, mientras buscábamos a la persona con la que teníamos que entrevistarnos, nos encontramos providencialmente con Luis Eugenio Bernardo Carrascal, un ingeniero agrónomo que trabaja en el Ministerio, que nos atendió muy amablemente mientras esperábamos a la persona que íbamos a ver.

»Mientras cambiábamos impresiones sobre diversos temas del Ministerio, Luis Eugenio se fijó en mis manos y me preguntó qué me pasaba. Yo le expliqué, someramente, que tenía una radiodermitis crónica en estado avanzado y que era una afección incurable. Él me entregó una estampa del Beato Josemaría Escrivá para que me encomendase a su intercesión.

»Así lo hice desde aquel momento y, unos días después, hice un viaje a Viena para asistir a una reunión médica. Allí me impresionó mucho encontrarme en todas las iglesias que visité estampas del Beato Josemaría. Esto me sirvió para invocar más su intercesión, tal como me habían recomendado. Yo rezaba informalmente, me encomendaba a su intercesión, sin ceñirme al rezo literal de la oración de la estampa. Pero también la recé algunas veces.

»Tal como he dicho, yo padecía una radiodermitis crónica desde hacía muchísimos años. Me parece que los primeros síntomas —depilación y diversos eritemas en el dorso de la mano izquierda— los tuve ya hacia 1962, cuando me casé. Desde entonces las lesiones fueron en aumento, pues durante mucho tiempo me he visto obligado a reducir fracturas con la ayuda de equipos de radiodiagnóstico de baja calidad y muy escasas medidas de protección.

»En el mes de noviembre de 1992, cuando fui al Ministerio de Agricultura, tenía los dedos de las manos muy afectados. En la mano izquierda el índice, el corazón y el anular; en la derecha, sobre todo, el índice y el corazón. Concretamente, tenía diversas placas de hiperqueratosis y ulceraciones de diversos tamaños en los tres dedos mencionados de la mano izquierda —alguna, hasta de 2 cms. de diámetro mayor— y otras varias lesiones en el dorso de la mano izquierda y en las falanges proximales y en el dorso de la mano derecha.

»Me molestaban bastante las lesiones de las manos y tuve que ir dejando de operar. No me las veía mucha gente porque hacía lo posible por ocultarlas. Puede decirse que ningún médico me aconsejó tratamiento, porque se sabe que no puede hacerse nada ante la radiodermitis. Alguno me dijo que me pusiese vaselina o lanolina para suavizarlas, cosa que ya venía haciendo.

»Desde el día en que me dieron la estampa, desde el momento en que me puse bajo la intercesión del Beato Josemaría Escrivá, las manos fueron mejorando y, aproximadamente, en unos quince días desaparecieron las lesiones y se quedaron como ahora, perfectamente curadas.

»Es evidente que esta curación no se puede explicar por motivos naturales. Ya he dicho que la radiodermitis es incurable y que no utilicé ningún medicamento. Sólo pensaba en que algún dermatólogo me hiciese un trasplante de piel para tratar de cerrar las úlceras, pero no llegué a hacer nada. A pesar de que procuraba que las manos no se me vieran, hay muchas personas que pueden dar testimonio de cómo las tenía: como es, evidentemente, mi mujer; uno de mis hijos que es médico anatomopatólogo; dos médicos dermatólogos a los que se las enseñé algunas veces: Isidro Parra, el profesor Ginés Sánchez Hurtado, etc.

»Tal como sucedió la curación de mi radiodermitis, lo cuento aquí. Yo temía mucho que se produjera una metástasis, lo cual hubiera tenido ya un pronóstico incluso infausto, pero no sucedió. Sencillamente, se curó la radiodermitis y yo no puedo más que atribuirlo a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.

»Desde la curación he vuelto a trabajar normalmente y vuelvo a hacer cirugía general».

El proceso canónico Sobre esta curación se llevó a cabo, en la archidiócesis de Badajoz —donde reside el Dr. Nevado—, un proceso canónico que concluyó en 1994. El día 10 de julio de 1997, la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los Santos estableció por unanimidad el siguiente diagnóstico: «cancerización de radiodermitis crónica grave en su 3º estadio, en fase de irreversibilidad»; y, por tanto, con un pronóstico ciertamente infausto. La curación total de las lesiones, confirmada por los exámenes objetivos efectuados sobre el paciente en 1992, 1994 y 1997, fue declarada por la Consulta Médica «muy rápida, completa y duradera, científicamente inexplicable». El 9 de enero de 1998, el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos, ha dado respuesta positiva unánime a la atribución del milagro al beato Josemaría Escrivá. La Congregación ordinaria de Cardenales y Obispos, con fecha 21 de septiembre del 2001, ha confirmado esos dictámenes.

El 20 de diciembre de 2001, el Papa Juan Pablo II aprobó un decreto que reconoce la curación milagrosa. En la misma sesión, se aprobaron, entre otros, milagros del Padre Pío y del beato Juan Diego.

Declaraciones del Dr. Nevado al conocer la noticia “Mi curación no fue algo normal, yo no conozco a nadie que se haya curado así”, declaro hoy a EFE el doctor Manuel Nevado Rey, sobre el cual se operó hace nueve años el milagro que ha permitido la canonización del fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer.

El doctor Nevado, radiólogo, nació en Herrera de Alcántara (Badajoz) el 21 de mayo de 1932. Tras licenciarse en Medicina por la Universidad de Salamanca trabajó primero en el hospital “Marqués de Valdecilla” de Santander -donde se especializó en cirugía general y traumatología- y luego en diversos centros sanitarios, públicos y privados, de Badajoz y su provincia.

Debido a los sistemas utilizados hace cuarenta años por los radiólogos, que carecían de suficiente protección, Manuel Nevado sufrió en 1962 los primeros síntomas de una radiodermitis crónica, enfermedad incurable que empeoró con el paso del tiempo y que terminó por impedirle operar, a mediados de los años Ochenta.

“Yo tenía -señala el doctor Nevado- otros dos colegas que habían desarrollado la misma enfermedad y los dos murieron, uno de ellos después de que cada año le amputaran un dedo, porque llega un momento en que la única solución es amputar la mano afectada por las radiaciones, o incluso el brazo”.

En noviembre de 1992 Manuel Nevado acudió con un amigo veterinario al ministerio de Agricultura, en Madrid, para resolver un asunto relacionado con una propiedad agrícola. “El funcionario a quien buscábamos no estaba, pero nos atendió otro, que nos invitó a pasar a su despacho y me preguntó qué me pasaba, cuando vio las llagas que tenía en la mano izquierda”. “Yo le respondí que eran gajes del oficio, que la radiodermitis no tenía tratamiento y que siempre evoluciona mal”. El funcionario, un ingeniero agrónomo llamado Luis Eugenio Bernardo Carrascal, le entregó entonces una estampa del fundador del Opus Dei, José María Escrivá de Balaguer, que había sido beatificado siete meses antes y que contenía una oración. “Luis Eugenio -continúa el doctor Nevado- me dijo: “Aunque usted no crea”. Yo le contesté que sí que creía y a la salida le comenté a mi amigo: Esto es fantástico, uno viene a resolver unos asuntos y sale con temas de Iglesia”.

El doctor Nevado no tenía relación alguna con el Opus Dei, aunque había oído hablar de la institución y había tenido alguna relación cuando cursaba el primer año de Medicina. “Yo me considero profundamente creyente, pero la verdad es que nunca he sido muy de Iglesia. Soy un cristiano que suele ir a misa los domingos y no mucho más”, agrega el doctor Nevado.

Pocos días después de su visita a Madrid, Manuel Nevado viajó con su mujer a Viena, para asistir a una reunión médica. “Visitamos algunas iglesias y me llamó la atención ver en todas ellas alguna referencia o imagen del Beato Josemaría”. “Ya había empezado a rezarle -continúa- y aquello me reforzó aún más. No siempre rezaba la oración, a veces otras cosas, pero tenía miedo y uno se agarra a lo que sea”.

“A los quince días la mano empezó a curarse, al poco tiempo la enfermedad había desaparecido y entonces empezó todo el mundo a peregrinar, para comprobar lo que me había pasado. Pude volver a operar sin problema alguno y todavía lo sigo haciendo”.

El doctor Manuel Nevado asegura que no creía en milagros. “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia; yo lo que puedo decir es que esto no es normal: cuando uno se quema ni siquiera es eficaz la cirugía, porque las células infectadas emiten a su vez radiaciones que contagian a otras”.

Al conocer que su caso había permitido la canonización del fundador del Opus Dei, el doctor Nevado señaló que tenía “una sensación tan grande como si hubiera estallado una bomba dentro de mi”. “Me parece que todo esto es un sueño y estoy esperando despertarme. ¿Cómo es posible que yo haya contribuido a la canonización de un santo?”.

“Esto -prosigue- me ha conmocionado, mi mujer está muy impresionada y también mis cuatro hijos, uno de los cuales es médico”. “Lo único que me preocupa es ver mi nombre publicado, cuando he sido una persona que siempre ha querido pasar desapercibida. Soy tan tímido que no seguí en la Universidad para no tener que hablar en público. Ahora la verdad es que estoy un poquito desbordado”.

El matrimonio Nevado tiene siete nietos y uno en camino. Confían en poder asistir el año que viene a la ceremonia de canonización del Padre Escrivá que se celebre en Roma, en el mismo año en que se cumple el centenario de su nacimiento.

Otras declaraciones fueron publicadas en el diario “Hoy Badajoz con el título “Manuel Nevado rinde culto a la amistad y es hombre generoso” y van firmadas por JUAN LÓPEZ LAGO, ALMENDRALEJO. «Es el doctor Manuel Nevado Rey un hombre al parecer discreto, incluso silencioso, de los que se desviven por sus cuatro inseparables amigos que todo el pueblo conoce: Manuel Gordillo, también médico muy querido, Fernando Aixalá, Jacinto Terrero y Fernando Cáceres. Más que amigos podrían formar una peña por la estrechísima relación que les une, conocida por todo el pueblo. Con ellos cuatro comparte muchas tertulias, se les ve a los cinco juntos, e incluso veranean en compañía en no pocas ocasiones. Ese culto a la amistad no le hace alejarse, sin embargo, de los que no trata tan habitualmente, y cuentan quienes le conocen que, además de ser un gran profesional de la medicina, es un hombre generoso que no cobraba en ocasiones al paciente que sabía que no tenía mucho dinero. Quien quizás nunca podrá pagarle a él es Joaquín Muñoz, policía local de Almendralejo quien asegura que fue el doctor Manuel Nevado el que le salvó la vida al operarle. Comenzó en la cirugía en el Hospital Nuestra Señora del Pilar con apenas 20 años. Su profesionalidad, trato amable y criterio le hacía ejercer de director del complejo hospitalario sin serlo en realidad. “Lo era de hecho aunque no de derecho”, comenta quien por entonces trabajaba con él. Pero tuvo sus más y sus menos con García Bote, entonces alcalde, y de quien muchos aseguran que fue él el que lo sacó de este hospital. Sus intervenciones a accidentados en carretera tampoco la olvidan muchos. Pese a su edad sigue trabajando en una consulta privada en la calle Juan Carlos I. No pierde nunca la ilusión, y todos se refieren a su pasión por el campo, fraguado una vez adquirió una magnífica finca en las cercanías de Olivenza, de donde arrancó las vides que allí había y la dedicó al regadío. Acude allí siempre que puede, y si es en compañía de alguno de sus cuatro amigos mejor. Pese a ser un hombre dedicado a la ciencia su inquietud intelectual le ha hecho ir atesorando una cultura que algunos conocidos han calificado de “deslumbrante”. En unos meses se casará otro de sus hijos, y mientras la casa se va despoblando nuevos nietos se irán sumando al hogar de un ser querido en toda la familia. A su hermana, en Cáceres, la visita a menudo, por ejemplo ayer mismo, quizás para alejarse de todo este ‘santo’ revuelo, del que ninguno de sus familiares quiere opinar debido a una mala experiencia con los medios de comunicación. Se reafirma por tanto su esposa en que “siempre hemos sido discretos y por lo tanto ahora lo seremos aún más si cabe”, comentaba anoche mismo».

Declaraciones de su esposa y de la enfermera ayudante de quirófano Su esposa, Consuelo Santos Sanz, enfermera desde 1955, recuerda que «ya cuando nos casamos, en diciembre de 1962, Manuel presentaba las primeras lesiones por repetida exposición a los rayos X, que fueron empeorando, sobre todo en la mano izquierda. En el año 1992, tenía amplias placas, zonas de hiperpigmentación y sobre todo varias ulceraciones en el dorso de los dedos. Yo he sabido tan sólo después que mi marido había pedido al beato Josemaría la curación de sus manos. En cambio, me di cuenta de que las lesiones iban mejorando mucho en poco tiempo, hasta quedar completamente curadas».

El doctor Manuel Nevado Rey impresionó también a la enfermera Sor Carmen Esqueta, Mercedaria de la Caridad, que le conoció en 1962, «cuando era soltero todavía y vivía en el mismo hospital de Almendralejo. En aquella época comencé a ayudarle en el quirófano». Sor Carmen recuerda que «las operaciones de traumatología se hacían bajo rayos X, y bajo esos rayos trabajaban las manos del doctor Nevado, durante mucho tiempo y bajo fuerte intensidad, ya que ponía mucho empeño en que las operaciones quedasen muy bien y quería comprobar hasta el último detalle. Pasados los años, vi cómo le aparecían los eczemas y las úlceras, que le afectaban principalmente los tres dedos centrales de las manos. Llegó a tener, incluso, las uñas deformadas. Eran como picos de loro». La veterana enfermera señala que «el doctor Nevado es uno de los mejores cirujanos que he conocido, extraordinariamente inteligente y muy generoso con los enfermos. Durante los años en que trabajé con él nunca se quejaba de cansancio, y le podíamos llamar a cualquier hora del día o de la noche».

Declaraciones de un amigo médico La curación del traumatólogo sorprendió extraordinariamente al doctor Ginés Sánchez Hurtado, profesor titular de la cátedra de Dermatología en la Universidad de Extremadura, que estudió por primera vez en 1986 las manos de su colega, laceradas por la radiodermitis crónica. El doctor Sánchez Hurtado declaró que, al verle después de la curación, «observé para sorpresa mía que efectivamente presentaba la radiodermitis crónica, pero ninguna de las lesiones más evolucionadas que yo había observado ocho o diez años antes. Nunca hasta ese momento había yo visto que esas lesiones, que siempre evolucionan a más, se hubieran reducido, que hubieran desaparecido sin tratamiento alguno. Pude observar que no tenía lesiones de electrocoagulación de algún elemento, que siempre dejan cicatriz; que no tenía injertos aplicados como extirpación y segundo tratamiento, sino que efectivamente, la radiodermitis crónica estaba, pero aquellas lesiones más evolucionadas ya no existían. Así ocurrieron las cosas y así lo digo para, de alguna manera, comentar una cosa que es inexplicable. El por qué ha ocurrido no lo sé: pero eso es lo cierto».

Manuel García Morente: Una noche que cambió una vida

La noche del 29 al 30 de abril de 1937 Manuel García Morente se había procurado unos días de soledad para entregarse serena y metódicamente al análisis de unos temas que le preocupaban profundamente.

Morente era Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid desde 1931, y estaba considerado ya entonces como una de las figuras más destacadas de la vida universitaria española de la primera mitad del siglo XX.

Fue siempre –cuenta López Quintás– un espíritu muy reflexivo y abierto. Graves pruebas personales y familiares avivaron en él un intenso deseo de dar un sentido cabal a su existencia. Pero permanecía insensible a la luz de la fe.

A pesar de efectuar largos y penosos procesos intelectuales, no lograba clarificar lo que para él era la cuestión básica de la vida humana: si existe alguna realidad superior al mundo que dé pleno sentido y cumplimiento a la existencia del hombre.

Su gran capacidad analítica no acertaba a responder a esa pregunta. Su actitud de soberbia espiritual –en expresión posterior suya– le hizo rechazar la idea de un Dios que atiende con solicitud y cariño al hombre. Ese planteamiento le parecía una puerilidad. Veía a Dios como un ser lejano, incomunicado de los hombres, puro término de la mirada intelectual, objeto de reverencia muda e inmóvil, de sumisión total, pero nunca de acogimiento de hijo. A su entender, la existencia del hombre se limitaba a una sucesión de causas y efectos rígidamente determinada.

Sin embargo, aquella noche comenzó a experimentar un vivo deseo interior de que todas sus objeciones a la existencia de un Dios providente fueran inválidas. Pensaba que los hechos producidos por el mero determinismo natural carecen de sentido. Sentía aletear, en lo más íntimo de su ser, una vaga necesidad: la de que hubiese quien redimiera al hombre de su menesterosidad última.

Este empedernido pensador, quebrantado por los avatares de la guerra civil española, que había hecho presa de modo trágico en su propia familia, sentía un anhelo inconfesado pero eficiente de que existiera una providencia divina, “una suprema inteligencia, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido”.

Una lejanía irritante El silencio de Dios, el hecho de que Dios pareciera contemplar impasible nuestros sufrimientos, le producía un alejamiento de la fe, una sensación de que la vida carecía de sentido.

Sin embargo, al plantearse la cuestión del sinsentido de la existencia, sentía en su interior que se avivaba el deseo de que existiera un ser que diera razón a todos los acontecimientos, tanto a los felices como a los adversos. “El solo pensamiento de que hay una providencia sabia, bastó para tranquilizarme –escribiría más tarde, recordando aquel momento–; aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas.” Morente se consagró al análisis de este tema, pero no logró liberarse de aquella lejanía inaccesible, irritante, de Dios. Y sufrió una crisis de resentimiento que le llevó a rebelarse contra el Ser Supremo. La única libertad reservada al hombre le parecía ser la de no aceptar el obsequio de la vida y recurrir al suicidio, como acto desesperado de posesión de sí mismo. Pero, al verse en tal callejón sin salida, que se le antojaba grotesco, Morente decide volver sobre sus pasos y rehacer desde sus bases todo aquel proceso intelectual. Con un enorme esfuerzo de voluntad, se toma una tregua en el pensamiento.

El instante de la conversión Enciende la radio para distraerse, y escucha fragmentos de una sinfonía de César Frank, la Pavana para una infanta difunta de Ravel, y La infancia de Jesús de Berlioz. Esta última obra le sumergió en un estado de “deliciosa paz”.

En aquellos momentos de perplejidad radical, se abrió, sin proponérselo expresamente, al mundo de la belleza y de la honda expresividad de la música. Y de pronto se hizo en él una gran luz.

No fue una irrupción de la belleza artística únicamente. No fue solo la perfección, la armonía, la luminosidad y la paz de aquella obra musical. La marea de belleza iba aliada con la revelación de un Dios que esconde su divinidad en la forma humilde e indefensa de un niño. Y suscitó en su imaginación una visión intensa de las escenas fundamentales de la vida de un Dios hecho un ser menesteroso, como nosotros, y entregado a hacer el bien hasta su muerte en una cruz. Esta imagen de un Dios encarnado y anonadado, que esconde su divinidad para hacerse más accesible al hombre, de un Dios que ama y sufre por los demás en silencio, no despertó en el ánimo de Morente ya rechazo alguno, sino confianza y amor.

Comprendió que esa aparente indiferencia de Dios responde a un profundo respeto por la libertad del hombre. Pensó que –como había dicho Pascal– no era justo que Dios apareciera de una manera tan manifiestamente divina que la adhesión del espíritu no fuera libre, ni de una forma tan oculta que no pudiese ser reconocido por quienes lo buscaran sinceramente.

Todo lo que mira a Dios supera a nuestro espíritu y se halla por eso mismo rodeado de sombras, pero Él mismo nos ha proporcionado pruebas accesibles a nuestro espíritu para que seamos capaces de entenderle razonadamente.

La contemplación de ese Dios de carne y hueso, que se compromete por amor a compartir la suerte del hombre, convirtió aquella distancia infranqueable en una cercanía sobrecogedora. Esa vecindad –explicaba– hizo posible la interrelación personal, la oración, el diálogo con su Dios: un encuentro que suscita sentimientos de paz y transforma la vida y la mentalidad del hombre que ora. “Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí.” Se había convertido. “Es verdaderamente extraordinario e incomprensible –escribiría después– cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo.” Aceptar con humildad a Dios Había aceptado a Dios. “El acto más propio y verdaderamente humano –decía– es la aceptación de la voluntad de Dios. Querer libremente lo que Dios quiera: he ahí el ápice supremo de la condición humana.” Morente se hallaba angustiado por resolver el gran problema que acosaba su espíritu: aunar la libertad y la obediencia, sentir la vida como propia y al tiempo reconocer que uno es dependiente de otras realidades que son distintas, pero no ajenas, al propio destino.

Tras el hecho extraordinario vivido en aquella noche del 29 al 30 de abril, Morente advierte que la solución más clara y neta de este problema radica en reconocer la realidad de la condición humana, en saber aceptarse uno mismo como un ser finito y limitado.

Al aceptar esto, el hombre adopta una actitud de sencillez espiritual, de humildad, de disponibilidad, de acogimiento agradecido. Reconoce que lo propio del ser creado es la gratitud hacia su creador, de la misma manera que lo propio del hijo es querer a sus padres. Y esa prontitud para el agradecimiento corta de raíz una de las causas fundamentales del ateísmo: la soberbia y el resentimiento. Y desbloquea el espíritu, encerrado y resentido por su limitación, para abrirlo a las fuentes de la auténtica creatividad humana.

El mejor uso de la libertad Este relato de la conversión de García Morente puede interesar a muchas personas que pueden pasar en algún momento de su vida por una crisis en cierto modo parecida.

Al hombre le cuesta reconocer la realidad de la condición humana, y aceptarse a sí mismo como un ser creado por Dios y sujeto a un orden natural. Quizá por eso es tan corriente que la clave de una conversión esté en ese reconocimiento humilde de la realidad de la condición humana. Y quizá también por eso, en el rechazo de esa dependencia –según cuenta el relato del Génesis– tuvo el origen el primer pecado. La resistencia a la conversión es, muchas veces, como una crisis del hombre que quiere hacer de la independencia personal una categoría absoluta a la que sacrificar y sacrificarse por completo.

A primera vista, parece natural que al hombre le cueste aceptarlo, puesto que siempre supone comprometerse, y parece una hipoteca de su libertad. Pero comprometerse no es hipotecar la libertad, sino emplearla. Como decía la poeta rumana Doria Cornea, si rompes tus cadenas, te liberas; pero si cortas con tus raíces, mueres. Romper las cadenas, otorga libertad; pero romper con todo compromiso es cortar las raíces de la persona.

Y aunque es cierto que las personas que aceptan el riesgo de su libertad personal y se comprometen con lo elegido, renuncian a todas las cosas que no eligen, también es cierto que se enriquecen con las consecuencias de lo que sí han elegido. Si el hombre rehuyera de modo habitual el compromiso, aunque dijera hacerlo por un profundo amor por la libertad, lo que haría es condenar su vida a la indecisión y la esterilidad.

Cuanto mejor se elige, y cuanto más se compromete la persona con lo escogido, tanto más se enriquece a sí misma y tanto más enriquece a los demás. Como asegura Antonio Orozco, la libertad interesa porque hay algo más allá de la libertad que la supera y marca su sentido: el bien. Si una elección supone un compromiso de aceptación de Dios, y esto refuerza algo que es propio de la naturaleza humana, será éste el uso más acertado de nuestra libertad. La aceptación de un orden natural fuera del cual jamás alcanzaríamos nuestra plenitud como hombres.

Alfonso Aguiló Las citas son de El hecho extraordinario, de Manuel García Morente

Alphonse Ratisbonne: Encuentro inesperado

Alphonse Ratisbonne era un joven judío de Estrasburgo, rico, cultivado, callejero, hijo de banquero… En 1842, Ratisbonne vivía en Roma -entre un viaje a Oriente y una escala en Palermo- una especie de ociosidad turística e indolente que le hace parecerse de lejos a un personaje de Stendhal: habría podido posar para Lucien Leuwen. Ratisbonne estaba prometido y preparaba su instalación viajando mucho. Era ateo y tenía un escepticismo quisquilloso que le llevaba a levantar querellas contra la Iglesia y el cristianismo. Tenía un amigo: el barón de Bussieres, muy piadoso, que multiplicaba por su conversión votos y exhortaciones.

Ratisbonne había accedido desde hacía algún tiempo -por pura gentileza, y porque no le concedía verdaderamente importancia alguna- a llevar consigo una medalla piadosa ofrecida por su amigo; un día, el amigo de Ratisbonne le invita a dar un paseo en coche; el carruaje del barón de Bussieres se para en la pequeña plaza de Roma, donde se eleva la iglesia de San Andrés delle-Fratte. La iglesia de San Andrés delle-Fratte es un edificio de modestas dimensiones; una tibieza a la italiana por la severidad del plano, el calor del decorado y la abundancia de cirios que plantan aquí y allá arbustos de luz. La iglesia demuestra una evidente insustancialidad, y no es de las que extravían las imaginaciones.

El barón -que ha de hacer una gestión en la iglesia- desciende, e invita a su pasajero a esperar, o a acompañarle; es asunto, añade, de pocos minutos. Ratisbonne, antes que aburrirse en el vehículo, decide visitar la iglesia, sin otra intención -por supuesto- que adicionarla a su colección de monumentos romanos.

Cuando empuja la puerta de esa iglesia, es un perfecto incrédulo, curioso por la arquitectura; no es un alma torturada a la zaga de un ideal. Yo no sé lo que se produce en ese instante en el «inconsciente» de Ratisbonne, como algunos pretenden conocer de lo acontecido en parecida circunstancia en el inconsciente de San Pablo; pero si el mío trabaja, actúa y me prepara una jugada, mi inconsciente es el único en saberlo.

Ratisbonne se mantiene no lejos de la entrada, cerca de una capilla lateral (la segunda), algo empotrada en la muralla, a su izquierda; es un incrédulo que tiene dos o tres minutos que desperdiciar; que no está mejor dispuesto a las emociones místicas, ni deseoso de creer; pero su incredulidad va a terminar allí, hecha añicos por la evidencia; la capilla que Ratisbonne recorre con mirada distraída, que ninguna obra maestra detiene en su paso, desaparece bruscamente. Lo que él ve entonces es la Virgen María, tal y como figura en la medalla que lleva al cuello, y tal como está hoy representada, con colores realzados por algunos artificios luminosos, en la capilla de San Andrés delle-Fratte.

Hay esa dicha, que le arroja al suelo; y yo imagino que habrá tenido tantas dificultades en hacerla compartir, como Bernadette de Lourdes en convencer al clero de la diócesis, o en persuadir a las damas de la prefectura, de que una persona de buena sociedad como la Virgen María haya podido aparecer dieciocho veces seguidas con el mismo vestido.

Esta es la narración que hace el propio Ratisbonne; estamos en el 20 de enero de 1842: «… Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: “Te has levantado judío y te acostarás cristiano”; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres.

»Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustave, el pietista, que había regresado de la caza; excursión que le había mantenido alejado algunos días.

»Estaba muy asombrado de encontrarme en Roma. Le expliqué el motivo: ver al Papa.

»Pero me iría sin verlo -le dije-, pues no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde se me habían dado esperanzas de encontrarlo.

»Gustave me consoló irónicamente y me habló de otra ceremonia completamente curiosa, que debía tener lugar, según creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre ello hubo tal asalto de equívocos y chanzas como el que se puede imaginar entre un judío y un protestante.

»Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval; de la brillante velada que había organizado, la víspera, el duque de Torlonia. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio; yo había invitado a M. de Lotzbeck, que me prometió asistir.

»Si en ese momento -era mediodia- un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: “Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo; dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos…; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!…”; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura! Y, sin embargo, ésta es hoy la locura causa de mi sabiduría y de mi dicha.

»Al salir del café encuentro el coche de M. Théodore de Bussieres. El coche se para; se me invita a subir para un rato de paseo. El tiempo era magnífico y acepté gustoso. Pero M. de Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de San Andrés delle-Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia. Se hacían allí preparativos funerarios, y me informé sobre el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussieres me respondió: “Es uno de mis amigos, el conde de La Ferronays; su muerte súbita es la causa-añadi6-de la tristeza que usted ha debido notar en mí desde hace dos días.” Yo no conocía a M. de La Ferronays; nunca le había visto, y no apreciaba otra impresión que la de una pena bastante vaga, que siempre se siente ante la noticia de una muerte súbita. M. de Bussieres me dejó para ir a retener una tribuna destinada a la familia del difunto. “No se impaciente usted -me dijo mientras subía al claustro-, será cuestión de dos minutos.” »La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo; … ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos… En seguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡¡¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa!!! »¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción -por sublime que fuera- no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

»No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había dejado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia… ¡Era, sin duda, Ella! »No sabía dónde estaba, ni si yo era Alphonse u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo… Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo… La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote… Se me condujo ante él y sólo después de recibir su positiva orden hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

»Mis primeras palabras fueron de agradecimiento para M. de La Ferronays y para la archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía de una manera cierta que M. de La Ferronays había rezado por mí; pero no sabría decir cómo lo supe, ni tampoco podría dar razón de las verdades cuya fe y conocimiento había adquirido. Todo lo que puedo decir es que, en el momento del gesto, la venda cayó de mis ojos; no sólo una, sino toda la multitud de vendas que me habían envuelto desaparecieron sucesiva y rápidamente, como la nieve y el barro y el hielo bajo la acción del sol candente.

»Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiraci6n. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero que entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones -mil veces más rápidas que el pensamiento- no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto del revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida.» Esta es la aventura romana de Alphonse de Ratisbonne. A partir de entonces -añade- el mundo ya no fue nada para él; sus prevenciones contra el cristianismo se borraron sin dejar rastro, lo mismo que los prejuicios de su infancia; y el amor de su Dios «había ocupado el lugar de cualquier otro amor».

Que esos profesionales de la verdad que los intelectuales deberían ser aparten de su pensamiento las apariciones de Lourdes, pretextando que Bernadette Soubirous era una niña, y que las niñas no disciernen, según parece (aunque yo no lo crea en absoluto), el sueño de la realidad. Admitámoslo. Que rechacen la relación de los pastorcillos de la Salette, que han visto llorar a la Virgen Santísima en las montañas del Dauphiné, porque unos pastorcillos sin instrucción pueden ser influenciables; o víctimas de una clase de reciprocidad de la autosugestión; o por cualquier otro motivo del mismo género. Admitámoslo también. Finalmente, que no se tenga en cuenta mi testimonio, porque nada es tan difícil de comprender como una visión sin imágenes; ni de creer a un periodista que dice haber hallado la verdad. Consiento en ello, aunque sea duro saber y no convencer; y más duro todavía constatar que no se ha convencido por falta de elocuencia, y que se ha carecido de elocuencia sólo por haber carecido de amor.

Pero, ¿y Ratisbonne? Los hijos de banquero pueden -tanto como los demás- estar sujetos a las alucinaciones, pero están, por lo general, provistos del bagaje intelectual suficiente para advertir su desventura, si no inmediatamente, por lo menos, después. Es bastante extraordinario que un fenómeno así procure una serenidad nueva al paciente, además de una vocación, además de una doctrina; y más extraordinario todavía que -aparte de dos o tres grandes espíritus, como Henri Bergson o Jean Guitton- ningún pensador de oficio haya juzgado útil examinar una mutación tan insólita; aunque sólo fuere para explicar cómo un joven-tan bien dotado de sentido crítico como puede serlo un judío; y de realismo, como puede serlo un hijo de familia perfectamente consciente de las ventajas de su posición-haya podido fundamentar todo el resto de su vida sobre una ilusión de los sentidos, y sin retroceder ante sus consecuencias, retornando a su sangre fría.

Tomado de: http://www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de ¿Hay otro mundo? (pp. 28-37), de André Frossard.

André Frossard: Dios existe, yo me lo encontré

André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la le a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: “Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…) Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…) El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…” En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…) Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”.

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…) Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…) Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.

Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Dios existe, yo me lo encontré, de André Frossard.