Manuel García Morente: Desde el ateísmo y el “frío de los filósofos”

El nombre de García Morente es bien conocido en la Universidad española. Era catedrático de Ética en la Universidad de Madrid -entonces, “Universidad Central”-, y una de las figuras más prestigiosas de la filosofía en España. Cuando estalló la guerra en España en julio de 1936, era Decano de su Facultad. Aparentemente, no era una persona con un perfil que diera motivos para temer nada de la República española. Era públicamente conocido como ateo; de hecho, poco después de morir su madre, siendo un adolescente, dejó de ir a la iglesia: ya decía que no creía.

Hizo estudios en Francia, y se licenció por la Sorbona, siendo discípulo de Bergson y Levy-Brühl. Filosóficamente, su mayor influencia venía del kantismo, como sucedía en España con muchos de los que habían pasado por la Institución Libre de Enseñanza, algunos de los cuales ocupaban puestos relevantes en la joven República. Era apolítico, y si acaso, sus ideas al respecto podían tener cierta afinidad con las de Ortega y Gasset, con quien le unían bastantes planteamientos y una estrecha amistad. Y sin embargo…

Apenas mes y medio de comenzada la guerra se produjo el vuelco. El 28 de agosto de 1936 recibe una llamada telefónica: su yerno había muerto. “Recibí la noticia de su muerte estando yo en la Universidad en el acto de entregar el decanato -del que fui destituido por el Gobierno republicano- a mi sucesor, el señor Besteiro. De mi casa, por teléfono, me comunicaron el fallecimiento de mi yerno. Yo comprendí enseguida que había sido asesinado. Y la impresión que la noticia me produjo fue tal que caí desvanecido al suelo. Cuando volví en mí pedí al señor Besteiro que interpusiera toda su influencia para lograr el rápido y seguro traslado de mi hija y nietos de Toledo a Madrid”. Besteiro, que era un caballero, accedió y lo consiguió.

El “delito” del yerno consistía en pertenecer a la Adoración Nocturna. Siguieron días de miedo, con registros y detenidos entre los vecinos. “En esta situación, el 26 de septiembre, al mes escaso del asesinato de mi yerno, recibí por la mañana temprano el aviso confidencialísimo de que urgía me ausentara de casa, y, si fuera posible, de España, pues se había acordado, por ciertos elementos descontentos de mi gestión en el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, darme la muerte, como era usual entonces”. Como suele suceder en las guerras civiles, las rivalidades personales se mezclan con las políticas.

Tuvo que huir precipitadamente a Barcelona, y de allí a París. Comenzó así un periodo de angustias. “Llegué, pues, a París, sin dinero, y con el alma transida de angustia y de dolor, y además corroída por preocupaciones de índole moral. ¿Había hecho bien en abandonar mi casa y a mis hijas (estaba viudo desde 1923) y ponerme egoístamente a salvo?”. Era evidente que no le había quedado otra opción que huir, pero quedaba la duda, un sentimiento de impotencia que nunca había experimentado, y la humillación no sólo de no poder subvenir a las necesidades de los suyos, sino ni siquiera a las propias: tenía que vivir de la generosidad de algunos amigos.

“Así, en París -recuerda-, el insomnio fue el estado casi normal de mis noches tristísimas”. Cavilaba sobre su familia y su suerte, pero también empezaba a verse de un modo distinto que antes: “también a veces repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo infundada que era la especie de satisfacción modorrosa que sobre mí mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo mi desasosiego”.

No permanecía inactivo. Hizo gestiones para intentar sacar a su familia de España: primero, con la embajada británica; después, con la Cruz Roja. Fallaron. Además, tampoco estaba muy seguro: ¿qué podía ofrecerles si llegaban? En esta situación, llegó un primer golpe de fortuna: se dirigió a él una editorial para que preparara un diccionario español-francés actualizado. Alguien se acordó de él.

Con todo, el motivo principal de su angustia seguía inalterado: su familia. La idea de Dios llegó por primera vez a su cabeza: ¿sería un castigo de Dios? “La primera vez que la idea «castigo de Dios» rozo mi mente fue cosa fugaz y transitoria, en la que no paré mientes. Pero por la noche la misma idea reapareció, y esta vez ya con claridad y persistencia tales que hube de prestarle mayor atención. Pero fue para mirarla, por decirlo así, despectivamente y rechazarla con un movimiento de enojo, de orgullo intelectual y de soberbia humana. «No seas idiota», me dije a mí mismo. Y el pensamiento volcó sobre la pobre ideíta, humildita y buena, un montón rápido de representaciones filosóficas, científicas, etc., que la ahogaron en ciernes”.

De repente, apareció un rayo de esperanza, también inesperado. En una visita a su amigo Ortega y Gasset, encontró en casa de éste un hombre cuyo hijo era secretario de Negrín, por entonces Ministro de Hacienda de la República. Al enterarse de la preocupación de García Morente, se ofreció a hacer gestiones por medio de su hijo. Además de agradecido, el catedrático quedó desconcertado. “Yo me quedé pasmado. El conjunto de lo que me estaba sucediendo tenía caracteres verdaderamente extraños e incomprensibles. Alrededor de mí o, mejor dicho, sobre mí e independientemente de mí, se iba tejiendo, sin la más mínima intervención de mi parte, toda mi vida”.

Todo lo que intentaba, no salía; todo lo que salía, no lo había intentado ni previsto. “Yo permanecía pasivo por completo e ignorante de todo lo que me sucedía. Se diría que algún poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío. (…) Por tercera vez la idea de la Providencia se clavó en mi mente. Por tercera vez, empero, la rechacé con terquedad y soberbia. Pero también con un vago sentimiento de angustia y de confusión. Era demasiado evidente que yo, por mí mismo, no podía nada y que todo lo bueno y lo malo que me estaba sucediendo tenía su origen y propulsión en otro poder bien distinto y harto superior. Con todo, me refugiaba en la idea cósmica del determinismo universal, y una vez que se me ocurrió tímidamente el pensamiento de pedir, de pedir a Dios, esto es, de rezar, de orar -que era, sin duda, la actitud más lógica y congruente con todo lo que me estaba sucediendo-, lo rechacé también como necia puerilidad”.

Las gestiones comenzaron dando buenos resultados… pero acabaron en un nuevo punto muerto. En abril de 1937 su familia pudo salir de Madrid… pero no de España. Se instalaron en Barcelona; desde luego, estaban mejor que en Madrid, y tenían parientes que les acogieron. Pero había alguien que no quería que sus hijas y nietas salieran de la España republicana; las veía como rehenes que garantizaban que García Morente no emprendería actividades antirrepublicanas (algo que nunca pasó por su cabeza). Este volvió a derrumbarse: “Yo solo en París, desde el octavo piso de la casa del boulevard Sérurier, estaba obligado a esperar, angustiado, el estallido de los hechos que se concertaban o desconcertaban ellos solos, por sí solos, encima de mi cabeza.

Aquellas noches fueron atroces. «¿Qué está haciendo de mí -pensaba- Dios, la Providencia, la Naturaleza, el Cosmos, lo que sea? ». La impotencia, la ignorancia, una noche sombría en derredor y nada, nada absolutamente, sino esperar la sentencia de los acontecimientos. ¡Esperar! ¿Y cómo esperar sin saber? ¿Qué esperanza es esa esperanza que no sabe lo que espera? Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente… la desesperación”.

En su desesperación, daba vueltas y vueltas a su situación, y al sentido mismo de la vida. “¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala? Claro está que enseguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también enseguida debió asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. «Vamos -pensé-, Dios, si lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades». Y en efecto, realicé el acto interior de rechazar esas que yo llamaba puerilidades. Pero he aquí que las puerilidades insistían en quedarse y se negaban a ser rechazadas”. Intentó aplicar el rigor de la filosofía que era su profesión. Pero, para su asombro, su corazón, y poco a poco su cabeza, se iban inclinando a favor de un Dios providente.

“Por una parte, la idea de una providencia divina, que hace nuestra vida y nos la da y atribuye, estaba ya profundamente grabada en mi espíritu. Por otra parte, no podía concebir esa Providencia sino como supremamente inteligente, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido. Llegado a esta conclusión, experimenté un gran consuelo. Y me quedé estupefacto al considerarlo. «¿Cómo es posible -pensé- que la idea de esa Providencia sabia, poderosa, activa y ordenadora, pero que acaba de asestarme tan terrible golpe, me sea ahora de consuelo?». No lo entendía bien. Pero el hecho era evidentísimo. El hecho era que me sentía más tranquilo, más sereno y reposado. (Mucho tiempo después, leyendo a San Agustín, he descubierto la verdadera clave del enigma en la frase «inquieto está mi corazón hasta que en Ti descansa»)”. Pero, ¿por qué esa Providencia parecía tan cruel con él? Ya más tranquilo, “pensaba en Dios; pero siempre en el Dios del deísmo, en el Dios de la pura filosofía, en ese Dios intelectual en el que se piensa, pero al que no se reza. Dios humano, trascendente, inaccesible, puro ser lejanísimo, puro término de la mirada intelectual”. Ante un Dios así concebido sólo cabe una postura: la resignación. Lo intentó, pero sintió primero la frialdad, después la rebeldía. “En mi alma se produjo una especie de protesta, y creo, Dios me perdone, que algo así como una blasfemia subió a mi mente. Creo que acusé de cruel, de indiferente, de burlona, de sarcástica a esa Providencia que se complacía en zarandear mi vida, en traerla y llevarla a su antojo inexplicable, en darle y atribuirle acontecimientos y hechos que yo no quería, que yo repudiaba. ¿ Qué puedo esperar -pensaba yo- de un Dios que así se complace en jugar conmigo, que me engolosina de esa manera con la inminente perspectiva de la felicidad, para hacerla desaparecer en el momento mismo en que yo iba a tenerla ya entre las manos? (…) No me someto al destino que Dios quiere darme; no quiero nada con Dios, con ese Dios inflexible, cruel, despiadado”.

En ese estado, se le ocurrió pensar en el acto supremo de la rebeldía, en lo que parecía la máxima expresión de libertad frente a ese Dios dueño de nuestros destinos: el suicidio. “Pero tan pronto como me di cuenta de la conclusión a que había llegado, me espanté de mí mismo. No por la idea de suicidio en sí, que ya en otras ocasiones había estado en los ámbitos de mi conciencia, sino más bien por la absoluta ineficacia de un acto así, que a nada conducía, que nada resolvía”.

Estaba en un callejón sin salida. Puso la radio. Música. Primero, César Frank; después, Ravel. Siguió L’enfance de Jésus de Berlioz, bien cantada por un magnífico tenor: “Algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos. (…) Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar -sin que yo pudiera ofrecerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Le vi, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros episodios de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. (…) Y los brazos de Cristo crecían, crecían, y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la Cruz subía, subía hasta el cielo y llenaba el ámbito de todo y tras de ella subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí”. Aquello “tuvo un efecto fulminante en mi alma”.

En realidad, supuso su conversión. “¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése si que le entiendo y ése sí que me entiende, a ése sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, ¡se me había olvidado!”.

Siguió de rodillas, rezando como podía. Recordó cómo su madre le había enseñado a rezar, reconstruyó el Padrenuestro, y el Avemaría… y de ahí no pudo pasar. No importaba demasiado; lo cierto era que una inmensa paz se había adueñado de mi alma”. Se sentía otro hombre, el “hombre nuevo” del que hablaba San Pablo. Miró por la ventana: vio lo de siempre, Montmartre. Pero los ojos eran nuevos, y vio un significado que no había aparecido antes: ¡Mons Martyrum!, el Monte de los Mártires. Vio los mártires, que aceptaban libremente el supremo sacrificio. “¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»”.

Las primeras conclusiones, los primeros propósitos, del cristiano Manuel García Morente empezaron a trazarse. “Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño, es decir, sin discutirlas ni sopesarlas por ahora. Ya tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima de toda vacilación, para reedificar mi castillo filosófico sobre nuevas bases. Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!”.

Siguió algo extraordinario. Para reforzar la fe recién renacida, Jesucristo quiso tener en él un detalle extraordinario: hacerse presente de un modo misterioso, pero real; de un modo que no se podía percibir por los sentidos, pero se percibía. “Allí estaba él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. (…) Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé”.

Duró un rato que no se podía medir, y terminó, para no volverse a repetir. Lo necesario, y nada más. Años después, encontró algo parecido en la Vida de Santa Teresa.

Al cabo de unos días, cayó el Gobierno en España y, poco tiempo después, pudo reunirse con su familia, en París, y darles la buena noticia de su conversión: ¡gran alegría para una familia en la que él era el único que había carecido de fe! En mayo de 1938 volvió a España, con la intención de realizar los estudios preliminares al sacerdocio. Fue ordenado sacerdote en 1940.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de El hecho extraordinario, de Manuel García Morente

Vazlaw Poplawsky: En los campos de trabajo forzados en Kazajstán

Vazlaw Poplawsky recuerda la fe durante sus años en los campos de trabajos forzados Mientras Juan Pablo II oraba en la noche de este sábado ante el «Monumento a las víctimas del régimen totalitario», en Astana -la capital de Kazajstán-, Vazlaw Poplawsky dice en voz baja: «Reza también por mí y por mi familia».

A sus 62 años, 22 de ellos pasados en un campo de trabajos forzados, Poplawsky es una memoria viviente del drama de Kazajstán en el siglo XX. Hijo de deportados ucranianos nació en plena estepa, a 80 kilómetros de lo que hoy es la capital kazaja, Astana.

Su familia llegó en 1936, cuando Josip Stalin emprendió el plan de colectivización, obligando a cientos de miles de personas a abandonar su tierra para implantarse en la estepa y construir koljós, las granjas colectivas, junto a la población local, que a su vez tuvo que romper la tradición nómada y trabajar en los campos de concentración.

Kazajstán era tierra de deportación desde los años de los zares. Pero en tiempos de Stalin, las columnas humanas fueron imponentes: 800.000 alemanes del Volga; 600.000 ucranianos; 100.000 polacos; miles de disidentes políticos…

El mismo Alexander Solzjenitsin pasó varios años de su vida en el campo de Jhezgasgan, donde ambientó su famosa novela «Un día en la vida de Iván Denisovich».

Vazlaw, que nació tres años después de la llegada de sus padres, todavía tiembla cuando recuerda su infancia. «Me crié en una cabaña de barro y hierba seca. Para encontrar madera había que caminar decenas de kilómetros. No había nada para comer y un pedazo de pan negro era una riqueza que los niños escondíamos como un tesoro».

Educado en la fe por su madre, de origen polaco, recuerda que en su cabaña había un icono de la Virgen Negra de Cheztochowa. «No había sacerdotes y no se podían organizar reuniones religiosas. Sólo se podían celebrar los funerales, en los que la gente se reunía para rezar el rosario. Y dado que casi todos los días moría alguien, se puede decir que rezábamos realmente mucho…».

«Comencé a vivir a los 22 años de edad, en 1961, cuando me fui a la ciudad», añade Vazlaw. Primero a Tselinograd, la nueva Astana, y después a Karaganda, donde conoció al padre Wladislaw Bukowinski, sacerdote polaco que decidió quedarse en Kazajstán, después de salir de los campos de concentración.

«Trabajaba en un mina y todos le querían mucho, pues era muy generoso -sigue diciendo-. Nos veíamos con frecuencia y cuando hablaba de Dios podíamos escucharle durante horas».

Hace seis años, Vazlaw Poplawsky, a sus 56 años, decidió abrazar el camino del sacerdocio. Ahora es párroco en la iglesia de San José, en Karaganda.

«Esta es la ciudad del dolor y de la memoria, el centro espiritual de los católicos», concluye el hijo de la estepa, reconociendo que este sábado, al ver al pontífice rezar por su familia y por tantas personas que vio morir, fue el día más feliz de su vida.

Tomado de Zenit, 22.IX.01, ZS01092304

Francesc Castelló: Testimonio de un ingeniero químico poco antes de su martirio

Poco antes de su martirio, Francesc Castelló escribe a sus seres queridos: “Si tuviera mil vidas, las daría por Cristo”.

Fue beatificado el 11 de marzo por Juan Pablo II, en la beatificación más numerosa de la historia de la Iglesia, entre los mártires de la fe durante la guerra civil española. Tenía 22 años y trabajaba como ingeniero químico en la fábrica Cros, S.A., de Lérida. Antes de morir, el 29 de septiembre de 1936, escribe tres cartas, que ofrecemos en esta página, a su novia, María Pelegrí (Mariona), a sus dos hermanas y su tía, y a D. Román Galán, su director espiritual.

“Si ser católico es delito, acepto gustosamente ser delincuente, ya que la mayor felicidad del hombre es dar la vida por Cristo, y si tuviera mil vidas, sin dudar, las daría por Él”. Así confesó Francesc Castelló ante el tribunal que lo condenó a muerte, tras invitarle a apostatar de su fe si quería salvar la vida. Antes, había confortado a sus compañeros de martirio, cantando el Credo.

Francesc de P. Castelló i Aleu nace en Alicante, el 19 de abril de 1914. A los dos meses muere su padre, Francesc Castelló Salué; su viuda, Teresa Aleu Andreu, se traslada a Lérida, buscando el amparo de su familia. Teresa ejerce de maestra nacional, en Juneda (Lérida), y muere cuando Francesc, el pequeño de sus tres hijos, ha cumplido 15 años. A partir de entonces, su tía María Castelló, hermana de su padre, hará de madre solícita de Francesc y sus hermanas Teresa y María. Acabado el Bachillerato en los Maristas de Lérida, Francesc marcha a Barcelona para proseguir sus estudios en el Instituto Químico de Sarriá. Forma parte de la Congregación Mariana, y de la Acción Católica; posteriormente, se integra en la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña. En 1935 está ya en la ciudad de Lérida, trabajando como ingeniero químico en la fábrica Cros, S.A. La guerra civil le sorprende mientras realizaba el servicio militar. Denunciado por uno de los comandantes, fue condenado por un tribunal popular a ser fusilado.

La misma entereza de Francesc confesando su amor a Cristo ante aquel tribunal, tras profesar su fe católica junto con sus compañeros de martirio, la mostraría ante sus verdugos, aquel 29 de septiembre de 1936, perdonándolos con amor y diciéndoles que les espera en el cielo. Pocas horas antes de su ejecución, había escrito a su novia, Mariona -dos hermanos de ella también murieron por Cristo-, a sus hermanas y a su tía, y a su amigo y padre espiritual: A María Pelegrí Platería, 39 – 1º Querida Mariona: Nuestras vidas se han unido y Dios mismo ha querido separarlas. A Él le ofrezco con toda la sinceridad posible mi amor hacia ti, un amor intenso, puro y sincero. Siento tu desgracia, no la mía. Estés orgullosa de mí: dos hermanos y tu novio. Pobre Mariona. Me pasa una cosa extraña: no puedo sentir ninguna pena por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte… llena todo mi ser. Quisiera escribirte una carta triste, de despedida, pero no puedo. Estoy pleno de alegría como un presentimiento de la Gloria. Quisiera hablarte de lo mucho que te habría amado. De cuánta ternura tenía reservada para ti, de lo felices que habríamos sido. Pero para mí todo esto es secundario. He de dar un gran paso. Una última cosa: cásate, si es tu parecer. Yo desde el cielo bendeciré tu matrimonio y tus hijos. No quiero que llores. No lo quiero. Que estés orgullosa de mí. Te quiero. No tengo tiempo para más.

Francesc A mis hermanas Teresa y María Castelló i Aleu, y a mi tía: Queridas: Acaban de anunciarme la pena de muerte y jamás he estado tan tranquilo como ahora. Tengo la seguridad de que esta misma noche estaré con mis padres en el cielo. Allí os esperaré a vosotras. La Providencia de Dios ha querido elegirme a mí como víctima por los errores y pecados que cometemos. Voy con gusto y tranquilidad a la muerte. Jamás tendría tanta probabilidad de salvación. Se terminó ya mi misión en esta vida. Ofrezco a Dios todos los sufrimientos de esta hora. De ninguna manera lloréis por mí. Es lo que os pido. Estoy muy, muy contento. Os dejo con pena a vosotras que tanto amaba, pero ofrezco a Dios este afecto y todo cuanto tenía en el mundo. Teresina: ¡Que seas valiente! No llores. Yo soy el que ha tenido tanta suerte que no sé cómo agradecer a Dios. He cantado el himno: “Amunt, que és sols camí d’un dia!” (¡Ánimo, que el camino es sólo de un día!) con toda intensidad. Perdona las penas o sufrimientos que involuntariamente te pueda haber causado. Siempre te he querido mucho. María: mi pobre hermana… Si Dios te da hijos dales un beso de mi parte, de su tío que les amará desde el cielo. Un fuerte abrazo a mi cuñado. De él espero que será vuestra ayuda en esta tierra y sabrá sustituirme. Tía: En este momento siento un profundo agradecimiento por usted y por todo cuanto ha hecho por nosotros. Dentro de unos años nos encontraremos en el cielo. Desde el cielo pedirá por usted éste que tanto la quiere. Recuerdos a todos los amigos de la Federación; a todos los amigos decidles que muero contento y que me acordaré de todos ellos desde la otra vida.

Francesc Al sacerdote D. Román Galán Querido padre: Le escribo estas letras estando condenado a muerte y faltando unas horas para ser fusilado. Estoy tranquilo y contento, muy contento. Espero poder estar en la gloria dentro de poco rato. Renuncio a los lazos y placeres que puede darme el mundo y al cariño de los míos. Doy gracias a Dios porque me da una muerte con muchas probabilidades de salvarme. Tengo una libreta en la que apuntaba las ideas que se me ocurrían (los inventos). Haré por que se la manden a usted. Es mi pobre testamento intelectual. Le estoy muy agradecido y rogaré por usted.

Francisco Castelló Fuente: Alfa y Omega

Manuel García Morente: Una noche que cambió una vida

La noche del 29 al 30 de abril de 1937 Manuel García Morente se había procurado unos días de soledad para entregarse serena y metódicamente al análisis de unos temas que le preocupaban profundamente.

Morente era Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid desde 1931, y estaba considerado ya entonces como una de las figuras más destacadas de la vida universitaria española de la primera mitad del siglo XX.

Fue siempre –cuenta López Quintás– un espíritu muy reflexivo y abierto. Graves pruebas personales y familiares avivaron en él un intenso deseo de dar un sentido cabal a su existencia. Pero permanecía insensible a la luz de la fe.

A pesar de efectuar largos y penosos procesos intelectuales, no lograba clarificar lo que para él era la cuestión básica de la vida humana: si existe alguna realidad superior al mundo que dé pleno sentido y cumplimiento a la existencia del hombre.

Su gran capacidad analítica no acertaba a responder a esa pregunta. Su actitud de soberbia espiritual –en expresión posterior suya– le hizo rechazar la idea de un Dios que atiende con solicitud y cariño al hombre. Ese planteamiento le parecía una puerilidad. Veía a Dios como un ser lejano, incomunicado de los hombres, puro término de la mirada intelectual, objeto de reverencia muda e inmóvil, de sumisión total, pero nunca de acogimiento de hijo. A su entender, la existencia del hombre se limitaba a una sucesión de causas y efectos rígidamente determinada.

Sin embargo, aquella noche comenzó a experimentar un vivo deseo interior de que todas sus objeciones a la existencia de un Dios providente fueran inválidas. Pensaba que los hechos producidos por el mero determinismo natural carecen de sentido. Sentía aletear, en lo más íntimo de su ser, una vaga necesidad: la de que hubiese quien redimiera al hombre de su menesterosidad última.

Este empedernido pensador, quebrantado por los avatares de la guerra civil española, que había hecho presa de modo trágico en su propia familia, sentía un anhelo inconfesado pero eficiente de que existiera una providencia divina, “una suprema inteligencia, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido”.

Una lejanía irritante El silencio de Dios, el hecho de que Dios pareciera contemplar impasible nuestros sufrimientos, le producía un alejamiento de la fe, una sensación de que la vida carecía de sentido.

Sin embargo, al plantearse la cuestión del sinsentido de la existencia, sentía en su interior que se avivaba el deseo de que existiera un ser que diera razón a todos los acontecimientos, tanto a los felices como a los adversos. “El solo pensamiento de que hay una providencia sabia, bastó para tranquilizarme –escribiría más tarde, recordando aquel momento–; aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas.” Morente se consagró al análisis de este tema, pero no logró liberarse de aquella lejanía inaccesible, irritante, de Dios. Y sufrió una crisis de resentimiento que le llevó a rebelarse contra el Ser Supremo. La única libertad reservada al hombre le parecía ser la de no aceptar el obsequio de la vida y recurrir al suicidio, como acto desesperado de posesión de sí mismo. Pero, al verse en tal callejón sin salida, que se le antojaba grotesco, Morente decide volver sobre sus pasos y rehacer desde sus bases todo aquel proceso intelectual. Con un enorme esfuerzo de voluntad, se toma una tregua en el pensamiento.

El instante de la conversión Enciende la radio para distraerse, y escucha fragmentos de una sinfonía de César Frank, la Pavana para una infanta difunta de Ravel, y La infancia de Jesús de Berlioz. Esta última obra le sumergió en un estado de “deliciosa paz”.

En aquellos momentos de perplejidad radical, se abrió, sin proponérselo expresamente, al mundo de la belleza y de la honda expresividad de la música. Y de pronto se hizo en él una gran luz.

No fue una irrupción de la belleza artística únicamente. No fue solo la perfección, la armonía, la luminosidad y la paz de aquella obra musical. La marea de belleza iba aliada con la revelación de un Dios que esconde su divinidad en la forma humilde e indefensa de un niño. Y suscitó en su imaginación una visión intensa de las escenas fundamentales de la vida de un Dios hecho un ser menesteroso, como nosotros, y entregado a hacer el bien hasta su muerte en una cruz. Esta imagen de un Dios encarnado y anonadado, que esconde su divinidad para hacerse más accesible al hombre, de un Dios que ama y sufre por los demás en silencio, no despertó en el ánimo de Morente ya rechazo alguno, sino confianza y amor.

Comprendió que esa aparente indiferencia de Dios responde a un profundo respeto por la libertad del hombre. Pensó que –como había dicho Pascal– no era justo que Dios apareciera de una manera tan manifiestamente divina que la adhesión del espíritu no fuera libre, ni de una forma tan oculta que no pudiese ser reconocido por quienes lo buscaran sinceramente.

Todo lo que mira a Dios supera a nuestro espíritu y se halla por eso mismo rodeado de sombras, pero Él mismo nos ha proporcionado pruebas accesibles a nuestro espíritu para que seamos capaces de entenderle razonadamente.

La contemplación de ese Dios de carne y hueso, que se compromete por amor a compartir la suerte del hombre, convirtió aquella distancia infranqueable en una cercanía sobrecogedora. Esa vecindad –explicaba– hizo posible la interrelación personal, la oración, el diálogo con su Dios: un encuentro que suscita sentimientos de paz y transforma la vida y la mentalidad del hombre que ora. “Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí.” Se había convertido. “Es verdaderamente extraordinario e incomprensible –escribiría después– cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo.” Aceptar con humildad a Dios Había aceptado a Dios. “El acto más propio y verdaderamente humano –decía– es la aceptación de la voluntad de Dios. Querer libremente lo que Dios quiera: he ahí el ápice supremo de la condición humana.” Morente se hallaba angustiado por resolver el gran problema que acosaba su espíritu: aunar la libertad y la obediencia, sentir la vida como propia y al tiempo reconocer que uno es dependiente de otras realidades que son distintas, pero no ajenas, al propio destino.

Tras el hecho extraordinario vivido en aquella noche del 29 al 30 de abril, Morente advierte que la solución más clara y neta de este problema radica en reconocer la realidad de la condición humana, en saber aceptarse uno mismo como un ser finito y limitado.

Al aceptar esto, el hombre adopta una actitud de sencillez espiritual, de humildad, de disponibilidad, de acogimiento agradecido. Reconoce que lo propio del ser creado es la gratitud hacia su creador, de la misma manera que lo propio del hijo es querer a sus padres. Y esa prontitud para el agradecimiento corta de raíz una de las causas fundamentales del ateísmo: la soberbia y el resentimiento. Y desbloquea el espíritu, encerrado y resentido por su limitación, para abrirlo a las fuentes de la auténtica creatividad humana.

El mejor uso de la libertad Este relato de la conversión de García Morente puede interesar a muchas personas que pueden pasar en algún momento de su vida por una crisis en cierto modo parecida.

Al hombre le cuesta reconocer la realidad de la condición humana, y aceptarse a sí mismo como un ser creado por Dios y sujeto a un orden natural. Quizá por eso es tan corriente que la clave de una conversión esté en ese reconocimiento humilde de la realidad de la condición humana. Y quizá también por eso, en el rechazo de esa dependencia –según cuenta el relato del Génesis– tuvo el origen el primer pecado. La resistencia a la conversión es, muchas veces, como una crisis del hombre que quiere hacer de la independencia personal una categoría absoluta a la que sacrificar y sacrificarse por completo.

A primera vista, parece natural que al hombre le cueste aceptarlo, puesto que siempre supone comprometerse, y parece una hipoteca de su libertad. Pero comprometerse no es hipotecar la libertad, sino emplearla. Como decía la poeta rumana Doria Cornea, si rompes tus cadenas, te liberas; pero si cortas con tus raíces, mueres. Romper las cadenas, otorga libertad; pero romper con todo compromiso es cortar las raíces de la persona.

Y aunque es cierto que las personas que aceptan el riesgo de su libertad personal y se comprometen con lo elegido, renuncian a todas las cosas que no eligen, también es cierto que se enriquecen con las consecuencias de lo que sí han elegido. Si el hombre rehuyera de modo habitual el compromiso, aunque dijera hacerlo por un profundo amor por la libertad, lo que haría es condenar su vida a la indecisión y la esterilidad.

Cuanto mejor se elige, y cuanto más se compromete la persona con lo escogido, tanto más se enriquece a sí misma y tanto más enriquece a los demás. Como asegura Antonio Orozco, la libertad interesa porque hay algo más allá de la libertad que la supera y marca su sentido: el bien. Si una elección supone un compromiso de aceptación de Dios, y esto refuerza algo que es propio de la naturaleza humana, será éste el uso más acertado de nuestra libertad. La aceptación de un orden natural fuera del cual jamás alcanzaríamos nuestra plenitud como hombres.

Alfonso Aguiló Las citas son de El hecho extraordinario, de Manuel García Morente

Vittorio Messori: Doctor, mi hijo está muy grave, va a Misa

Vittorio Messori, periodista italiano de 56 años, es conocido internacionalmente por haber entrevistado a Juan Pablo II en Cruzando el umbral de la esperanza, y al Cardenal Ratzinger en Informe sobre la fe. Pero, en contra de lo que pudiera pensarse, no ha sido precisamente un “católico de toda la vida”.

“Nací en plena Guerra Mundial en la región quizá más anticlerical de Europa: en la Emilia, zona del antiguo Estado pontificio, la del don Camilo y Peppone (el cura de pueblo y el alcalde comunista) de Guareschi. Mis padres no estaban precisamente de parte de don Camilo y, aunque vivían de verdad unos valores -apertura, acogida, generosidad, etc-, desde pequeño me inculcaron la aversión, no al Evangelio o al cristianismo, sino al clero, a la Iglesia institucional. Me bautizaron como si fuera una especie de rito supersticioso, sociológico, pero después no tuve ningún contacto con la Iglesia.

Acabada la Guerra, mis padres se trasladaron a Turín, la mayor ciudad industrial italiana, cuna del marxismo italiano -de Gramsci, Togliatti y otros dirigentes comunistas-, en la que los católicos hace tiempo que son minoría. Asistí allí a un colegio público, donde no se hablaba de religión más que para inculcarnos el desprecio teórico hacia ella. Obligada por el Concordato había, sí, una clase semanal de enseñanza religiosa, pero casi ninguno la tomaba en serio y yo, en concreto, eludía la asistencia con las más variadas excusas. O sea, que si por mi familia estaba imbuido de anticlericalismo pasional, la escuela llovió sobre mojado al enseñarme la cultura del iluminismo, del liberal-marxismo”.

Acabado el bachillerato, eligió como carrera universitaria la de Ciencias Políticas. Pertenecía a la famosa generación del 68 y convirtió la política en su pasión. “Decía el teólogo protestante Karl Barth que «cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos». Para mí el cielo estaba vacío, y uno de los ídolos que llenaba la tierra era precisamente la política. Era para mí una auténtica pasión. Estaba muy comprometido con los partidos de izquierda”.

Se da cuenta con el tiempo de que la política no podía proporcionarle las respuestas sobre el sentido de la vida. “Sin embargo, aun consciente de esas carencias de la política, a la vez estaba convencido de que no podría encontrar respuestas fuera de ella, precisamente porque formaba parte de los que rechazaban el cristianismo sin tomarse la molestia de conocerlo. Pensaba que cualquier dimensión religiosa pertenecía a un mundo pasado, al que un joven moderno como yo no podía tomar en serio. (…) El Evangelio era para mí un objeto desconocido: nunca lo había abierto, pese a tenerlo en mi biblioteca, porque pensaba sin más que formaba parte del folklore oriental, del mito, de la leyenda.

Pero un día sucedió… Llegamos a un punto en que me es difícil hablar… por pudor. André Frossard, colega y amigo mío, entró un día en una iglesia católica en Francia y de la misma salió convertido. Mi proceso no es tan clamoroso. Pero un tipo semejante de experiencia mística, no tan inmediata sino diluida en el arco de dos meses, también la he vivido yo. Mi hallazgo de la fe fue muy protestante. Fue un encuentro directo con la misteriosa figura de Jesús, a través de las palabras griegas del Nuevo Testamento. No vi luces, ni oí cantos de ángeles. Pero la lectura de aquel texto, hecha probablemente en un momento psicológico particular, fue algo que todavía hoy me tiene aturdido. Cambió mi vida, obligándome a darme cuenta de que allí había un misterio, al que valía la pena dedicar la vida.

La situación que se creó fue todo un drama para mí. De inmediato me vino un gran consuelo, una gran alegría, pero a la vez un miedo terrible, por varios motivos. Por una parte, me di cuenta de que mi vida debía cambiar, sobre todo en la orientación intelectual. (…) Me hacía sufrir especialmente el que, si mi familia se enteraba de lo que me sucedía, me echasen de casa. De hecho, cuando mi madre supo que asistía a Misa a escondidas, telefoneó al médico y le dijo: «Venga, doctor. Mi hijo padece una fuerte depresión nerviosa». «¿Qué síntomas tiene?», preguntó el médico. Y mi madre le contestó: «Un síntoma gravísimo: he descubierto que va a Misa». Esto da idea del clima que se vivía en mi familia y de lo mucho que podía afectarme.

Otro ingrediente del drama era una especie de choque entre dos posturas que yo entendía como contrapuestas. Por un lado, algo me hacía ver que en el Evangelio estaba aquella verdad que había buscado. Se trataba de una experiencia del Evangelio como “encuentro”, no sólo como palabra, valor, moral o ética. Para mí, el Evangelio no es un libro, sino una Persona. Era la experiencia de un encuentro fulgurante, consolador y, a la vez, inquietante. Inquietante también porque entonces yo me sentí como aquejado por una especie de “esquizofrenia”. Se trataba de la disociación entre la intuición que me había hecho entender que allí, en el Evangelio, estaba la verdad, y mi razón, que me decía: No, es imposible, te equivocas.

Desde entonces, todo lo que he hecho y los muchos miles de páginas que he escrito, en el fondo no obedecen más que al intento de vencer esa esquizofrenia, procurando dar respuesta a esta pregunta: ¿Se puede creer, se puede tomar en serio la fe, puede un hombre de hoy apostar por el Evangelio? Todo ha girado en torno a la fe, a la posibilidad misma de creer.

Ha sido una aventura solitaria -siempre he sido un individualista-, en la que me guió Pascal: un hombre de hace 300 años, también laico convertido, que razonaba como yo, que no quería renunciar a la razón y que, antes de rendirse a la fe, deseaba agotar todas las posibilidades. Él me ayudó a descubrir esa nueva Atlántida personal. He hablado de aventura solitaria y de mi individualismo, pero también digo siempre que no soy un “católico del disenso”. Al contrario, soy un “católico del consenso”. Y es que, en la lógica de la Encarnación, no sólo juzgo legítimo al Vaticano, a la Iglesia institucional, sino que la considero necesaria, indispensable.

¿Cuándo decidí aceptar la Iglesia? Cuando, al reflexionar sobre el Evangelio para intentar conocer mejor el mensaje de Jesús, me di cuenta de que el Dios de Jesús es un Dios que quiso necesitar a los hombres, que no quiso hacerlo todo solo, sino que quiso confiar su mensaje y los signos de su gracia -los sacramentos- a una comunidad humana. Es decir, si uno reflexiona bien, acepta la Iglesia no porque la ame, sino porque forma parte del proyecto de Dios. Me ha costado muchos años, pero ahora estoy convencido de que sin la mediación de un grupo humano, en el fondo no tomaríamos en serio la mediación de Jesús.

Mi aventura también ha sido solitaria porque era uno de los pocos que andaba contracorriente. Entraba en la Iglesia cuando tantos clericales salían de ella gritando: ¡Qué maravilla, finalmente la tierra prometida! ¡Hemos descubierto la cultura laicista! Yo, asombrado, intentaba pararlos: ¿Qué hacéis? ¡La verdadera cultura está aquí dentro, en la Iglesia! Por eso, algunos me han acusado de ser un reaccionario, un nostálgico. Es absurdo. Yo no he conocido la Iglesia preconciliar, no he escuchado jamás una Misa en latín, porque antes del Concilio nunca había asistido a Misa, y cuando comencé a ir, era ya en italiano. De ahí que no pueda ser un nostálgico. ¿De qué? No he tenido ni una infancia ni una juventud católica. Lo que sí he conocido de cerca es la cultura laicista. Y luego, un encuentro misterioso y fulgurante con el Evangelio, con una Persona, con Jesucristo; y, después, con la Iglesia”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de una entrevista de José R. Pérez Arangüena.

Gilbert K. Chesterton: Porqué me convertí al catolicismo

Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el problema “por qué soy católico” es muy distinto del problema “por qué me convertí al catolicismo”. Tantas cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen surgiendo después… Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma. Todas son también tan numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo originario y primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y secundario. La “confirmación” de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y única razón. Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.

¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas piedras.

A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto señor Kensit.

El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como protestante fanático, organizó en 1898 una banda que, sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión pública se volvió contra él, clasificando como “Kensitite Press” a los peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.

Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.

En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento”. Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: “¡Qué maravillosamente dicho!” Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender.

En el segundo caso, alguien del diario “Daily News” (entonces yo mismo era todavía alguien del “Daily News”), como ejemplo típico del “formulismo muerto” de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: “¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mi, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en mi presencia”.

Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John O’Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera del “Daily News”.Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés se concentraba en ese aspecto de la política liberal. Fui descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.

Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose. Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para el prusianismo, como en Manchester para el individualismo manchesteriano.

Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos que no tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de material que actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre todo ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que me causaron una especial impresión.

Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar de los “intermezzos” de un Lucrecio o de un Lucano.

No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión de naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las menosprecian.

Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición que existe entre el convento y la familia (The Cloister and the hearth). En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión católica, los votos y las profesiones más altas y “menos razonables” —por decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores de la vida diaria.

Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado de lo superior, es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al “nonsense”, a la insensatez.

Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento “realmente existente” hacia Dios, no se hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto: en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.

Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas, pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo victoriano. Por el contrario, la más alta exaltación por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la sigue: Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos dicen— reformas prácticas y objetivas.

Ahora bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de repente dos mil años.

Esto significa, si lo precisamos todavía más, que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo de los partidos. El socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tíbet. El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se reconocieran más los valores sobrenaturales. Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo —podría decirse en su excusa—. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día.

G. K. Chesterton (*) (*) Famosísimo periodista, novelista, poeta y crítico literario (1874-1935) es una figura única y genial en la literatura inglesa y uno de los autores modernos más frecuentemente citados. Autor de las novelas del Padre Brown, Ortodoxia (escrito muchos años antes de convertirse), etc. De él dijo su gran amigo Bernard Shaw: “un genio colosal”, y el Times Literary S. “Ha llegado la hora, medio siglo después de su muerte, para hacer una limpieza chestertoniana. Su perspicacia crítica era muy aguda, su campo de acción universal, su vigor invencible. El premio nobel T.S. Eliott quedó maravillado con su libro sobre Dickens. Su obra sobre Tomás de Aquino fue lo mejor que se ha escrito sobre el tema. Su periodismo ejerció una atracción magnética mucho más poderosa que lo que de cualquier columnista o presentador de televisión podría esperarse hoy día.

Manuel Nevado: Una curación inexplicable

La radiodermitis es una enfermedad típica de los médicos que han expuesto sus manos a la acción de las radiaciones de los equipos de Rayos X durante un tiempo prolongado. Se trata de una enfermedad evolutiva, que progresa de forma inexorable hasta provocar, con el paso de los años, la aparición de cánceres de piel. La radiodermitis no tiene curación. Los únicos tratamientos conocidos son quirúrgicos (injertos de piel, amputación de las zonas de las manos interesadas). De hecho, en la literatura médica no se ha reseñado, hasta hoy, ningún caso de curación espontánea de radiodermitis crónica cancerizada.

El doctor Manuel Nevado Rey es un médico español nacido en 1932, especialista en traumatología, que durante casi quince años operó fracturas y otras lesiones exponiendo sus manos a los Rayos X. Empezó a realizar este tipo de intervenciones quirúrgicas con mucha frecuencia, a partir de 1956. Los primeros síntomas de la radiodermitis empezaron a manifestarse en 1962, y la enfermedad fue empeorando hasta que, en torno a 1984, tuvo que limitar su actividad a la cirugía menor, porque sus manos estaban gravemente afectadas, e incluso dejó totalmente de operar en el verano de 1992. El Dr. Nevado no se sometió a ningún tratamiento.

En noviembre de 1992, el Dr. Nevado conoció a Luis Eugenio Bernardo, un ingeniero agrónomo que trabaja en un organismo oficial español. Éste, al saber de la enfermedad de D. Manuel, le ofreció una estampa del fundador del Opus Dei, beatificado el 17 de mayo de aquel año, y le invitó a acudir a su intercesión para curarse de la radiodermitis.

El Dr. Nevado comenzó a encomendarse al Beato Escrivá desde aquel momento. Pocos días después de ese encuentro, viajó con su esposa a Viena para asistir a un congreso médico. Visitaron varias iglesias, y encontraron estampas del Beato Josemaría. “Esto me impresionó —explica el Dr. Nevado—, y me animó a rezar más por mi curación”. Desde el día en que comenzó a encomendar su curación a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá, las manos fueron mejorando y, en unos quince días, desaparecieron totalmente las lesiones. La curación fue total, hasta el punto que, a partir de enero de 1993, el Dr. Nevado volvió a realizar operaciones quirúrgicas sin ningún problema.

Testimonio del Dr. Nevado «Vivo en Almendralejo (Badajoz). Durante muchos años he trabajado en un pequeño Hospital que yo mismo logré poner en marcha, atendido por Religiosas Mercedarias, en otros Centros de la Seguridad Social y en el ejercicio privado de la Medicina. Actualmente mi mayor actividad la desarrollo en el Centro Asistencial de Zafra, en el que realizo un elevado número de intervenciones quirúrgicas.

»A principios de noviembre de 1992 tuve que acudir al Ministerio de Agricultura para resolver algunos asuntos relacionados con mi actividad como agricultor. En el Ministerio, mientras buscábamos a la persona con la que teníamos que entrevistarnos, nos encontramos providencialmente con Luis Eugenio Bernardo Carrascal, un ingeniero agrónomo que trabaja en el Ministerio, que nos atendió muy amablemente mientras esperábamos a la persona que íbamos a ver.

»Mientras cambiábamos impresiones sobre diversos temas del Ministerio, Luis Eugenio se fijó en mis manos y me preguntó qué me pasaba. Yo le expliqué, someramente, que tenía una radiodermitis crónica en estado avanzado y que era una afección incurable. Él me entregó una estampa del Beato Josemaría Escrivá para que me encomendase a su intercesión.

»Así lo hice desde aquel momento y, unos días después, hice un viaje a Viena para asistir a una reunión médica. Allí me impresionó mucho encontrarme en todas las iglesias que visité estampas del Beato Josemaría. Esto me sirvió para invocar más su intercesión, tal como me habían recomendado. Yo rezaba informalmente, me encomendaba a su intercesión, sin ceñirme al rezo literal de la oración de la estampa. Pero también la recé algunas veces.

»Tal como he dicho, yo padecía una radiodermitis crónica desde hacía muchísimos años. Me parece que los primeros síntomas —depilación y diversos eritemas en el dorso de la mano izquierda— los tuve ya hacia 1962, cuando me casé. Desde entonces las lesiones fueron en aumento, pues durante mucho tiempo me he visto obligado a reducir fracturas con la ayuda de equipos de radiodiagnóstico de baja calidad y muy escasas medidas de protección.

»En el mes de noviembre de 1992, cuando fui al Ministerio de Agricultura, tenía los dedos de las manos muy afectados. En la mano izquierda el índice, el corazón y el anular; en la derecha, sobre todo, el índice y el corazón. Concretamente, tenía diversas placas de hiperqueratosis y ulceraciones de diversos tamaños en los tres dedos mencionados de la mano izquierda —alguna, hasta de 2 cms. de diámetro mayor— y otras varias lesiones en el dorso de la mano izquierda y en las falanges proximales y en el dorso de la mano derecha.

»Me molestaban bastante las lesiones de las manos y tuve que ir dejando de operar. No me las veía mucha gente porque hacía lo posible por ocultarlas. Puede decirse que ningún médico me aconsejó tratamiento, porque se sabe que no puede hacerse nada ante la radiodermitis. Alguno me dijo que me pusiese vaselina o lanolina para suavizarlas, cosa que ya venía haciendo.

»Desde el día en que me dieron la estampa, desde el momento en que me puse bajo la intercesión del Beato Josemaría Escrivá, las manos fueron mejorando y, aproximadamente, en unos quince días desaparecieron las lesiones y se quedaron como ahora, perfectamente curadas.

»Es evidente que esta curación no se puede explicar por motivos naturales. Ya he dicho que la radiodermitis es incurable y que no utilicé ningún medicamento. Sólo pensaba en que algún dermatólogo me hiciese un trasplante de piel para tratar de cerrar las úlceras, pero no llegué a hacer nada. A pesar de que procuraba que las manos no se me vieran, hay muchas personas que pueden dar testimonio de cómo las tenía: como es, evidentemente, mi mujer; uno de mis hijos que es médico anatomopatólogo; dos médicos dermatólogos a los que se las enseñé algunas veces: Isidro Parra, el profesor Ginés Sánchez Hurtado, etc.

»Tal como sucedió la curación de mi radiodermitis, lo cuento aquí. Yo temía mucho que se produjera una metástasis, lo cual hubiera tenido ya un pronóstico incluso infausto, pero no sucedió. Sencillamente, se curó la radiodermitis y yo no puedo más que atribuirlo a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.

»Desde la curación he vuelto a trabajar normalmente y vuelvo a hacer cirugía general».

El proceso canónico Sobre esta curación se llevó a cabo, en la archidiócesis de Badajoz —donde reside el Dr. Nevado—, un proceso canónico que concluyó en 1994. El día 10 de julio de 1997, la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los Santos estableció por unanimidad el siguiente diagnóstico: «cancerización de radiodermitis crónica grave en su 3º estadio, en fase de irreversibilidad»; y, por tanto, con un pronóstico ciertamente infausto. La curación total de las lesiones, confirmada por los exámenes objetivos efectuados sobre el paciente en 1992, 1994 y 1997, fue declarada por la Consulta Médica «muy rápida, completa y duradera, científicamente inexplicable». El 9 de enero de 1998, el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos, ha dado respuesta positiva unánime a la atribución del milagro al beato Josemaría Escrivá. La Congregación ordinaria de Cardenales y Obispos, con fecha 21 de septiembre del 2001, ha confirmado esos dictámenes.

El 20 de diciembre de 2001, el Papa Juan Pablo II aprobó un decreto que reconoce la curación milagrosa. En la misma sesión, se aprobaron, entre otros, milagros del Padre Pío y del beato Juan Diego.

Declaraciones del Dr. Nevado al conocer la noticia “Mi curación no fue algo normal, yo no conozco a nadie que se haya curado así”, declaro hoy a EFE el doctor Manuel Nevado Rey, sobre el cual se operó hace nueve años el milagro que ha permitido la canonización del fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer.

El doctor Nevado, radiólogo, nació en Herrera de Alcántara (Badajoz) el 21 de mayo de 1932. Tras licenciarse en Medicina por la Universidad de Salamanca trabajó primero en el hospital “Marqués de Valdecilla” de Santander -donde se especializó en cirugía general y traumatología- y luego en diversos centros sanitarios, públicos y privados, de Badajoz y su provincia.

Debido a los sistemas utilizados hace cuarenta años por los radiólogos, que carecían de suficiente protección, Manuel Nevado sufrió en 1962 los primeros síntomas de una radiodermitis crónica, enfermedad incurable que empeoró con el paso del tiempo y que terminó por impedirle operar, a mediados de los años Ochenta.

“Yo tenía -señala el doctor Nevado- otros dos colegas que habían desarrollado la misma enfermedad y los dos murieron, uno de ellos después de que cada año le amputaran un dedo, porque llega un momento en que la única solución es amputar la mano afectada por las radiaciones, o incluso el brazo”.

En noviembre de 1992 Manuel Nevado acudió con un amigo veterinario al ministerio de Agricultura, en Madrid, para resolver un asunto relacionado con una propiedad agrícola. “El funcionario a quien buscábamos no estaba, pero nos atendió otro, que nos invitó a pasar a su despacho y me preguntó qué me pasaba, cuando vio las llagas que tenía en la mano izquierda”. “Yo le respondí que eran gajes del oficio, que la radiodermitis no tenía tratamiento y que siempre evoluciona mal”. El funcionario, un ingeniero agrónomo llamado Luis Eugenio Bernardo Carrascal, le entregó entonces una estampa del fundador del Opus Dei, José María Escrivá de Balaguer, que había sido beatificado siete meses antes y que contenía una oración. “Luis Eugenio -continúa el doctor Nevado- me dijo: “Aunque usted no crea”. Yo le contesté que sí que creía y a la salida le comenté a mi amigo: Esto es fantástico, uno viene a resolver unos asuntos y sale con temas de Iglesia”.

El doctor Nevado no tenía relación alguna con el Opus Dei, aunque había oído hablar de la institución y había tenido alguna relación cuando cursaba el primer año de Medicina. “Yo me considero profundamente creyente, pero la verdad es que nunca he sido muy de Iglesia. Soy un cristiano que suele ir a misa los domingos y no mucho más”, agrega el doctor Nevado.

Pocos días después de su visita a Madrid, Manuel Nevado viajó con su mujer a Viena, para asistir a una reunión médica. “Visitamos algunas iglesias y me llamó la atención ver en todas ellas alguna referencia o imagen del Beato Josemaría”. “Ya había empezado a rezarle -continúa- y aquello me reforzó aún más. No siempre rezaba la oración, a veces otras cosas, pero tenía miedo y uno se agarra a lo que sea”.

“A los quince días la mano empezó a curarse, al poco tiempo la enfermedad había desaparecido y entonces empezó todo el mundo a peregrinar, para comprobar lo que me había pasado. Pude volver a operar sin problema alguno y todavía lo sigo haciendo”.

El doctor Manuel Nevado asegura que no creía en milagros. “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia; yo lo que puedo decir es que esto no es normal: cuando uno se quema ni siquiera es eficaz la cirugía, porque las células infectadas emiten a su vez radiaciones que contagian a otras”.

Al conocer que su caso había permitido la canonización del fundador del Opus Dei, el doctor Nevado señaló que tenía “una sensación tan grande como si hubiera estallado una bomba dentro de mi”. “Me parece que todo esto es un sueño y estoy esperando despertarme. ¿Cómo es posible que yo haya contribuido a la canonización de un santo?”.

“Esto -prosigue- me ha conmocionado, mi mujer está muy impresionada y también mis cuatro hijos, uno de los cuales es médico”. “Lo único que me preocupa es ver mi nombre publicado, cuando he sido una persona que siempre ha querido pasar desapercibida. Soy tan tímido que no seguí en la Universidad para no tener que hablar en público. Ahora la verdad es que estoy un poquito desbordado”.

El matrimonio Nevado tiene siete nietos y uno en camino. Confían en poder asistir el año que viene a la ceremonia de canonización del Padre Escrivá que se celebre en Roma, en el mismo año en que se cumple el centenario de su nacimiento.

Otras declaraciones fueron publicadas en el diario “Hoy Badajoz con el título “Manuel Nevado rinde culto a la amistad y es hombre generoso” y van firmadas por JUAN LÓPEZ LAGO, ALMENDRALEJO. «Es el doctor Manuel Nevado Rey un hombre al parecer discreto, incluso silencioso, de los que se desviven por sus cuatro inseparables amigos que todo el pueblo conoce: Manuel Gordillo, también médico muy querido, Fernando Aixalá, Jacinto Terrero y Fernando Cáceres. Más que amigos podrían formar una peña por la estrechísima relación que les une, conocida por todo el pueblo. Con ellos cuatro comparte muchas tertulias, se les ve a los cinco juntos, e incluso veranean en compañía en no pocas ocasiones. Ese culto a la amistad no le hace alejarse, sin embargo, de los que no trata tan habitualmente, y cuentan quienes le conocen que, además de ser un gran profesional de la medicina, es un hombre generoso que no cobraba en ocasiones al paciente que sabía que no tenía mucho dinero. Quien quizás nunca podrá pagarle a él es Joaquín Muñoz, policía local de Almendralejo quien asegura que fue el doctor Manuel Nevado el que le salvó la vida al operarle. Comenzó en la cirugía en el Hospital Nuestra Señora del Pilar con apenas 20 años. Su profesionalidad, trato amable y criterio le hacía ejercer de director del complejo hospitalario sin serlo en realidad. “Lo era de hecho aunque no de derecho”, comenta quien por entonces trabajaba con él. Pero tuvo sus más y sus menos con García Bote, entonces alcalde, y de quien muchos aseguran que fue él el que lo sacó de este hospital. Sus intervenciones a accidentados en carretera tampoco la olvidan muchos. Pese a su edad sigue trabajando en una consulta privada en la calle Juan Carlos I. No pierde nunca la ilusión, y todos se refieren a su pasión por el campo, fraguado una vez adquirió una magnífica finca en las cercanías de Olivenza, de donde arrancó las vides que allí había y la dedicó al regadío. Acude allí siempre que puede, y si es en compañía de alguno de sus cuatro amigos mejor. Pese a ser un hombre dedicado a la ciencia su inquietud intelectual le ha hecho ir atesorando una cultura que algunos conocidos han calificado de “deslumbrante”. En unos meses se casará otro de sus hijos, y mientras la casa se va despoblando nuevos nietos se irán sumando al hogar de un ser querido en toda la familia. A su hermana, en Cáceres, la visita a menudo, por ejemplo ayer mismo, quizás para alejarse de todo este ‘santo’ revuelo, del que ninguno de sus familiares quiere opinar debido a una mala experiencia con los medios de comunicación. Se reafirma por tanto su esposa en que “siempre hemos sido discretos y por lo tanto ahora lo seremos aún más si cabe”, comentaba anoche mismo».

Declaraciones de su esposa y de la enfermera ayudante de quirófano Su esposa, Consuelo Santos Sanz, enfermera desde 1955, recuerda que «ya cuando nos casamos, en diciembre de 1962, Manuel presentaba las primeras lesiones por repetida exposición a los rayos X, que fueron empeorando, sobre todo en la mano izquierda. En el año 1992, tenía amplias placas, zonas de hiperpigmentación y sobre todo varias ulceraciones en el dorso de los dedos. Yo he sabido tan sólo después que mi marido había pedido al beato Josemaría la curación de sus manos. En cambio, me di cuenta de que las lesiones iban mejorando mucho en poco tiempo, hasta quedar completamente curadas».

El doctor Manuel Nevado Rey impresionó también a la enfermera Sor Carmen Esqueta, Mercedaria de la Caridad, que le conoció en 1962, «cuando era soltero todavía y vivía en el mismo hospital de Almendralejo. En aquella época comencé a ayudarle en el quirófano». Sor Carmen recuerda que «las operaciones de traumatología se hacían bajo rayos X, y bajo esos rayos trabajaban las manos del doctor Nevado, durante mucho tiempo y bajo fuerte intensidad, ya que ponía mucho empeño en que las operaciones quedasen muy bien y quería comprobar hasta el último detalle. Pasados los años, vi cómo le aparecían los eczemas y las úlceras, que le afectaban principalmente los tres dedos centrales de las manos. Llegó a tener, incluso, las uñas deformadas. Eran como picos de loro». La veterana enfermera señala que «el doctor Nevado es uno de los mejores cirujanos que he conocido, extraordinariamente inteligente y muy generoso con los enfermos. Durante los años en que trabajé con él nunca se quejaba de cansancio, y le podíamos llamar a cualquier hora del día o de la noche».

Declaraciones de un amigo médico La curación del traumatólogo sorprendió extraordinariamente al doctor Ginés Sánchez Hurtado, profesor titular de la cátedra de Dermatología en la Universidad de Extremadura, que estudió por primera vez en 1986 las manos de su colega, laceradas por la radiodermitis crónica. El doctor Sánchez Hurtado declaró que, al verle después de la curación, «observé para sorpresa mía que efectivamente presentaba la radiodermitis crónica, pero ninguna de las lesiones más evolucionadas que yo había observado ocho o diez años antes. Nunca hasta ese momento había yo visto que esas lesiones, que siempre evolucionan a más, se hubieran reducido, que hubieran desaparecido sin tratamiento alguno. Pude observar que no tenía lesiones de electrocoagulación de algún elemento, que siempre dejan cicatriz; que no tenía injertos aplicados como extirpación y segundo tratamiento, sino que efectivamente, la radiodermitis crónica estaba, pero aquellas lesiones más evolucionadas ya no existían. Así ocurrieron las cosas y así lo digo para, de alguna manera, comentar una cosa que es inexplicable. El por qué ha ocurrido no lo sé: pero eso es lo cierto».

Zhang Chunhong: Salva de una muerte atroz a su hija recién nacida

ROMA, 2 Oct. 01 (ACI).- Ji Huansheng tiene un nombre extraño para los chinos. Su nombre significa “vuelta a la vida por los periodistas” y lo recibió porque la prensa permitió que se salvara de una muerte segura. La bebé -hoy de cinco meses- sobrevivió a un aborto y a ser abandonado en medio del gélido invierno por funcionarios sanitarios obsesionados con reducir la población china.

La política del hijo único en China impide a los pobladores tener más de un bebé. Sin embargo, en las comunidades rurales más pobres como Wang Ha donde el control puede tener vacíos, algunas familias tienen más hijos. Ese es el caso de Zhang Chunhong, una mujer de 31 años que tiene tres hijos varones y cuando salió embarazada por cuarta vez, fue obligada a abortar a su hija.

El 23 de abril, Zhang Chunhong fue sometida a un aborto obligado en Harbin. La policía “del útero” descubrió que bajo su traje de campesina llevaba un vientre de gestante con 36 semanas de embarazo.

Recibió una solución salina en el vientre para quemar a su bebé y expulsar un feto muerte. Pro su hija estaba lista para nacer y adelantó su llegada. La mujer escuchó el llanto de su hija, el veneno había fallado y pidió que le entregaran a su bebé, pero no quisieron siquiera mostrársela.

Su esposo, Zhai Zhicheng, llegó a mirar a la niña y la vio saludable, pero cuando la reclamó las enfermeras arguyeron que no podían entregarla.

“Una enfermera me dijo que la bebé ya tenía la droga y que si no estaba muerta, sería retardada. Al día siguiente volví a pedirla, pero me dijeron que había fallecido”, recuerda Zhai. “Sentí un dolor inmenso en mi corazón, ella era nuestra carne y sangre”, dijo y agregó que nunca le quisieron entregar el cuerpo.

Sin embargo, la bebé no estaba muerta sino que luchaba por vivir en la maternidad de Daoli. La doctora Yuan Yinghua, directora de la maternidad, ordenó a la enfermera Wang Weimin privara a la bebé de alimento alguno y dejarla semidesnuda en el balcón de la sala de aborto para que muriese de frío.

En medio de la nieve que caía sobre la localidad de Harbin -donde ocurría todo esto-, la enfermera Wang no pudo soportar ver a la bebé congelarse y la llevó dentro del recinto antes que muriese.

Cuando Yinghua vio a la bebé de vuelta y alimentada, amenazó con despedir a todos los que ayudaron para alimentarla. Sin embargo, las enfermeras y médicos siguieron arriesgando sus carreras pidiendo leche a las madres que daban a luz. “Sólo lo hacíamos cuando la directora se marchaba a casa o sabíamos que estaba ocupada”, señaló una de las enfermeras.

La pequeña Ji se aferraba a la vida y todos se sorprendían por su fortaleza a pesar de ser tan diminuta. Todos los días a su llegada, lo primero que preguntaban los médicos era si seguía vida.

El escándalo que finalmente salvó a Ji comenzó el 9 de mayo, cuando un periodista de la televisión local recibió las declaraciones de los médicos. “Decidí contarle al periodista porque quería darle al bebé la posibilidad de vivir. No sabía cuánto tiempo la bebé iba a soportarlo”.

Cuando el periodista llegó a la sala donde estaba la bebé, ésta había desaparecido misteriosamente. Luego de buscarla cuidadosamente, la encontraron en una caja de esterilización y ahí fue filmada. Las imágenes eran tan aterradoras que la estación de TV bloqueó su transmisión pero cinco periódicos siguieron la historia.

Si bien los medios de comunicación en China siguen sometidos al gobierno, hay una tendencia a atender los temas sociales y de interés humano.

El 10 de mayo, la condición de Ji empezó a mejorar, recibió vestidos y alimentos, pero al día siguiente desapareció de nuevo. La última vez que la vieron, estaba en la oficina de Yuan y fue sacada por funcionarios del Partido Comunista.

Con el temor de que Yuan enterrara literalmente el caso, los periodistas alertaron a la policía de Harbin, que rápidamente encontró a los padres. Dos días después su familia la reclamaba junto a una multitud que llegó hasta el hospital.

“Estaba en shock. No sabía qué había pasado. En un momento estaba viva, luego me dijeron que había muerto, después regresaría con nosotros. Era tan pequeña que parecía un ratón y no un bebé. Estaba muy sucia. Cuando me la dieron lloré por días”, recuerda su madre.

De los 2.5 kilos que pesó al momento de su nacimiento, llegó a pesar sólo un kilo. Su piel estaba transparente, su ombligo dañado, pero regresó a casa con sus hermanos de 11, 9 y 4 años. Contra la tradición china, Ji no recibió el nombre de alguno de sus padres. “Sin los periodistas, habría muerto”, señaló su padre.

Los problemas, sin embargo, no han acabado para su familia. Por ser una niña que excede la cifra de hijos establecida por el gobierno, sus padres deben pagar una multa de 60,000 renminbi. Si no lo hacen, tampoco podrán registrar a la bebé en la burocracia china y será una persona a la que el estado le niegue la educación y los servicios de bienestar.

Con la ayuda de los periodistas, los familiares están dispuestos a demandar al hospital pero lograr una victoria en un eventual juicio demandará otro milagro. Por ahora, los funcionarios sanitarios de la localidad huyen de la prensa y han prohibido tratar el tema Ji.

En la aldea Wang Ha, Zhang Chunhong mira a su hija y se seca las lágrimas. “No entiendo porqué la hicieron sufrir tanto. No creo que otro bebé hay sufrido lo que padecía mi hijita”, señaló.

Agustín de Tagaste: Mañana, mañana

Agustín de Tagaste era un joven y brillantísimo orador, dotado de una inteligencia prodigiosa y un corazón ardiente.

Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Madaura, Tagaste y Cartago, de manera bastante turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables.

Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Era Ambrosio un hombre de sobresaliente calidad humana y sobrenatural, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero “al atender para aprender de su elocuencia —explicaba—, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía”.

El 1 de enero del 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar, pese a ser aún muy joven, gracias a su elocuencia. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. “Al volver —escribiría más adelante—, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente lloré”.

Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. “Les que dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como ese deseo de triunfar que me atormentaba, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad”.

La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. “La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto…; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?”.

El tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. “Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella”. “Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres…”. “¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo…, pero todo lo encontraba duro e incómodo…”.

Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: “Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda”. “Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella”.

El proceso de su conversión pasó —según contaría él mismo en su libro Las Confesiones— por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano, que resultó ser cristiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal.

Ponticiano le había ido contado esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el violento influjo que produjeron en Agustín. “Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, la ocultaba, y me olvidaba de su fealdad”. “Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo.” Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. “Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría.” “Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar.” “Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba”.

Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero “podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado.” “Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada, pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora nunca más podrás hacer esto… ni aquello…? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!”.

“Mientras, mi arraigada costumbre me decía: ¿Qué? ¡Es que piensas que podrás vivir sin esas cosas, tú?”.

Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa donde se hospedaban. “¡Hasta cuándo —se preguntaba—, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?” Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: “No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.” Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: “Recibid al débil en la fe”.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Lo que de este relato quería resaltar es el trabajoso proceso por el que Agustín logró liberarse de la esclavitud de las pasiones. Sus problemas, su angustia, su búsqueda, constituyen una respuesta a las preguntas y perplejidades que se hacen tan vivas en la adolescencia y en la primera madurez del hombre, en cualquier época. La culminación de cualquier proceso interior de conversión a la verdad exige una lucha decidida y constante. Una victoria sobre uno mismo que, en el caso que hemos relatado, ha supuesto para la humanidad un personaje tan insigne como Agustín, un gran pensador y un gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia ineludible en la historia del pensamiento.

Alfonso Aguiló Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Agustín de Tagaste: Mi corazón está inquieto Nace en los años cincuenta A A.A. no le bautizaron al nacer, quizá porque lo impidió su padre pensando que era una decisión que tendría que tomar por sí mismo cuando fuera mayor. Su padre era el único de la familia que no practicaba y su madre se preocupaba de su formación cristiana, aunque esto le traía problemas con su marido.

Fue un alumno brillante en su escuela y lo que allí aprendió neutralizaba los consejos que le daba su madre. Poco a poco se fue alejando: “mientras me olvidaba de Dios -dice él mismo-, por todas partes oía: «¡Bien, bien!»”.

Aún con todo, siendo niño, le encantaba encontrar la verdad en sus pensamientos sobre las cosas. No quería que le engañasen, tenía buena memoria. Se iba educando poco a poco…

Ya entrados los años sesenta Sus padres eran muy liberales y le dejaban hacer lo que quería. A los dieciséis años ya lo había probado todo: “engañaba con infinidad de mentiras a mis padres y profesores”; se colaba a pesar de su edad en “espectáculos no recomendables que luego -dice- yo imitaba con apasionada frivolidad”; y, cuando jugaba con sus amigos, “intentaba siempre ganar, aunque fuera con trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos”.

Un día, su padre le pescó desnudo, en el baño, sexualmente excitado, y se lo contó a su madre, como alegrándose…

Su madre se asustó. Ella ya había empezado a ser cristiana en serio -su marido sólo iba a la iglesia de tarde en tarde- y temía que su hijo se perdiera…

Estuvo hablando con él a solas. Estaba muy seria. Le dijo que no debía acostarse con ninguna chica, y mucho menos si estaba casada. No le hizo caso porque le pareció uno de esos típicos consejos que tienen que dar las madres…

“Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (…) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria…!”.

Sus amigos eran como él, y se pasaban el día contándose sus aventuras. Al principio le avergonzaba no tener tanta experiencia como ellos, y se fue volviendo cada vez más salvaje. Cuando no tenía nada que contar se lo inventaba…

Mientras se preparaba para estudiar en la capital, procuró correrse todas las juergas posibles. ¿Qué era eso que le producía tanto placer? Suponía que actuar al margen de lo establecido. Lo hacía precisamente porque estaba prohibido. Lo hacía con la pandilla de amigos; de ir solo, dice que no lo hubiera hecho.

No era feliz: “Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?”.

Entramos en los setenta Se matriculó y estuvo estudiando hasta mediados de los setenta: en concreto, del 71 al 75. Era un estudiante de muy buenas notas. Pero su situación personal no mejoró, porque en el campus había una movida bestial. Era como una olla a punto de explotar, un hervidero en el que se zambulló nada más llegar.

A.A. sigue contando sus aventuras, más bien sus desventuras: comenzó a vivir con una chica -la misma- desde los 18 años. Al poco tiempo tuvieron un hijo. Recuerda su pasión por los espectáculos, su gusto por el morbo y cómo disfrutaba con las escenas de sexo.

Siguió teniendo “experiencias”. Se volvió un tanto sádico y empezó a tomarle afición a lo demoníaco. Salía con un grupo que se llamaban a sí mismos “los destructores”. Aunque reconoce que no le gustaban algunas de las bromas y novatadas que hacían, se divertía mucho con ellos. Escribe que deberían haberse llamado más bien “los perversores”.

Acabó la carrera bastante bien. Pocos años después, de vuelta a su ciudad natal, uno de sus mejores amigos enfermó, y, después de acercarse a la fe, murió. Aquella muerte imprevista le impactó muchísimo: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía parar en casa: todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él. Era un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y no estaba. Llegué a odiarlo todo…”.

Empezó a pensar: “Confía, espera en Dios”. Pero Dios le parecía un fantasma irreal y sólo llorando encontraba algo de consuelo.

Se planteó el sentido de su vida. No lograba quitarse de la cabeza la imagen de su amigo muerto en plena juventud. Le asombraba “que la gente siguiera viviendo, como si nunca tuviera que morir, y que yo mismo siguiera viviendo… Sabía que Dios podía curar la herida de mi alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios… ”.

Vivía a lo loco, con sus aventuras de siempre. Pero seguía inquieto y leía todo lo que caía en sus manos. Buscaba; aún no sabía qué, pero buscaba algo en su interior. Le dio por leer libros sobre ocultismo, hasta que un científico amigo suyo le aconsejó que no perdiera el tiempo con esas tonterías.

Decidió leer las Sagradas Escrituras para ver si sacaba algo en claro. Pero le pareció que la Biblia era muy inferior, indigna de compararse con los libros de los autores que le fascinaban. Se reía de los Evangelios.

“Poco a poco fui descendiendo hasta la oscuridad más completa, lleno de fatiga y devorado por el ansia de verdad. Y todo por buscarla, no con la inteligencia, que es lo que nos distingue de los animales, sino con los sentidos de la carne. Y la verdad estaba en mí, más íntima a mí que lo más interior de mí mismo, más elevada que lo más elevado de mí”.

Llegamos a los ochenta Dejando a su madre engañada y hecha un mar de lágrimas, decidió abandonar su país. Estaba harto de asambleas, movidas, manifestaciones y jaleos en las clases. Quería un ambiente intelectual más serio.

Buscó la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas. Buscaba respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología a ideología. Pero ninguno de los sistemas de pensamiento, incluso aquel del que vivía dando clases en la universidad, le llenaba el corazón. Buscaba. Leía incesantemente.

Triunfó dando clases y conferencias. Se convirtió en un personaje de moda. Era una persona influyente a la que llamaban de todos los sitios. Dio algunos mítines, dispuesto a mentir -reconocía- lo que hiciera falta.

No le importó hacer cualquier cosa con tal de conseguir los contactos que necesitaba en determinadas esferas para conseguir sus proyectos culturales. Se encontraba en el mejor momento de su carrera… Hacía proyectos fantásticos sin parar y se calentaba la cabeza pensando en su futuro.

Un día, mientras paseaba con sus amigos por una calle, un tanto ensimismado en los éxitos intelectuales que había conseguido, vio a un pobre mendigo que sonreía feliz. “No hago más que trabajar y trabajar -les comentó- para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin hacer nada… Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo… No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un status, una posición económica y cultural… ¿y qué? -No compares -le dijeron los amigos-. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando…”.

Sí; estaba triunfando; pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. Al menos -se decía- ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo… he alcanzado mi status a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, “su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día”.

Conoció en uno de sus viajes a un obispo católico de mucho prestigio intelectual. Iba a escucharle, al principio con muchas reticencias, pero muy poco a poco, insensiblemente, se fue acercando a la fe y a la Iglesia. Le parecía que el obispo explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y le empezaron a parecer defendibles las cosas que predicaba, que eran las que la Iglesia enseñaba.

“Pero no por eso pensaba que debiera seguir el camino católico (…) Si por una parte la doctrina católica no me parecía vencida, tampoco me parecía vencedora”. Estudiaba y comparaba, en perpetua duda: “Caminaba a oscuras, me caía buscando la verdad fuera de mí, como por un acantilado al fondo del mar. Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado”.

Su opinión sobre Jesucristo “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía ni sospechar el misterio que encerraban esas palabras: y el Verbo se hizo carne…”.

“No recé para que Dios me ayudara; mi mente estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.

Sus padres se habían trasladado a vivir con él y le insistían en que se casara. A.A. está agitado interiormente. Así cuenta su mundo interior: “Me iba volviendo cada vez más miserable, pero a pesar de eso, Dios se acercaba más y más a mí, y quería sacarme de todo el cieno en el que yo me había metido, y lavarme…, pero yo no lo sabía”.

En su vida moral siguió haciendo lo que le daba la gana. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. “Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud…”. Era un esclavo, lo reconocía.

En esa situación comenzó a sentir, cada vez con más fuerza, un deseo intenso de Dios. Se debatía interiormente buscando la verdad, con todas sus fuerzas. Pero no se sentía capaz de cortar con determinadas costumbres, con aquella pasión… Es más, se sentía, oprimido agradablemente con el peso de aquella pasión… Estaba íntimamente convencido de que vivir junto a Dios le haría más feliz que todas las gratificaciones sexuales juntas… pero cada vez que lo pensaba se decía: -“Ahora voy… Enseguida… Espera un poco más…”.

Ese ahora nunca acababa de llegar. Y el un poco más se iba alargando y alargando…

Agosto del 86 En agosto del 86 seguía con su rutina habitual de trabajo y de clases en su cátedra. Cada día que pasaba, su deseo de Dios hacía más fuerte, pero él seguía dividido por dentro: quería encontrar la verdad… y no quería. Le pesaba demasiado su vida anterior, porque encontrar la verdad supondría cortar con determinadas costumbres, a lo que no estaba dispuesto. Al menos, todavía.

“Cuando dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba conmigo mismo y me destrozaba”.

En esa tensión interior se decía: “¡Venga, ahora, ahora!”. Pero cuando estaba a punto… se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le tirasen hacia sí, diciéndole bajito: -“¿Cómo? ¿Nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo… nunca?, ¿nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso… , ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me recordaban, aquel eso y aquello!”.

Los placeres seguían insistiéndole: -“¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú…?”.

Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. “¿Por qué no voy a poder yo -se preguntó- si éste, si aquel, si aquella han podido?”.

Comprendió que habían podido gracias a la fuerza de Dios; y que por sí mismo no era capaz ni de mantenerse en pie. Debía apoyarse en él. Así lo conseguiría… Pero seguía escuchando por dentro la voz insinuante de los placeres: -“¿Vas a poder vivir sin nosotros…? ¿Tú?”.

Un día charlando con un amigo suyo estalló por fin y le dijo: -“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos? ¡Y aquí seguimos, revolcándonos en la carne y en todo tipo de espectáculos! ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado? ¿Sólo por no dar nuestro brazo a torcer?”.

Su amigo -que también estaba en proceso de conversión- se quedó atónito. A.A. estaba dispuesto a resolver, de una vez por todas, aquella situación.

Salieron al jardín. Estuvieron charlando y recordando lo que había sido su vida. A.A. tenía un libro del Nuevo Testamento entre las manos. Dejó el libro y, en un determinado momento, comenzó a llorar. Rezó por primera vez: -“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes, Señor de mis maldades. ¿Dime, Señor, hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuándo: ¡mañana, mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?”.

Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: -“¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”.

¡Toma y lee! Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: -No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.

Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que A.A. había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: -Recibid al débil en la fe.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo A.A., su hijo y su amigo.

Años después, gozando ya de la Belleza de la Verdad, enamorado de Jesucristo, A.A. escribía: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Gracias a Dios, su oración y a la de su madre fueron oídas. A.A., buscando la verdad sin miedo y leyendo los Evangelios, encontró el gran password de su vida: encontró a Cristo, y con Cristo, la paz.

Pudo decirle a Dios, su Padre, al encontrarle de nuevo, con la alegría del hijo que vuelve a casa tras largos años de ausencia, y desde el fondo de su alma, una de sus expresiones más conocidas: “Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Alphonse Ratisbonne: Encuentro inesperado

Alphonse Ratisbonne era un joven judío de Estrasburgo, rico, cultivado, callejero, hijo de banquero… En 1842, Ratisbonne vivía en Roma -entre un viaje a Oriente y una escala en Palermo- una especie de ociosidad turística e indolente que le hace parecerse de lejos a un personaje de Stendhal: habría podido posar para Lucien Leuwen. Ratisbonne estaba prometido y preparaba su instalación viajando mucho. Era ateo y tenía un escepticismo quisquilloso que le llevaba a levantar querellas contra la Iglesia y el cristianismo. Tenía un amigo: el barón de Bussieres, muy piadoso, que multiplicaba por su conversión votos y exhortaciones.

Ratisbonne había accedido desde hacía algún tiempo -por pura gentileza, y porque no le concedía verdaderamente importancia alguna- a llevar consigo una medalla piadosa ofrecida por su amigo; un día, el amigo de Ratisbonne le invita a dar un paseo en coche; el carruaje del barón de Bussieres se para en la pequeña plaza de Roma, donde se eleva la iglesia de San Andrés delle-Fratte. La iglesia de San Andrés delle-Fratte es un edificio de modestas dimensiones; una tibieza a la italiana por la severidad del plano, el calor del decorado y la abundancia de cirios que plantan aquí y allá arbustos de luz. La iglesia demuestra una evidente insustancialidad, y no es de las que extravían las imaginaciones.

El barón -que ha de hacer una gestión en la iglesia- desciende, e invita a su pasajero a esperar, o a acompañarle; es asunto, añade, de pocos minutos. Ratisbonne, antes que aburrirse en el vehículo, decide visitar la iglesia, sin otra intención -por supuesto- que adicionarla a su colección de monumentos romanos.

Cuando empuja la puerta de esa iglesia, es un perfecto incrédulo, curioso por la arquitectura; no es un alma torturada a la zaga de un ideal. Yo no sé lo que se produce en ese instante en el «inconsciente» de Ratisbonne, como algunos pretenden conocer de lo acontecido en parecida circunstancia en el inconsciente de San Pablo; pero si el mío trabaja, actúa y me prepara una jugada, mi inconsciente es el único en saberlo.

Ratisbonne se mantiene no lejos de la entrada, cerca de una capilla lateral (la segunda), algo empotrada en la muralla, a su izquierda; es un incrédulo que tiene dos o tres minutos que desperdiciar; que no está mejor dispuesto a las emociones místicas, ni deseoso de creer; pero su incredulidad va a terminar allí, hecha añicos por la evidencia; la capilla que Ratisbonne recorre con mirada distraída, que ninguna obra maestra detiene en su paso, desaparece bruscamente. Lo que él ve entonces es la Virgen María, tal y como figura en la medalla que lleva al cuello, y tal como está hoy representada, con colores realzados por algunos artificios luminosos, en la capilla de San Andrés delle-Fratte.

Hay esa dicha, que le arroja al suelo; y yo imagino que habrá tenido tantas dificultades en hacerla compartir, como Bernadette de Lourdes en convencer al clero de la diócesis, o en persuadir a las damas de la prefectura, de que una persona de buena sociedad como la Virgen María haya podido aparecer dieciocho veces seguidas con el mismo vestido.

Esta es la narración que hace el propio Ratisbonne; estamos en el 20 de enero de 1842: «… Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: “Te has levantado judío y te acostarás cristiano”; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres.

»Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustave, el pietista, que había regresado de la caza; excursión que le había mantenido alejado algunos días.

»Estaba muy asombrado de encontrarme en Roma. Le expliqué el motivo: ver al Papa.

»Pero me iría sin verlo -le dije-, pues no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde se me habían dado esperanzas de encontrarlo.

»Gustave me consoló irónicamente y me habló de otra ceremonia completamente curiosa, que debía tener lugar, según creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre ello hubo tal asalto de equívocos y chanzas como el que se puede imaginar entre un judío y un protestante.

»Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval; de la brillante velada que había organizado, la víspera, el duque de Torlonia. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio; yo había invitado a M. de Lotzbeck, que me prometió asistir.

»Si en ese momento -era mediodia- un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: “Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo; dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos…; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!…”; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura! Y, sin embargo, ésta es hoy la locura causa de mi sabiduría y de mi dicha.

»Al salir del café encuentro el coche de M. Théodore de Bussieres. El coche se para; se me invita a subir para un rato de paseo. El tiempo era magnífico y acepté gustoso. Pero M. de Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de San Andrés delle-Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia. Se hacían allí preparativos funerarios, y me informé sobre el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussieres me respondió: “Es uno de mis amigos, el conde de La Ferronays; su muerte súbita es la causa-añadi6-de la tristeza que usted ha debido notar en mí desde hace dos días.” Yo no conocía a M. de La Ferronays; nunca le había visto, y no apreciaba otra impresión que la de una pena bastante vaga, que siempre se siente ante la noticia de una muerte súbita. M. de Bussieres me dejó para ir a retener una tribuna destinada a la familia del difunto. “No se impaciente usted -me dijo mientras subía al claustro-, será cuestión de dos minutos.” »La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo; … ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos… En seguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡¡¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa!!! »¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción -por sublime que fuera- no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

»No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había dejado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia… ¡Era, sin duda, Ella! »No sabía dónde estaba, ni si yo era Alphonse u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo… Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo… La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote… Se me condujo ante él y sólo después de recibir su positiva orden hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

»Mis primeras palabras fueron de agradecimiento para M. de La Ferronays y para la archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía de una manera cierta que M. de La Ferronays había rezado por mí; pero no sabría decir cómo lo supe, ni tampoco podría dar razón de las verdades cuya fe y conocimiento había adquirido. Todo lo que puedo decir es que, en el momento del gesto, la venda cayó de mis ojos; no sólo una, sino toda la multitud de vendas que me habían envuelto desaparecieron sucesiva y rápidamente, como la nieve y el barro y el hielo bajo la acción del sol candente.

»Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiraci6n. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero que entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones -mil veces más rápidas que el pensamiento- no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto del revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida.» Esta es la aventura romana de Alphonse de Ratisbonne. A partir de entonces -añade- el mundo ya no fue nada para él; sus prevenciones contra el cristianismo se borraron sin dejar rastro, lo mismo que los prejuicios de su infancia; y el amor de su Dios «había ocupado el lugar de cualquier otro amor».

Que esos profesionales de la verdad que los intelectuales deberían ser aparten de su pensamiento las apariciones de Lourdes, pretextando que Bernadette Soubirous era una niña, y que las niñas no disciernen, según parece (aunque yo no lo crea en absoluto), el sueño de la realidad. Admitámoslo. Que rechacen la relación de los pastorcillos de la Salette, que han visto llorar a la Virgen Santísima en las montañas del Dauphiné, porque unos pastorcillos sin instrucción pueden ser influenciables; o víctimas de una clase de reciprocidad de la autosugestión; o por cualquier otro motivo del mismo género. Admitámoslo también. Finalmente, que no se tenga en cuenta mi testimonio, porque nada es tan difícil de comprender como una visión sin imágenes; ni de creer a un periodista que dice haber hallado la verdad. Consiento en ello, aunque sea duro saber y no convencer; y más duro todavía constatar que no se ha convencido por falta de elocuencia, y que se ha carecido de elocuencia sólo por haber carecido de amor.

Pero, ¿y Ratisbonne? Los hijos de banquero pueden -tanto como los demás- estar sujetos a las alucinaciones, pero están, por lo general, provistos del bagaje intelectual suficiente para advertir su desventura, si no inmediatamente, por lo menos, después. Es bastante extraordinario que un fenómeno así procure una serenidad nueva al paciente, además de una vocación, además de una doctrina; y más extraordinario todavía que -aparte de dos o tres grandes espíritus, como Henri Bergson o Jean Guitton- ningún pensador de oficio haya juzgado útil examinar una mutación tan insólita; aunque sólo fuere para explicar cómo un joven-tan bien dotado de sentido crítico como puede serlo un judío; y de realismo, como puede serlo un hijo de familia perfectamente consciente de las ventajas de su posición-haya podido fundamentar todo el resto de su vida sobre una ilusión de los sentidos, y sin retroceder ante sus consecuencias, retornando a su sangre fría.

Tomado de: http://www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de ¿Hay otro mundo? (pp. 28-37), de André Frossard.