Luis Gonzaga: Una vocación muy joven nacida a contracorriente

Luis Gonzaga nació el 9 de marzo de 1568, y fue el mayor de los ocho hijos de un matrimonio formado por el príncipe imperial Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere (Italia) y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un alto cargo.

La madre era ferviente cristiana, pero a don Ferrante sólo le interesaba su futuro mundano, y que fuese un prestigioso militar como él. A los nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano puro de la Toscana. Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador de la época, “formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie”. Sin embargo, Luis, ante aquellos ejemplos funestos, supo mantener sus principios morales.

A Luis le atraían mucho las aventuras militares de las tropas entre las que vivió sus primeros años, así como la gloria que se le ofrecía al ser el primogénito y heredero de tan importante familia, pero de muy joven comprendió que había un ideal mas grande y que requería mas valor y virtud.

Fue en Montserrat donde vislumbró su vocación. Hacía poco más de dos años que vivía en Florencia con su hermano, cuando su padre los trasladó a la corte del duque de Mántua, que acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis aún no llegaba a los doce años. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos, y un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.

Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, y con ocasión de la larga estancia en cama dedicó mucho tiempo a la lectura de la colección de “Vidas de los Santos” de Surius. También leyó “Las cartas de Indias”, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús para trabajar por la evangelización de esas gentes. Dios se sirvió de aquellas lecturas para hacerle descubrir lo que quería de él. Luis, como primer paso, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.

En 1581, Ferrante tuvo que escoltar a la emperatriz María de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia le acompañó y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó el tiempo –una hora diaria de meditación– que se había propuesto dedicar al trato con Dios. Su madurez, extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione parecía no estar en su sano juicio.

El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas de Madrid, oyó claramente una voz interior que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús». Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta lo comunicó a su esposo, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se sumaba en su mente la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de dinero.

Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras se repetía: “¡Mi hijo no será fraile!”. Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como salió. Se sucedieron escenas violentísimas entre padre e hijo. Ferrante tenía “otros planes”, pero su hijo prefería seguir los planes de Dios.

Ferrante persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al regresar a Italia en julio de 1584 y llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. Se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se sumó la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes –algunos de ellos eclesiásticos– que recurrieron a diversas promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.

Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas».

Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma, y el 25 de noviembre de 1585 ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant’Andrea. Acababa de cumplir dieciocho años.

Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar, había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de la entrega de su hijo había sido un rayo de luz para mejor su vida en sus últimos momentos.

Al poco de ingresar en la orden, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: la alegría espiritual que el amor de Dios y la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron de pronto. Pero el joven novicio supo ser fiel a su vocación también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo.

Más adelante fue trasladado de Milán para completar sus estudios teológicos. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más serviles.

Cierto día, durante sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le urgió a arreciar su esfuerzo por buscar la santidad.

En 1591 hubo en Roma una gran epidemia. Luis trabajó con gran dedicación atendiendo a los numerosísimos enfermos de toda la población romana, y acabó por contraer la enfermedad y murió santamente la medianoche del 20 al 21 de junio de 1591, a los veintitrés años de edad.

Sus restos se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma. Fue canonizado en 1726. El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes. El Papa Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.

La Iglesia ha bendecido siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. “Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió Don Bosco muy pocos días antes de su muerte. Porque –como ha escrito José Miguel Cejas– es realmente entusiasmante el panorama de los santos de la Iglesia católica. Se dan cita todos los estados, todas las profesiones, todos los temperamentos y culturas. Militares fogosos, madres de familia, artistas, campesinos, juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros, sacerdotes. Y la mayoría de ellos se entregaron jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo: la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux, Bernardette Soubirous, María Goretti… murieron en la adolescencia, o en plena juventud.

Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la cansina y sempiterna cantinela de que “son demasiado jóvenes para entregarse a Dios”, o que “han de esperar a saber más de la vida”, ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita muchos años de edad.

Kiko Argüello: De ateo contestatario a fundador de uno de las carismas más pujantes

En 1964, un joven madrileño, Kiko Argüello, comenzaba en uno de los barrios más pobres de Madrid el Camino Neocatecumenal, uno de los carismas de la Iglesia católica más pujantes del momento, cuyos Estatutos fueron reconocidos oficialmente el 28 de junio de 2002, momento en el que esta realidad eclesial está difundida en más de 105 naciones en los cinco continentes, con más de 1.500 comunidades distribuidas en 800 diócesis y 5.000 parroquias.

Kiko Argüello era uno de los prototipos contestatarios de los años sesenta. De familia burguesa y católica, estudió Bellas Artes en Madrid. Pronto cayó en el ateísmo. Ganó un Premio Nacional de Pintura. A pesar del éxito profesional, no era feliz: «Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después –confiesa en una de las pocas entrevistas que ha concedido–. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¿Para qué levantarme? ¿Quién soy yo? ¿Por qué vivimos? ¿Para qué ganar dinero? ¿Para qué casarse? Y así, todo ante mí carecía de sentido».

«Preguntaba a la gente a mi alrededor –añadía en aquellas declaraciones concedidas al diario español La Razón (8-01-2000)–: «Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?» y no sabían qué responder. Se abría un gran abismo dentro de mí. Escapaba de mí mismo. Ese abismo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo».

Un día entró en su cuarto y comenzó a gritar a ese Dios: «¡Si existes, ayúdame, no sé quién eres, ayúdame! Y en aquel momento Dios tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que comencé a llorar. Sorprendido, me preguntaba, ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, como uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre”».

«Eso fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí, y que alguien dentro de mí me decía que Dios existe, como comenta San Pablo: “El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”».

Siguiendo las huellas del padre Charles de Foucauld, en 1964 deja todo para vivir entre los más pobres, en las barracas de Palomeras Altas, en la periferia de Madrid. En contacto con los pobres, el Señor le lleva a descubrir una síntesis teológica catequética y formará con ellos, por obra del Espíritu Santo, una comunidad que vive celebrando la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Aparece el trípode sobre el que se basa el Camino Neocatecumenal: Palabra, Liturgia y Comunidad. Con Carmen Hernández, y con ayuda de algunos sacerdotes, esta experiencia es introducida en algunas parroquias españolas. Nacía así esta una nueva realidad eclesial.

Un acontecimiento muy importante fue la visita de monseñor Casimiro Morcillo, entonces arzobispo de Madrid, a aquella comunidad de Palomeras.

Profundamente conmovido, reconoció la acción de Dios en aquellos pobres y bendijo aquel embrión del Camino Neocatecumenal, el cual, desde aquel día, ha sido llevado adelante por Kiko y Carmen, buscando la comunión con los obispos.

Después Kiko y Carmen fueron llamados a predicar el Evangelio a algunas parroquias de Madrid. Allí, entre gente de clase media y culta, personas de parroquia que, en el fondo, estaban convencidas de ser ya cristianas y que se defendían frente al anuncio de Jesucristo y de la llamada a conversión, apareció poco a poco ante sus ojos el catecumenado como itinerario de iniciación cristiana, gradual y progresivo, por etapas, para llegar a las aguas de la piscina bautismal, y, por lo tanto, la necesidad de un neocatecumenado, de un catecumenado post-bautismal.

¿Qué es el Camino Neocatecumenal? Para Kiko Argüello «el proceso actual de secularización ha llevado a mucha gente a abandonar la fe y la Iglesia. Por eso es necesario abrir de nuevo un itinerario de formación al cristianismo». «El Camino Neocatecumenal no pretende formar un movimiento en sí mismo, sino que trata de ayudar a las parroquias a abrir un camino de iniciación cristiana hacia el bautismo para descubrir lo que significa ser cristiano. Es un instrumento al servicio de los obispos, dentro de las parroquias, para volver a traer la fe a tanta gente que la ha abandonado».

Esta experiencia, como él mismo explica, recupera de la Iglesia primitiva el «kerigma», que es el anuncio de la salvación, al que le sigue un cambio de vida en el catecúmeno y que es sellado posteriormente por la liturgia.

«La renovación –comenta Kiko Argüello– que se ha llevado a cabo en las parroquias, gracias al neocatecumenado, ha provocado de hecho un sorprendente impulso misionero que ha hecho que muchísimos catequistas y familias enteras se ofrezcan para ser enviados a aquellos lugares de la Tierra donde sea necesario evangelizar. Otro fruto importante en la iglesia local es el florecimiento de numerosísimas vocaciones, tanto a la vida religiosa como a la vida sacerdotal. Ha posibilitado el resurgimiento de cuarenta seminarios diocesanos misioneros que puedan acudir en ayuda –en este momento de falta de vocaciones– de tantas diócesis que se encuentran en dificultad».

Testimonio de Kiko Argüello: Soy hijo de una familia normal, burguesa, de Madrid. Mi padre era abogado, Una familia acomodada. Soy primogénito de cuatro hermanos. Mis padres eran católicos. Después de haber terminado el colegio, al ir a la universidad, entré en crisis con mi familia y conmigo mismo, sobre todo por el ambiente en la facultad de Bellas Artes de Madrid, que era completamente ateo, marxista. En seguida me di cuenta de que la formación que yo había recibido, tanto en la familia como en el colegio, no me servía de nada para responder a los problemas que tenía de todo tipo (afectivos, psicológicos, de identidad). Me preguntaba: ¿quién soy yo?, ¿por qué existe la injusticia en el mundo?, ¿por qué las guerras?, etc.” Me fui alejando de la Iglesia hasta dejarla totalmente. Había entrado en una profunda crisis buscando el sentido de mi vida. En Bellas Arte hice teatro. Conocí el teatro de Sartre y milité en esta línea un poco atea. Me dediqué a pintar, a hacer exposiciones…” “Bien, Dios permitió que yo hiciese una experiencia de ateísmo, o, si queréis, una kenosis, un profundo descenso al infierno de mi existencia, una existencia sin Dios. Dios ha permitido que yo cortase todos los lazos con la trascendencia. Me escandalizaba profundamente de la indiferencia de mucha gente. Todas las personas de mi alrededor eran personas que iban a misa, pero en definitiva su vida no era profundamente cristiana… Desde mi familia, en la que mi madre iba a misa todos los días, u mi padre era católico. Pero el dios de mi casa era el dinero. La mayoría de las conversaciones en mi casa eran sobre el dinero. “No estaba Dios en el centro de mi familia ni en el centro de la mentalidad que se tenía en mi casa, y eso era normal. Lo mismo puedo decir de mis tíos, y de todo el ambiente en el que me movía. La religión era un aspecto más, una especie de barniz cultural, que al menos a mí no me convencía. Tal vez porque era pintor, artista, y tenía una profunda sensibilidad y un absoluto deseo de coherencia, de verdad. No aceptaba ser un burgués como mis padres, ni vivir una vida así, como supongo que les habrá sucedido también a tantos jóvenes. Recuerdo que entonces iba a misa el domingo y, con quince años, algunos amigos, estando la iglesia llena, nos quedábamos al fondo -era antes del Concilio- y aguantábamos allí de pie…, íbamos a aquella misa porque no se predicaba, era más breve…, se oía una campanilla y nos poníamos de rodillas, nos levantábamos y esperábamos a que terminase para poder largarnos.” “Yo me daba cuenta de que aquella no era una manera de practicar. Aunque parezca extraño, la misa así de mal vivida fue la situación por la que me iba dando cuenta de que tenía que dejarlo, tenía que buscar otros caminos. Una cosa tenía clara: no podía engañarme a mí mismo. No podía ser un cretino, un estúpido: o creía seriamente en Dios o, si no creía, era mejor dejarlo… y así es como lo dejé todo.” “Entonces intenté ser coherente con un tipo de existencialismo: con el absurdo total de la existencia humana. Y comencé a sufrir mucho porque ante mí todo el mundo se convertía en ceniza: se convertía en ceniza mi existencia, se convertía en ceniza todo. No tenía interés por nada, ni siquiera por pintar. Y tuve la fortuna, o si queréis la desgracia, de ganar un Premio Nacional de pintura muy importante en España. Entonces salí en televisión, en los periódicos, me había abierto camino profesionalmente, y esto ya fue la “última gota”, porque veía que aquello no daba ningún sentido a mi vida.” “Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después. Y, de hecho, estaba literalmente sorprendido de que la gente fuese capaz de vivir cuando yo no era capaz de vivir. La gente se ilusionaba por el fútbol, por el cine… A mí no me decían nada. El fútbol no me gustaba, y el cine me parecía estúpido. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¡para qué levantarme?, ¿quién soy yo?, ¿para qué ganar dinero?, ¿para qué casarme? Y así todo ante mí carecía de sentido… Recuerdo que sentía cono si el cielo estuviese hecho de cemento, y yo me encontrase bajo una gran cloaca. Tenía esa imagen… El cielo, totalmente cerrado ante mí…” “Preguntaba a la gente a mi alrededor: “Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?”, y no sabían ni por qué ni para qué vivían, pero vivían… Tal vez tenía que ser así, simplemente, vivir: uno se levanta, va a clase, come, después se va al cine o llama a un amigo… ¡Benditos los que son capaces de vivir así! Yo no lo era. Me refugiaba, escapaba de mí mismo. Se abría un gran abismo dentro de mí. ¡Abismo que en el fondo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo! “Entonces me ayudó mucho -por eso leer es siempre bueno- un filósofo que se llama Bergson. Bergson es el filósofo de la intuición. Dice que la intuición es un método de conocimiento superior a la razón. Dios permitió que ésta fuese para mí la primera chispa que me iluminase un poco, porque me había dado cuenta de que en el fondo yo era un racionalista, que me estaba destruyendo a mí mismo, por que en el fondo de mí algo no podía aceptar el absurdo de todo lo creado. Porque soy un pintor, y entendía la belleza de la naturaleza: el agua, los árboles, los pájaros, las montañas. “Me di cuenta de que para negar que todo tenía un sentido, para negar que Dios existe, se necesitaba tanta fe como para creer que existía. Y yo había dado el paso de aceptar que Dios no existía. Pero era una acción racionalista que chocaba con algo dentro de mí. Y entonces me dije: “Mira que la razón no lo es todo, que en el hombre también está la intuición”. Entonces con la intuición llegaba a reconocer que todo tenía un sentido, que existía Dios, que Él sabía por qué existo yo. Pero no sabía cono encontrarlo.” “Luego leía el Evangelio que dice: no oponer resistencia al malvado…, si alguno te abofetea en la mejilla derecha…, si alguno te roba… Recuerdo que una vez mi padre se enfadó y le dije: “Mira lo que dice aquí. Tú eres católico ¿no?” Y él me dijo que eso eran cosas de los santos, de San Francisco, y no sé de quién… Entonces le contesté: “Este libro, la Biblia, lo puedes tirar por la ventana porque he entendido que no tiene ninguna relación con la realidad. Me niegas que esto se pueda vivir, que las cosas son como son…, que la vida es otra cosa: estudiar, ganar dinero, vencer… Entonces, ¿la Biblia, la fe, para qué os sirve…?” “Entré entonces en mi cuarto, y me puse a gritar a este Dios que no lo conocía. Le gritaba: ¡Ayúdame! ¡No sé quién eres! Y en aquel momento el Señor tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que lloraba amargamente, me caían las lágrimas, lágrimas a ríos. Sorprendido me preguntaba: ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, cono uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre” y entonces aún no se lo cree y llora por la sorpresa de que le han liberado. Esto fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí y que alguien dentro de mí me ha dicho que Dios existe.” ¿Qué era lo que me había pasado? Fue un toque, un testimonio profundo que me decía no solo que Dios existe, sino que Cristo es Dios. “De hecho me presenté a un sacerdote y le dije que quería hacerme cristiano, y él me dijo: “¿como?, ¿es que no estás bautizado?” “Sí estoy bautizado”, le contesté. “Entonces, ¿qué quieres?, ¿hiciste la primera comunión?”. “¡Si!, pero mira que yo…” “Ah, que quieres confesarte!…” No me entendía. Pero yo sabía que lo que quería era hacerme cristiano, y para eso, ¿ir a confesarme un día y ya está? Yo sabía que hacerse cristiano tenía que ser algo muy serio. Así es como por fin hice Cursillos de Cristiandad, una iniciativa que surgió en España por aquellos años. Y me ayudó. Comencé una verdadera búsqueda del Señor. Iba a la iglesia y decía a los demás: “Ayudadme a hacerme cristiano!”.

“Después , mi pintura cambió. Comencé a pintar arte religioso. Algunos conocéis mis iconos. Al poco tiempo fundamos un grupo de artistas, un movimiento de renovación del arte sagrado para hacer las iglesias más hermosas. Arquitectos, escultores y pintores nos pusimos a reconstruir la Iglesia, un poco como empezó San Francisco. Pero en un cierto momento me di cuenta de que no servía nada reconstruir la iglesia exteriormente cuando tanta gente cono yo me había encontrado, en una terrible situación”. “El Señor me permitió encontrar a una persona que sufría. Entonces lo dejé todo y a todos. También mi prometedora carrera de pintor. Me fui a vivir a las chabolas. En Charles de Foucauld encontré la fórmula para vivir: una imagen de San Francisco, una Biblia -que sigo llevando conmigo porque la leo todos los días- y una guitarra. Entre las chabolas hechas con cartones, muy parecidas a las del Brasil, encontré una barraca que servía para los perros vagabundos y me metí allí. Hacía un frío terrible y venían todos los perros vagabundos a darme calor. Era algo gracioso estar allí con los perros, que de repente se encontraron con un nuevo huésped en su perrera que era yo.” ¿Pero qué hacía allí y en esas condiciones? Dios me quería en las chabolas para empezar un camino de conversión para muchísima gente. Allí en la chabolas ocurrió un milagro. Mis vecinos, la mayoría gitanos, me preguntaban quién era yo. Tenía barba, hablaba de forma distinta a la de ellos, pero hacía la misma vida: pedía limosna, trabajaba ocasionalmente como obrero… Entonces ellos me preguntaban, pero yo no quería hablarles. De Foucauld había aprendido la imagen de la vida oculta de Cristo: estar silenciosamente a los pies del Cristo-desecho de la humanidad, destruido. Ser el último es estar ahí, a sus pies. Pero el Señor empezó a llevarme, en primer lugar, a dos chicos perseguidos por la policía por vender droga, y después a un indigente borracho. Al poco tiempo éramos un grupo de diecisiete personas en mi chabola de tres metros cuadrados. Lleno total. Allí me encontré con la sorpresa de que tenía que hablarles, darles una razón de mi fe. Tomaba la guitarra, cantábamos, abría la Escritura y decía: “¡Señor, ayúdame. Yo no sé predicar, no sé hablar!”, del profeta Ezequiel. He visto que el Señor me daba un significado a la Palabra para poder amarles a ellos, por amor a estos pobres que traían las manos llenas de pecados. Uno había estado siete veces en la cárcel, otra era un vieja fea y prostituta. había ladrones, vagabundos que recogían cartones por la calle y los vendían, gitanos que andaban vagabundos. Tuve muchos problemas y conflictos. Intentaron matarme dos veces… Una historia que es mejor no contar.” “Un día el jefe de un clan de gitanos, que estaba en lucha con otro clan, y que venía mucho a verme para pedirme la guitarra, me preguntó qué decía la Biblia sobre los enemigos. Me contó que, tras un enfrentamiento entre los dos clanes, él había golpeado a la madre del jefe de otro en la cabeza, y que le tuvieron que dar quince puntos. Como entre ellos rige la “ley del Talión”, pasados dos años había llegado el otro con deseos de venganza. Como en ese período la relación entre los dos clanes estaba en calma, decidieron ambos jefes encontrarse solos, y pelearse a bastonazos, hasta hacerse sangrar. Mi joven amigo estaba muy preocupado. Yo abrí la Escritura y le leí el Sermón de la Montaña, donde se invita a no poner resistencia al mal. “¿Entonces, debo dejar que me mate a bastonazos?” Le di el otro único libro que yo llevaba conmigo: “Las Florecillas de San Francisco”. Lo leía y venía todas las tardes a comentármelo. Hemos rezado juntos para buscar una salida, para que pudiese salvar la vida sin necesidad de matar al otro. La única solución era ir sin el bastón en son de paz. El día de la lucha se presentaron antes a mí con el bastón. Al final lo convencí y fue sin él. Yo me puse de rodillas a rezar el rosario para que la Virgen María salvase la vida de aquel chico. El tiempo pasaba. Las dos, las tres de la madrugada. Pensé que habría muerto, cuando le vi llegar. Al verlo sin el bastón, su adversario decidió resolver la disputa económicamente. Me amigo decidió pagarle “un tanto”. Se llama José Agudo. Ahora está en el Camino, y tiene trece hijos”.

“Un día José me llevó a hablar a su tribu. Fue en una cueva enorme llena de gitanos. me dijo: “Háblales”, y no sabía que decir. Así que empecé por el principio, y me puse a hablarles de Adán y Eva, cuando de repente la madre de José Agudo se levantó: “Yo se que en el cielo hay una mano potente, que es Dios. ¿Pero lo de la otra vida, lo del infierno, todas esas cosas de los curas? ¡Yo lo único que sé es que mi padre murió y no ha vuelto a casa! ¡Cuando yo vea a un muerto volver del cementerio creeré!”. Se levantaron todos y se fueron. y yo me quedé allí, bloqueado, atontado, sin saber que hacer. Aquella mujer, sin embargo, sin quererlo, me había dado la clave, porque me había dicho que estaba dispuesta a escucharme cuando yo hubiese encontrado un hombre que hubiese salido del cementerio. Y efectivamente, buscando en la predicación primitiva y en los Hechos de los Apóstoles, se encuentra el testimonio de un pagano de nombre Festo, que le dice a Agripa que había un prisionero -que era San Pablo- que decía cosas muy interesantes. Festo hablaba a menudo con Pablo, pero la única cosa que habían entendido, y se lo decía a Agripa, era esto: “Hay un prisionero que habla de un muerto, que él dice que ha muerto, pero que vive, que ha vuelto de la muerte, ¡que ha vencido a la muerte!” De toda la predicación de San Pablo, Festo recordaba sólo esto. Os cuento esto para deciros en dos pinceladas cómo el Señor me ha hecho ir entrando en este kerigma, en este modo de anunciar la salvación, de dar en el núcleo central.” “Cada vez que me he sentido desalentado, he sentido una voz dentro de mí que me decía. “¡Coraje, Kiko, ánimo, que te quiero!” “¿De verdad que me quieres?” “En serio, ¡te quiero mucho, muchísimo!” Cristo me ha prometido: “Kiko, ¡tú no morirás!” ¡Un bautizado que viva coherentemente la fe ya ha resucitado con Cristo en el bautismo y forma parte del cuerpo de Cristo resucitado! Aquella gitana que me decía: “¿Cuándo has visto tú un hombre venir del cementerio?” Yo ahora le puedo contestar: “Yo he visto a este hombre que ha salido de la tumba y ha venido a decirme: ¡La paz esté con vosotros, yo he vencido al mundo!” Por eso os invito a terminar con un canto. Cantemos un canto de la victoria de Cristo sobre la muerte, cantemos juntos ese canto que hice en las chabolas, que se llama ¡Resucitó!”

Gilbert K. Chesterton: Una conversión totalmente racional

La literatura es una de las formas de felicidad, y quizá ningún escritor me haya deparado tantas horas felices como Chesterton.
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C. S. Lewis: La conversión de un filósofo

C. S. Lewis fue un hombre lleno de amigos, libros y alumnos. Nació en 1898, y en 1925 ya enseñaba filosofía y literatura en Oxford. Hasta su muerte en 1963 fue un profesor eminente, autor de célebres ensayos, cuentos y libros de texto. Su vida está marcada por su conversión al cristianismo a la misma edad que San Agustín. Ese giro radical lo explica y justifica en un puñado de libros escritos con un estilo vivo y una lógica apabullante. Lewis domina el arte de argumentar. Su dialéctica apura la ironía y la sutileza, tal y como confiesa haber aprendido de uno de sus profesores: Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente puramente lógico, ese hombre fue Kirk (…). Le asombraba que hubiera quien no deseara que le aclarasen algo o le corriegiesen (…). Al final, a menos que me sobreestime, me convertí en un “sparring” nada despreciable. Fue un gran día aquél en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi imprecisión, me acabó adviritiendo de los peligros de tener una sutileza excesiva. Lewis era ateo porque, desde la temprana muerte de su madre, sentía el universo como un espacio terriblemente frío y vacío, donde la historia humana era en gran parte una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor.

Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu omnipotente y misericordioso, me veré obligado a responder que todos los testimonios apuntan en dirección contraria. Pero esta argumentación no era, ni mucho menos, definitiva: La solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema: ¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro. En cualquier caso, Lewis se sentía más cómodo en su ateísmo: Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada. Ningún desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con todo (…). El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el cartel de “Salida”. En 1917 se incorpora al frente francés de la primera guerra mundial. Un año más tarde cae enfermo y es enviado al hospital de Le Tréport, donde permanecerá tres semanas.

Fue allí donde leí por primera vez un ensayo de Chesterton. Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho que fuera el autor con el que menos congeniase (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo.

Al acabar la guerra estudia en Oxford filosofía y literatura inglesa. Son años de intensa formación intelectual y de inumerables lecturas. Pero sus libros y autores preferidos no compartían su visión de la vida: Todos los libros empezaban a volverse en mi contra (…). George MacDonald había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Era bueno a pesar de eso. Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos…, prescindiendo, por supuesto, de su crisitanismo. Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar totalmente, pero curiosamente tenía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio) eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado, con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Mill, Gibbon, Voltaire), ésta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus obras. Terminó sus estudios con las máximas calificaciones y pasó a formar parte del claustro de profesores del Magdalen College. Allí, nuevos amigos provocarán “la caída de los viejos prejuicios”: Al entrar por primera vez en el mundo me había advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera vez en la Facultad (explícitamente), que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas. En el Magdalen enseña filosofia, pero su aguado hegelianismo no le resulta muy útil a la hora de enfrentarse a una tutoría: Un tutor debe aclarar las cosas, y yo no podía explicar el Absoluto de Hegel. ¿Te refieres a nadie-sabe-qué, o te refieres a una mente sobrehumana y por tanto (también podemos admitirlo) a una persona? Conversión Cuando vuelve a leer a Chesterton, el ateísmo de Lewis tiene los días contados.

Después leí el Everlasting Man de Chesterton, y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido (…). No hacía mucho que había terminado el Everlasting Man cuando me ocurrió algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. “Es extraño”, continuó, “esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño. Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez”. Para comprender el fuerte impacto que me supuso tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha demostrado ningún interes por el cristianismo). Si él, el cínico de los cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿a dónde podría volverme yo? ¿Es que no había escapatoria? Lewis se siente acorralado y nos describe su situación con una imagen muy británica: La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría por campo abierto “con todo el dolor del mundo”, sucia y cansada, con los sabuesos pisándole los talones. Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson, la Alegría. Todo el mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra. Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la discusión y se limita a decir: “Yo soy el Señor”.

Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquél con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Al final, Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra.

Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una Persona. Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabrá que ha dado su último paso, y lo recordará siempre: Me llevaban a Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos no creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios, y cuando llegamos al zoológico, sí. Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos, ni en una gran inquietud (…). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está despierto. El problema del dolor El ateísmo de Lewis había sido fruto de su pesimismo sobre el mundo: Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos. Años después de su conversión, en 1940, Lewis escribe por encargo The problem of pain (El problema del dolor). Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres? En esas páginas que se han hecho famosas, Lewis reconoce que es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearlo como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos.

En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso supondría anular la libertad humana. Más aún, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma. Pero esto no muestra el sentido del dolor, si es que lo tiene. Ni demuestra que Dios pueda seguir siendo bueno cuando lo permite. Para intentar expliclar este misterio Lewis recurre a la que quizá sea la más genial de sus intuiciones. El dolor, la injusticia y el error -nos dice- son tres tipos de males con una curiosa diferencia: la injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos, mientras que el dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios -afirma Lewis- nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo.

Lewis explica que un hombre injusto al que la vida sonríe no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien.

El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde. Lewis no dice que el dolor no sea doloroso. “Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo”.

Su propósito es poner de manifiesto lo razonable y verosímil de la vieja doctrina cristiana sobre la posibilidad de perfeccionarse por las tribulaciones.

¿Dios o las leyes de la naturaleza? A Lewis le cuenta un amigo el caso de una pobre mujer que cree que su hijo sobrevivió a la batalla de Arnhem porque ella rezó por él. Sería cruel explicarle que, en realidad, sobrevivió porque se hallaba un poco a la izquierda o un poco a la derecha de las balas, que seguían una trayectoria prescrita por las leyes de la naturaleza.

Lewis responde que la bala, el gatillo, el campo de batalla y los soldados no son leyes de la naturaleza, sino cosas que obedecen a las leyes. Y lo ilustra con este ejemplo: podemos añadir cinco dólares a otros cinco, y tendremos diez dólares, pero la aritmética por sí misma no pondrá un solo dólar en nuestros bolsillos. Eso significa que las leyes explican todas las cosas excepto el mismo origen de las cosas, y esa es una inmensa excepción.

Lewis concluye su argumentación con una deslumbrante comparación literaria: En “Hamlet” se rompe una rama y Ofelia cae al río y se ahoga. ¿Ocurre el suceso porque se rompe la rama o porque Shakespeare quiere que Ofelia muera en esa escena? Puedes elegir la respuesta que más te guste, pero la alternativa no es real desde el momento en que Shakespeare es el autor de la obra entera. Tomado de José Ramón Ayllón, “Dios y los náufragos”, Editorial Belacqua, Barcelona, 2002

Alojzije Stepinac: El resto de su vida en la cárcel por no ceder al chantaje

Stepinac asumió la sede del Arzobispado de Zagreb el 7 de diciembre de 1937, en condiciones sumamente difíciles respecto de la religión, la sociedad, la política y la economía, tanto en Croacia como en todo el mundo. En la vorágine de los hechos bélicos, Stepinac, arriesgando su vida tanto ante los nazis como ante los comunistas, continuó luchando por el valor indudable de su nación croata, y al mismo tiempo se transformó en un luchador intrépido de los derechos fundamentales de cada hombre y cada nación, defensor de la verdad y de la moral, protector de todas las personas amenazadas, sin tener en cuenta su pertenencia nacional y religiosa.

Cuando llegó el nuevo gobierno, Stepinac continuó trabajando en forma impávida, según lo dictaba su conciencia. Los comunistas sabían que no podían acusarlo de nada, por lo que lo dejaron trabajar en las nuevas condiciones. Sin embargo, se decepcionaron cuando vieron que no podían ponerlo de su parte ni convencerle de separar a la Iglesia Católica en Croacia de la Santa Sede, aun después de quince meses de nuevo gobierno.

El 12 de junio de 1946 Stepinac fue detenido. Acusado de colaboracionismo con el régimen ustacha, se le preparó una farsa de juicio. El tribunal popular admitió 58 testigos en contra del acusado y sólo siete a su favor, pese a que la defensa había propuesto 35. Uno de los siete era un serbio ortodoxo, Milutin Radetic, director de la clínica universitaria de Zagreb, a quien, en la guerra, los ustacha habían apresado y condenado a muerte por haber prestado asistencia médica a partisanos. Se salvó de la ejecución por la intervención personal de Stepinac. Su testimonio no fue tenido en cuenta por los jueces, que lo expulsaron de la sala llamándolo “clero fascista”. Parecida suerte corrieron los otros testigos favorables. Poco después, Radetic perdió su puesto en la clínica.

El 11 de octubre Stepinac fue condenado a 16 años de trabajos forzados y cinco de privación de los derechos cívicos. Fue enviado a un campo de prisioneros en Lepoglava. Los carceleros no se atrevieron a imponer al arzobispo los trabajos que mandaba la sentencia: sabían que era un símbolo de la nación croata y cualquier violencia contra él podría provocar una revuelta por parte de los demás presos. Por ello, le mantuvieron encerrado en una celda pequeña, sin apenas ventilación.

En 1951, el arzobispo estaba muy enfermo. La presión internacional logró por fin que fuera dejado bajo arresto domiciliario. Estrechamente vigilado, permaneció recluido en la parroquia de Krasic hasta su muerte.

Aislado, Stepinac consiguió sin embargo hacer llegar su voz a numerosas personas a través de una abundante correspondencia. Durante los ocho años que pasó en Krasic, escribió más de cinco mil cartas. En algunas empleaba un tono especialmente enérgico, cuando tenía que exhortar a sus sacerdotes a resistir las presiones de los mandos políticos para que se sumaran a las asociaciones de clérigos controladas por el régimen. Veía el daño que tales manejos causarían a la catolicidad y unidad de la Iglesia, que para él era lo más sagrado.

Aunque rogaba a los destinatarios que destruyesen sus cartas, algunos las conservaron. Quizá lo más llamativo en la correspondencia de Stepinac está en sus referencias a los guardianes: rezaba por ellos constantemente. El proceso de beatificación ha confirmado que en los escritos del cardenal no se ha encontrado una palabra de resentimiento contra sus perseguidores.

En 1952, Pío XII anunció su decisión de hacer cardenal a Stepinac. El régimen yugoslavo reaccionó rompiendo las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Sin embargo, el Papa hizo efectivo el nombramiento al año siguiente.

El 5 de diciembre de 1959, Stepinac envió una carta al gobierno yugoslavo en la que hacía constar los malos tratos de que había sido objeto. En ella escribió: “Los guardias pueden continuar vigilándome, según vuestras instrucciones, para hacerme la vida imposible. Yo, con la gracia de Dios, seguiré adelante hasta el final, sin odiar a nadie, pero sin miedo de nadie”. Murió dos meses después, el 10-II-1960. Para evitar que se encontraran pruebas que apoyaran los rumores de envenenamiento, se destruyeron las vísceras del cadáver. En 1996, los restos fueron exhumados y analizados por especialistas de la Congregación para las Causas de los Santos, que hallaron restos de veneno en sus huesos. Este descubrimiento fue el motivo de que la Congregación declarara mártir a Stepinac el 11-XI-1997.

El 14 de febrero de 1992, el Parlamento de la nueva Croacia independiente decidió por unanimidad rehabilitar la memoria del Card. Stepinac, junto con los demás condenados en los procesos políticos de aquella época, incluidos comunistas que fueron víctimas de las purgas. Sobre Stepinac, el Parlamento afirmó que el cardenal “fue condenado, pese a ser inocente, porque había rehusado realizar el cisma eclesial que le ordenaban los gobernantes comunistas”, y “porque actuó contra la violencia y los crímenes de los gobernantes comunistas, como había hecho durante la II Guerra Mundial para proteger a los perseguidos, con independencia del origen étnico y de las convicciones religiosas”.

El Cardenal Alojzije Stepinac fue beatificado el 3 de octubre de 1999 por Juan Pablo II, a sólo 38 años de su muerte. Fue un luchador incansable por la paz durante la Segunda Guerra Mundial, además de un valiente defensor de la dignidad del hombre y protector de la Iglesia en Croacia durante el régimen comunista. Juan Pablo II se ha referido a Stepinac llamándolo “baluarte de la Iglesia croata”, que “resistió el yugo del comunismo en nombre de los derechos humanos y de la dignidad cristiana”.

Juan Diego Cuauhtlactoatzin: El milagro de la Virgen de Guadalupe

Cuauhtlatoatzin era el nombre indígena de Juan Diego, que nació en 1474. Entre 1524 y 1525 se convirtió al cristianismo y fue bautizado junto con su esposa por el misionero franciscano Fray Toribio de Benavente.

El 9 de diciembre de 1531, diez años después de la toma de la ciudad de Tenochtitlán, actual ciudad de México, al atravesar el cerro llamado Tepeyac para escuchar la Palabra de Dios, recibió la primera aparición de la Virgen, en el lugar ahora conocido como “Capilla del Cerrito”. La Virgen María le habló en su idioma, el náhuatl, utilizando términos preñados de cariño: “Juanito, Juan Dieguito”, “el más pequeño de mis hijos”, “hijito mío”.

Las apariciones se repitieron cinco veces, hasta el 12 de diciembre. En ese día, dado que su tío estaba gravemente enfermo, Juan Diego salió a México para buscar un sacerdote. Rodeó el cerro para que la Virgen no lo encontrara. Pero ella salió a su encuentro; lo tranquilizó de la enfermedad de su tío: “Te doy la plena seguridad de que ya sanó”. Y le dijo que recogiera unas flores: “Hijito queridísimo: estas diferentes flores son la prueba, la señal que le llevarás al obispo. De mi parte le dirás que por favor vea en ella mi deseo, y con eso, ejecute mi voluntad”. El deseo de la Virgen era la construcción de un santuario en su nombre.

En la casa del obispo Fray Juan de Zumárraga, al pedirle éste un signo que probara la voluntad de la Virgen, Juan Diego mostró las rosas que llevaba en su tilma (manta de algodón de la vestimenta india). Al tiempo que se esparcieron las diferentes flores (era pleno invierno, una época en la que no hay rosas), apareció de improviso en la tela la venerada imagen de María. La tela sigue siendo estudiada por científicos sin encontrar una explicación sobre cómo se pudo imprimir la imagen.

Estos extraordinarios acontecimientos desempeñaron un papel decisivo en la conversión de la población india, que en un primer momento encontraba grandes problemas para abrazar el Evangelio. En los diez años anteriores a la aparición, los misioneros y franciscanos habían convertido al catolicismo a unos 300.000 indígenas en México, mientras que tras el 1531 en sólo 7 años se convirtieron 8 millones de personas.

El milagro para la canonización El 6 de mayo de 1990, en el mismo momento en el que el Santo Padre proclamaba beato a Juan Diego, un milagro cambió la vida del entonces veinteañero Juan José Barragán Silva. Este chico consumía marihuana desde hacía cinco años. Aquel día, exasperado y bajo el efecto de la droga, cogió un cuchillo y se hirió ante su madre. Luego, sangrando, fue al balcón para tirarse. La madre intentó sujetarlo por las piernas pero él logró soltarse y se tiró de cabeza. Sin esperanzas, el joven fue llevado al hospital Durango de la Ciudad de México, donde fue acogido por el departamento de terapia intensiva.

El profesor J. H. Hernández Illescas, considerado uno de los mejores especialistas a nivel internacional en el campo neurológico, junto a otros dos especialistas, ha definido este caso como “insólito, sorprendente e inconcebible”. También ha sido inexplicable para todos los peritos médicos a quienes se les pidió el parecer. Considerando la altura desde la que se precipitó el joven (10 metros), su peso (70 kilos), el ángulo de impacto (70 grados), se ha calculado que la caída ocasionó una presión equivalente a dos mil kilos. Sin embargo, después de tres días, de manera instantánea e inexplicable, Juan José se curó completamente. Los exámenes sucesivos confirmaron que no tenía secuelas ni neurológicas ni psíquicas, por lo que los médicos definieron su curación como “científicamente inexplicable”. A juicio de los peritos médicos la muerte debía haber sido instantánea, y quienes sobreviven a este tipo de accidentes quedan gravemente discapacitados.

La madre del muchacho, Esperanza, ha contado que justo cuando el joven estaba cayendo lo encomendó a Dios y a la Virgen de Guadalupe. Invocando a Juan Diego dijo: “Dame una prueba… ¡Sálvame a este hijo! Y tú, Madre mía, escucha a Juan Diego”.

Un modelo de inculturación de la fe Al canonizar al indio Juan Diego, Juan Pablo II lo propone como modelo de inculturación. Así lo explica en esta entrevista el padre Fidel González Fernández, rector de la Universidad Pontificia Urbaniana de Roma, historiador y experto en la figura del nuevo santo.

–¿Por qué se llega a la canonización de Juan Diego 454 años después de su muerte? — Diría que por tres motivos. En primer lugar, porque la legislación canónica, establecida en tiempos de Urbano VIII, con exactitud en 1635, desanimaba la introducción de procesos de canonización en general. Las pocas causas que se iniciaban se referían a grandes fundadores de institutos u obras religiosas o a grandes figuras, muchas veces apoyadas por las monarquías o por otras autoridades religiosas. En segundo lugar, la corona española no era favorable a introducir causas de canonización. Por último, hay que tener presente que Juan Diego era indio. En el pasado, se introducían las causas de grandes fundadores, como san Ignacio de Loyola, de grandes misioneros, como san Francisco Javier, y de grandes místicos, como santa Teresa de Jesús… Pero a nadie se le ocurría iniciar la causa de canonización de un indio.

–El fenómeno guadalupano ha sido concebido por algunos más bien como un símbolo. Con la canonización, recupera su carácter histórico.

–El fenómeno guadalupano, como hecho histórico, no tuvo discusión durante tres siglos, hasta el XVIII. En la época de la independencia de México –momento en que la población pedía la intercesión de la Virgen de Guadalupe–, un español, Juan Bautista Muñoz, prefirió interpretar la aparición como un mito. Más adelante, con el liberalismo y el positivismo histórico, muchas cosas se pusieron en duda y algunos comenzaron a reducir el acontecimiento guadalupano a un símbolo. Hoy, la documentación histórica a nuestra disposición nos lleva a dar la razón a quienes en el siglo XVII analizaron jurídicamente los hechos hasta lograr también la verificación histórica.

–¿Cuál es el mensaje de Juan Diego y de nuestra Señora de Guadalupe? –El mensaje es muy sencillo. Nuestra Señora se presenta como la «Madre de aquél a través del cual se vive», que es una expresión empleada en las antiguas tradiciones indígenas para definir al Dios creador, omnipotente. La maternidad de María, por lo tanto, quiere abrazar y acoger entre sus brazos a toda la humanidad, bajo el signo de la presencia de Cristo encarnado en su seno, para hacer descubrir a los hombres el propio rostro, la propia dignidad de hijos de Dios y de hermanos entre ellos.

Confirmación de las investigaciones históricas Juan Diego se dirigía al catecismo a uno de los conventos franciscanos entonces existentes en la Ciudad de México. Las apariciones sucedieron en el lugar llamado Tepeyac, un cerro conocido por un culto idolátrico precedente o por estar unido a la veneración de una deidad mexicana, de aquí las fuertes oposiciones inmediatas y por largo tiempo de algunos misioneros. La Virgen pidió al obispo Fray Juan de Zumárraga, a través del vidente, la construcción en aquel lugar de una ermita, una «morada» en honor de su Hijo, y que sería lugar de acogida y de consuelo para todos los afligidos.

El lugar de las apariciones se convierte inmediatamente un centro de peregrinación de indios y españoles, fomentado especialmente por los arzobispos de México, a partir del segundo y sucesor de Zumárraga, el dominico Montúfar. El centro de la atención y veneración de los fieles será la imagen de la Virgen estampada en la tilma del indio Juan Diego. Este «icono» de la Virgen es el que se venera hoy en la Basílica de Guadalupe.

El códice Escalada, descubierto en 1995, ofrece los datos fundamentales relativos al acontecimiento Guadalupano, al vidente Juan Diego y a la fecha de su muerte. Aparece además claramente pintada la aparición a Juan Diego, en un ambiente montañoso y de vegetación árida esteparia típica del Tepeyac, recuerda Fidel González.

Origen y vida de Juan Diego Cuauhtlactoatzin Se calcula que Juan Diego nació hacia 1474 en el pueblo de Cuautitlán, perteneciente al señorío de Texcoco. La tradición y otros documentos sitúan la fecha de su muerte en 1548. El núcleo de las informaciones sobre la persona de Juan Diego se puede tomar de la frase de Marcos Pacheco, el primero de los siete indios ancianos, testigos de Cuautitlán, que declararon en el Proceso canónico llevado a cabo en México en 1666. «Era un indio que vivía honesta y recogidamente y que era muy buen cristiano y temeroso de Dios y de su conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder, en tanta manera que, en muchas ocasiones le decía a este testigo la dicha su Tía: Dios os haga como Juan Diego y su Tío, porque los tenía por muy buenos indios y muy buenos cristianos», afirmó Pacheco. Los otros seis ancianos testigos mostraron unánimemente su conformidad con esta declaración. Hay que tener en cuenta que los indios eran muy exigentes cuando daban a uno de los suyos el título de «buen indio», y tan «buen indio» como para rogar a Dios que hiciera como él a alguien bienamado. La educación náhuatl –la que recibió Juan Diego–, a pesar de ser amorosa, era severa. Una de las obras del gran misionero franciscano, contemporáneo de Juan Diego, el padre Bernardino de Sahagún, describe la educación, buenas maneras y valores de la sociedad india.

Siguiendo las pautas comunes, y a través de las fuentes –como Las Informaciones Jurídicas de 1666–, se puede deducir que Juan Diego fue una persona humilde, que había tenido una fuerte educación, con una fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus tierras y casas para ir a vivir a una pobre ermita dedicada a la Virgen, a dedicarse completamente al servicio de este templo, es decir, dedicarse totalmente a la voluntad de Virgen, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su amor maternal a todos lo hombres.

Juan Diego narraba a cuantos le visitaban la manera en que había ocurrido el encuentro maravilloso que había tenido, y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de Guadalupe. La gente sencilla reconoció esta voluntad de la Virgen por medio de Juan Diego, a quien veneraban como a un cristiano santo. Los indios lo ponían como modelo para sus hijos. «Un dato innegable desde un punto de vista histórico crítico -afirma el padre Fidel González Fernández, profesor de Historia de la Iglesia en las Universidades Pontificas Urbaniana y Gregoriana, y presidente de la Comisión histórica de la causa de canonización de Juan Diego- es que su existencia se puede afirmar no sólo con certeza moral, sino con la certeza histórica requerida a través de documentos positivos, de una tradición oral constante entre las poblaciones indias, especialmente de cultura náhuatl y de otras vecinas, como la totonaca, históricamente examinadas y justamente valoradas en su origen, naturaleza y estilo. Las fuentes históricas, tanto escritas y “plásticas” (pintura, escultura, etc..), como las orales, que han tenido origen, estilo literario, expresiones, destinatarios distintos, coinciden y convergen en los datos fundamentales sobre el vidente de Guadalupe, Juan Diego Cuauhtlactoatzin».

Samuel Alexander Armas: Un gran gesto cuando era un feto de 21 semanas

Foto de un niño con espina bífida se convierte en nuevo estandarte de la causa pro-vida.

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La tragedia de los Andes: Un milagro de fe y de coraje

Relato de uno de los supervivientes Fernando Parrado es uno de los 16 supervivientes de la tragedia aérea de los Andes que se produjo hace ahora treinta años, en octubre de 1972. Nando –como se le conoce comúnmente–, vivió una de las tragedias aéreas más famosas de la historia: la caída de un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya sobre las montañas de los Andes, entre Argentina y Chile, en octubre de 1972. Llevaba a los jugadores del “Old Christians” –un equipo de rugby de un colegio de Montevideo– a un partido en Santiago de Chile. Nando era uno de ellos, y había invitado a su madre y a su hermana menor a que viajaran con él.

Después de pasar una noche en Mendoza (Argentina) –no cruzaron los Andes en el momento previsto a causa de las condiciones meteorológicas desfavorables–, el avión emprendió camino al día siguiente temprano. Pero el piloto no calculó bien su posición, y el avión se estrelló, dejando la cola por un lado, las alas por otro, y el resto fuselaje en un valle de nieve y piedra, desde donde se veían solamente los picos nevados de las montañas que rodeaban el lugar del accidente.

Durante 72 días tuvieron que luchar contra temperaturas que por la noche bajaban de los 40 grados bajo cero, contra el hambre y la sed, contra el hacinamiento y también contra un hastío y un aburrimiento mortal, en la cima de una de las montañas más altas e inhóspitas del mundo.

Lograron sobrevivir con todas las probabilidades jugando en su contra. Y en gran medida lo lograron gracias a que dos de ellos se jugaron la vida escalando montañas que hasta los alpinistas profesionales consideran una proeza. Sin equipo, sin fuerzas, sin alimentos –salvo la carne humana que llevaban en un improvisado maletín, la única fuente de alimento durante todos esos días en la montaña– y con muy poca protección contra el frío, esos dos jóvenes de 21 años emprendieron una travesía de diez días hasta lograr contactar con otros seres humanos. Gracias a ellos se pudo rescatar a los otros 14 supervivientes que habían quedado esperando arriba, en lo que se conoce como el Valle de las Lágrimas.

El Valle sigue ahora igual que hace 30 años, salvo por una pequeña cruz de hierro que se levanta sobre un improvisado altar de piedra bajo el cual están enterradas algunas de las personas que no sobrevivieron al accidente. Entre ellas, la madre y la hermana de Nando –Eugenia y Susana, respectivamente–, a quienes él tuvo que enterrar, con sus propias manos, en un árido y congelado glaciar. Su madre murió en el mismo momento del accidente. Susana sobrevivió el impacto pero murió a los pocos días en brazos de su hermano: “Lo más difícil para mí fue enterrar a mi madre y a mi hermana con mis propias manos en el hielo”, dice Nando.

De esa experiencia desgarradora desde el punto de vista personal quedaron muchas lecciones que pueden suponer una enseñanza. Para superar la tragedia, los supervivientes tuvieron que aprender a trabajar en equipo, a escuchar las buenas ideas de los demás, a innovar y a decidir en condiciones de extrema tensión. “Una de las lecciones que aprendí tuvo que ver, sobre todo, con la toma de decisiones”, dice Nando. “Parece ridículo lo que voy a decir, pero en los Andes decidí en 30 segundos la manera en que me iba a morir. Cuando estaba en las montañas y vi lo que había adelante, estaba muerto. Al escalar la cima más alta que se veía desde donde estaba el avión, en ese momento me di cuenta que no estaban donde pensábamos –al oeste, cerca de Chile– sino que lo que había por adelante era más nieve, más piedra, más nada. Ahí decidí que me iba a morir caminando y no esperando. Cualquier otra decisión comparada con la decisión de cómo vas a morir es un juego. Desde entonces, siempre que tengo algo que decidir, me acuerdo de ese momento”.

“El tema de cómo nos alimentamos con carne humana es otro ejemplo. Había solamente tres opciones: 1) esperar y morirnos todos dentro del fuselaje mirándonos a los ojos, y nadie quería esa opción; 2) el suicidio colectivo, es decir, nos agarramos todos y saltamos en una grieta; 3) comer carne humana. A pesar de lo dramático de la decisión, todos decidimos seguir esa tercera vía”.

Aprendió también que aunque las decisiones tomadas democráticamente funcionan, llega un momento en que alguien tiene que liderar, porque no siempre es fácil poner de acuerdo a un grupo de personas sobre la forma de actuar. “No siempre el que está apuntado como líder es realmente líder. Cada uno es líder por sus acciones, y allí, con el tiempo, los líderes fueron cambiando por sus acciones. Nadie dijo “tú vas a ser líder y nos vas a mandar”, sino que hubo tres o cuatro que lideraron aquello, y eran personas normales que hicieron acciones extraordinarias en circunstancias difíciles. Fuimos todos solidarios, poco egoístas, que es muy importante. Nunca fuimos tan buenos trabajando en equipo como en los Andes”, explica Nando.

“El objetivo nuestro era sobrevivir… todo el instinto, toda la fuerza, la inteligencia, el trabajo en equipo, se puso en un solo objetivo: salir de ahí por nosotros mismos, porque oímos por la radio que nadie nos iba a rescatar. En mi caso, sabía que tenía que conservar mis energías hasta el verano (el avión se estrelló en octubre, en pleno invierno en el hemisferio sur) porque no podíamos intentar salir de ahí antes por el frío, pues te hundes en la nieve hasta la cintura. Yo decía: si me pongo triste y lloro, voy a perder sal por mis lágrimas. O sea, no puedo permitirme el lujo de perder esa energía”.

Otra de las lecciones que allí aprendieron es que se necesita poner imaginación para buscar soluciones, que hay que saber innovar. Por ejemplo, la pared de maletas, maletines y asientos que construyó el capitán del equipo apenas estrellado el avión para que el viento no entrara al fuselaje, les salvó la vida, pues si no hubiera estado esa pared, se hubieran congelado la primera noche. Otro inventó una especie de hamaca para sostener a los más heridos, fabricada con los cinturones de seguridad y dos postes de metal. También fue ingenioso el invento para derretir el hielo y tomar agua, cuestión que era más problemática que la comida (el cuerpo humano se deshidrata cinco veces más rápido a esa altura que a nivel del mar). Finalmente, con un aislante para el frío que encontraron en la cola del avión, fabricaron un saco de dormir para la travesía de Parrado y Canessa; sin ese saco, hubiesen muerto congelados enseguida.

Crónica de la tragedia Día 12 de octubre de 1972: Un Fairchild F–227 de la Fuerza Aérea Uruguaya despega de Carrasco y aterriza en Mendoza (Argentina), con 40 pasajeros –la mayoría pertenecientes al equipo de rugby “Old Christians”– y 5 tripulantes.

Día 13: El avión despega de Mendoza y cae en los Andes, a 11.500 pies de altura. En el choque mueren 13 personas, entre ellas la madre de Nando Parrado. Durante la noche mueren 3 personas más.

Día 14: Mueren el copiloto, Dante Lagurara, y otro de los pasajeros, la señora Mariani.

Día 15: Adolfo Strauch, uno de los pasajeros que sobrevivió, inventa un aparato para convertir hielo en agua. Parrado recobra el conocimiento por primera vez después del accidente, y cuida de su hermana Susana, que está en estado crítico.

Día 17: Tres de los supervivientes salen caminando en dirección a la montaña para buscar la cola y ver que hay del otro lado. Es la primera expedición por fuera del fuselaje.

Día 21: Fallece Susana Parrado en los brazos de su hermano Nando.

Día 22: Los supervivientes se reúnen y deciden utilizar los cuerpos sin vida como alimento. Roberto Canessa, uno de los miembros del equipo de rugby y estudiante de primer año de medicina, toma la iniciativa.

Día 23: A través de un radio que se encontraba en el Fairchild, los supervivientes se enteran de que el servicio aéreo de rescate ha suspendido la búsqueda del avión.

Día 24: Otra expedición de supervivientes encuentra pedazos de un ala.

Día 29: Al caer la noche, una avalancha desciende por la montaña y entra en el fuselaje del Fairchild, sepultando a todos los supervivientes, que estaban ya acostados. Esa noche, 8 personas mueren bajo la nieve, quedando así, hasta el momento, 19 supervivientes.

Día 1 de noviembre: Después de tres días de tormenta, los supervivientes logran sacar la nieve del fuselaje.

Día 5: Tres de los supervivientes salen en otra expedición, esta vez por dos días, para decidir quien acompañará a Nando Parrado y Roberto Canessa en la expedición final para ser rescatados. Sale elegido Vizintin.

Día 15: Fallece Arturo Nogueira, que se encontraba muy enfermo, con lo que quedan 18 supervivientes. Los tres expedicionarios –Parrado, Canessa y Vizintin– intentan salir para el oeste como entrenamiento para la expedición final, pero a las tres horas están de vuelta, debido a condiciones climáticas.

Día 17: Los tres expedicionarios vuelven a partir hacia el oeste. En el camino encuentran la cola del avión, en donde pasan la noche.

Día 18: Muere Rafael Echevarren en el fuselaje del avión. Quedan 17 supervivientes. Mientras tanto, los expedicionarios deciden pasar la noche en la montaña.

Día 19: Parrado, Canessa y Vizintin vuelven a la cola del avión, y deciden no llevar las baterías que allí se encontraban hasta el avión, por ser muy pesadas.

Día 24: Vizintin, Canessa, Parrado y Harley –otro de los supervivientes y miembro del equipo de rugby– salen hacia la cola, llevándose la radio del Fairchild.

Día 25: Intentan conectar la radio con las baterías, pero no funciona.

29: Los cuatro vuelven al Fairchild, después de fracasar en sus intentos de hacer funcionar la radio.

Día 9 de diciembre: Cumpleaños de Nando Parrado.

Día 11: Muere Numa Turcati. Quedan los 16 supervivientes.

Día 12: Canessa, Parrado y Vizintin salen en la última expedición rumbo al oeste. Esa noche duermen dentro de un saco de dormir que habían fabricado de material aislante que encontraron en la cola.

Día 14: Vizintin y Parrado continúan hacia la cima de la montaña, a 16.500 pies de altura. Parrado llega a la cima y descubre más montañas y nieve, en lugar de los valles de Chile. Se da cuenta de que están mucho más al Este de lo que habían imaginado. Parrado vuelve a reunirse con Canessa, que no había escalado hasta la cumbre. Deciden que Vizintin volverá al fuselaje para dejar a Canessa y Parrado su ración de comida para continuar la expedición.

Día 15: Vizintin llega al fuselaje.

Día 16: Canessa y Parrado llegan a la cumbre.

Día 17: Parrado y Canessa llegan a la base de la montaña que habían escalado y siguen andando por el valle de nieve.

Día 18: Se termina el valle de nieve y ven la primera señal de vegetación: flores, arbustos y un río que baja en dirección oeste.

Día 19: Canessa ve un grupo de vacas, lo que los hace pensar que están cerca de algún ser humano. Más adelante encuentran el primer signo de la civilización: una lata de sopa vacía.

Día 20: Canessa reconoce a un hombre a caballo al otro lado del río y empieza a gritarle a Parrado para que vaya a su encuentro, pues él no podía caminar. Más tarde oyen un grito y ven a tres hombres del otro lado del río. Piden socorro con gestos de súplica. Los hombres los oyen, y uno de ellos les dice “mañana”.

Día 21: Parrado y Canessa ven a los tres hombres al lado de una cabaña. Parrado se acerca al río y grita. Uno de ellos baja a la orilla y en un papel escribe que ha mandado un hombre a verlos. Luego de escribir, envuelve el papel en una piedra y la lanza hacia Parrado, que escribe: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido allá arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”. Unas horas después llega un hombre a caballo al lugar donde están. Este les da pan y los lleva a la cabaña.

Día 22-23: Con helicópteros, rescatan a los otros 14 supervivientes en la montaña, 72 días después del accidente.

Algunos testimonios Roberto Canessa (VII.1974): –¿Has tenido pesadillas después de esto? –Nunca las tuve. El problema se superó en la montaña. El verdadero problema es el temor a la muerte, poder convivir con la muerte, ver muertos continuamente. Piensas que tú, que estás vivo, te estás sirviendo de otro que está muerto. Es decir, que si somos iguales, pero yo estoy vivo y el otro está muerto, mañana quizás yo esté igual que él. Ese temor a la muerte, como a algo desconocido, es lo que aterra a la gente.

–¿Y a ti? –Estábamos tan acostumbrados a la idea de morirnos que no teníamos ese problema. Te acostumbras a tenerla tan vecina que lo inexplicable pasa a ser otra cosa. La montaña siempre estuvo allí. Ella me dejó salir. Con eso estoy contento. Allá arriba me preguntaba continuamente: “Pucha, ¿cómo voy a poder salir de acá?” y siempre me respondía a mí mismo: “Tengo a Dios, que es mi amigo, y él es el dueño de la montaña”.

Fernando Parrado (II.2000): –¿Qué descubrió a partir del milagro de los Andes? –Siempre digo que allá arriba tomé la decisión más importante de mi vida en treinta segundos. Estábamos en la expedición con Roberto Canessa, desde hacía días caminábamos para tratar de llegar a algún lado pero lo único que veíamos era nieve y montañas. Todo el tiempo, nieve y montañas cada vez más altas. En una de las escaladas llegamos hasta una cumbre convencidos de que del otro lado encontraríamos algo que no fuera blanco, esperábamos ver algo que nos diera una mínima esperanza. Subimos hasta lo más alto, levantamos la cabeza y en lugar de ver un valle verde, nos dimos cuenta de que seguíamos en el medio de la nada. Para donde miráramos había nieve y picos de montañas. En ese momento yo elegí cómo morir, me paré frente a Roberto y le dije: “O nos quedamos acá y nos morimos mirándonos a los ojos, o nos morirnos caminando. Yo quiero morirme luchando”. Y por eso seguimos caminando, y por eso nos salvamos. Esa fue la decisión más importante que tomé en mi vida: cómo morir.

–O cómo vivir…

–Es verdad, ese día decidí cómo vivir.

–¿Qué cosas valora hoy? –Valoro las cosas más simples. Primero, el hecho de despertarme cada mañana. No puedo dejar de sentir que yo no tendría que estar acá. Nadie que no haya estado ahí, nadie que no haya vivido la experiencia de volver de la muerte, puede percibir la suerte que tuvimos. Hasta el último día, hasta el último minuto creímos que no nos íbamos a salvar. Fueron 72 días de absoluta condena. Estábamos destruidos, enterrados en el medio de un glaciar. Por eso cada día, para mí, es un milagro y trato de aprovecharlo al máximo.

–¿Pero cómo cambió su perspectiva, sus valores? ¿Cuál es para usted la relación entre lo profundo y lo trivial? –La gente se hace problema por cosas que no tienen sentido. Hay que pasar por una cosa así para darse cuenta de la diferencia entre lo importante y lo que no lo es. En general, me siento distinto en la percepción de los problemas del día a día: la gente se complica, yo me volví bastante simple. En el trabajo, con mi socio, cuando cada tanto me encuentro discutiendo por estupideces, me acuerdo y digo: no, así no es. Tengo la sensación de que nada es irremediable, que todo tiene solución.

–¿Y la película “¡Viven!”? –En el rodaje, yo les contaba un poco la historia, hablaba con los actores sobre determinadas situaciones. Era gracioso, porque yo les decía que nosotros teníamos la cara cubierta permanentemente para resguardarnos del frío y del sol, parecíamos momias. Estábamos todos tapados con pedazos de telas y todos sucios. Y los actores, los productores también, claro, estaban desesperados por que se les vieran las caras.

–O sea que la película no es un reflejo demasiado fiel de lo que pasó.

–La película es un picnic al lado de lo que vivimos, es una excursión al campo. Ahí no se ve el frío, la sed, la muerte ni el sufrimiento, pero bueno… pienso que exactamente como pasó hubiera sido imposible de filmar. La verdad fue mucho más terrible de lo que cualquiera pueda imaginar. –Desde el cuarto día usted quería emprender la expedición de regreso, ¿estaba convencido de que podía lograr que los salvaran o necesitaba escaparse del avión? –Yo sabía que era prácticamente imposible, no creía que pudiéramos lograrlo pero necesitaba salir de ahí. Mi madre, mi hermana, mis mejores amigos habían muerto y yo no podía dejar de pensar en mi papá. Me imaginaba lo que estaría sufriendo y me volvía loco. Nosotros éramos una familia muy unida. Mi padre y yo compartíamos mucho, a los dos nos gustaban las mismas cosas, y conociéndolo, estaba seguro de que él creía que habíamos muerto todos. Él es un tipo muy práctico, yo sabía que mi papá no tendría la más mínima esperanza. Desde el principio, lo único que quería hacer era irme, pero por suerte los chicos me frenaron, porque si hubiera salido antes me habría muerto a las dos horas. Durante el primer mes, cuando salíamos del avión, nos hundíamos en la nieve hasta la cintura, y además con el frío hubiera sido imposible tratar de volver antes.

–¿Cómo influyó en la supervivencia el hecho de que todos fueran amigos o compañeros de rugby? –Fue un factor clave. Nosotros no llegamos a la barbarie total, al límite del comportamiento animal, porque éramos amigos. En cualquier otra circunstancia nadie hubiera sobrevivido, pero entre nosotros había una unión muy fuerte. Cada uno pasaba por un estado mental distinto y nos íbamos ayudando uno a otro. Desde el principio nos ayudó a organizarnos en tareas y estábamos muy disciplinados.

–¿Cuál es su conclusión de toda aquella aventura? –Que hoy ya sé definir bien cuáles son las cosas importantes y cuáles no. A mí me gustan los negocios, quiero tener éxito, pero siempre y cuando lo demás esté en su lugar. Es más importante la familia. El cien por cien de los que estábamos en los Andes queríamos volver por nuestra familia, no por nuestros contratos, estudios o dinero. Quemamos todo el dinero que había en el avión, y eran unos 7.000 dólares en billetes, y lo quemamos por un poco de calor. O sea, que ahí se ve la importancia que tiene el dinero. Prefiero una familia exitosa que un negocio exitoso.

Alfredo Delgado (I.1973): –¿Como fue el frío? –¿El frío? ¡Qué frío es el frío…! ¡Es tan difícil explicar lo frío que es el frío…! Cuando hacen 30 grados bajo cero nada te puede mitigar el frío y entonces aprendes algo que no sabías, otra cosa que nunca ibas a aprender, lo que es el calor humano, el calor del cuerpo y el calor del afecto, sobre todo el calor que viene de ver a alguien con fe y ganas de vivir enfrente a medio metro, a diez centímetros. El frío da frío al cuerpo, pero sobre todo al alma. Nosotros nos apilábamos en las interminables noches en el interior del avión, nos apretábamos, nos sentíamos respirar, nos dábamos ese mutuo calor que era indispensable para los huesos, pero sobre todo para que el espíritu no se nos viniera irremediablemente abajo. Nunca supe lo que es el calor humano, ya lo aprendí y no se me va a olvidar.

–¿Y qué pasa con el hombre cuando lo acosa el hambre? –El frío, la angustia, el hambre, son sucesivos escalones que nos van desnudando. El frío, la soledad, la incomunicación, la muerte rodeándonos, el hambre, fueron un escalón detrás del otro; cada escalón parecía el último, el final, pero en cada escalón aprendimos que siempre hay un resto de fuerzas, de fuerzas inesperadas que nos salen a relucir de los rincones más inesperados. Eso también aprendí, lo enormemente fuertes que somos a medida que nos vamos debilitando.

–¿Como fue el trato con Dios allá arriba? –Mi creencia en Dios fue decisiva como sostén. Hice un examen de conducta. Ese examen dio como resultado algo que dicho así parece una banalidad, pero lo digo lo mismo: nacieron en mí unas ganas tremendas de cambiar, de ser mejor. Parece medio infantil eso, pero no puedo expresar de otro modo la potencia de esas ganas de ser bueno. Pero he llegado a la conclusión que tengo, que debo vivir del modo más recto posible. Han cambiado las cosas: antes pensaba en mí mismo, ahora pienso más en los demás. Lo material, el confort, los dólares, todo eso me parece secundario. Hay cosas, muy elementales y muy dichas, pero yo ahora las siento profundamente. Sé que éste es un siglo extraordinario en muchos aspectos técnicos, pero la locura por el confort, la despreocupación por lo ajeno, por lo que le pasa al otro, por lo espiritual arruinan el resto. Lo espiritual, eso tan marginado y olvidado, es precisamente lo que a nosotros nos permitió sobrevivir en una situación límite. Fuimos realistas pero también en los momentos más terribles pensemos en los que estaban adelante, recurríamos a fuerzas interiores que teníamos muy replegadas, muy descuidadas.

–Tu carácter, tu forma de relación con tus semejantes, ¿también varió? –Antes, dentro de mi forma alegre, tenía rachas de muy mal carácter. Eso lo quiero modificar. Antes también dormía mucho, ahora voy a tratar de dormir lo indispensable, he comprendido lo que vale cada minuto de vida y no quiero desperdiciarlos.

Jose Luis Inciarte (XII.1997) –¿Por qué regresó veinticinco años después al lugar de la tragedia? –No fue la primera vez que volví. Ya lo había hecho dos años antes con otros amigos con los cuales vivimos la experiencia de los Andes. Pero esta vez fue diferente porque me acompañaron mi esposa y mis tres hijos. Ellos permanecieron en San Fernando (ubicado a 180 kilómetros al sur de Santiago), el pueblo donde fueron atendidos en primera instancia, en diciembre de 1972, Fernando Parrado y Roberto Canessa cuando los rescató el arriero.

–¿Qué sintió cuando se enfrentó al paisaje del que hace 25 años quería huir desesperadamente? –Una impresión muy grande y una emoción extraordinaria. Aclaro que no por lo que yo viví en 1972, sino porque comprobé lo que mis dos amigos, Roberto Canessa y Fernando Parrado, a quienes les debo la vida, hicieron cuando resolvieron salir a caminar por la nieve para buscar ayuda. Lo que lograron ellos nadie, absolutamente, lo puede hacer. Los andinistas que nos acompañaron nos comentaban que ni los guanacos, que son animales que pueden soportar los rigores del clima de la zona, lograron caminar en la nieve y transitar por las montañas como lo hicieron Canessa y Parrado.

–¿Qué momentos dramáticos le quedaron grabados en la memoria respecto al accidente en los andes? –Nunca me olvidaré de la frase que me dijo Canessa cuando estábamos en el avión y nos enteramos a través de la pequeña radio a transistor que teníamos que los equipos de rescate abandonaban la búsqueda: “O nos morimos mirándonos las caras o nos morimos caminando”. Ellos tuvieron el coraje de caminar sin rumbo cierto y nos salvaron la vida a las 14 personas que nos quedamos en el fuselaje del avión.

–Para usted, ¿la experiencia de los Andes fue un milagro? –Quizá para mucha gente fue una lotería, para mí fue un milagro. Fue un milagro salvarnos luego de haber chocado contra una montaña en un avión que viajaba a más de 400 kilómetros por hora. Fue un milagro sobrevivir al alud que sepultó el fuselaje del avión mientras dormíamos. Fue un milagro que Canessa y Parrado, desnutridos, pudieran caminar durante siete días por la nieve, escalar montañas de más de 6000 metros de altura, sin contar con ropa de abrigo. Fue un milagro que Parrado luego encontrara con la fuerza aérea de Chile el lugar exacto donde había quedado el avión con nosotros adentro. No sé si fue un milagro formar la familia que hoy tengo, pero sí sé que es un regalo de la vida.

–¿Cómo se ve el “Milagro de los Andes” un cuarto de siglo después? –Como una experiencia de amor, solidaridad y entrega única. Allí los amigos que no volvieron dieron lo más que puede dar un ser humano, lo que hizo Cristo: dar la vida por el otro. Estoy en deuda con todos ellos, honran la especie humana.

Roberto Canessa (I.2002): –¿Hubo algún cambio en tus creencias religiosas después del accidente? –Allí te acercas mucho a la idea de la muerte y piensas que estás de paso por la vida, que la vida es un accidente y la única realidad es que te vas a morir. Con esos parámetros es que aprendimos a que no nos importara si nos iba a tocar morir porque estábamos en paz con nuestras almas y con Dios. Ese diálogo constante con Dios, en donde le rogábamos que nos sea difícil pero no imposible salvarnos. Estabas ahí y veías a tu amigo que hacia diez minutos estaba vivo.

–¿Cuál fue tu relación con la Iglesia después de lo ocurrido? –Yo creo que la Iglesia es una gran organización que trata de ayudar solidarizándose con mucha gente que necesita consuelo de Dios. Creo que hay grandes sacerdotes que están aportándole a las personas. Es una institución que ha hecho muchísimo por el progreso del hombre y a veces se la suele desfigurar y se dicen cosas como: “Yo creo en Dios y no en la Iglesia”, “no creo en los curas”. Pienso que es totalmente injusto, todas las generalizaciones son bastante injustas. Por ejemplo en la religión católica los curas tienen que renunciar a todo, creo que renunciar a tener familia es muy duro. Pero yo tengo un gran respeto por la Iglesia.

–¿Después de lo ocurrido tu actitud hacia la vida cambió de alguna forma? –Sí, empiezas a darte cuenta que eres un tonto, que tienes todo para ser feliz y que vives quejándote, no te das cuenta de lo que tienes hasta que lo pierdes. La mayoría de nosotros recibimos más de lo que necesitamos y damos menos de lo que podemos, eso sí que lo aprendí en la montaña.

Hace treinta años En el lugar donde sucedió el accidente –el llamado “Valle de las Lágrimas”– todo sigue casi intacto. Sólo una pequeña cruz de hierro se levanta imponente sobre un improvisado altar hecho con piedras. Debajo están enterradas algunas de las víctimas que provocaron el terrible impacto y el frío.

La historia trascendió todas las fronteras. “Probablemente fue porque en aquel momento teníamos apenas veinte años y representábamos para muchos el desafío del hombre frente a la naturaleza. Tuvimos que formar un equipo, distribuir tareas, luchar contra la desesperación, la depresión y la muerte de los amigos”, cuenta Roberto Canessa. “Ese testimonio de comportamiento humano, hace que mucha gente que está mal quiera saber a qué se apela en estas situaciones de crisis y de dónde salen las fuerzas para salir adelante. Porque en la vida diaria muchos se sienten omnipotentes y se olvidan de que son nada. Los Andes me sirvieron para recordar la vulnerabilidad que tenemos, actuar con humildad frente a la vida y tener una actitud de igualdad con las otras personas. Respetar al prójimo y los valores para que la sociedad sea sana. Vivimos deslumbrados con las cosas materiales y nos olvidamos un poco del compañerismo y del sufrimiento”. “En la vida no hay que pensar en el sufrimiento propio, sino que, como humano, te debes a los demás y te comprometes a seguir adelante por ellos. Eso hace que sientas paz en el alma. Las alegrías que generes en los otros, van a perdurar dentro de uno; en cambio las satisfacciones directas o fáciles dan una felicidad momentánea”.

Tomado de www.revistapoder.com y www.geocities.com/alexisjs2

Josemaría Escrivá: Abrir los caminos de la santidad en la vida ordinaria

Un hogar luminoso y alegre Josemaría Escrivá de Balaguer nace en Barbastro (España), el 9 de enero de 1902, segundo de los seis hijos que tuvieron José Escrivá y María Dolores Albás. Sus padres, fervientes católicos, le llevaron a la pila bautismal el día 13 del mismo mes y año, y le transmitieron —en primer lugar, con su vida ejemplar— los fundamentos de la fe y las virtudes cristianas: el amor a la Confesión y a la Comunión frecuentes, el recurso confiado a la oración, la devoción a la Virgen Santísima, la ayuda a los más necesitados.

El Beato Josemaría crece como un niño alegre, despierto y sencillo, travieso, buen estudiante, inteligente y observador. Tenía mucho cariño a su madre y una gran confianza y amistad con su padre, quien le invitaba a que con libertad le abriese el corazón y le contase sus preocupaciones, estando siempre disponible para responder a sus consultas con afecto y prudencia. Muy pronto, el Señor comienza a templar su alma en la forja del dolor: entre 1910 y 1913 mueren sus tres hermanas más pequeñas, y en 1914 la familia experimenta, además, la ruina económica. En 1915, los Escrivá se trasladan a Logroño, donde el padre ha encontrado un empleo que le permitirá sostener modestamente a los suyos.

En el invierno de 1917-18 tiene lugar un hecho que influirá decisivamente en el futuro de Josemaría Escrivá: durante las Navidades, cae una intensa nevada sobre la ciudad, y un día ve en el suelo las huellas heladas de unos pies sobre la nieve; son las pisadas de un religioso carmelita que caminaba descalzo. Entonces, se pregunta: —Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo? De este modo, surge en su alma una inquietud divina: Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Sin saber aún con precisión qué le pide el Señor, decide hacerse sacerdote, porque piensa que de ese modo estará más disponible para cumplir la voluntad divina.

La ordenación sacerdotal Terminado el Bachillerato, comienza los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño y, en 1920, se incorpora al de Zaragoza, en cuya Universidad Pontificia completará su formación previa al sacerdocio. En la capital aragonesa cursa también —por sugerencia de su padre y con permiso de los superiores eclesiásticos— la carrera universitaria de Derecho. Su carácter generoso y alegre, su sencillez y serenidad hacen que sea muy querido entre sus compañeros. Su esmero en la vida de piedad, en la disciplina y en el estudio sirve de ejemplo a todos los seminaristas, y en 1922, cuando sólo tenía veinte años, el Arzobispo de Zaragoza le nombra Inspector del Seminario.

Durante aquel periodo transcurre muchas horas rezando ante el Señor Sacramentado —enraizando hondamente su vida interior en la Eucaristía— y acude diariamente a la Basílica del Pilar, para pedir a la Virgen que Dios le muestre qué quiere de él: Desde que sentí aquellos barruntos de amor de Dios —afirmaba el 2 de octubre de 1968—, dentro de mi poquedad busqué realizar lo que El esperaba de este pobre instrumento. (…) Y, entre aquellas ansias, rezaba, rezaba, rezaba en oración continua. No cesaba de repetir: Domine, ut sit!, Domine, ut videam!, como el pobrecito del Evangelio, que clama porque Dios lo puede todo. ¡Señor, que vea! ¡Señor, que sea! Y también repetía, (…) lleno de confianza hacia mi Madre del Cielo: Domina, ut sit!, Domina, ut videam! La Santísima Virgen siempre me ha ayudado a descubrir los deseos de su Hijo.

El 27 de noviembre de 1924 fallece don José Escrivá, víctima de un síncope repentino. El 28 de marzo de 1925, Josemaría es ordenado sacerdote por Mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara, en la iglesia del Seminario de San Carlos de Zaragoza, y dos días después celebra su primera Misa solemne en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar; el 31 de ese mismo mes, se traslada a Perdiguera, un pequeño pueblo de campesinos, donde ha sido nombrado regente auxiliar en la parroquia.

En abril de 1927, con el beneplácito de su Arzobispo, comienza a residir en Madrid para realizar el doctorado en Derecho Civil, que entonces sólo podía obtenerse en la Universidad Central de la capital de España. Aquí, su celo apostólico le pone pronto en contacto con gentes de todos los ambientes de la sociedad: estudiantes, artistas, obreros, intelectuales, sacerdotes. En particular, se entrega sin descanso a los niños, enfermos y pobres de las barriadas periféricas.

Al mismo tiempo, sostiene a su madre y hermanos impartiendo clases de materias jurídicas. Son tiempos de grandes estrecheces económicas, vividos por toda la familia con dignidad y buen ánimo. El Señor le bendijo con abundantes gracias de carácter extraordinario que, al encontrar en su alma generosa un terreno fértil, produjeron abundantes frutos de servicio a la Iglesia y a las almas.

Fundación del Opus Dei El 2 de octubre de 1928 nace el Opus Dei. El Beato Josemaría está realizando unos días de retiro espiritual, y mientras medita los apuntes de las mociones interiores recibidas de Dios en los últimos años, de repente ve —es el término con que describirá siempre la experiencia fundacional— la misión que el Señor quiere confiarle: abrir en la Iglesia un nuevo camino vocacional, dirigido a difundir la búsqueda de la santidad y la realización del apostolado mediante la santificación del trabajo ordinario en medio del mundo sin cambiar de estado. Pocos meses después, el 14 de febrero de 1930, el Señor le hace entender que el Opus Dei debe extenderse también entre las mujeres.

Desde este momento, el Beato Josemaría se entrega en cuerpo y alma al cumplimiento de su misión fundacional: promover entre hombres y mujeres de todos los ámbitos de la sociedad un compromiso personal de seguimiento de Cristo, de amor al prójimo, de búsqueda de la santidad en la vida cotidiana. No se considera un innovador ni un reformador, pues está convencido de que Jesucristo es la eterna novedad y de que el Espíritu Santo rejuvenece continuamente la Iglesia, a cuyo servicio ha suscitado Dios el Opus Dei. Sabedor de que la tarea que le ha sido encomendada es de carácter sobrenatural, hunde los cimientos de su labor en la oración, en la penitencia, en la conciencia gozosa de la filiación divina, en el trabajo infatigable. Comienzan a seguirle personas de todas las condiciones sociales y, en particular, grupos de universitarios, en quienes despierta un afán sincero de servir a sus hermanos los hombres, encendiéndolos en el deseo de poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas mediante un trabajo santificado, santificante y santificador. Éste es el fin que asignará a las iniciativas de los fieles del Opus Dei: elevar hacia Dios, con la ayuda de la gracia, cada una de las realidades creadas, para que Cristo reine en todos y en todo; conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios. Se comprende así que pudiera exclamar: Se han abierto los caminos divinos de la tierra.

Expansión apostólica En 1933, promueve una Academia universitaria porque entiende que el mundo de la ciencia y de la cultura es un punto neurálgico para la evangelización de la sociedad entera. En 1934 publica —con el título de Consideraciones espirituales— la primera edición de Camino, libro de espiritualidad del que hasta ahora se han difundido más de cuatro millones y medio de ejemplares, con 372 ediciones, en 44 lenguas.

El Opus Dei está dando sus primeros pasos cuando, en 1936, estalla la guerra civil española. En Madrid arrecia la violencia antirreligiosa, pero don Josemaría, a pesar de los riesgos, se prodiga heroicamente en la oración, en la penitencia y en el apostolado. Es una época de sufrimiento para la Iglesia; pero también son años de crecimiento espiritual y apostólico y de fortalecimiento de la esperanza. En 1939, terminado el conflicto, el Fundador del Opus Dei puede dar nuevo impulso a su labor apostólica por toda la geografía peninsular, y moviliza especialmente a muchos jóvenes universitarios para que lleven a Cristo a todos los ambientes y descubran la grandeza de su vocación cristiana. Al mismo tiempo se extiende su fama de santidad: muchos Obispos le invitan a predicar cursos de retiro al clero y a los laicos de las organizaciones católicas. Análogas peticiones le llegan de los superiores de diversas órdenes religiosas, y él accede siempre.

En 1941, mientras se encuentra predicando un curso de retiro a sacerdotes de Lérida, fallece su madre, que tanto había ayudado en los apostolados del Opus Dei. El Señor permite que se desencadenen también duras incomprensiones en torno a su figura. El Obispo de Madrid, S.E. Mons. Eijo y Garay, le hace llegar su más sincero apoyo y concede la primera aprobación canónica del Opus Dei. El Beato Josemaría sobrelleva las dificultades con oración y buen humor, consciente de que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tm 3,12), y recomienda a sus hijos espirituales que, ante las ofensas, se esfuercen en perdonar y olvidar: callar, rezar, trabajar, sonreír.

En 1943, por una nueva gracia fundacional que recibe durante la celebración de la Misa, nace —dentro del Opus Dei— la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en la que se podrán incardinar los sacerdotes que proceden de los fieles laicos del Opus Dei. La plena pertenencia de fieles laicos y de sacerdotes al Opus Dei, así como la orgánica cooperación de unos y otros en sus apostolados, es un rasgo propio del carisma fundacional, que la Iglesia ha confirmado en 1982, al determinar su definitiva configuración jurídica como Prelatura personal. El 25 de junio de 1944 tres ingenieros —entre ellos Álvaro del Portillo, futuro sucesor del Fundador en la dirección del Opus Dei— reciben la ordenación sacerdotal. En lo sucesivo, serán casi un millar los laicos del Opus Dei que el Beato Josemaría llevará al sacerdocio.

La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz —intrínsecamente unida a la Prelatura del Opus Dei— desarrolla también, en plena sintonía con los Pastores de las Iglesias locales, actividades de formación espiritual para sacerdotes diocesanos y candidatos al sacerdocio. Los sacerdotes diocesanos también pueden formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, manteniendo inalterada su pertenencia al clero de las respectivas diócesis.

Espíritu Romano y universal Apenas vislumbró el fin de la guerra mundial, el Beato Josemaría comienza a preparar el trabajo apostólico en otros países, porque —insistía— quiere Jesús su Obra desde el primer momento con entraña universal, católica. En 1946 se traslada a Roma, con el fin de preparar el reconocimiento pontificio del Opus Dei. El 24 de febrero de 1947, Pío XII concede el decretum laudis; y el 16 de junio de 1950, la aprobación definitiva. A partir de esta fecha, también pueden ser admitidos como Cooperadores del Opus Dei hombres y mujeres no católicos y aun no cristianos, que ayuden con su trabajo, su limosna y su oración a las labores apostólicas.

La sede central del Opus Dei queda establecida en Roma, para subrayar de modo aún más tangible la aspiración que informa todo su trabajo: servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, en estrecha adhesión a la cátedra de Pedro y a la jerarquía eclesiástica. En repetidas ocasiones, Pío XII y Juan XXIII le hacen llegar manifestaciones de afecto y de estima; Pablo VI le escribirá en 1964 definiendo el Opus Dei como «expresión viva de la perenne juventud de la Iglesia».

También esta etapa de la vida del Fundador del Opus Dei se ve caracterizada por todo tipo de pruebas: a la salud afectada por tantos sufrimientos (padeció una grave forma de diabetes durante más de diez años: hasta 1954, en que se curó milagrosamente), se añaden las estrecheces económicas y las dificultades relacionadas con la expansión de los apostolados por el mundo entero. Sin embargo, su semblante rebosa siempre alegría, porque la verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre. Su permanente buen humor es un continuo testimonio de amor incondicionado a la voluntad de Dios.

El mundo es muy pequeño, cuando el Amor es grande: el deseo de inundar la tierra con la luz de Cristo le lleva a acoger las llamadas de numerosos Obispos que, desde todas las partes del mundo, piden la ayuda de los apostolados del Opus Dei a la evangelización. Surgen proyectos muy variados: escuelas de formación profesional, centros de capacitación para campesinos, universidades, colegios, hospitales y dispensarios médicos, etc. Estas actividades —un mar sin orillas, como le gusta repetir—, fruto de la iniciativa de cristianos corrientes que desean atender, con mentalidad laical y sentido profesional, las concretas necesidades de un determinado lugar, están abiertas a personas de todas las razas, religiones y condiciones sociales, porque su clara identidad cristiana se compagina siempre con un profundo respeto a la libertad de las conciencias.

En cuanto Juan XXIII anuncia la convocatoria de un Concilio Ecuménico, comienza a rezar y a hacer rezar por el feliz éxito de esa gran iniciativa que es el Concilio Ecuménico Vaticano II, como escribe en una carta de 1962. En aquellas sesiones, el Magisterio solemne confirmará aspectos fundamentales del espíritu del Opus Dei: la llamada universal a la santidad; el trabajo profesional como medio de santidad y apostolado; el valor y los límites legítimos de la libertad del cristiano en las cuestiones temporales, la Santa Misa como centro y raíz de la vida interior, etc. El Beato Josemaría se encuentra con numerosos Padres conciliares y Peritos, que ven en él un auténtico precursor de muchas de las líneas maestras del Vaticano II. Profundamente identificado con la doctrina conciliar, promueve diligentemente su puesta en práctica a través de las actividades formativas del Opus Dei en todo el mundo.

Santidad en medio del mundo De lejos —allá, en el horizonte— el cielo se junta con la tierra. Pero no olvides que donde de veras la tierra y el cielo se juntan es en tu corazón de hijo de Dios. La predicación del Beato Josemaría subraya constantemente la primacía de la vida interior sobre la actividad organizativa: Estas crisis mundiales son crisis de santos, escribió en Camino; y la santidad requiere siempre esa compenetración de oración, trabajo y apostolado que denomina unidad de vida y de la que su propia conducta constituye el mejor testimonio.

Estaba profundamente convencido de que para alcanzar la santidad en el trabajo cotidiano, es preciso esforzarse para ser alma de oración, alma de profunda vida interior. Cuando se vive de este modo, todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentando ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo puede ser oración, y todo trabajo, que es oración, es apostolado.

La raíz de la prodigiosa fecundidad de su ministerio se encuentra precisamente en la ardiente vida interior que hace del Beato Josemaría un contemplativo en medio del mundo: una vida interior alimentada por la oración y los sacramentos, que se manifiesta en el amor apasionado a la Eucaristía, en la profundidad con que vive la Misa como el centro y la raíz de su propia vida, en la tierna devoción a la Virgen María, a San José y a los Ángeles Custodios; en la fidelidad a la Iglesia y al Papa.

El encuentro definitivo con la Santísima Trinidad En los últimos años de su vida, el Fundador del Opus Dei emprende viajes de catequesis por numerosos países de Europa y de América Latina: en todas partes, mantiene numerosas reuniones de formación, sencillas y familiares —aun cuando con frecuencia asisten miles de personas para escucharlo—, en las que habla de Dios, de los sacramentos, de las devociones cristianas, de la santificación del trabajo, de amor a la Iglesia y al Papa. El 28 de marzo de 1975 celebra el jubileo sacerdotal. Aquel día su oración es como una síntesis de toda su vida: A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea: estoy comenzando, recomenzando, en mi lucha interior de cada jornada. Y así, hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando.

El 26 de junio de 1975, a mediodía, el Beato Josemaría muere en su habitación de trabajo, a consecuencia de un paro cardiaco, a los pies de un cuadro de la Santísima Virgen a la que dirige su última mirada. En ese momento, el Opus Dei se encuentra presente en los cinco continentes, con más de 60.000 miembros de 80 nacionalidades. Las obras de espiritualidad de Mons. Escrivá de Balaguer (Camino, Santo Rosario, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, La Iglesia, nuestra Madre, Via Crucis, Surco, Forja) se han difundido en millones de ejemplares.

Después de su fallecimiento, un gran número de fieles pide al Papa que se abra su causa de canonización. El 17 de mayo de 1992, en Roma, S.S. Juan Pablo II eleva a Josemaría Escrivá a los altares, en una multitudinaria ceremonia de beatificación. El 21 de septiembre de 2001, la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos miembros de la Congregación para las Causas de los Santos, confirma unánimemente el carácter milagroso de una curación y su atribución al Beato Josemaría. La lectura del relativo decreto sobre el milagro ante el Romano Pontífice, tiene lugar el 20 de diciembre. El 26 de febrero de 2002, Juan Pablo II preside el Consistorio Ordinario Público de Cardenales y, oídos los Cardenales, Arzobispos y Obispos presentes, establece que la ceremonia de Canonización del Beato Josemaría Escrivá se celebre el 6 de octubre de 2002.

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