Susanna Tamaro, “El mal no se combate con la retórica de los buenos sentimientos”, El Mundo, 3.IX.02

Nunca he creído en la bondad natural del hombre. (…) Esto ha provocado que no me sorprenda la exhibición de su maldad. Me maravilla, en cambio, que la gente se haya olvidado de esta natural tendencia al mal, que no tengamos ya memoria de nuestros orígenes. No fue Abel, muerto precozmente, sino Caín el que generó todas las estirpes que pueblan la Tierra. Un cielo vacío y un paraíso fácilmente edificable en la tierra sacaron al hombre de su camino. Entender la técnica -y dominarla- le proporcionó la ilusión de que el mismo saber era extensible al corazón. Sin cielo -y sin camino para recorrer-, también el hombre se torna máquina y, como todas las máquinas, puede funcionar bien o mal, depende de la construcción, del programa y del mantenimiento.

(…) Sin la idea de la redención, la Historia se convierte en una arena en la que los vencedores amontonan constantemente los cuerpos de los vencidos. Sin la idea de la redención, la vida de los seres humanos no es muy diferente de la de los excursionistas sorprendidos por la niebla. ¿Cuál es el camino por el que hemos venido? ¿Por dónde vamos caminando ahora? Nadie tiene una brújula, andamos a ciegas, volviendo siempre sobre nuestros pasos. De esta forma, cuando llegue la muerte, habremos gastado todos los zapatos caminando siempre por el mismo lugar. (…) El mal, la enfermedad, la destrucción y la muerte tienen, de hecho, una misteriosa razón de ser y de existir. La salvación no se consigue caminando al atardecer por la playa de un mar en calma, sino trepando por los montes, entre las zarzas y los espinos, con el riesgo constante de caerse por el barranco en cada instante. El mal no se puede combatir con el mal, pero tampoco con la retórica del bien y de los buenos sentimientos. Es como querer construir un tanque con mondadientes. «¡Tenemos que amarlos!», «tenemos que querer la paz». ¿Y por qué, cuando todo el mundo alrededor sólo habla de atropellos, de victoria de los impíos y de la ferocidad que triunfa? El pecado de este tiempo -y de todo tiempo- no es el mal, sino la idolatría. Ella es la que conduce al hombre a la deriva y transforma la historia en una carrera sin frenos hacia la aniquilación.

Sí, tendremos que plantar más árboles, observarlos, entender que entre nosotros y ellos la diferencia es realmente exigua, porque la vida de ambos depende de la generosidad de la luz y de la abundancia de agua. De la luz que es auténtica luz y del agua que calma la sed. Tendremos que sembrar más palabras. Palabras que golpean, que hieren. Palabras que hacen levantar la vista. Palabras que, en la estación justa, sepan germinar y transformarse en plantas. Las plantas de la esperanza, del amor y de la misericordia.

Tendremos que ser de nuevo capaces de ver, de escuchar, de renovar la alianza. Circuncidar la oreja, la mirada y el corazón al igual que, con la poda, se circuncidan las ramas para que nazca la flor y se transforme en fruto.

Informe anual sobre libertad religiosa en el mundo, 11.V.05

El 11 de mayo la Comisión para la Libertad Religiosa Internacional de Estados Unidos (USCIRF) presentaba su informe anual sobre libertad religiosa. Junto con el informe, la comisión anunciaba sus recomendaciones a la secretaria de estado, Condoleezza Rice, sobre «los países de especial preocupación» (CPCs).

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Julio de la Vega-Hazas, “La veta gnóstica”, Arvo, V.2006

Una conocida fábula de Hans Christian Andersen es la del emperador y el traje invisible. En el reino de un emperador aficionado a los trajes refinados, llegaron un día dos sastres extranjeros, precedidos de gran fama. “El emperador -cuenta Andersen- les concedió una audiencia de inmediato.

– Quiero ver esa famosa tela de la que tanto hablan -exigió el emperador.

– Aún no la hemos tejido. Pero si su majestad nos proporciona una habitación espaciosa, unos telares y ciertos materiales, confeccionaremos para su excelencia esta magnífica tela -dijo uno de los sastres.

– Y nosotros, por supuesto, como regalo, añadiremos la magia -añadió el otro sastre.

– ¿Qué magia? -preguntó el emperador, entusiasmado.

– Nadie que sea perverso o estúpido, que esté en un cargo para el que no sirve o que ocupe un lugar inmerecido en la corte, podrá ver la tela ni el vestido que haremos -comentaron los sastres con ademán de estar contando un secreto importante.

– ¿Es eso cierto? -exclamó el emperador-. ¡Asombroso! ¡Estupendo! Comiencen ya, y, por favor, no escatimen nada. De inmediato haré que les proporcionen los materiales necesarios para elaborar esa tela”.

Los sastres recopilaron así gran cantidad de hilo de oro y piedras preciosas, mientras simulaban estar tejiendo. Los ministros que supervisaban el trabajo no podían ver nada, pero nadie estaba dispuesto a pasar por tonto o por inepto, por lo que daban todo por bueno y así siguió la farsa.

Cuando fue presentada en la corte, nadie veía nada. Pero… “hicieron cara de asombro, no por ver la tela, sino por no verla y, en su confusión, exclamaron: – ¡Magnífica! ¡Realmente magnífica! – Observe su majestad qué espléndidos estampados ¡y qué colores! -decían los cortesanos señalando los telares, creyendo en verdad que los otros veían lo que no podían ver.

¿Qué absurdo es éste?, pensó el emperador. No puedo ver nada. ¡Esto es horrible! ¿Soy un estúpido? ¡Esto es lo peor que me ha ocurrido! Nadie lo debe saber. Aprobaré la tela como sea.

– ¡Oh, es deliciosa, de verdad majestuosa! -dijo el emperador en voz alta, con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja.- ¡Cuenta con mi aprobación!” Así llegamos al gran día de la presentación oficial a todo el reino. Todo el mundo fingía admiración, pues nadie quería pasar por tonto. Hasta que, por fin, un niño de entre la multitud gritó: “¡Pero si está desnudo!”. Al principio, hubo desconcierto, hasta que el sentido común consiguió abrirse paso, y la multitud acabó burlándose del emperador. Quedó en ridículo y se descubrió el timo; tarde, pues los sastres estafadores habían huido con el rico botín.

La fábula es aún más vieja: se recoge en el cuento nº 14 de El Conde Lucanor, escrito en el siglo XIV (con la diferencia de que quienes no lo veían no eran aquí los tontos, sino los hijos ilegítimos). Pone de manifiesto, en todo caso, que la vanidad humana es capaz de pasar por encima del sentido común y aceptar las cosas más descabelladas.

Esto viene a cuento de que, dentro del ámbito de la religión, es una de las claves para entender una constante histórica que ha recibido el nombre de “gnosticismo”. El nombre viene del griego gnosis, que significa “conocimiento” (no se debe confundir con el agnosticismo, pues la “a” como prefijo significa negación: el “no-conocimiento”). Reúne una miriada de círculos esotéricos o sectas que tienen en común afirmar una visión de la auténtica realidad que escapa al conocimiento del vulgo y se reserva para un restringido grupo de privilegiados que puede alcanzar la iluminación necesaria para alcanzar la “gnosis”.

El gnosticismo ha sido una constante histórica: siempre ha habido sectas gnósticas, y siempre han sido religiones minoritarias. Entre sus seguidores han predominado, en contra de lo que pudiera suponerse a primera vista, personas de buena posición social y cultural, como sucedía con los cortesanos de la fábula. Y no puede decirse que haya un origen determinado de este tipo de grupos. Por el contrario, se puede decir que ninguna religión bien establecida se ha librado de algún parasitismo gnóstico. El cristianismo, por supuesto, tampoco. Aparecieron gnósticos tan al principio, que ya hay en el Nuevo Testamento alguna alusión a embaucadores que vienen con extrañas fábulas. Es posible que el descubrimiento reciente de un manuscrito del llamado Evangelio de Judas tenga valor arqueológico, pero desde luego no constituye un hallazgo sorprendente. Ya está mencionado en las obras de San Ireneo, en el siglo III. Es uno más de una larga lista de escritos gnósticos, como el Evangelio de Matías, el Evangelio de Felipe, los Hechos de Pedro, los Hechos de Tomás, el Apocalipsis de Adán, el Evangelio de la verdad, el Tratado de las tres naturalezas y un largo etcétera. Alguno enlaza con gnosticismos judíos anteriores a Cristo. Los argumentos varían, pero siempre hay un denominador común: la Biblia está dirigida al vulgo ignorante, mientras que estos documentos revelan la auténtica verdad, asequible tan sólo a unos privilegiados.

Si nos ceñimos a los gnosticismos de raíz cristiana y a la actualidad, encontramos dos filones de procedencia de sectas gnósticas: Sudamérica (sobre todo Colombia, Venezuela y Brasil) y Europa occidental; a diferencia de lo que sucede con sectas de otros tipos, los Estados Unidos no son aquí muy significativos. De América del Sur -el filón más reciente- vienen cosas como el llamado Movimiento Gnóstico Cristiano Universal, con alguna implantación en España. Lo fundó en 1954 el colombiano Víctor Manuel Gómez, que aseguró ser la última reencarnación de antiguos sabios y se hizo llamar “Venerable Maestro Aun Weor”. Sostenía lo que denominaba “gnosis del Cristo cósmico”: Cristo, que había estudiado en la pirámide de Kefrén y viajado al Tíbet, legó una “liturgia solar” para que quienes tuvieran acceso a ella pudieran pasar del “cuerpo lunar” o molecular al “cuerpo solar” o astral. No falta, como en la fábula, un toque de magia -de dudoso gusto-, que proporciona además la clave oculta para poder entender lo que esconde la narración de los Evangelios. Un típico producto gnóstico.

En el mundo occidental encontramos un mosaico de grupos, que tienen antecedentes en otros similares, en una cadena que se remonta siglos. Esto permite hablar de diversas tradiciones. Entre ellas, destacan dos. La primera es la rosacruciana, nombre que hace alusión al legendario viajero alemán del siglo XIII Christian Rosenkreutz. En la actualidad, la secta de este grupo mejor implantada -España incluida- es AMORC (Antigua y Mística Orden de la Rosa Cruz), fundada en 1915 por el norteamericano -algo poco común- Harvey Spencer Lewis. Presenta una mezcla de contenidos orientales -hinduistas sobre todo-, símbolos del antiguo Egipto y algún elemento de origen cristiano. Su gnosis debe llegar a la Gran Alma Universal, y no falta el elemento mágico, que aquí se llama alquimia espiritual. Como suele ser común, reivindica que fueron rosacrucianos personajes como Leonardo o Newton.

La otra tradición destacable es la templaria, radicada sobre todo en Francia. Sus exponentes tienen en común la pretensión de ser continuadores de los secretos de la antigua Orden Templaria, suprimida en el siglo XIV, cuando su último Gran Maestre, Jacques de Molay, fue injustamente ajusticiado en la hoguera en 1314. Los “secretos” en realidad no tienen nada que ver con los auténticos templarios. En este gran saco, y dependiendo de la miriada de sectas de esta línea -más de quinientas identificadas en Francia en los últimos dos siglos- se pueden encontrar todo tipo de santos griales, tesoros ocultos y revelaciones gnósticas supuestamente conservadas por una minoría iluminada a través de los siglos, sobre Jesús y sus primeros discípulos. Y, por supuesto, también aquí es moneda común decir que Leonardo, Descartes o Newton pertenecían a esa secreta minoría. El análisis de las doctrinas de cada grupo, así como las influencias y trasvases entre ellas o con otras tradiciones, la masonería, etc., nos introduciría en un enrevesado laberinto tan complicado como inútil.

En momentos de escasa libertad religiosa, las sectas gnósticas se encierran en un hermetismo estricto. Pero cuando pueden expresar con más libertad sus ideas, la tentación de mostrarse como seres de conocimiento privilegiado es difícil de resistir. Hay también en este aspecto un paralelismo con la fábula: el emperador tenía ganas de mostrar su maravilloso traje al pueblo. Si el deseo va aderezado con el encanto del misterio y de lo mágico, se convierte fácilmente en un producto comercial. Puede dar lugar a una erudita exposición gnóstica, como ocurrió con el best-seller El retorno de los brujos (de Louis Pauwels y Jacques Bergier) hace cuarenta años; a tratar la fantasía como tal y convertirla en un cómic filmado como es el caso del grial de Indiana Jones; o a una novela aderezada de morbo y con peor idea, como sucede con El Código da Vinci. En un sentido u otro, el gnosticismo siempre ha sido una veta para los buscadores de fantasías.

¿Qué sucede al final con toda esta ilusión gnóstica? Si no se toma en serio, simplemente entretiene, y nada más. Si se toma en serio, la fábula vuelve a ser ilustrativa. Parece que hay un primer momento de mezcla de incertidumbre -¿y si es verdad?-, curiosidad y fascinación. Después acaba por imponerse el sentido común, más propicio a salir de la gente sencilla que de los pretendidamente cultos e inteligentes, más propensos a mantener actitudes postizas por vanidad o miedo a quedar en mala posición. En la Roma del año 150 debía sonar muy moderna la doctrina de Marción -un conocido gnóstico, al que Tertuliano dedica una obra-, según la cual Jesucristo era un “eón” que rescató el mundo del orgulloso Gran Arkhón que adoraban los judíos, pero tardó poco en ser considerada una ridícula fantasía, y hoy nos cuesta entender que todo un Tertuliano le dedicara tanta atención. Hoy ocurrirá lo mismo. Pero hay una última enseñanza extraída de la fábula de Andersen. Cuando todos recuperaron la sensatez, los mágicos sastres causantes de la estafa ya estaban fuera de escena, disfrutando de sus pingües ganancias a costa de los ingenuos que deseaban ser inteligentes a toda costa.

Ignacio Aréchaga, “Religión en la escuela”, Aceprensa, 15.II.2006

Alianza de civilizaciones y religión en la escuela. No hay mejor caldo de cultivo para el conflicto que la ignorancia mutua.

La crisis internacional desatada por la publicación de las caricaturas de Mahoma ha revelado que no hay mejor caldo de cultivo para el conflicto que la ignorancia mutua: ignorancia europea de la sensibilidad religiosa islámica, e ignorancia musulmana de la sensibilidad democrática en Europa.

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Juan Luis Lorda, ¿Es relativa la moral?, Nuestro Tiempo, I.2006

¿Es relativa la moral? Gran parte de nuestros contemporáneos contestarían que sí, sin dudarlo y sin pensarlo. Y por relativa entenderían “opinable”. Creen sinceramente que la moral está sujeta a los gustos de cada uno. Otros contestarían que no, que la moral es inmutable. Y con esto querrían decir que los preceptos de la moral son iguales para todos los hombres de todos los tiempos. Son posiciones poco compatibles, desde luego. Unos creen que la moral es subjetiva, que se fundamenta en los propios gustos o decisiones; otros creen que la moral es objetiva, que se fundamenta en la realidad de las cosas.

Los escolásticos medievales pensaban que, cuando hay opiniones contrapuestas sobre un tema, es preciso distinguir para dar a cada uno la razón que tiene. Porque la gente suele apoyarse en alguna razón y hay que concedérsela. Es lo que vamos a intentar.

Lo relativo del Everest Relativo es, de entrada, una palabra tremenda. Porque es exactamente lo contrario que “absoluto”. Y Absoluto, en la historia de la filosofía, es una palabra que se reserva para Dios o para lo divino o para el Todo. Lo demás, por comparación, es siempre relativo.

La idea del Absoluto implica, entre otras cosas, que si pudiéramos llegar a conocerlo bien, sólo podría ser pensado de una manera. En esto se basa, en parte, el famoso argumento ontológico de San Anselmo. En cambio, todas las cosas que no son el Absoluto pueden ser pensadas de otra manera: podrían no existir o existir de otra forma.

Se puede pensar el mundo de muchas maneras. Tolkien ha pensado un mundo fantástico con elfos, orcos y hobbits; y este mundo podría haber existido. Nada lo impide. Y podrían imaginarse otros, cada uno con sus reglas. En nuestra imaginación, cabe un número infinito de mundos. En la misma medida, podría haber infinitas morales.

Si estuviésemos hechos de una substancia esponjosa, podría ser un gran gesto de aprecio con los ancianos vapulearlos con una estaca, si eso estimulara la circulación y rejuveneciera los tejidos. El mundo y la especie humana podrían ser así. Pero, de hecho, no son así. Vapulear a los ancianos con una estaca les produce mucho daño y, en consecuencia, es objetivamente una crueldad, además de una injusticia. Podría ser de otro modo, pero no es de otro modo.

Esto hay que subrayarlo porque está en la base de casi todas las confusiones. Siempre podemos pensar la realidad y la moral de otro modo. En este sentido, la moral es relativa.

También, en ese sentido, el Everest es relativo. Podría tener más metros de los que tiene (8848) o, quizá, tener menos. Dentro de unos mínimos de coherencia, ninguna razón impide que acabara en tres picos o en ocho, en aristas o en formas redondeadas. Nada impide que estuviera unos kilómetros más a la derecha o más a la izquierda. Es relativo. Siempre podemos imaginarlo de otra manera Claro es que, si tuviéramos que viajar en avión, mediríamos bien las distancias. Porque, aunque podamos imaginarlo de otro modo, el Everest está donde está y no se puede pasar por en medio.

Quien conozca bien la tercera vía de Santo Tomás de Aquino y la moral kantiana, podrá añadir por su cuenta interesantes precisiones. Pero como no son necesarias para la substancia del argumento y son difíciles, no las vamos a desarrollar. De momento, basta con decir que la moral, como todo lo relativo, dentro de unos mínimos de coherencia, puede ser siempre pensada de otra manera. Con esto damos razón a los que creen que pueden imaginarse una moral distinta. Siempre pueden hacerlo. Pero sucede como con el Everest: es preferible descubrir el que existe.

El umbral de la experiencia moral En un famoso pasaje de la Etica a Nicómaco, Aristóteles analiza los motivos de las acciones humanas. Y dice que pueden ser tres: obramos buscando el placer, buscando lo que es conveniente, o porque es hermoso obrar así. También obramos por sus contrarios: para evitar el dolor, lo que es inconveniente o lo que nos parece repugnante. Aunque hay algunas variantes en su interpretación, esta clasificación nos da una pista sobre la experiencia moral.

Desde luego, muchas de nuestras acciones tienen como motivo el placer. Obramos porque nos apetece y buscando darnos gusto. En otros casos, buscamos un provecho o una ventaja para nosotros. Y también hacemos cosas porque nos parece que hay que hacerlas (deberes y obligaciones). Nos parece hermoso obrar de esta manera e indigno obrar de otra (ideales de conducta). En estas distinciones se juega lo que es la moral.

Hay un umbral muy claro. Mientras el motivo de nuestras acciones sea sólo el propio placer y la propia ventaja, no estamos dentro de la experiencia moral. Nos falta el aspecto más importante. Por eso, el utilitarismo es tan insuficiente como proyecto para una ética personal. Puede ayudar a razonar los mínimos de la convivencia política y, en algunos casos, las responsabilidades morales, pero el cálculo de las ventajas no permite construir una moral que sirva para guiar personas. Las encierra en el egoísmo. Desde este punto de vista, las morales que cada uno puede inventarse en relación con sus gustos y aspiraciones, no son en realidad, morales. Porque no cuentan con los resortes morales. Sólo pueden ser disfraces de moral.

La existencia de la moral se juega precisamente en experimentar y reconocer que existen más móviles que el cálculo egoísta (personal o colectivo) de los propios placeres e intereses. Cuando se admite que las situaciones reclaman algo de nosotros, más allá de nuestros placeres e intereses, es cuando entramos en el campo de la moral. Cuando se percibe que hay una manera de actuar bella y digna del hombre y también una manera repugnante e indigna.

En realidad, a la mayor parte de la humanidad le parece indigno poner los propios placeres e intereses por encima de todo. Este egoísmo suele ser considerado por las personas normales no intelectuales, como la esencia de la inmoralidad. En cambio, sacrificar los propios placeres y los propios intereses en beneficio de otros, la generosidad y el altruismo, son considerados como la quintaesencia de la nobleza.

Lo primero es repugnante para el sentido moral ordinario y lo segundo suscita admiración. El bombero que se juega la vida por salvar al niño, el capitán que abandona el último el barco que se hunde, o los padres que sacrifican sus gustos por atender a sus hijos son considerados universalmente como conductas nobles, como ejemplos que hay que imitar, que hacen a la humanidad más digna y nos apartan de la ley de la selva. En estas cosas, hay un acuerdo prácticamente universal que no se basa en razones.

Naturalmente, cualquiera puede imaginar unas bases morales distintas; bien por el deseo de llevar la contraria al conjunto de la humanidad, que es una de las grandes pasiones intelectuales; o bien por justificar su egoísmo, que es una pasión muy común y no afecta sólo a los intelectuales. No se puede justificar teóricamente que el sacrificio sea noble y el egoísmo innoble. Siempre se puede negar intelectualmente. Es como el Everest.

Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿la moral es relativa? Ya hemos traspasado el umbral de la experiencia moral y nos hemos encontrado con un campo que tiene referencias bastante claras. Pero todavía serán más claras, si nos adentramos en este campo. Hace años traté a un excelente gestor y aprendí de él principios de gobierno tan sabios como éste: “si quieres no poder resolver un problema, generalízalo”. Y es cierto, cuando se generalizan las cuestiones, se pierde el control sobre ellas. Si la pregunta es si la moral es relativa, lo peor es generalizar, y lo mejor es que miremos el campo de la moral y pensemos honradamente qué parte puede ser relativa.

La moral tiene tres partes fundamentales. La que se refiere a la relación con los demás, que compendia los deberes de justicia y solidaridad. La que se refiere a la relación con uno mismo, al tenor o estilo de vida. Y la que se refiere a la sexualidad, matrimonio y familia. En estos tres apartados, se puede meter casi todo. ¿Qué parte es relativa? La parte más universal de la moral: la justicia y la solidaridad Como somos seres sociales y vivimos en sociedad, la parte más amplia de la moral se refiere a los demás y se concreta en los deberes de justicia y solidaridad. Esto es prácticamente el 80 o 90 por ciento de la moral. Y es la parte más ampliamente compartida de la moral.

La justicia tiene algo de necesidad matemática porque se basa en la equidad. En dar igual a los que son iguales. Y pedir por igual a los que son iguales. Como los seres humanos somos iguales en lo fundamental (en ser humanos), todas las relaciones humanas se basan en cierta equidad, en una correspondencia. Y esto se capta espontáneamente.

La justicia tiene una primera parte que se refiere al respeto que merecen los demás; al respeto de su persona, de su fama y de sus bienes. Y se compendia en una norma que se considera la regla de oro de la moral, y que encontramos por todas partes: “No hagas a otro lo que no quieres para ti”. Lo recomendaba Confucio (Lun-Yu 15,23; 12,2). Y C. S. Lewis, en su hermoso libro La abolición del hombre, ofrece una amplia lista de otras fuentes. Se trata de algo muy evidente, pero, como todo, podría ser oscurecido o ignorado teóricamente.

Un segundo campo de la justicia son los tratos entre particulares. Son justos cuando hay equilibrio y cuando se cumple lo pactado. También en este aspecto, hay un acuerdo espontáneo y universal. A Cicerón le parecía lo más elemental y obvio de la justicia y lo más necesario para el orden civil. No necesita que le dediquemos más tiempo.

Un tercer campo son las relaciones del particular con la sociedad o la comunidad humana. A esto se le llama “justicia distributiva”, a la que distribuye equitativamente -con una medida de igualdad- los beneficios y las cargas sociales entre los miembros de una sociedad. Como es sabido, la equidad no es la igualdad matemática. Pues es lógico atender más a los que más necesitan. Y pedir más a los que más pueden. La equidad es una exigencia constante de los pueblos para sus gobernantes. Pero también se puede observar en cualquier reparto que realice un grupo de niños.

Por último, están los deberes de solidaridad. Es decir la inclinación a ayudar al miembro de la sociedad que está necesitado. Este deber es reconocido espontáneamente en cualquier sociedad, porque forma parte de la dotación natural del ser humano, que, cuando está sano, siente compasión por sus semejantes y se pone en su lugar. La solidaridad está unida al sentimiento común de pertenencia. Por eso, a veces, se limita. a ayudar al cercano; y se excluye al esclavo o se odia al extranjero.

¿Hasta dónde tiene que llegar la solidaridad? En el fondo, es la pregunta del Evangelio: “¿quién es mi prójimo?” Jesucristo no dejó lugar a dudas: para un cristiano, es prójimo todo aquel que pasa a su lado. El precepto de “Amar al prójimo como a ti mismo” se extiende a todos los hombres porque todos son hijos de Dios. También está asumido en las legislaciones democráticas, que han tomado sus ideales de igualdad y fraternidad del legado cultural cristiano. E, independientemente del cristianismo, existe en muchas culturas donde se prescribe ser hospitalario con los forasteros y extranjeros (quizá es un indicio de su dificultad).

En otras culturas y otros momentos, se pueden observar restricciones de la solidaridad. Hemos mencionado ya la esclavitud. También la guerra. Es difícil ver que el enemigo es un prójimo. Y se han dado otros casos históricos. Los nazis, por ejemplo, hicieron una política basada en la desigualdad de personas y razas. También los jacobinos y los comunistas sacrificaron los derechos de las personas a los supuestos intereses del Estado. Pero no se trata de morales distintas, sino más bien de aberraciones teóricas que reprimen el sentido común moral. De todas formas, por los resquicios de la teoría, e incluso en medio de los horrores, se dejan ver los sentimientos humanitarios, que muestran la capacidad humana de ponerse en el lugar del otro. Hay muchos ejemplos hermosos que honran a la humanidad.

Los deberes de justicia y solidaridad cuentan con un reconocimiento prácticamente universal. Están en la base del reconocimiento de los derechos humanos. Y son, como hemos dicho, el 80 o 90 por ciento de la moral. Por tanto, es estadísticamente falso decir que la moral es relativa, en el sentido de que sea variable. Lo cierto es que casi toda la humanidad está de acuerdo en la mayor parte de la moral. Y niega violentamente (con policía y cárceles) que dependa de gustos particulares. Sólo se oponen teóricamente unos cuantos intelectuales y, prácticamente, unos cuantos canallas.

La parte más aristocrática de la moral: el dominio de sí (la virtud) A diferencia de la justicia, que, en su mayor parte, es muy intuitiva y evidente, la cuestión de cómo comportarse y qué tenor de vida llevar, es más compleja. Y tiene algo de subjetivo. Pues depende de la experiencia que se tenga.

Los jóvenes son sensibles a la autenticidad y a los ideales, y juzgan con mucho idealismo y radicalidad sobre la justicia. Pero son menos certeros sobre el tenor de vida que conviene llevar. La opinión juvenil sobre las diversiones y el alcohol, por ejemplo, no es un juicio moral. Sólo indica sus preferencias viscerales. Los jóvenes son muy pasionales, les enganchan las emociones fuertes o románticas y les falta experiencia de la vida. Pueden estar seguros de que el alcohol, la velocidad y la juerga son estupendos y llamarle a esto una opinión moral. Pero no lo es, porque no se basa en un juicio equilibrado sobre la realidad de las cosas, que apenas conocen. Tampoco es una opinión estable, porque va a cambiar con la experiencia.

Los jóvenes no perciben qué rastro puede dejar en sus vidas, en sus familias o en la sociedad una vida desarreglada, dada al alcohol, a las emociones fuertes o a la juerga. Les puede fascinar que uno se juegue la vida con un coche. Y no les causa pena ver a una persona borracha o drogada. Para que esto duela, hace falta haber aprendido a amar la dignidad y la conciencia humanas. Hace falta experiencia y años para saber qué construye y qué destruye. También hace falta experiencia de lo buena que es la sobriedad.

Cuando maduran, las personas saben más y juzgan mejor sobre lo que es bueno para la vida. Y si procuran vivir con rectitud, alcanzan la sabiduría. Es recto el que responde a lo que cree que exigen las cosas y no se deja desviar ni por el egoísmo ni por el miedo Muchas tradiciones culturales tienen esos hombres sabios como referencia (otras no). Y el destilado de la sabiduría universal sobre los ideales de la vida humana es muy concorde. Por debajo, se concentra en el ascetismo: en el ideal del dominio de sí y de la sobriedad. Por encima, se concentra en dedicar la vida a los grandes bienes de la contemplación de la verdad, de las artes o del servicio a la sociedad. Negarse a los instintos para poder servir a los grandes bienes. Los muchos sabios que ha tenido el mundo (Confucio, Buda, Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, San Agustín, Juan Luis Vives, Gandhi, por ejemplo) no conciben que haya otras aspiraciones dignas de un hombre. Con palabras de Max Scheler, “el hombre es un animal ascético”. Sólo con renuncias, puede el hombre vivir a la altura de su espíritu.

Es un consenso universal, pero sólo entre los sabios. En estos asuntos, no todos juzgan igual. Tienen un sentido moral más profundo y más certero los mejores (aristos), los que reúnen experiencia y rectitud. Ya lo sabían los clásicos. Pero también Umberto Eco en su diálogo con el cardenal Martini: “La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est (cuyo dios es el vientre)”.

La moral personal no es democrática, sino aristocrática (de aristos). No es extraño. La ciencia tampoco es democrática; y el arte tampoco. Aunque todos valemos lo mismo como personas, no valemos lo mismo como sabios, como científicos o como escritores. Hay que respetar la conciencia de cada uno, pero la pretensión de que cada uno haga la moral a su gusto, es tan poco razonable como si hiciera la ciencia a su medida. No hay otro camino que aprender de los que saben, reunir experiencia personal y procurar ser recto, es decir juzgar con rectitud en lo propio, sin dejarse desviar ni por el egoísmo ni por el miedo.

En esta segunda parte, el problema no es que la moral sea variable, sino que es variable nuestro sentido y nuestra calidad moral. Una cosa es que, en la vida democrática, haya que respetar a todos y no meterse a juzgar vidas ajenas, y otra es que haya que fingir que no se sabe cómo funciona el egoísmo, cuánto importa el dominio de sí y qué noble es la generosidad, que son experiencias morales prácticamente universales.

La parte más compleja de la moral: la moral sexual Nos queda la tercera parte: la moral sexual. Aquí es donde hay más problemas. Cuando se dice que la moral es relativa, muchas veces es un eufemismo para justificar libertades sexuales. Los eufemismos están hechos para disimular la crudeza de la realidad y, desde luego, hacen más amable la convivencia, pero confunden el pensamiento. No se puede pensar bien con eufemismos: conviene destaparlos.

La moral sexual tiene algunos aspectos en común con las otras dos partes. Por ejemplo, en toda relación sexual con otra persona, hay aspectos de justicia, a veces, muy graves. Prometerse o tener un hijo genera obligaciones y deberes muy graves, que van mucho más allá que el capricho y la opinión personal. Como hemos visto, el conjunto de la humanidad considera repugnante al egoísta que pone sus placeres e intereses por encima de sus deberes con los demás. Abandonar una mujer o unos hijos sólo por enamorarse de otra persona es, por ejemplo, una evidente manifestación de egoísmo a la vez que una grave injusticia. Aunque se puede entender que, después de hacerlo, alguien quiera construir una moral nueva.

En la sexualidad también hay aspectos de dominio de sí, que tienen que ver con la segunda parte de la moral. Dejarse arrebatar por los caprichos sexuales es tan indigno y genera tantas injusticias y daños como dejarse conducir por la bebida o la droga. El placer sexual necesita ascetismo. Y mayor que otras cosas, precisamente porque tira más. También en esto el acuerdo de los sabios es prácticamente universal. Valga, como ejemplo, esta cita de Epicteto: ”En cuanto a los placeres sexuales, en lo posible, hay que conservarse puro antes de la boda y al unirse, compartir el gusto legítimo” (Enchiridion 33,8).

El placer y la pasión sexual es, muchas veces, lo más aparatoso de la sexualidad. Y tiene su dignidad y su función. Pero es el aspecto menos importante. Si no se pone en su sitio, no se puede hacer una moral sexual. Porque no se puede superar un planteamiento egoísta. Hay que situarlo en su marco real.

Por el lado biológico, la sexualidad tiene que ver con algo tan importante como la reproducción. En el plano personal, tiene que ver con el amor conyugal y con lo que es la familia, como relación de personas. En el plano social, afecta directamente al bien común, porque siempre pone en juego el futuro de la sociedad. Estas cuatro dimensiones (biología, amor conyugal, familia, sociedad) componen su marco real. Y no son imaginaciones.

No es posible describir en unos pocos párrafos la moral sexual. Pero se puede trazar sus líneas principales, partiendo de este marco. La primera referencia es la verdad biológica, natural y ecológica del sexo. Los órganos masculino y femenino tienen una complementariedad y hay una manera natural y ecológica de usar el sexo; y todas las demás no lo son. Claro es que se puede imaginar y defender que lo son, pero el hecho es que no lo son. El orden natural y ecológico de la sexualidad es tan opinable como el del aparato digestivo. No hace falta ser biólogo para darse cuenta. Usar del sexo sin respetar esta ordenación es privar de sentido biológico a la sexualidad y, en esa misma medida, es antinatural e inmoral. Es tan antinatural y tan inmoral como comer para producirse placer y luego vomitar.

La segunda referencia es la verdad del amor humano, por llamarla así. El amor entre varón y mujer no es un amor entre cuerpos, sino entre personas que se comprometen mutuamente. Siempre han existido otras fórmulas, para desfogar la pasión sexual, sin necesidad de trato personal ni compromiso de amor. Muchos animales lo viven así y el hombre puede imitarlos. Pero hay una relación entre varón y mujer donde el sexo es expresión de una entrega, de unas promesas de amor que quieren ser eternas: eso es el amor conyugal. Un amor que aspira y supone -por sí mismo- un compromiso de fidelidad. Todos los quebrantos románticos no hacen más que ponerlo de relieve. Manifiestan la belleza y fuerza de ese ideal, y también su dificultad.

No hace mucho, el cantante Robbie Williams, declaraba: “Nunca he estado con una mujer porque me gustara, sino porque me sentía solo. Ser yo mismo y entregarme a alguien era algo impensable. Me faltaba la autoestima necesaria para eso. Pensaba que si una mujer se enamoraba de mí, es que no valdría la pena. Cuando hace cinco años dejé las drogas y me apunté a Alcohólicos anónimos, me prometí involucrarme en una relación sólo cuando me viera capaz de ofrecer lo que una compañera pudiera esperar de mí: sinceridad y fidelidad” (XLSemanal, 20. XI, 05, 26). Lo que Robbie quiere al sentirse sano es el ideal. Lo otro no lo era. Hay que desear que lo logre, aunque el punto de partida no sea muy prometedor.

La tercera referencia es la familia: los deberes y alegrías de la paternidad y maternidad; y la convivencia entre padres e hijos. Como es experiencia universal, en este contexto se producen, muchas veces, las relaciones humanas más intensas y duraderas que existen. Las muchas tragedias personales que surgen cuando no funciona muestran qué nivel humano tan hondo alcanzan. También manifiestan qué importantes deberes de justicia están implicados y qué esfuerzo conviene hacer para que conseguir que funcione.

La cuarta referencia es el beneficio social. Todo lo que se diga es poco. Desgraciadamente, el tema de la familia está tan artificialmente privatizado en nuestra cultura, que se considera de mal gusto poner de relieve cuánto depende de ella la salud y el futuro de una sociedad. La familia es un ámbito educativo, un lugar de acogida y asistencia social y un núcleo económico, que motiva el trabajo, capitaliza el ahorro, crea y estabiliza empresas y transmite experiencia profesional. Hay que ponerse a hacer cuentas para saber con qué se juega. En la vida social, puede ser necesario tolerar errores y quiebras, y buscarles algún remedio, pero sería un error desconocer cuál es el ideal que hay que primar y proteger.

La moral cristiana, que es una moral revelada por Cristo, se planta directamente en el ideal con todos sus rasgos: pide un matrimonio de uno con una y para siempre; un uso sexual que respete el orden natural y biológico; y una atención entregada a los hijos hasta su madurez. Ha aportado históricamente una gran claridad al tema y es un punto de referencia incluso para los que no creen. Hay una gran experiencia de los muchos bienes que de aquí se derivan. También hay experiencia de que el amor conyugal es exigente y, muchas veces, heroico. Pero es que no se trata de un juego. Tiene dificultades serias y, para que salga bien, hay que invertir mucho tiempo, mucha dedicación y mucho cariño. Esa es la receta. Con menos no sale. Y en estos temas, cuanto más egoísmo, peor.

El sexo se puede sentir como un impulso privado y un derecho al goce personal, pero tiene el marco natural que hemos descrito. Intentar hacer una moral sin tenerlo en cuenta es como imaginarse el Everest en otro lugar.

Variantes y deformaciones de la moral Hemos visto en qué parte tan grande la moral es universal. Y qué bases tan claras tiene. Hay que reconocer también que se dan algunas variantes históricas en los usos morales. Esto se debe a distintas causas. La moral depende de la percepción de la realidad. Y, esto viene condicionado en parte por las tradiciones culturales. Cada uno ve con sus ojos, pero juzga la realidad también con las categorías que le han enseñado.

Como hemos dicho, los ideales de justicia son bastante evidentes. Pero el odio racial puede oscurecer el sentimiento de igualdad. Y unas condiciones muy duras de supervivencia pueden generar costumbres sociales muy crueles, especialmente con los más débiles (enfermos, ancianos, esclavos, prisioneros). Además, por lo mismo que hay personas egoístas y violentas, hay sociedades con distintos grados de egoísmo y violencia. Y esto lo transmiten a sus miembros.

Las necesidades de la supervivencia, la necesidad de conservar el orden social y la experiencia de la vida suelen imponer en cualquier sociedad criterios de justicia, moderación personal y disciplina sexual bastante rígidos. Ninguna sociedad puede sobrevivir, por ejemplo, con una indisciplina sexual generalizada. Los hijos son un bien de primer orden para los padres y para la sociedad. Es la razón de que, por todas partes, en las sociedades estables, se observen unas leyes sexuales tan rígidas, aunque haya algunas variantes y, por supuesto, transgresiones. Es que están en juego bienes muy reales, con reglas muy reales también.

Nuestra sociedad ha alcanzado unos niveles de sensibilidad moral muy altos en justicia y solidaridad. Nunca ha resultado tan clara y tan respetada esta parte de la moral. Es un gran éxito que hay que valorar, aunque luego mencionaremos algunas dolorosas incoherencias.

En lo que se refiere al estilo de vida, nuestra cultura se ha convertido en una sociedad de consumo, dominada por la presión publicitaria, que es tan ubicua como la atmosférica, y combate directamente los ideales de una vida sobria. Nuestra sociedad admira esos ideales (en monjes, en fáquires, en misioneros o en voluntarios de ONGs), pero, desde luego, no se los propone. Por eso, es incapaz de educar a sus jóvenes. Nadie se atreve a pedirles sacrificios, que es el entrenamiento más elemental de la vida moral: poner los deberes por encima de los gustos. Más bien, se les tiene envidia (poder gozar de todo siendo jóvenes y sin obligaciones) y padecemos un “Complejo de Peter Pan” colectivo.

La moral sexual es el aspecto más alterado. En nuestra sociedad, se ha producido una revolución sin precedentes, que no se debe desde luego al progreso moral, sino más bien a sencillas posibilidades técnicas que separan los placeres sexuales de sus consecuencias naturales. La “píldora” y otros medios han quitado su gravedad (y su sentido natural) a las relaciones sexuales. Esto ha provocado una “sexualización” generalizada (del que es un testimonio la pornografía) y una trivialización de las costumbres sexuales. Sólo después se han intentado hacer nuevas morales donde cupieran los hechos, pero no caben.

En realidad, el marco natural y moral de la sexualidad no ha variado: sus cuatro aspectos son los mismos; y la felicidad personal y el futuro de las sociedades sigue dependiendo, en altísima medida, de las familias. La realidad es como es. El amor libre y los sistemas de cría alternativos a la familia ya han sido probados, con pésimos resultados, por los totalitarismos del siglo XX. Y es evidente que una sociedad de viejos verdes solteros (VVS) no tiene ningún futuro.

La presión sexual ha hecho más inestable el vínculo familiar. Y ha oscurecido los deberes de justicia que están en juego respecto a los hijos y cónyuges. Los partidos radicales (lo que queda de la izquierda y mucha parte de la derecha) siguen promoviendo el divorcio. Y han puesto los derechos (y caprichos sexuales) del individuo por encima del vínculo familiar, de los derechos del otro cónyuge y de los derechos de los hijos a la permanencia del hogar (que es un derecho que existe, teniendo presentes los daños que sufren cuando se destruye). Pero esto tampoco es una moral nueva. No es que hayan descubierto con más claridad nuevas exigencias morales, sino que la presión del egoísmo sexual ha atropellado otros valores más importantes, pero más indefensos.

También se ha producido un grave oscurecimiento sobre el valor de la vida. Los medios anticonceptivos han facilitado la promiscuidad, pero no siempre impiden el curso natural de la sexualidad. Esto produce muchos hijos no deseados y en condiciones anómalas. La presión para quitárselos de encima ha originado una de las alteraciones más dolorosas del sentido moral público. Mientras que el hijo nacido es un bien de interés general y un ciudadano protegido por la ley, la presión sexual ha conseguido dejar desprotegido al no nacido. Así en España, por pura presión, la legislación considera el aborto como un crimen no perseguible en algunos supuestos, y en la práctica sanitaria, quitarse un hijo es casi como quitarse una berruga.

Cuando, en este contexto, se defiende que cada uno tiene su moral, es un eufemismo. No es que exista un gran debate moral y las alternativas apasionen porque se desea acertar. Más bien es lo contrario. Prima la práctica. Detrás no hay una nueva moral, sino ninguna moral. Nadie abandona a su mujer, aborta o practica la promiscuidad sexual porque haya descubierto una nueva moral. Sino porque ha perdido o no ha tenido nunca las referencias morales de la sexualidad. Muchas veces, no es culpa suya, nadie le ha enseñado otra cosa. La misma sociedad que trivializa el sexo puede dejar sola a una chica con su problema y facilitarle sólo la salida más triste.

Conclusión Es una tentación hipócrita hacer morales a la medida de los hechos. “Cuando el corazón se entrega al placer que seduce, la razón se abandona al error que justifica”. Es Cicerón (De natura deorum I, 54). Son los hechos los que tienen que acomodarse a la moral y no se puede construir una moral partiendo de la defensa del egoísmo. La prueba de fuego de toda moral es, precisamente, el sacrificio del interés personal en aras de lo que vale más. Lo contrario es la definición misma de inmoralidad Como vemos, la distorsión mayor de nuestra cultura se da en la moral sexual y, en menor medida, en los ideales de vida. Son la parte más “privada” de la moral. En cambio, como hemos dicho, nuestra sociedad tiene mayor sensibilidad moral sobre las cuestiones de justicia. Esa es la razón de que tantas veces se oiga decir que cada uno tiene su moral. Pero, en realidad, no se comprueba que existan otras morales. Sino sólo que existen otras conductas.

La convivencia social exige respetar a los demás, y tolerar la diferencia de opiniones. También hay que respetar el ámbito privado de la vida, mientras no dañe al bien común. Pero no hay porqué aceptar que cualquier cosa sea una moral. El pensamiento tiene una vida pública y es un gran servicio proponer y juzgar lo que se propone.

Aquí, sin ofender a nadie, hemos pensado lo que es la moral y lo que no es la moral. Naturalmente, muchos puntos necesitarían mayor desarrollo. Habría que hablar sobre los tipos de fenómenos morales y la manera en que las exigencias morales se hacen presentes en la conciencia y cómo se forman las convicciones morales y cómo se comparten y transmiten en una sociedad. Pero, en unas pocas páginas, sólo se pueden trazar las líneas fundamentales.

Existe la mala costumbre intelectual de aprovechar la oscuridad de los límites para poner en duda el contenido entero de una cuestión. Esto pasa, frecuentemente en la moral. Basta descubrir un aspecto discutible o discutido, para declarar relativa y opinable toda la moral. Pero es como si se declarara irreal la pirámide de Keops porque se descubre que no es exáctamente una pirámide. La pirámide de la moral, con sus tres planos, la justicia, el ascetismo personal y el marco natural de la sexualidad, no es una imaginación que dependa del capricho de cada uno. Siendo menos visible que la pirámide de Keops o el Everest, es, sin embargo, mucho más real y con una influencia mucho mayor sobre la felicidad de las personas y el futuro de las sociedades.

Esto no es un discurso confesional. Lo puede compartir quien no tenga el don de la fe. Pero la fe añade seguridad. Porque confirma que, en el fondo de la realidad, hay un orden inteligente querido por Dios. Lo expresa hermosamente el sabio judío Filón de Alejandría (s. I). Al comentar el primer libro de la Biblia, el Génesis, que para los judíos piadosos forma parte de la Ley (la Torá), dice: “Este comienzo es más maravilloso de lo que pueda decirse, porque incluye el relato de la creación del mundo en el que está implícita la idea de que el mundo está en armonía con la Ley y la Ley con el mundo y que el hombre que respeta la Ley, en virtud de ese respeto, se convierte en ciudadano del mundo, por el solo hecho de que conforma sus acciones con la voluntad de la naturaleza por la que se gobierna el universo entero” (De Op. Mundi, I, 1-3).

José María Martín Patino, “La religión en la escuela pública”, El País, 31.I.2005

Creo que es un error plantear, en términos de estricta confesionalidad, el debate sobre la enseñanza de la religión en la escuela pública. El Estado español es aconfesional, no confesante, y por tanto neutral ante lo religioso. Este carácter del Estado y la naturaleza de la escuela deben situarse en el centro del debate. Ni siquiera la espiritualidad y la vida interior de las personas deben reducirse a la cuestión confesional. El libro verde del MEC, Propuestas para un debate, en el capítulo ‘Los valores y la formación ciudadana’, en el número 10, dedicado a La enseñanza de las religiones, presenta la novedad de ofrecer dos formas de entender esta asignatura. Una general, a la cual deben acceder todos los alumnos y tener carácter común, que debe ayudar a la comprensión de las claves culturales de la sociedad española mediante el conocimiento de la historia de las religiones y de los conflictos ideológicos, políticos y sociales que en torno al hecho religioso se han producido a lo largo de la historia… Otra dimensión de la enseñanza de las religiones se refiere a sus respectivos aspectos confesionales. La obligación que tiene el Estado de ofrecer enseñanza religiosa en las escuelas deriva de los acuerdos suscritos con la Santa Sede y con otras confesiones religiosas.

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Juan Manuel de Prada, “La enseñanza de la religión”, ABC, 11.XII.2004

Más de millón y medio de españoles reclaman con su firma que la asignatura de Religión sea evaluable y computable en el expediente académico. La cifra, que quizá aún se incremente en las próximas semanas, refleja una demanda colectiva que cualquier Gobierno sensato debería atender; pero uno empieza a sospechar que la sensatez se ha convertido en virtud desacreditada en una época que atiende con solicitud las reivindicaciones de las minorías más variopintas, siempre que estén aderezadas con los ribetes del estrépito y el victimismo, pero considera fútiles o reaccionarios los anhelos de un amplio sector social, al que de forma sibilina se margina y enmudece. Tres cuartas partes de los padres de nuestros alumnos reclaman para sus hijos una formación religiosa católica; con ello no hacen sino exigir un derecho que la Constitución les reconoce en su artículo 27. Resulta incuestionable, aunque la letra de la ley no lo recoja expresamente, que esa «formación religiosa y moral» que los padres demandan no puede ofrecerse en condiciones precarias o subalternas respecto a otras disciplinas, sino en condiciones de estricta igualdad; pues, de lo contrario, la enseñanza de la Religión se convertiría en una especie de excrecencia cansina dentro del sistema educativo, lo cual contradice el mandato constitucional.

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La enseñanza de la religión en los países europeos, Alfa y Omega nº 405, 3.VI.2004

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Carta de un padre a su hijo sobre la enseñanza de religión, Revista Escuela, 3.VI.2004

En 1919 el diario socialista de París «L’Humanité» publicó una carta dirigida por un padre socialista a su hijo. Trataba de la enseñanza de la religión, y fue escrita con tan buen sentido y con tanta honradez, que la creo digna de que sea conocida. Dice así: Continuar leyendo “Carta de un padre a su hijo sobre la enseñanza de religión, Revista Escuela, 3.VI.2004”

Rafael Navarro-Valls, “La asignatura de religión”, Veritas, 10.V.2004

El profesor Rafael Navarro Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho, de la Universidad Complutense de Madrid y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación repasa en esta entrevista concedida a la agencia Veritas algunas de las medidas anunciadas por el nuevo gobierno del Partido Socialista Español, que afectan temas tan importantes como la situación de la enseñanza religiosa en la escuela pública, el estatuto de los profesores de religión, la financiación de la Iglesia o el control de actividades de tipo religioso.

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