El estado de la libertad religiosa a inicios del siglo XXI
“Ayuda a la Iglesia Necesitada” presenta un nuevo informe Continuar leyendo “Informe sobre el estado de la libertad religiosa a inicios del siglo XXI, 28.III.01”
Categoría: 3 Religión
José Ramón Ayllón, “La tolerancia”
En un arrebato de optimismo, Confucio soñó con una época de tolerancia universal en la que los ancianos vivirían tranquilos sus últimos días; los niños crecerían sanos; los viudos, las viudas, los huérfanos, los desamparados, los débiles y los enfermos encontrarían amparo; los hombres tendrían trabajo, y las mujeres hogar; no harían falta cerraduras, pues no habría bandidos ni ladrones, y se dejarían abiertas las puertas exteriores. Esto se llamaría la gran comunidad.
El mundo sueña con la tolerancia desde que es mundo, quizá porque se trata de una conquista que brilla a la vez por su presencia y por su ausencia. Se ha dicho que la tolerancia es fácil de aplaudir, difícil de practicar, y muy difícil de explicar. Aparece como una noción escurridiza que, ya de entrada, presenta dos significados bien distintos: permitir el mal y respetar la diversidad. Su significado clásico ha sido «permitir el mal sin aprobarlo». ¿Qué tipo de mal? El que supone no respetar las reglas de juego que hacen posible la sociedad. Si algunos no respetan esas reglas comunes, la convivencia se deteriora y todos salen perdiendo. Por ello, quien ejerce la autoridad -el gobernante, el padre de familia, el profesor, el policía, el árbitro- está obligado a defender el cumplimiento de la norma común.
Defender una ley, una norma o costumbre, implica casi siempre no tolerar su incumplimiento. Pero hay situaciones que hacen aconsejable permitir la posición de fuera de juego y «hacer la vista gorda». Esas situaciones constituyen la justificación y el ámbito de la tolerancia entendida como permisión del mal. Hacer la vista gorda es un giro insuperable, porque expresa algo tan complejo como disimular sin disimular, darse y no darse por enterado. Esa es precisamente la primera acepción de tolerancia, prerrogativa del que tiene la sartén por el mango, que libremente modera el ejercido del poder.
Los clásicos llamaron clemencia a la tolerancia política. Séneca escribió el tratado De clementia para influir sobre un Nerón que empezaba a mostrar su cara intolerante. El filósofo estoico profundiza en la naturaleza del poder y presenta un verdadero programa de gobierno: el príncipe, corno alma que informa y vivifica el cuerpo del Estado, debe gobernar con una justicia atemperada por la demencia, que es moderación y condescendencia del poderoso. En El mercader de Venecia, Shakespeare hace un elogio insuperable de la clemencia: bendice al que la concede y al que la recibe; es el semblante más hermoso del poder, porque tiene su trono en los corazones de los reyes; sienta al monarca mejor que la corona, y es un atributo del mismo Dios. De forma parecida, Cervantes hace decir a don Quijote que se debe frenar el rigor de la ley, pues «no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo». Y da este sabio consejo a Sancho, Gobernador de la ínsula Barataria: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia».
Decidir cuándo y cómo conviene hacer la vista gorda es un arte difícil, que exige conocer a fondo la situación, evaluar lo que está en juego, sopesar los pros y los contras, anticipar las consecuencias, pedir consejo y tomar una decisión. Está en juego el propio prestigio de la autoridad, la posible interpretación de la tolerancia como debilidad o indiferencia, la creación de precedentes peligrosos. Por ello, el ejercicio de la tolerancia se ha considerado siempre como una manifestación muy difícil de prudencia en el arte de gobernar. Marco Aurelio reconoce que recibió de su antecesor, el emperador Antonino Pío, la experiencia para distinguir cuándo hay necesidad de apretar y cuándo de aflojar.
Hay una tolerancia propia del que exige sus derechos. La oposición de Gandhi al gobierno británico de la India no es visceral sino tolerante, fruto de una necesaria prudencia. En sus discursos repetirá incansable que, «dado que el mal sólo se mantiene por la violencia, es necesario abstenernos de toda violencia». Y que, «si respondemos con violencia, nuestros futuros líderes se habrán formado en una escuela de terrorismo». Además, «si respondemos ojo por ojo, lo único que conseguiremos será un país de ciegos».
¿Cuándo se debe tolerar algo? La respuesta genérica es: siempre que, de no hacerlo, se estime que ha de ser peor el remedio que la enfermedad. Se debe permitir un mal cuando se piense que impedirlo provocará un mal mayor o impedirá un bien superior. La tolerancia se aplica a la luz de la jerarquía de bienes. Ya en la Edad Media se sabia que «es propio del sabio legislador permitir las transgresiones menores para evitar las mayores». Pero la aplicación de este criterio no es nada fácil. Hay dos evidencias claras: que hay que ejercer la tolerancia, y que no todo puede tolerarse. Compaginar ambas evidencias es un arduo problema. ¿Deben tolerarse la producción y el tráfico de drogas, la producción y el tráfico de armas, la producción y el tráfico de productos radiactivos? ¿Es intolerante el Gobierno alemán cuando prohibe actos públicos de grupos neozazis? ¿Y el Gobierno francés cuando clausura dos periódicos musulmanes ligados al terrorismo argelino? ¿Son intolerantes las legislaciones que prohiben el aborto? Todos los análisis realizados con ocasión del Año Internacional de la Tolerancia aprecian la dificultad de precisar su núcleo esencial: los límites entre lo tolerable y lo intolerable. John Locke, en su Carta sobre la tolerancia, asegura que «el magistrado no debe tolerar ningún dogma adverso y contrario a la sociedad humana o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil». Un límite tan expreso como impreciso, pero quizá el único posible. Hoy lo traducimos por el respeto escrupuloso a los Derechos Humanos, pomposo nombre para un cajón de sastre donde también caben, si nos empeñamos, interpretaciones dispares.
Ante una realidad con tantas lecturas y conflictos como individuos, no queda más remedio que confiar a la ley el trazado de la frontera entre lo tolerable y lo intolerable. Y aceptar la interpretación del juez. En todo lo que la ley permite, hay que ser tolerante. En lo que la ley no permite, el juez y el gobernante pueden ejercer la tolerancia con prudencia. Pero hay leyes injustas que toleran la injusticia, y jueces y gobernantes que juegan con las leyes justas. En ese caso, mientras se espera y se lucha por tiempos mejores, conviene recordar que ya Platón consideraba la corrupción del gobernante como lo más desesperanzador que puede lamentarse en una sociedad. La violación de la justicia por el máximo responsable de protegerla no es una sorpresa para nadie, y sólo cabe evitarla si el gobernante es capaz de encarnar el consejo de Caro Baroja: «mientras no haya una conducta moral individual estrictamente limpia, todo lo demás son mandangas».
La segunda acepción de tolerancia es «respeto a la diversidad». Se trata de una actitud de consideración hacia la diferencia, de una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta de la propia, de la aceptación del pluralismo. Ya no es permitir un mal sino aceptar puntos de vista diferentes y legítimos, ceder en un conflicto de intereses justos. Y como los conflictos y las violencias son la actualidad diaria, la tolerancia es un valor que necesaria y urgentemente hay que promover.
Ese respeto a la diferencia tiene un matiz pasivo y otro activo. La tolerancia pasiva equivaldría al «vive y deja vivir», y también a cierta indiferencia. En cambio, la tolerancia activa viene a significar solidaridad, una actitud positiva que se llamó desde antiguo benevolencia. Los hombres, dijo Séneca, deben estimarse como hermanos y conciudadanos, porque «el hombre es cosa sagrada para el hombre». Su propia naturaleza pide el respeto mutuo, porque «ella nos ha constituido parientes al engendrarnos de los mismos elementos y para un mismo fin». Séneca no se conforma con la indiferencia: «¿No derramar sangre humana? ¡Bien poco es no hacer daño a quien debemos favorecer!». Por naturaleza, «las manos han de estar dispuestas a ayudar», pues sólo nos es posible vivir en sociedad: algo «muy semejante al abovedado, que, debiendo desplomarse si unas piedras no sostuvieran a otras, se aguanta por este apoyo mutuo». La benevolencia nos prohibe ser altaneros y ásperos, nos enseña que un hombre no debe servirse abusivamente de otro hombre, y nos invita a ser afables y serviciales en palabras, hechos y sentimientos (Epístolas a Lucilio).
En sus Pensamientos, el emperador Marco Aurelio nos confía que «hemos nacido para una tarea común, como los pies, como las manos, como los párpados, como las hileras de dientes superiores e inferiores. De modo que obrar unos contra otros va contra la naturaleza». Igual que nuestros cuerpos están formados por miembros diferentes, la sociedad está integrada por muchas personas diferentes, pero todas llamadas a una misma colaboración. Por eso, «a los hombres con los que te ha tocado vivir, estímalos, pero de verdad». Esta comprensión hacia todos debe llevarnos a pasar por alto lo molesto y desagradable, no con desprecio, sino con intención positiva: «Si puedes, corrígele con tu enseñanza; si no, recuerda que para ello se te ha dado la benevolencia. También los dioses son benevolentes con los incorregibles». Con resonancias socráticas, Marco Aurelio también dirá que «se ultraja a sí mismo el hombre que se irrita con otro, el que vuelve las espaldas o es hostil a alguien».
Voltaire, al finalizar su Tratado sobre la tolerancia, eleva una oración en la que pide a Dios que nos ayudemos unos a otros a soportar la carga de una existencia penosa y pasajera; que las pequeñas diversidades entre los vestidos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todas nuestras insuficientes lenguas, entre todos nuestros ridículos usos, entre todas nuestras imperfectas leyes, entre todas nuestras insensatas opiniones, no sean motivo de odio y de persecución.
En la misma estela de los grandes clásicos, el discurso final de Charles Chaplin en El Gran Dictador, es un canto a la tolerancia donde parece que oímos la vieja melodía de Confucio: –Me gustaría ayudar a todo el mundo si fuese posible: a los judíos y a los gentiles, a los negros y a los blancos ( … ). La vida puede ser libre y bella, pero necesitamos humanidad antes que máquinas, bondad y dulzura antes que inteligencia ( … ). No tenemos ganas de odiarnos y despreciarnos: en este mundo hay sitio para todos ( … ). Luchemos por abolir las barreras entre las naciones, por terminar con la rapacidad, el odio y la intolerancia ( … ). Las nubes se disipan, el sol asoma, surgimos de las tinieblas a la luz, penetramos en un mundo nuevo, un mundo mejor, en el que los hombres vencerán su rapacidad, su odio y su brutalidad.
Las profecías de Confucio y de Charles Chaplin no se han cumplido. Al contrario: Naciones Unidas ha proclamado 1995 Año Internacional de la Tolerancia, después de medio siglo de Auschwitz e Hirosima, porque se ha roto el consenso del «nunca más». La condición de toda «educación tras Auschwitz», propuesta por Theodor Adorno, ha fracasado. ¿«Nunca más» campos de concentración en Alemania cuando otros se han llenado en Bosnia? ¿«Nunca más» genocidios cuando el mundo sabe y tolera que mujeres, ancianos y niños hayan sido de nuevo vejados, torturados, violados o deportados en vagones de ganado? En estos años de fervor tolerante apreciamos en la tolerancia tres patologías. Primera patología: el abuso de la palabra. Dicen los pedagogos que el grado de eficacia de un consejo paterno está en relación inversa al número de veces que se repite. La tolerancia también puede aburrir por saturación, devaluarse por tanta repetición y manoseo. La sensibilidad humana crece salvaje si no se cultiva, pero también puede estragarse por sobredosis. Además, en la tolerancia se cumple el refrán «del dicho al hecho hay un trecho». Es decir, si sólo hay declaración de buenas intenciones, sólo habrá palabrería ineficaz.
Segunda patología: la intolerancia enmascarada. Debajo de muchas exhibiciones de tolerancia se esconde la paradoja del «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Voltaire se pasó media vida escribiendo sobre la tolerancia y avivando los odios contra judíos y cristianos. Se veía a sí mismo como patriarca de la tolerancia, pero su amigo, Diderot lo retrató como el Anticristo, y media Europa le rechazó por no ver en él más que el genio del odio. En una de sus perlas más conocidas asegura que si «Jesucristo necesitó doce apóstoles para propagar el Cristianismo, yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirlo». Por último, en el deslizamiento de la tolerancia hacia el permisivismo encontramos la tercera patología. Las consecuencias de este falseamiento son más graves en el ámbito de la educación escolar. Cuando en una tragedia de Eurípides se dijo que en materia de virtud lo mejor era mirar todo con indulgencia, Sócrates se puso en pie, interrumpió a los actores y dijo que le parecía ridículo consentir que se corrompiera así la educación.
José Ramón Ayllón, “Desfile de modelos” Tomado de www.ecojoven.com
Vicente Huerta, “En busca de un sincero progreso democrático”, PUP, 23.VI.02
La prisa es un elemento característico de los tiempos que nos ha tocado vivir. La prisa y el consumo marcan en gran medida la pauta de nuestro acontecer diario. Si uno necesita un traje, nada de ir al sastre, tomar medidas, etc. se va a unos grandes almacenes, elige un traje “prêt a porter” y ya está. Si se trata de comer, nada de guisos complicados, en cualquier supermercado pueden encontrarse alimentos precocinados y listo; o más fácil aún, unas hamburguesas con “ketchup” y todos contentos. Cuando se trata de tener opiniones sobre temas de actualidad, nada de leer libros gordos, que es aburridísimo, uno pincha la “tele” o abre el periódico y encuentra toda una gama de ideas “prêt a porter”, unas cuantas frases hechas que quedan bastante bien y ahorran el esfuerzo de pensar. De no haber un mínimo control de calidad, nos arriesgamos a tragarnos hamburguesas con carne de canguro canceroso o argumentos elaborados con tópicos de la más baja calidad.
Quisiera advertir aquí del peligro que supone la actual puesta en circulación -en el mercado de las ideas- de algunos razonamientos adulterados. Veamos una muestra tomada del pensamiento laicista; se dice una y otra vez: “en una sociedad pluralista como la nuestra es inadmisible y antidemocrático pretender imponer las propias convicciones a los demás, por lo tanto no se puede legislar según las normas de la moral católica”. Ciertamente, estamos en una sociedad plural y democrática, y es lógico que puedan surgir discrepancias: unos sostienen normas o principios éticos relacionados con sus creencias religiosas mientras, que otros, por no compartir esas convicciones, pueden defender lo contrario. Hasta aquí todos de acuerdo, ahora bien ¿cómo solventar esta discrepancia? En un sistema democrático es evidente que hemos de descartar la imposición violenta de un bando, pero atención, porque aquí es donde se descubre el fraude de esta argumentación.
“Como no se puede imponer a nadie -dirán los laicistas- una creencia religiosa, busquemos una solución neutral, legislemos abstrayendo de toda posición religiosa”. He aquí el truco: curiosamente, la solución “neutral” viene a coincidir con la opinión de uno de los bandos en litigio. Es como si dijéramos: usted propone que ciertos principios acordes con su fe han de inspirar la vida social, y yo sostengo unos principios contrarios a los suyos. Como no podemos ponernos de acuerdo, prescindamos de sus principios y no nos peleemos más.
Evidentemente, los creyentes no tienen por qué aceptar semejante “pluralismo trucado” en virtud del cual se les da por perdedores antes de empezar a jugar. ¿Acaso es menos ciudadano alguien por el hecho de tener convicciones cristianas? Y si no es menos ciudadano ¿Por qué ha de tener menos derecho a influir en la configuración de la sociedad en la que vive? Tienen razón quienes sospechan de un planteamiento que sólo funciona para negar a los cristianos el derecho de afirmar sus propios valores o sus propias tradiciones, mientras que permite al no creyente conservar arbitrariamente y sin necesidad de justificación alguna su propia postura, en una especie de “cara, yo gano; cruz, usted pierde”.
La confusión engendra confusión, y así, partiendo de este sofisma, se llega a afirmaciones tan sorprendentes como las de aquellos que dicen: “personalmente estoy en contra del aborto, pero me parece antidemocrático imponer mis convicciones a quienes no piensan así”. Resulta tan sorprendente como afirmar “personalmente estoy en contra de la injusticia pero no haré nada por implantar la justicia en el mundo” ¿Puede uno considerarse más demócrata al pensar de este modo? Semejante actitud no es muestra de talante democrático, lo que evidencia es debilidad de las propias convicciones. Siempre que emplee medios lícitos puedo y debo luchar por implantar la justicia a mi alrededor ¿acaso se puede tachar de antidemocrática la actitud de los ecologistas que luchan por lograr una legislación severa contra aquellas industrias altamente contaminantes? ¿sería más acorde con la sociedad democrática no querer imponer esas ideas a los demás y aceptar pacíficamente el hecho de que muchas y poderosas industrias contaminen? Un precedente significativo lo tenemos en el siglo pasado con respecto a la polémica sobre la esclavitud. Estados Unidos, 1857, el juez Roger B. Taney firmaba una sentencia con la que se ratificó y extendió la esclavitud. Sin embargo se daba la circunstancia curiosa de que el propio Taney estaba en contra de la esclavitud y de hecho había liberado años antes a sus propios esclavos. Personalmente estaba en contra de la esclavitud, pero no quería imponer sus puntos de vista a otras personas. Su decisión pasó a la historia como una de las más desafortunadas del siglo XIX. Las convicciones firmes y los valores verdaderos nunca serán un peligro para la sociedad democrática, sino la garantía de un auténtico progreso.
Joseph Ratzinger, “El fundamentalismo islámico”, 1993
Tomado de "Una mirada a Europa", Rialp, 1993.
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Robert Spaemann,”¿Qué es el fundamentalismo?”, Atlántida VII.1992
Qué es un fundamentalista? «Alguien que niega todo discurso, un fanático con el que no se puede hablar» Ésta sería la definición crítica del fundamentalismo. Otra de carácter apologético diría quizá: «Un hombre para el que algo es sagrado, y que no está dispuesto a negociarlo» De este modo podemos dibujar los contornos del problema que en nuestra civilización se esconde tras el término fundamentalismo. Origen del fundamentalismo El concepto ha dejado su ámbito de origen hace mucho tiempo. Pero hay que tener presente ese ámbito, para comprender este fenómeno universal. Fundamentalistas eran, en primer lugar, los protestantes americanos que—en contra de la ilustración científlca y la hermenéutica teológica—insistían en tomar al pie de la letra la Biblia y, especialmente, lo que dice sobre la creación, rechazando la teoría moderna de la evolución. El problema adquirió relevancia política con la cuestión de si el sistema educativo del Estado podía favorecer alguna de esas opiniones, concretamente, la teoría de la evolución. Es bueno dejar claro que un fundamentalismo suficientemente radical no entra en conflicto ni con la lógica ni con la experiencia. Desde David Hume sabemos que el common sense extrapola la validez de las leyes de la experiencia hacia el pasado y hacia el futuro, y esto hasta ahora nos ha ido bien. Pero no es posible hallar ni rastro de un argumento convincente contra aquellos que afirman que un día dejará de irnos bien, o que las leyes de la naturaleza empezaron a tener vigencia exactamente hace seis mil años, porque en aquel momento fue creado el vniverso, junto con su «pasado»—irreal—,es decir, junto con los fósiles. También en sueños vemos con frecuencia un pasado que trasciende la actualidad soñada, pero que es esencialmente pasado y nunca fue presente. E incluso dentro de la época en la que rigen nuestras leyes de la naturaleza, éstas no deciden sobre las excepciones, es decir, los milagros. Sólo dan la medida de su improbabilidad, pero esa medida carece de interés para lo que es esencialmente único. El sentido, visto como un todo, siempre es algo improbable, y una fe que se refiere al sentido de un acontecimiento se refiere por tanto, precisamente a lo inverosímil. El fundamentalismo cristiano es un fenómeno en gran medida protestante. «Que dejen prevalecer la Palabra y no se les dé las gracias por ello…» Este verso de Lutero presenta la Reforma como un movimiento fundamentalista, de regreso a los orígenes, lo que significa, sobre todo, regresar a las Sagradas Escrituras. Detrás de este movimiento latía la convicción de una falta de autenticidad de la corriente surgida en esa fuente, y de la falta de competencia de la instancia de interpretación que pretendía unir constantemente la evolución del cristianismo con su origen. Toda tradición es al mismo tiempo historia de la interpretación. Sócrates, preguntado acerca de por qué no escribió nunca un libro, respondió: «Un libro está indefenso, siempre precisa que su padre acuda en su ayuda.» Allí donde esta ayuda no se produce, mediante la delegación de poderes a una instancia que interprete—«quien a vosotros escucha, a mí me escucha»—,se puede cuestionar la legitimidad de la evolución de esa doctrina. Siempre puede y tiene que ver revisada por cada individuo. Pero la última instancia de revisión tiene que ser el propio texto, y a su vez éste sólo se da como interpretado, porque leer es ya interpretar. El fundamentalismo cree poder sustraerse a este círculo hermenéutico, que parece tornar todo arbitrario y todo —hasta el ateísmo compatible con la Biblia, mediante una literalidad del texto aparentemente libre de interpretaciones. «Que dejen prevalecer la Palabra…» La historia enseña que de tales lecturas literales de determinados textos siempre han emanado impulsos de revitalización y renovación de tradiciones. Como ejemplo, puede bastar San Francisco con su interpretación literal de algunas partes del Evangelio referidas a la pobreza. Pero igualmente claro es que cada una de estas reformas tenía a su vez que constituir algo así como una ortodoxia, es decir, una tradición interpretativa vinculante y fundante de una identidad. Naturalmente, en el protestantismo la ortodoxia siempre ha tenido un estatuto precario, porque los escritos en los que se basa no pueden apoyarse por su parte en una autoridad interpretativa específica, basada en la escritura. De este modo, la ortodoxia protestante siempre estuvo amenazada por dos lados: por el lado de la crítica histórica o la ilustración científica y por el lado del utopismo, que invoca directamente el testimonio del Espíritu Santo en el iluminado lector de la Escritura. La ortodoxia, en cambio, es una construcción intelectual católica. Presupone una instancia legitimadora de la evolución de la doctrina, es decir, una instancia que se remonte al origen y la tradición. El fundamentalismo es, por así decirlo, su contrafigura «protestante». El tradicionalismo católico La contraprueba de esta tesis es el tradicionalismo católico del arzobispo cismático Lefebvre. Él adoptó de hecho una postura fundamentalista, pero no en relación a la Biblia, sino en relación a antiguas manifestaciones doctrinales de la Iglesia que parecen difícilmente compatibles con las declaraciones del Concilio Vaticano II, sobre todo las referidas a la libertad religiosa. Sin duda, el Concilio ha declarado que «la doctrina, que nos ha sido transmitida de la obligación moral del hombre y las sociedades respecto de la verdadera religión y la única Iglesia de Jesucristo, permanece inalterada», pero no ha hecho intento alguno por garantizar la continuidad de la tradición y con ello la propia legitimidad haciendo que las nuevas manifestaciones mantuvieran una relación de re-interpretación con las antiguas. De este modo, era provisible el recurso fundamentalista a la validez «literal» de anteriores manifestaciones doctrinales eclesiásticas, aparentemente necesitadas de interpretación. Naturalmente, el fundamentalismo católico está en una situación tan trágicoparadójica como la ortodoxia protestante. Si el primero presupone de hecho un magisterio auténtico, esta última presupone el libre examen de los textos canónicos, es decir, un principio protestante. El fundamentalismo islámico Esta frase: «que dejen prevalecer la Palabra» podría servir también como grito de guerra de aquellos musulmanes que en Occidente se califica de fundamentalistas. También el fundamentalismo islámico es la reacción a la ruptura de una tradición y a la crisis de un identidad legitimadora de una evolución. Para que los cambios culturales puedan ser entendidos como progreso, hay que tener escalas que permitan distinguir las mejoras de los empeoramientos. Tales escalas aseguran la identidad, al unir la evolución a los propios orígenes, al entenderla como «cumplimiento» de lo que se ha dicho desde el principio. En sus tiempos de grandeza, el Islam desplegó un poderoso potencial creativo, filosófico y científicoartístico, superior en su época al del Occidente cristiano. Sin embargo, la moderna revolución científico-técnica no ha surgido en suelo islámico, sino que ha irrumpido en éste desde fuera, la mayoría de las veces bajo el signo del colonialismo. No fue casualidad que el tenebroso y sangriento fundamentalismo tuviera su centro en el país al que un déspota ilustrado había sido el primero en importar ideas occidentales de reforma agraria, tecnocracia, emancipación de la mujer y alfabetización. La truculencia del régimen iraní y el desafío a la comunidad de Estados civilizados producido por la llamada al asesinato de un escritor, no dejaron lugar a duda sobre la seriedad del fenómeno. La peligrosidad es tan sólo la otra cara de una pretensión seria. Un ciudadano occidental medio difícilmente puede imaginar que alguien se tome en serio el honor de Alá y el respeto a lo que los creyentes consideran una revelación divina. El hecho de que la revelación tenga en el Islam la forma de la transmisión de un libro, y no como en el cristianismo—la de la aparición de un hombre, hace del fundamentalismo, de la «literalidad», de la sola scriptura, un fenómeno genuinamente islámico, y de la cuestión de cómo «el padre puede venir en ayuda del libro» una cuestión abierta. Sólo una autoconciencia recobrada y fortalecida dará a los pueblos islámicos la tranquilidad, que es la única que puede hacer posible algunas respuestas creativas. Fanatismo y funcionalismo La civilización occidental preparó desde el siglo XVII el vocablo despreciativo «fanatismo» para aplicarlo a las convicciones incondicionadas, que escapaban al discurso universal. Al principio la palabra fue empleada por los católicos contra los protestantes, después por los protestantes ortodoxos contra los utopistas y, por último, por los protagonistas de la ilustración contra toda forma de fe revelada. El Islam pasaba por ser la forma de fe revelada más resistente a la transformación en «religión natural», y por tanto—como dijera Voltaire—,el prototipo del fanatismo. El fanatismo es la contrafigura del ideal del imperio de la razón, es decir, del discurso universal, racional y sin presupuestos sobre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Un discurso así debía ser posible y fecundo porque la razón, como escribió Descartes, es la cosa más uniformemente repartida del mundo. Imperio de la razón y derechos humanos parecían ser casi sinónimos. El historicismo del siglo XIX nos ha hecho conscientes de que el universalismo de la razón, los derechos humanos y la ciencia misma sólo pueden surgir en el territorio de una determinada cultura, con presupuestos muy específicos. El relativismo cultural del siglo xx afirma que estos postulados permanecen ligados a sus presupuestos históricos, es decir, que precisamente no pueden pretender una vigencia universal. En este sentido, hace algunos anos que Georg Picht salió al paso del universalismo de los derechos humanos como la expresión tardía de una metafisica fracasada en Europa. No tomaba en consideración que, para aquel que ha sido privado de ellos, la evidencia de los derechos humanos podría ser quizá un argumento a favor de la metafisica que llevan implícita. En la medida en que el universalismo europeo se emancipa de sus propios fundamentos, se autodisuelve. El resultado de esta autodisolución es un concepto teórico de racionalidad que se refleja sólo en la funcionalidad de los elementos del sistema y en los eventuales impulsos a la evolución producidos por las disfuncionalidades. El funcionalismo es una forma de pensar que, al entender todos los contenidos como funciones, los hace sustituibles por sus equivalentes funcionales. Convicciones dogmáticas, veredictos morales incondicionales —por ejemplo, frente a la tortura o el aborto , vínculos personales irrevocables, son cuerpos extraños en una civilización funcionalista. Sólo es capaz de entender los problemas morales que plantea la tecnología genética en términos de aceptación, pero no contribuye en nada a legitimar o impedir esa aceptación. Libertad y dignidad le parecen, a un cientifista ilustrado como Skinner, reliquias fundamentalistas que sólo pueden ser un impedimento en la construcción de una sociedad satisfecha y funcional. Se consideran obstáculos, como lo era para el teórico moderno de la soberanía, Thomas Hobbes, la frase bíblica «hay que obedecer más a Dios que a los hombres». Fundamentalismo y nacionalismo Una civilización que rompe de manera rotunda con sus orígenes provoca un fundamentalismo radical, que se remonta a toda la tradición histórica de Europa, y es el biológico. Este comienza ya a finales del siglo XIX. El cristianismo había pedido a los pueblos de Europa que se dejaran adoptar como «gentiles» por una nueva genealogía, que llamaran a Abraham «nuestro padre» e imitasen a sus reyes David y Salomón. El reino de los alemanes no había sido un reino alemán, sino el mismo Imperio Romano. Liberado de esta historia «colonial» e «invasora», el fundamentalismo biológico esperaba el despliegue del genuino potencial de la raza céltica o germánica. El nacionalsocialismo fue la primera toma de poder del fundamentalismo naturalista, que, aunque hijo de la ilustración cientifista, contemplaba su universalismo racional en materia de derechos humanos como parte de la herencia judeo-romana que había que superar. Por lo demás, el nacionalsocialismo fue una enseñanza respecto al destino que espera a todo fundamentalismo que alcanza el poder político: dejar de ser fundamentalismo (esto también es válido para el Islam). No por casualidad Hitler hizo reescribir la historia en la segunda mitad de su período de gobierno imperialista: Carlos, el «asesino de los sajones», volvió a ser «Carlomagno», y fueron precisamente los nacionalsocialistas los que eliminaron la antigua escritura germánica y la sustituyeron por la latina, usual en el resto de Europa, de forma que hoy los niños ya no saben leer las cartas de juventud de sus abuelos. El fundamentalismo verde El fundamentalismo biológico ha sobrevivido a su variante nacional, estatal-terrorista, y ha acogido en su seno nuevos motivos. También el fundamentalismo verde es un movimiento de deslegitimación. Se deslegitima una evolución civilizadora en nombre de algo originario, elemental, que en esta evolución no se desplegó, sino que fue reprimido y negado. Este algo originario ya no son las razas humanas, sino las especies naturales de la Tierra, y entre ellas la especie homo sapiens y sus amenazadas condiciones naturales de s pervivencia. Este movimiento es fu damentalista en tanto que recha. toda mediación social-históricojul dica para su escala de valores. El si tema social de las culturas más ava] zadas se basaba, desde su punto de vista, en la represión de la naturaleza y, por así decirlo, de la mujer como representante de la naturaleza dentro del sistema social. El racionalismo europeo no sería sino la culminación de tal historia de represión, que habría marcado y envenenado de forma sexista nuestras estructuras lingüisticas. La fuerza de este nuevo fundamentalismo estriba en un hecho indiscutible y en una opinión igualmente indiscutible. El hecho: el sistema industrial ha llevado al límite de lo tolerable nuestras condiciones naturales de vida. Eso ha hecho que por primera vez, éstas sean tematizadas, y que se tome conciencia de que todos los seres humanos estamos en el mismo barco en lo que a este peligro se refiere. La opinión: en este sentido, lo bueno y lo malo son magnitudes más o menos fijas. Son como son, independientemente del consenso o aceptación de que gocen. Si en relación a las condiciones de supervivencia tiene lugar un consenso y aceptación erróneos, posiblememte sea demasiado tarde para aprender del error. En este sentido, estamos ante uno de los muchos retornos inevitables del Derecho Natural, es decir, de lo correcto e incorrecto «por naturaleza». Cuando el fundamentalista no negocia algo es porque no está a su disposición. Rousseau decía que si los Estados infringían el Derecho Natural caerían en un estado de caos hasta que «la invencible naturaleza de las cosas vuelva a tomar el poder». Rousseau, al afirmar esto, pensaba en el caos social y político. Para los fundamentalistas verdes, el caos social es preferible, en determinadas circunstancias, a un orden social que produce tanto más caos externo cuanto más perfecta es su organización interna. Sin duda, también aquí vencerá al final «la invencible naturaleza de las cosas», pero en determinadas circunstancias eso llevará consigo la desaparición del homo sapiens de la superficie de la Tierra. Del hecho de que las condiciones de supervivencia no dependen de él, el fundamentalista deduce, equivocadamente por otra parte, que tampoco sus ideas al respecto están disponibles para ser corregidas, y del hecho de que la verdad no admite compromisos deduce que los compromisos siempre serán malos a la hora de alcanzar lo que cree correcto. En relación con esto, también es muy instructiva la forma de entender los derechos humanos del fundamentalismo verde. En primer lugar, está determinada por la tendencia a hacer desaparecer la diferencia entre derechos civiles y derechos humanos. Ni el pasado histórico común, ni la comunidad linguística, ni la disposición para formar parte de una comunidad solidaria con fines a largo plazo definen de manera relevante la unidad política, sino la categoría puramente natural de la «afectación» común actual. Esta concepción se vuelve explosiva cuando se une a una idea de los derechos humanos que no los entiende como derechos de defensa, sino como derechos de exigencia incondicionados de cada persona, ejecutables directamente. Por ejemplo, el derecho de ser acogido en nuestra comunidad—por princlpio en toda—mientras la acogida del «afectado» se vea como una mejora de su situación vital, es decir, mientras se eliminen los dec]ives de sus expectativas de vida, condicionados histórica y geográficamente, y la ley de la entropía de la sociedad mundial nivele todas las estructuras de la «buena vida». Fundamentalismo político El fundamentalismo político está en estrecho contacto con lo que Max Weber llamaba «ética de la convicción». En todo caso, parece que la distinción entre «ética de la convicción» y «ética de la responsabilidad» no existe en realidad. Weber llama «ética de la responsabilidad» a la que desarrolla una acción política que quiere alcanzar o provocar a medio plazo situaciones que considera deseables en el área limitada que le ha sido confiada. En cambio, la «ética de la convicción» es o bien la que contempla la responsabilidad como directa y limitada, es decir, que hay un responsable del resultado de una acción concreta, por ejemplo, la muerte de un hombre, o bien la que pone sus acciones al servicio de una estrategia a largo plazo en el marco de una visión global de los objetivos, y cuya justificación escapa, por tanto, a la valoración del common sense. Weber mostraba mayor respeto por la «ética de la convicción» en el primer sentido. Pero advertía que ésta no es una ética política. Sólo sería capaz de poner límites a la ética política. La segunda pretende ser ética política, pero tampoco lo consigue, porque, al fin y al cabo, sólo lleva a privar a las cosmovisiones políticas de su comprobación racional, y a exigir a su servicio una libertad de actuación ilimitada. Es por tanto, fanatismo en el sentido auténtico del término. La distinción entre las dos formas de «ética de la convicción» nos permite diferenciar también dos formas de fundamentalismo. El fundamentalismo es una postura esencialmente apolítica, porque el espacio de lo político es el espacio de la mediación, de la relativización funcional, de la ruptura con todas las exigencias de incondicionalidad. La absolutización del punto de vista político, la interpretación de todas las realizaciones humanas a través de su función política positiva o negativa es la característica del totalitarismo. Todo totalitarismo es antifundamentalista, aunque a menudo tenga un origen fundamentalista. Pero su antifundamentalismo no significa nihilismo, porque para la «humanidad común» podría decirse: cualquier persona es fundamentalista en algo. Hay símbolos de lo incondicionado que, aunque de naturaleza finita, contienen una exigencia incondicional para los seres finitos. Sin tales símbolos, la incondicionalidad se convierte en una palabra vacía y el hombre en un ser despreciable para el que nada es «sagrado», es decir, al que todo le está permitido. Por otra parte, lo incondicionado se presenta como objeto de respeto, no de imposición. Una política que impusiera los derechos humanos nunca podría tener la misma incondicionalidad que el mandato moral de respetar esos derechos. El análisis de estos temas es antiguo. Está expuesto insuperablemente en dos tragedias griegas, la Antigona de Sófocles y la Orestiada de Esquilo. Antígona es el prototipo insuperable de una fundamentalista negadora del discurso. La obligación de enterrar a su hermano se basa en una ley inmemorial de los dioses, que a la vez responde a la ley del corazón: «No estoy aquí para odiar, sino para amar.» Creón, el rey, fundamenta su prohibición en razones de Estado. Su insolencia radica en imponer un cálculo racional que no respeta como medida aquello que es más antiguo y «más fundamental» que el sistema político. Sin embargo, todavía no ha caído en la trampa de Hobbes de devaluar la frase «hay que obedecer más a Dios que a los hombres», declarándose como soberano y único intérprete auténtico de ese mandato divino. Pero en este caso el fundamentalismo que encierra esa frase, igual que el que hay detrás del comportamiento de Antígona no es directamente amenazador, desde el punto de vista político, por cuanto da pie a acciones sin duda desobedientes, de resistencia activa, de rebelión, pero no políticas. Antígona no quiere que su hermana Ismene tome parte en la empresa La actuación política sólo tiene sentido cuando es eficaz. Y sólo puede ser eficaz cuando sigue las leyes de la lógica política, cuando se aventura fuera de los muros de la fortaleza inexpugnable del fundamentalismo La tragedia clásica tiene también una obra maestra sobre el trato político legítimo con el fundamentalismo: la Orestiada de Esquilo. El poder político, el poder fundador de la polis de la paz, aparece aquí en la figura de Atenea, que ante el Areópago deposita su voto en la balanza a favor de Orestes, asesino de su madre: hay que poner fin a la cadena de muertes Pero las furias Erinias rugen. No quieren sacrificar su derecho fundamentalista y feminista a la vindicación del asesinato, a la nueva lógica de la paz. En realidad, Atenea no impone el derecho a las Erinias, sino que intenta, con éxito, apaciguarlas. Las invita a permanecer en la ciudad como «Euménides», como diosas benéficas, «despolitizadas» por así decirlo, y liga el bienestar de la ciudad a que estas diosas, que son más antiguas que ella misma, tengan siempre un lugar sagrado en su seno. Al ser privadas del poder político, su presencia se convierte en una garantía de que lo político no perderá su mesura y su respeto a lo «sagrado», que precede a toda política y que ella misma no puede generar. Tomado de http://www.unav.es/capellaniauniversitaria/
Antonio Argandoña, “La falta de valores y la empresa”, PUP, 11.II.2002
La falta de valores impide la buena marcha de la empresa.
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Juan Pablo II, “Ocho desafíos de la comunidad internacional”, 10.I.2002
CIUDAD DEL VATICANO, 10 enero 2002 (ZENIT.org).- Juan Pablo II expuso este jueves a los embajadores acreditados ante el Vaticano los ocho principales desafíos que, desde su punto de vista, tiene que afrontar en estos momentos la comunidad internacional.
Tras invitar a los gobiernos de los 172 países que mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede a no dejarse «abatir por las dificultades del momento presente», hizo el elenco de estos retos que publicamos textualmente.
La defensa del carácter sagrado de la vida humana en toda circunstancia, en particular ante las manipulaciones genéticas; -la promoción de la familia, célula fundamental de la sociedad; -la eliminación de la pobreza, mediante esfuerzos constantes en favor del desarrollo, de la reducción de la deuda y de la apertura del comercio internacional; -el respeto de los derechos humanos en todas las situaciones, con especial atención a las categorías de personas más vulnerables, como los niños, las mujeres y los prófugos; -el desarme, la reducción de las ventas de armas a los países pobres y la consolidación de la paz una vez terminados los conflictos; -la lucha contra las grandes enfermedades y el acceso de los menos pudientes a las curas y los medicamentos básicos; -la salvaguardia del entorno natural y la prevención de las catástrofes naturales; -la aplicación rigurosa del derecho y de las convenciones internacionales.
Carlos Márquez, “Fondo cristiano de El Señor de los Anillos”, PUP, 21.XII.2001
Si hubiera que definir la personalidad de J.R.R. Tolkien, sería ineludible aludir a su condición de católico. Esta condición impregnó su obra de manera sutil pero indeleble. Su libro cumbre, «El Señor de los Anillos», cuya adaptación a la gran pantalla acaba de estrenarse, posee, según han constatado numerosos críticos literarios, un indiscutible poso cristiano. Tras quedar huérfano a los doce años, Tolkien fue acogido por el padre Francis Morgan, un jesuita de origen hispano-galés que tuvo una gran influencia en su vida. «Siempre tuve la súbita y milagrosa experiencia del amor, del cuidado y del humor de Fray Francis», dijo de él. ¿Se puede ver a la Virgen y al Espíritu Santo en su obra cumbre? Algunos así lo creen.
La madre de Tolkien se convirtió al catolicismo en 1900, cuando su hijo John Ronald Reuel tenía ocho años. La conversión de Mabel Tolkien le supuso un alejamiento de su familia y, por tanto, un acortamiento de sus medios económicos. Mabel Tolkien murió en 1904 y John Ronald, que entonces tenía 12 años, siempre atribuyó su muerte a la incomprensión y dureza de corazón de sus parientes anglicanos.
En una carta de 1958, en la que se definía a sí mismo, Tolkien sentenciaba: «Soy cristiano (lo que puede deducirse de mis historias), y católico apostólico romano». Sus convicciones religiosas las llevó a las páginas de sus libros, como ha recogido Humphrey Carpenter en la biografía que escribió de Tolkien. En ella, Carpenter reconstruye una de las múltiples conversaciones que mantuvieron Tolkien y Jack Lewis, ambos profesores de Oxford. «Venimos de Dios e inevitablemente los mitos que entretejamos, aunque contengan error, también reflejarán un fragmento desprendido de la auténtica luz, la verdad eterna que está con Dios. Nuestros mitos pueden estar errados, pero se encaminan, aunque temblorosamente, hacia el verdadero puerto, mientras que el progreso materialista sólo conduce a un abismo abierto y a la Corona de Hierro del poder del Mal», dijo Tolkien en aquella ocasión.
Similitudes con el cristianismo Son innumerables las similitudes que guardan «El Señor de los Anillos» y la teología católica. Por ejemplo, en una carta de 1971, Tolkien afirmaba que la imagen de Galadriel, un personaje de su libro, guardaba una semejanza con la Virgen María. «Creo que es verdad que este personaje debe mucho a la enseñanza cristiana y católica acerca de María y de la presentación de su imagen, pero en realidad Galadriel era una penitente», aseguró en aquella ocasión.
La Encarnación de Cristo encuentra un interesante paralelismo en «El Señor de los Anillos». En «El Anillo de Morgoth», Finrod, uno de los personajes, dice que «si Eru (Dios) no desea abandonar su obra a Melkor (el diablo), Eru debe venir a vencerle. Si Eru deseara hacer esto, no dudo que encontraría un modo, aunque no puedo predecirlo. Pues, así me parece a mí, incluso si Él en sí mismo hubiera de entrar en el mundo, Él debería también permanecer como es, el Autor en el exterior. Y sin embargo, Andreth, para hablar con humildad, no puedo concebir de qué otro modo podría alcanzarse la cura».
Algunos críticos también encuentran la huella del Espíritu Santo en el libro. En el Ainulindalë, cuando Eru muestra a los Ainur la visión generada a partir de su música, les dice: «¿Eä! ¿Que sean estas cosas! Y enviaré al vacío la Llama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo será».
La vida eterna, uno de los pilares del cristianismo, también cabe en la obra de Tolkien. La visión de Finrod en el mismo Athrabeth es elocuente: «Todo el tiempo que hablábamos de la muerte como la división de lo unido, yo pensaba en mi corazón en una muerte que no es así, sino el fin de ambos. […] Y entonces repentinamente contemplé como en una visión a Arda Rehecha. Y allí los Eldar, completa su historia, pero no finalizada, podían vivir para siempre en el presente, y caminar allí, quizás, con los Hijos de los Hombres, sus libertadores, y cantarles canciones que, incluso en el Gozo más allá del Gozo, hagan resonar los verdes valles y resonar como arpas».
Informe de la Univ. de Columbia, “La fe ayuda a evitar el abuso de drogas”, 18.XI.2001
Conclusiones del “Centro Estadounidense de Adicción y Abuso de Sustancias” de la Universidad de Columbia.
Vicente Huerta, “¿Estamos “condenados” a ser felices?”, PUP, 26.IX.01
“La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz” (L´euphorie perpétuelle. Essai sur le devoir de bonheur). PASCAL BRUCKNER. Tusquets Editores. Barcelona, 2001. 233 págs. 2.600 ptas.
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