Carlos Márquez, “Fondo cristiano de El Señor de los Anillos”, PUP, 21.XII.2001

Si hubiera que definir la personalidad de J.R.R. Tolkien, sería ineludible aludir a su condición de católico. Esta condición impregnó su obra de manera sutil pero indeleble. Su libro cumbre, «El Señor de los Anillos», cuya adaptación a la gran pantalla acaba de estrenarse, posee, según han constatado numerosos críticos literarios, un indiscutible poso cristiano. Tras quedar huérfano a los doce años, Tolkien fue acogido por el padre Francis Morgan, un jesuita de origen hispano-galés que tuvo una gran influencia en su vida. «Siempre tuve la súbita y milagrosa experiencia del amor, del cuidado y del humor de Fray Francis», dijo de él. ¿Se puede ver a la Virgen y al Espíritu Santo en su obra cumbre? Algunos así lo creen.

La madre de Tolkien se convirtió al catolicismo en 1900, cuando su hijo John Ronald Reuel tenía ocho años. La conversión de Mabel Tolkien le supuso un alejamiento de su familia y, por tanto, un acortamiento de sus medios económicos. Mabel Tolkien murió en 1904 y John Ronald, que entonces tenía 12 años, siempre atribuyó su muerte a la incomprensión y dureza de corazón de sus parientes anglicanos.

En una carta de 1958, en la que se definía a sí mismo, Tolkien sentenciaba: «Soy cristiano (lo que puede deducirse de mis historias), y católico apostólico romano». Sus convicciones religiosas las llevó a las páginas de sus libros, como ha recogido Humphrey Carpenter en la biografía que escribió de Tolkien. En ella, Carpenter reconstruye una de las múltiples conversaciones que mantuvieron Tolkien y Jack Lewis, ambos profesores de Oxford. «Venimos de Dios e inevitablemente los mitos que entretejamos, aunque contengan error, también reflejarán un fragmento desprendido de la auténtica luz, la verdad eterna que está con Dios. Nuestros mitos pueden estar errados, pero se encaminan, aunque temblorosamente, hacia el verdadero puerto, mientras que el progreso materialista sólo conduce a un abismo abierto y a la Corona de Hierro del poder del Mal», dijo Tolkien en aquella ocasión.

Similitudes con el cristianismo Son innumerables las similitudes que guardan «El Señor de los Anillos» y la teología católica. Por ejemplo, en una carta de 1971, Tolkien afirmaba que la imagen de Galadriel, un personaje de su libro, guardaba una semejanza con la Virgen María. «Creo que es verdad que este personaje debe mucho a la enseñanza cristiana y católica acerca de María y de la presentación de su imagen, pero en realidad Galadriel era una penitente», aseguró en aquella ocasión.

La Encarnación de Cristo encuentra un interesante paralelismo en «El Señor de los Anillos». En «El Anillo de Morgoth», Finrod, uno de los personajes, dice que «si Eru (Dios) no desea abandonar su obra a Melkor (el diablo), Eru debe venir a vencerle. Si Eru deseara hacer esto, no dudo que encontraría un modo, aunque no puedo predecirlo. Pues, así me parece a mí, incluso si Él en sí mismo hubiera de entrar en el mundo, Él debería también permanecer como es, el Autor en el exterior. Y sin embargo, Andreth, para hablar con humildad, no puedo concebir de qué otro modo podría alcanzarse la cura».

Algunos críticos también encuentran la huella del Espíritu Santo en el libro. En el Ainulindalë, cuando Eru muestra a los Ainur la visión generada a partir de su música, les dice: «¿Eä! ¿Que sean estas cosas! Y enviaré al vacío la Llama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo será».

La vida eterna, uno de los pilares del cristianismo, también cabe en la obra de Tolkien. La visión de Finrod en el mismo Athrabeth es elocuente: «Todo el tiempo que hablábamos de la muerte como la división de lo unido, yo pensaba en mi corazón en una muerte que no es así, sino el fin de ambos. […] Y entonces repentinamente contemplé como en una visión a Arda Rehecha. Y allí los Eldar, completa su historia, pero no finalizada, podían vivir para siempre en el presente, y caminar allí, quizás, con los Hijos de los Hombres, sus libertadores, y cantarles canciones que, incluso en el Gozo más allá del Gozo, hagan resonar los verdes valles y resonar como arpas».

Joaquín Monrós, “Mi querido agnóstico”, Arvo, 19.III.02

Un físico divulgador de la teoría de la relatividad de Einstein, en una entrevista reciente, afirma de aquel genio del siglo XX: “Tenía una creencia: creía que nuestra inteligencia nos hace ver las cosas separadas, pero que detrás de esa apariencia se oculta la unidad de todo lo creado por Dios.” Es conocida la expresión de Einstein: “Dios no juega a los dados”, aludiendo a que actúa por finalidades precisas, gracias a lo cual es posible conocerle, investigar, etc.. Albert Einstein, en “The evolution of physic”, (New York 1938), argumentó con especial énfasis que el hombre de ciencia necesita poseer una “profunda fe” para alcanzar la certeza de que las reglas válidas para el mundo de la existencia es racional, es decir, es comprensible para la razón. No concebía un científico sin esa fe. Es evidente que esa manifestación de sus pensamientos tenía que provenir de lo más profundo de sus convicciones. La medida de esa profundidad se puede apreciar muy claramente en la más famosa de sus afirmaciones: “La ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega” Por contraste, al leer en los periódicos, o escuchar en las entrevistas que alguien se define “agnóstico”, me recuerda un simpático artículo de Louis de Wohl titulado así: ¡Mi querido agnóstico!. Reproduzco sus argumentos ya que pueden aclarar la ternura que produce semejante declaración y el esfuerzo que hay que hacer para continuar leyendo o escuchando después de esta personal afirmación.

Escribe de Wohl, en “Adán , Eva y el mono”, (p. 169): “Muchas veces me he preguntado si usted seguiría llamándose a sí mismo agnóstico, si supiera que esta palabra no quiere decir otra cosa que «ignorante». Quizás… con una discreta alusión al sabio Sócrates, que también declaró que no sabía casi nada. Pero muchos de vosotros se llaman a sí mismos agnósticos sin haber oído jamás hablar de Sócrates. La fórmula básica de vuestro pensamiento viene a ser así: «No tengo suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de que no existe. Por tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo».

Esto estaría muy bien si usted no se conformara con ello. Pero eso es precisamente lo que hace la mayoría de ustedes. Y no correrían ustedes ese riesgo en cualquier otra actividad humana. Si al señor A le aseguraran que a una hora de ferrocarril alguien esperaba su visita para entregarle quinientas mil pesetas y el señor B le dijera que eso no puede ser verdad, ¿se quedaría usted tan tranquilo sin hacer nada (siempre en el supuesto de que tanto el señor A como el señor B sean igualmente personas dignas de confianza)? ¿No intentaría usted por lo menos informarse?. No deja uno de lado sin más quinientas mil pesetas. Pero a Dios si le deja de lado.

Del ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios, no puede esperarse que continúe buscando. Pero al agnóstico no se le puede permitir. Mientras admita que quizás sí pudiera existir Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si permanece en su ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que demostrar su total indiferencia ante el problema. No es ni «ardiente» como creyente, ni «frío»como ateo: es tibio; y de los tibios dice el Espíritu Santo, en el Apocalipsis, la espantosa frase de que «Dios los vomitará de su boca».

Y la búsqueda deberá ser honrada. No sirve «convencerse» de la no existencia de Dios, dejándose servir un par de “slogans” más o menos plausibles. ¡Quien busca honradamente, halla! Ser agnóstico puede aceptarse. Pero continuar siéndolo…, eso sólo puede llevar a la perdición.” Santo Tomás empleando un tono sencillo y directo, tan sólo un año antes de morir, al predicar unos sermones de Cuaresma en Nápoles, pone también en evidencia la ignorancia del agnóstico. Al explicar el primer artículo del Credo apelaba al argumento teleológico (finalístico) de este modo: “Debe considerarse qué significa el nombre Dios, que no es otra cosa sino el gobernador y provisor de todas las cosas. Por tanto cree que Dios existe el que cree que todas las cosas de este mundo están gobernadas y previstas por Él. Quien cree que todo sucede por casualidad, no cree que existe Dios. Pero no se encuentra nadie tan tonto que no crea que las cosas naturales sean gobernadas, previstas y dispuestas, ya que proceden según el orden y tiempos ciertos. En efecto, vemos que el sol, la luna y las estrellas, y todas las demás cosas naturales guardan un curso determinado, lo cual no sucedería si se diese por casualidad: de donde, si hubiese alguien que no creyera que Dios existe, sería tonto”. Resalta en ese texto el tono sencillo y directo, acorde con el carácter popular de la predicación cuaresmal.

Me permitiría aconsejar a mi querido agnóstico un reciente libro titulado “La mente del universo” (Pamplona 1999), que ha causado impacto en la comunidad científica internacional. Su autor Mariano Artigas, es doctor en ciencias físicas y en filosofía, profesor de filosofía de la naturaleza y de las ciencias. En los últimos años ha recibido un premio y una ayuda de investigación de la Fundación Templeton de los Estados Unidos.

De esta obra han hecho elogiosos comentarios científicos e investigadores como el Martin Hewlett, Departamento de Biología molecular y celular, Universidad de Arizona que dice: ”El libro de Artigas debería ser leído por todos los que comienzan a estudiar ciencias, y también por todos los que se dedican a enseñarles”.

William E. Carroll, del Departamento de Historia, Cornell College (Iowa, (USA) afirma: “Artigas demuestra un dominio impresionante de los temas fundamentales de las ciencia naturales, de la filosofía y de la religión. La mente del universo es una contribución importante al estudio interdisciplinar de la ciencia y la religión” La religión evita las mitificaciones. Es el conocimiento y la inteligencia de que no somos lo último ni somos el Origen. El Origen es Dios. Porque conoce a Dios, el hombre es capaz de no fabricar mitos (ídolos), de experimentarse incompleto, aunque con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le aparecen entonces como productos y, en su caso, como instrumentos. Nunca como absolutos, porque hay un sólo Absoluto, que es Dios.

A todos dice el salmista (S.19,1): “Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento las obras de sus manos”

Informe de la Univ. de Columbia, “La fe ayuda a evitar el abuso de drogas”, 18.XI.2001

Conclusiones del “Centro Estadounidense de Adicción y Abuso de Sustancias” de la Universidad de Columbia.

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Dios y la muerte, en palabras recientes de Camilo José Cela, 18.I.2002

Entrevista de Cristina López Schlichting Continuar leyendo “Dios y la muerte, en palabras recientes de Camilo José Cela, 18.I.2002”

Vicente Huerta, “¿Estamos “condenados” a ser felices?”, PUP, 26.IX.01

“La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz” (L´euphorie perpétuelle. Essai sur le devoir de bonheur). PASCAL BRUCKNER. Tusquets Editores. Barcelona, 2001. 233 págs. 2.600 ptas.

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Luis de Moya, “El valor del sufrimiento”, Capellanía de la Universidad de Navarra

  1. Sufrimiento y dolor

  2. Remedio del dolor humano

  3. Amar al que sufre

  4. Sentido del sufrimiento

  5. Un misterio

  6. Las crisis de fe

  7. El dolor cristiano

  8. Eucaristía y sufrimiento

  9. El dolor y la esperanza

Acompañando al Romano Pontífice en la meditación sobre Jesucristo mientras nos preparamos para el jubileo del año 2000, acabamos considerando que, aparte de muchas otras facetas que destacan con luz propia en la persona de Jesús de Nazaret, es imprescindible reflexionar sobre el sufrimiento de Cristo. Consideramos que su presencia permanente entre nosotros: con su Cuerpo y con su Sangre, es fruto de su sacrificio y por tanto de su sufrimiento. En el Calvario dio su vida con dolor en redención por los hombres y este mismo sacrificio se renueva sacramentalmente en nuestros altares de continuo (Cfr. Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium, 47; CEC, 1323).

  1. Sufrimiento y dolor Sin proponérnoslo relacionamos el sufrimiento con el mal. Sin entrar por el momento en un análisis profundo, podemos decir que sufrimos porque algo está mal, quizá porque echamos de menos algún bien. De hecho el sufrimiento es probar el mal. Es la impresión de mal en la vida con sus consecuencias negativas. Pues, desde luego, el dolor, por así decir, en sí mismo -sin ser probado- no es ni siquiera posible.

El sufrimiento es lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo, porque de suyo es negativo para la vida pero que por alguna razón padecemos: es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. Algunas veces porque no quiero evitarlo, otras, porque me vale la pena sufrirlo, o, incluso, porque me interesa padecerlo. Se trata, por tanto, del dolor humano, es decir, en el hombre maduro; que es muy distinto del dolor, por ejemplo, animal. El animal únicamente siente dolor, algo le molesta y nada más. No se pregunta, lógicamente, por el sentido de su dolor. Por eso son sólo las personas las que sufren.

Siendo siempre desagradable el sufrimiento, repulsivo, es, sin embargo, variado: tristeza, congoja, ansiedad, angustia, temor, desesperación, dolor físico, etc. En cualquiera de los casos al sufrimiento siempre le acompaña una reacción de huída. Cuando sufrimos nos sentimos mal aunque propiamente el mal sólo afecte a cierto aspecto concreto de nuestro yo, ya sea del cuerpo o del espíritu. Incluso si aceptamos el dolor, por otra parte, deseamos que se pase; y hablamos de desesperación cuando no vemos el fin a un dolor.

Que el sufrimiento es personal también lo notamos en que de alguna forma se siente implicado todo el sujeto, cualquiera que sea la causa dolorosa. De hecho, la persona puede estar triste, angustiada o ansiosa o un dolor físico, pero también decimos que una mala noticia, por ejemplo, nos ha puesto de mal cuerpo. “En efecto, no se puede negar que los sufrimientos morales tienen también una parte «física» o somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo” (Salvifici Doloris, 6).

¿Pero, por qué hay sufrimiento? ¿No podría ser la vida sin dolor: sin enfermedad, sin violencias, sin desgracias, sin temoresÉ? ¿Por qué hay dolor -sufrimiento- en nuestra vida? Si la vida humana fuera sólo el proceso cambiante de unos elementos -los hombres- que se suceden en el tiempo, como ocurre con los animales y las plantas, el sufrimiento humano sería equivalente a la caída de las hojas en otoño, al agostarse de la hierba por el calor, a la huída del ratón por el acoso del gato o a la agonía de un pez en el anzuelo; algo sin más relevancia que el mal -si se puede hablar así- del momento, algo sin relevancia, intrascendente. El sucederse de las generaciones y la suerte de cada hombre podría compararse al correr incesante del agua por un torrente, cuyas gotas discurren con calma o golpean violentamente aquí y allá -gozan o sufren, podríamos pensar- mientras la corriente fluye. Es una interpretación materialista que no concuerda con la conciencia que solemos tener de la vida con sus momentos mejores y peores.

La Biblia responde, no sólo al por qué de esos momentos humanos y a su sentido; responde también al por qué del hombre mismo y -como decíamos- al origen y al fin de su dolor.

Dice el libro del Génesis -lo recordamos con cierto detalle- que el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara; y el Señor Dios impuso al hombre este mandamiento: -De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás. (…) La mujer se fijó en que el árbol era bueno para comer, atractivo a la vista y que aquel árbol era apetecible para alcanzar sabiduría; tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Y cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: -¿Dónde estás? Este contestó: -Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté. Dios le preguntó: -¿Quién te ha indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer? El hombre contestó: -La mujer que me diste por compañera, ella me dio del árbol, y comí. Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: -¿Qué es lo que has hecho? La mujer respondió: -La serpiente me engañó y comí. (…) A la mujer le dijo: -Multiplicaré los dolores de tus embarazos; con dolor darás a luz tus hijos; hacia tu marido tu instinto te empujará y él te dominará. Al hombre le dijo: -Por haber escuchado la voz de tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí comer: Maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida. Te producirá espinas y zarzas, y comerás las plantas del campo. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado, porque polvo eres y al polvo volverás (Gen 2, 15-17. 3, 6-13. 16-19).

Hemos recordado la escena del pecado original, tal y como en narra la Sagrada Escritura, para comprobar que el primer dolor en la vida del hombre, la primera contrariedad, lo atosiga a continuación de la desobediencia: porque han pecado; porque se han opuesto a su Creador; porque le han ofendido, en definitiva. La concupiscencia, el miedo, el dolor físico, el cansancio, y, por fin, la muerte, son consecuencia de la ofensa. El sufrimiento tiene caracter de pena: el día que comas de él, morirás (Gen 2, 17).

Aparte de esta explicación bíblica del dolor, la realidad que experimentamos es que el dolor es una cuestión de hecho. Si alguien no sufre ni ha sufrido nunca, no debe preocuparse, sólo tiene que esperar.

Un sabio y buen amigo me comentaba un día, acudiendo a una apología, que «todos debemos comernos un pollo en la vida: tú estás comiendo ahora la pechuga y los muslos del pollo -me decía-, prepárate para cuando te toquen las plumas y las patas». Se ve que, por entonces, vivía muy cómodamente: sólo hay que esperar… Precisamente por esto -porque el dolor es cosa de todos- es tan importante estar preparados, también intelectualmente: sabiendo mucho de sufrimiento, aunque de momento, casi sólo sea de teoría acerca del sufrimiento. Así nos disponemos para el momento de la práctica.

En cualquier caso, prevenir el sufrimiento y saber acerca de él, como el hecho de “estar sano”, requiere mucho trabajo. Hay personas que, por necesidad, obsesión o capricho, asumen esa tarea como un trabajo consciente, y cifran sus afanes en “estar en forma”, en cultivar el cuerpo y la psique, o alguna de sus cualidades: el bronceado, el músculo, la silueta, el corazón, la ausencia de colesterol en las arterias, de arrugas en la piel, etc. Es un tarea muchas veces ciertamente trabajosa, y casi siempre una forma más de sufrimiento. Un sufrimiento que se puede llevar muy bien, que se comprende, y que parece razonable aunque cueste, porque se suele apreciar pronto el fruto de ese trabajo. Por eso se trata de un sufrimiento que casi no lo es, pues la quintaesencia del sufrimiento es la falta de sentido en el dolor humano: sufre de verdad el que no sabe por qué. Esto sucede, por ejemplo, cuando el dolor es muy intenso y prolongado o sin esperanza de mejora y sin una visión trascendente de la propia existencia.

Parte de la cultura actualmente dominante incluye pensar que el hombre es capaz de casi todo o que lo será con el tiempo. Con esta mentalidad el dolor humano es inadmisible, si se considera como algo establecido e inseparable de nuestra condición. Estamos en una cultura en la que el sufrir tiene mala prensa, en la que dolor es hoy un dis-valor. Algo de verdad hay en ello, porque a lo que el hombre aspira es a la felicidad. Sólo que la felicidad no es lo mismo que el placer. La felicidad es amor y entrega. Con esa otra mentalidad, muy difundida, que identifica felicidad y placer, se tiende a evitar a toda costa lo molesto. Esa tendencia puede llegar a organizar la vida. El hombre, entonces, se hace débil, cada vez menos resistente al dolor. A alguien así el dolor le puede, pues la experiencia demuestra que el sufrimiento es imposible de erradicar.

“Combatir el dolor está justificado in casu, pero no in genere, por la razón decisiva de que los dolores concretos obedecen a causas contingentes y caen dentro del radio de acción de los medios humanos. Pero la raíz del dolor como tal es honda y está sustraída a la acción humana” (L. Polo. El sentido cristiano del dolor), ya que se relaciona con la comprensión de la vida como don y como ocasión de amar. Por eso “la extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia… La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia no tiene sentido” (A. Polaino, Más allá del sufrimiento). El que por nada del mundo quiere sufrir, no puede vivir.

Con frecuencia, si se habla de dolor es sólo para quejarse o para intentar acabar con lo molesto a cualquier precio; se oculta el fracaso que es no lograr el objetivo buscado (algo normal de vez en cuando si no somos dioses) y se fomenta la ilusión en un mundo sin problemas, en el que viviríamos siempre triunfadores. La experiencia nos demuestra que todo es inútil: no hay, en este mundo, quien acabe con el sufrimiento y se logra el efecto contrario: “una actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento” (R. Spaemann. El Sentido del sufrimiento). Sufrir puede ser bueno y, como veremos, fuente de gozo. Sólo si se debe a un mal moral, al pecado, siempre es un sufrimiento negativo; el pecado, entendido como tal, siempre entristece.

  1. Remedio del dolor humano Podemos plantearnos diversas formas de remediar nuestro dolor. Quizá pensamos ante todo en la ayuda y el consuelo que pueden ofrecer los demás, pero esto es la segunda parte. El primer remedio para el sufrimiento está en uno mismo, en el que sufre. “La enfermedad -por ejemplo- me es dada como una tarea; me encuentro con la responsabilidad de lo que voy a hacer con ella” (V. Frankl, El hombre doliente). Cualquier circunstancia humana es una oportunidad de bien y solemos admirar a los que muestran la virtud, sobre todo si es en situaciones adversas. Pero el dolor también es ocasión de desmoronamiento para los débiles y los cómodos.

En todo caso, el dolor es tal vez lo que más ayuda a reconocer nuestra condición de criatura y la verdad de nuestra limitación: requisitos imprescindibles para mejorar. Para ello basta sólo con intentarlo sinceramente, poniendo el esfuerzo oportuno y no creerse todopoderoso. Esta actitud parece decisiva para no llevarse chascos y no sufrir demasiado: las posibilidades de no lograr nuestros propósitos son incalculables, porque no somos dueños de todas las circunstancias que intervienen en un resultado final. El fuerte se queda tranquilo intentándolo sinceramente y dispuesto a soportar, en su caso, el dolor del fracaso.

Con mucha frecuencia tenemos grandes ideales pero son costosos, reclaman cierta dosis de sufrimiento. Hay que tener, entonces, un motivo verdaderamente ideal, una razón por la que me vale la pena pasar por “eso que no me apetece”: tener paciencia, poner más empeño, renunciar a los propios derechosÉ Esta actitud es lo que llamamos sacrificio. Mediante el sacrificio buscamos, sufriendo, algo superior. Por eso es cierto lo que decía Nietzsche -que a veces llevaba razón-: “cuando un hombre tiene un por qué vivir, soporta cualquier cómo” (Citado en V. Frankl, El hombre en busca de sentido). Es como decir que le vale la pena sufrir; porque, aunque el sufrimiento siempre cuesta, gracias a que soy capaz de sufrir, finalmente logro más de lo que pierdo. Es lo de todos los días: el sacrificio del estudiante por sus calificaciones, el del atleta que se entrena para mejorar su marca, el del enfermo que acepta el tratamiento por su salud, o el cristiano que quiere mejorar su amor a Dios y se propone para ello unos minutos diarios de oración.

La segunda parte del remedio para el dolor es la ayuda al que sufre. El sufrimiento se remedia con sufrimiento. Con un dolor lleno de sentido que es amor, y por eso parece que no duele; porque se atiende más al necesitado que a uno mismo. Lo propio se estima como secundario. Incluso es un dolor que se desea para que se remedie el dolor de otro. El sufrimiento ajeno es la ocasión por excelencia de amar: “el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo ninguna institución puede de suyo, sustitruir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que sufre es ante todo el alma” (SD, 29).

El Evangelio es la noticia de que la salvación de los hombres es ya una realidad por Jesucristo. El mal y el sufrimiento, consecuencia del pecado, pueden ser abolidos por la vida que nos trae el Señor. “En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la «civilización del amor»” (SD, 30).

Esta visión es totalmente distinta -desde luego- a la del hombre materialista. Este, lo único que puede hacer ante el sufrimiento es poner sus medios -materiales- para prevenirlo y, en su caso, eliminarlo. Nada significa con esta mentalidad la actitud de haber encontrado su sentido.

Nada tiene que ver tampoco con el optimismo evangélico la resignada actitud estoica, según la cual conviene estar dispuesto a la adversidad para no sufrir desengaños, ya que el sufrimiento vendrá en todo caso y lo pasan peor los que contra él se rebelan.

Otros, de corte budista, piensan que todo está en anular la esperanza de felicidad, o que la felicidad propiamente consistiría en no tener deseos, para así acabar de raíz con la posibilidad del desengaño y de buena parte de los sufrimientos.

El hecho innegable es que hay sufrimiento y que parece conveniente mitigarlo en uno mismo y en los demás, siempre que hacerlo no vaya contra el propio hombre, contra la dignidad de su vida. Pero aceptando al hombre como hombre que sufre, que sufrirá necesariamente, es fácil reconocer que lo que debe soportar puede ser ocasión de virtud y de desarrollo personal, de ejemplo estimulante para los demás y, a veces, es una ayuda directa para otros.

  1. Amar al que sufre Nuestra condición de seres inteligentes y sociales, y con capacidad de querer, nos impulsa casi espontaneamente a ayudar a los necesitados. Se tratará de una ayuda humana, que implica a las personas del que da y del que recibe en cuanto tales. No puede tratarse de una asistencia meramente técnica, como si fuéramos vehículos reparables, pues tampoco el que ayuda se limita a aplicar mecánicamente unas “rutinas” previstas. Entre personas el necesitado es una ocasión de amor.

Por esto no se tratará de agradar siempre, de hacer lo que el otro pide, ni de suprimir a toda costa el dolor, sino de ayudarle verdaderamente buscando su bien, algunas veces incluso produciéndole más dolor: “quien bien te quiere, te hará llorar”, hay que decir, con el refrán, y hacer no pocas veces. Y, en ocasiones, es necesario mantener el sufrimiento -quizá sólo temporalmente- como lo más conveniente para la persona.

Todo lo cual nos lleva a reconocer una vez más la hondura del problema del sufrimiento, que reclama ser resuelto en su misma raíz. Esto es, que ayudar al que sufre no es sólo resolver lo que le preocupa, que en ocasiones no tiene solución. Si es posible convendrá suprimir el dolor o al menos mitigarlo, pero en cualquier caso sólo resuelve el problema del sufrimiento quien enseña a sufrir, quien ayuda a descubrir el sentido valioso que tiene el dolor humano.

La eficacia técnica y el amor por la persona se reclaman mutuamente para ayudar al que sufre: “el buen médico ha sido siempre amigo del enfermo” (P. Laín Entralgo, La relación médico-enfermo. Cfr. del mismo autor, Antropología médica). El interés por la persona condiciona toda ulterior relación. Concretamente, entre el enfermo y el médico, asegurado el interés, “lo que se exige a este último en segundo lugar es el acto médico, es decir, la lucha contra la enfermedad: esta lucha tiene la forma de la acción de ayuda científica y técnicamente entrenada” (R. Yepes. Los límites del hombre: el dolor), sin que sea suficiente para una correcta atención una presunta buena voluntad carente por otra parte de la eficacia debida.

El que recibe ayuda es claro que está en inferioridad de condiciones y, en este sentido, muchas veces necesita ayudas a fondo perdido: a veces no podrá ni agradecer. Ofrece, diríamos, la ocasión de amar de verdad. Y no resulta difícil alabar al que se molesta por el que sufre, como si descubriera en el dolor ajeno un tesoro con el que enriquece de paso que procura calmarlo. Así decubrimos en el Buen Samaritano a un hombre de gran categoría, aunque perdiera en su acción su tiempo y su dinero, olvidándose de sus cosas por pensar en un desconocido que sufría.

Siendo el sufrimiento de otros una oportunidad para amar, es asimismo una ocasión de ser más grande en la vida. Se trata primero de compasión (padecer con) y luego de acción. Esta acción supone entrega de medios, de tiempo y hasta la entrega de uno mismo: planes, ideales, familia, futuro, inteligencia, voluntad, talento…

Lo malo de los demás, sea físico o moral, es para el cristiano, ante todo, ocasión de ayudar, de restablecer en el que sufre el orden querido por Dios amándole así.

  1. Sentido del sufrimiento El dolor humano es una realidad innegable y además plena de sentido. Pero si el ideal de la vida presente se pone en una vida sin dolor, entonces es imposible entender el sentido. A veces se piensa que el sufrimiento debe por todos los medios evitarse y, si por desgracia sobreviene, sirve, por así decir, únicamente para suprimirlo. Es algo tan negativo para algunos que ni se plantean que pueda tener algún sentido.

El valor que afirmamos del sufrimiento lo afirmamos con Jesucristo que llamó bienaventurados a cuantos lo padecían por pobreza, por hambre, por persecución… (Cfr. Mt 5, 3-11). Más aún, siendo El mismo el Bienaventurado por antonomasia, nos salva sufriendo y nos anima lo mismo, a llevar su cruz (Cfr. Mt 16, 24), para seamos asimismo partícipes de su resurrección.

El que está dispuesto a padecer por vivir según Cristo tiene garantizado el consuelo sobreabundante para su dolor como parte de la vida a la que invita al hombre. Pero el que no está dispuesto a sufrir ni a llorar, como Dios manda, se quedará sin el consuelo divino. No ha de verse en la aflicción una gran desgracia si somos cristianos. Serían innumerables los argumentos revelados que nos animan a un optimismo inquebrantable, si nos decidimos por Dios a lo que cuesta: a la pobreza, al trabajo esforzado, al desprendimiento de los bienes materiales, a la generosidad. Como es sabido, los santos han hecho de la cruz, del dolor por Dios y los hombres, el ideal de su vida.

El dolor es lo ordinario, lo normal en una vida cristiana y como la antesala de la felicidad o, mejor, parte ya de la propia felicidad. Por eso es vital para el hijo de Dios no tener miedo al sufrimiento y no caer en la tentación de pensar se trata de evitarlo a toda costa. Quizá esa actitud caracteriza como pocas al hombre pagano. Para él no tiene sentido una vida de dolor. Pero la obsesión por no sufrir acaba de hecho con la propia vida. “La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla” (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento).

Con la eutanasia estaríamos, desde luego, en las antípodas del cristianismo. El miedo al dolor no es razón para casi nada. Es actuar así porque si no es peor, moverse por miedo. El miedo se convierte de esta forma en el motor de la vida: el hombre convertido en una bestia de arrastre que tira por miedo al palo. “Hay personas que viven acogotadas por el dolor, llenas de presentimientos desgraciados, que no se atreven a comprometerse o entusiasmarse con algo por temor al lote de dolor que a toda empresa o círculo humano corresponde. Otros, en cambio, necesitan defenderse del sufrimiento olvidándolo, rodeándose de una atmósfera rosa de la que estén ausentes la muerte y la miseria. Son los que se ponen nerviosos cuando se habla de desgracias, de la muerte inevitable, los que necesitan aturdirse con diversiones cuando la guerra es una amenaza cercana” (L. Polo. El sentido cristiano del dolor). Algunos necesitan forzar periódicamente la diversión, si no -incapaces de ver atractivo en el trabajo, en la amistad, en la generosidad…, en lo ordinario de cada día- la vida les resulta insípida cuando no amarga, porque no ven otro atractivo que la juerga.

Estar alegres es en todo caso necesrio, una cuestión de justicia. La alegría es virtud y como tal no falta en el buen cristiano. Su vida cristiana, basta con que sea normal -como la de tantos no famosos- para ser interesante. En esa vida corriente apreciamos la providencia amorosa del Creador que nos ha formado a su imagen y semejanza. Por eso los cristianos nos reconocemos superiores a las demás criaturas del mundo, ante todo, porque sentimos anhelo de Dios. He aquí el dolor último e irremediable de todo hombre. Un dolor gozoso, que sólo puede calmarse con la posesión de Dios, que es más bien dejar que El nos posea para siempre: “Nos hiciste Señor para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti” (San Agustín. Confesiones 1, 1).

Si desapareciera este anhelo seríamos animales que ni sienten ni padecen, con ilusiones sólo inmediatas: a corto plazo aunque sean a años vista, no con deseos de infinito que no pueden calmarse con nada de este mundo. ¡Qué bueno es, por tanto, ese dolor!, pues, como nos recuerda el Jua Pablo II, “el sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna” (SD, 26). Por esto, podemos afirmar seguros que el sufrimiento iluminado por la fe es ocasión de alegría. “De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros» (Col 1, 24). Se convierte en fuente de alegría la superación del sentido de inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el sufrimiento humano. Este no sólo consume al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo en una carga para los demás (…).

La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre «completa lo que falta a los padecimientos de Cristo»; que en la dimensión espíritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible (…).

Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe contínuamente, y contínuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja” (SD, 27). Es la afirmación, paradójica a nuestros oídos, una y otra vez repetida por Nuestro Señor, según la cual el rico de verdad es el que deja todo; sólo tiene motivo de alegría el que ha llorado; para ser fecundo es preciso, como el trigo, desaparecer hasta morir.

Si podemos decir que el sufrimiento es ocasión de grandeza personal es porque Cristo sufrió. Sería verdaderamente absurdo el dolor humano, quedaría en simple fastidio del individuo -como en los irracionales-, si Cristo, Dios y hombre perfecto, no hubiera padecido dolor. Pero Nuestro Señor sufrió todos los dolores, sin perder su perfección y así, siendo Dios, dignificó máximamente el dolor. Además se hizo de su actitud ante el dolor criterio, poniendose de ejemplo y animándonos a seguirle por el camino del dolor. El sufrimiento, entonces, no sólo no es un absurdo para el cristiano, sino que es por Cristo una condición insustituible para la plenitud humana.

Cualquier dolor puede ser para el hombre una Cruz divina y, por tanto, redentora -esa Cruz que invita Cristo a tomar para seguirle-; aunque a veces sea quizá, como lo fue la Pasión y Muerte del Señor en la Cruz, una cruel injusticia. Hay que saber sufrir, también cuando se sufre injustamente. Habrá que evitar el dolor si se puede; pero no librándose simplemente de él, sin fijarse en más; ni a costa de hacer el mal: el remedio del dolor injusto no puede ser sino el amor. Así el dolor es Cruz y la ocasión de amar como Cristo. Se requiere para esto la acción del Espíritu Santo; que, “activo en el hombre, transforma al hombre. Pero, ¿en qué? En Cristo. Es El quien forma a Cristo en nosotros, como lo formó en María” (Ibid.).

El cristiano, transformado en Cristo, ama la Cruz, Voluntad del Padre, y en ella la salvación del mundo. No reniega, entonces, de su dolor, que contempla como realidad engrandecedora, pues le identifica con Cristo por la acción del Espíritu. El momento sublime del dolor es para el cristiano aquel en el que, apoyado sólo en la fe, se siente abandonado del mundo y solo con su dolor. Entonces, aunque también se queja diciendo: ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46), confía a la vez y exclama seguro: en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).

El dolor aceptado es obediencia, un no-entender paradógicamente lleno de sentido, porque se sabe que si Dios permite ese dolor es para un bien. Diríamos que el dolor que se nos presenta sin un sentido razonable, es el lugar por excelencia de la obediencia. Aceptándolo reconocemos a Dios como Sabio y Poderoso; y nosotros, aunque inteligentes, nos consideramos limitados. Tenemos ya pruebas abundantes de su poder y sabiduría: de su divinidad; por ejemplo, en los milagros. Pero “la actividad curativa de Jesús no consistió en sanar a todos los hombres, sino puntualmente a uno o a otro. Su actividad “que sana al mundo” sólo se hace visible de vez en cuando, lo suficientemente visible para que el creyente sepa en Quién cree y por qué” (SD, 27). No es lo que Dios pretende solucionar nuestros problemas, sino inundarnos con su Amor. Para esto hemos de aceptarlo. Para esto quiere que lo aceptemos.

Si el objeto de nuestra vida es amar a Dios, amarle cada vez más; viene a ser lo de menos si logramos o no nuestros objetivos, mientras fomentemos el amor de Dios intentándolo. No es tan decisivo si encontramos muchas dificultades o si sentimos permanentemente la frustración y el dolor: el cansancio, la contradicciónÉ, con tal de que -como Cristo- avancemos nuestros pasos hasta el “Calvario” en la medida de las fuerzas que nos queden. Si, así, caemos definitivamente en el empeño, será que hemos llegado: Dios, que no espera nuestros éxitos, sino nuestro amor, decide en la historia del mundo el momento-meta de cada uno; y, en cierto, sentido todos lo son, pues siempre podemos amarle y cualquiera puede ser el último. No es para el cristiano ninguna circunstancia de su vida sólo un mero trámite. Cada momento tiene “peso específico”; todo lo humano tiene relevancia en Dios, pues continuamente podemos manifestarle nuestro amor; por eso, como decía el Beato Josemaría, “hay que dar a cada instante vibración de eternidad”.

  1. Un misterio “El sufrimiento humano suscita compasión, suscita también respeto, y a su manera atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio especifico” (SD, 4). Como misterio, debe ser permanentemente contemplado con perplejidad y con respeto: ante el dolor humano nos encontramos frente a una realidad con vocación sobrenatural, llamada a trascendernos.

Recordemos a Job con su dolor inexplicable. “El es consciente de no haber merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. (…) Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. (…) Job no ha sido castigado, no había razón para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima” (SD, 11).

Job era un hombre ejemplar en el amor de Dios con independencia de sus riquezas. Satán piensa que su amor es interesado y provoca a Dios: “«extiende tu mano y tócalo en lo suyo (veremos), si no te maldice en tu rostro» (Job 1, 9-11). Si el Señor consiente en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba” (Ibid). El sufrimiento puede ser a veces una oportunidad, no siempre un castigo. Para Job fue ocasión de mayor virtud y gloria ante Dios.

De todos modos, el sufrimiento supone para el hombre mucho más que una ocasión de simple desarrollo personal, aunque no pocas veces también lo sea. Es un misterio que se vislumbra, iluminados por la fe y en la medida en que somos capaces a partir de Cristo: “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (Con. Ecum. Vat. II Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes 22).

El dolor humano se entiende en ciertas ocasiones pero en muchas otras no. Sin embargo, Jesucristo “instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal” (SD, 16). A esos hombres está destinada la Bienaventuranza, la definitiva felicidad.

  1. Las crisis de fe Si no tenemos más referencia de la vida que lo que estamos habituados a contemplar, sin conocer la Revelación que nos anuncia a un Dios Señor del mundo infinito en poder y bondad, el sufrimiento no nos plantea especiales dificultades teóricas; en todo caso, será sólo un problema de hecho cuando algo nos duele.

“La cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente bíblica. Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: «¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo?»” (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento).

En la práctica, la existencia del sufrimiento, particularmente la de ciertos sufrimientos que se consideran injustos, es motivo, no pocas veces, de la negación de Dios: “¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido. (…) Esta es una pregunta dificil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por que el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.

Ambas preguntas son dificiles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo.

Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios. En efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su sabiduria, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto más en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa y de tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia -tal vez más aún que cualquier otra- indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido del sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la pregunta misma como las posibles respuestas a dar” (SD, 9).

Es una pregunta, tema clásico del pensamiento, de la literaturaÉ Ocasión de crisis profundas, pues no siempre viene el dolor cuando cabría esperarlo, ni sufre el que, por así decir, se lo tiene merecido. “¿Por qué el dolor? -se pregunta asimismo otro autor moderno- Es esta una pregunta que tortura a muchos, hasta hacerles concluir que carece de respuesta, pues, no sólo es imposible que exista un ser todopoderoso e infinitamente bueno que consienta todas las desgracias que ocurren en el mundo, sino que, en tales circunstancias, la vida ni siquiera merece la pena ser vivida” (R. Yepes. Los límites del hombre: el dolor).

Casi todos los libros véterotestamentarios nos muestran el dolor humano como una justa pena por el pecado. Era, por eso, según se aprecia en los relatos evangélicos, la mentalidad dominante en el tiempo de Nuestro Señor: ¿Quién pecó éste o sus padres, para que naciera ciego? (Jn 9, 2), preguntaron los Apóstoles a la vista de un sufrimiento humano. Pero el libro de Job había arrojado ya una nueva luz sobre el problema del sufrimiento. El dolor humano no era sólo la pena que hacía justicia a cierta culpa. Job personaliza precisamente el sufrimiento del justo, el sufrimiento “injusto” del inocente. Algo que sólo recibirá su definitiva luz en Cristo; aunque, ciertamente, se trate de una aclaración a la luz de la fe en Cristo Redentor.

El Santo Padre, Juan Pablo II, es muy consciente de la dificultad teórica del problema del sufrimiento, y afirma que “a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respueta -por qué el sufrimiento- comience a ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo” (SD, 26). En efecto, para entenderlo hay que vivirlo. Pero no de cualquier modo, sino como Cristo; es decir, amando. No se trata sólo de soportar lo que duele o de estar dispuesto a aguantarÉ Se trata por el contrario de “ver” la mano buena y suave de Dios en lo que cuesta, sea lo que sea, pues nada escapa a su poder. El que ama a la manera de Cristo quiere positivamente el dolor que Dios permite en su vida. Lo “ve” necesario para amarle aunque no lo comprenda. Porque antes de cualquier otra consideración, parte del convencimiento de que Dios es siempre Dios: Señor y Amor de los hombres en todo momento, que en el de máximo sufrimiento nos asiste, si le dejamos porque permanecemos unidos a El por el amor. Lo que cuesta, por otra parte -lo que duele y hace sufrir-, es tantas veces la entrega de uno mismo a quienes son dignos de nuestro amor; pues en ello está su bien, según aquello de que nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13).

Por eso a la pregunta por el sufrimiento, como dice el Papa, Cristo responde ante todo con una llamada: “Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: «Sigueme», «Ven», toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través del sufrimiento. Por medio de mi cruz” (SD, 26).

El cristiano siente de mil formas -corrientes casi siempre- ese reclamo interior que acogerá confiado en el Amor poderoso del Señor, que lo iluminará y fortalecerá. No se entiende qué es el dolor razonando sino creyendo, efecto del Don de Ciencia, de Sabiduría y de Entendimiento: efecto de la Gracia de Dios. Como dice el Papa, “a medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espíritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo, aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegria espritual” (Ibid).

Parece importante -y no está de más insistir en ello- reconocer en Dios, con un reconocimiento incuestionable, sus atributos de Amor y Poder absolutos. También parece importante reconocer en nosotros el don inefable de conocer a Dios, pero limitadamente. Así no nos extrañará que, siendo Omnipotente, no nos conceda lo que deseamos, a pesar de que nos ama como nadie puede amarnos. Ofreciéndonos el dolor, Dios nos invita a acoger la presencia amorosa de su Vida en la nuestra. ¡Qué sensatas resultan, entonces, las palabras de Job, que sufre sin culpa!: Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allí. El Señor lo dio, el Señor lo quitó; como al Señor le agradó, así se hizo: ¡sea bendito el nombre del Señor! Si recibimos bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos males? (Iob 1, 21; 2, 10b). Males que el buen hijo de Dios tolera, pues no es probado por encima de sus fuerzas, ni se espera de él más de lo que puede. Males que tal vez él no entiende pero sí Dios, infinitamente sabio; y por lo tanto son un bien soportable para él.

  1. El dolor cristiano El dolor y el sufrimiento es repetidamente valorado de modo particular en el Nuevo Testamento como manifestación de amor: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, dice san Pablo a los Colosenses (Col 1, 24). El propio Cristo “reprende severamente a Pedro, cuando quiere hacerle abandonar los pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz” (SD, 16. Cfr. Mt 16, 23). Jesús deseaba su sufrimiento, aunque le costaba hasta entrar en agonía por la Pasión ya inminente.

Le costaba pero lo quiere, y por eso advierte a Pedro: “«El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?» (Jn 18 11). Esta respuesta -como otras que encontramos en diversos puntos del Evangelio- muestra cuán profundamente Cristo estaba convencido de lo que había expresado en la conversación con Nicodemo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obediente hacia el Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual El ha amado el mundo y al hombre en el mundo. Por esto San Pablo escribirá de Cristo: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20)”. (SD, 16).

La perspectiva de sufrimiento: de fatiga agobiante, de trabajo que parece excesivo, de dolor crónico, de incapacidad definitiva, de marginación, de abandono, de incomprensión, de humillación continua, de permanente frutraciónÉ podría cegarnos e inducirnos a menospreciar esos momentos y situaciones que vienen a ser como la angustia en Getsemaní, cuando ruega Jesús al Padre que le libre de aquel Cáliz: “las palabras de la oración de Cristo en Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento. Las palabras de Cristo confirman con toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo más profundo: el sufrimiento es padecer el mal, ante el que el hombre se estremece” (SD, 18). En efecto, sólo por amor es posible aceptar tanto dolor. Y es un dolor, cuya sola espectativa hace entrar en agonía y sudar sangre (Cfr. Lc 22, 43-44).

Por eso lo determinante de la conducta de Cristo no será el dolor que padece o que se avecina, sino el deseo por Amor de obediencia al Padre para redimirnos: Padre mío, si es posible, pase de mi este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26, 39) y a continuación: Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26, 42).

San Pablo enseña con su actitud que el cristiano puede y debe imitar la disposición del Señor ante el dolor: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). No es que disfrute san Pablo padeciendo: no le divierte sufrir, como tampoco a Cristo; se alegra en cambio verdaderamente de sus padecimientos porque contribuye con ellos a la salvación de otros.

Cristo ya había exigido a los suyos el sacrificio para alcanzar el Reino de los Cielos: Si alguno quiere venir en pos de miÉ tome cada día su cruz (Lc 9, 23). La fidelidad a Cristo exige este sacrificio. Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! (Mt 7, 13-14).

El Reino de los Cielos hay que ganarselo con esfuerzo. Pondrán sobre vosotros las manos y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en prisión, conduciéndoos ante los reyes y gobernadores por amor de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados aún por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas (Lc 21, 12-19).

El verdadero apostol es atacado como Cristo -por las mismas razones-, pero triumfa como Él. Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mi primero que a vosotrosÉ, pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborreceÉ No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mi, también a vosotros os perseguiránÉ Pero todas estas cosas haránlas con vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado (Jn 15, 18-21).

El problema es de ellos, debemos sentirnos muy convencidos. Ellos lamentablemente no han conocido la Majestad, el Poder y el Amor de Dios. Con culpa o sin culpa padecen esa desgracia y no llevan razón aunque sean muy fuertes. Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33); que se podría sintetizar diciendo: “quien rie ultimo, rie mejor”.

  1. Eucaristía y sufrimiento Y Cristo triunfa desde la Cruz. La respuesta definitiva al sentido del dolor humano es el Sacrificio del Calvario, momento del Amor por antonomasia y momento también por antonomasia de dolor con sentido, que se renueva cada día en nuestros altares. Como dice el Santo Padre, “el Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo” (SD, 13).

No somos los cristianos seres negativos, que aguantan, que sufren, que no gozan de la vida ni son felices. Muy al contrario: somos felices también con el dolor y la contrariedad; más aún, el secreto de nuestra alegría está en la Cruz con dolor y contrariedad: no tenemos miedo a lo que cuesta. La fe nos lleva a afirmar que el sufrimiento con sentido; es decir, en Cristo, es condición para la verdadera alegría. Porque El nos llama a su Cruz para que, con El, triunfemos en la Resurrección, logrando así la única alegría feliz, la única que vale la pena, que no se esfuma al ahondar en la verdad de la vida.

Cuando decimos que Cristo nos ha salvado, debemos entender que nos ha librado de todo posible mal y por tanto de todo dolor. Y no sólo esto, sino que nos ha introducido en su vida que es eterna. Así lo manifestó el Jesús a Nicodemo: tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3, 16). La entrega del Hijo por amor al mundo es la Eucaristía, renovación incruenta del mismo sacrificio del Calvario con el que se consuma nuestra Salvación. Y “Salvación significa liberación de mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento” (SD, 14); pues, como veíamos, sufrir era padecer el mal.

Según las palabras de Cristo a Nicodemo el hombre puede perecer, pero no se refiere Jesús a la muerte temporal. “El hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo” (Ibid).

Los otros sufrimientos temporales -consecuencia asimismo del pecado- son menores y pasajeros, y quedan aniquilados también en la vida eterna en Dios que nos gana el Hijo con su entrega: “En su sufrimiento los pecados son borrados precisamente porque El únicamente, como Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquél amor hacia el Padre que supera al mal de todo pecado; en un cierto sentido aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien” (SD, 17).

El Sacrificio Eucarístico es propiamente el único remedio definitivo del dolor humano. Aunque no cesen por la Misa nuestras molestias cotidianas; sin embargo, participando por ella muy singularmente en el fruto de la Redención, vivimos nuestros dolores positivamente, de un modo optimista que es compatible con el gozo de la esperanza eterna y, sin dejar de ser doloroso, el sufrimiento es feliz y lleno de sentido.

De la gracia de Dios recibimos nuestra condición de hijos en el Hijo y con ella la seguridad de ser amados por el Padre, que no permitirá que seamos probados por encima de nuestras fuerzas. Pierde así el cristiano el miedo a sufrir. Está seguro de que con Dios nada será insufrible. Pero no es sólo falta de miedo la alegría del cristiano hijo de Dios, se sabe ante todo depositario de todo el tesoro del Evangelio y lanzado por el propio Cristo a extender su Reino, pues tiene el mundo por heredad (Cfr. Ps 2, 8). Por el contrario, tienen asegurada la desolación los que pretenden vivir alegres al margen de la Eucaristía: son sarmientos separados de la Vid, cuya lozanía dura un momento (Cfr. Jn 15, 6); cadáveres -sin vida en sí mismos-, que no se alimentan del Cuerpo y la Sangre del Señor (Cfr. Jn 6, 56).

“Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al «mundo» para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento” (SD, 14). El amor de Dios al hombre incluye el sufrimiento de Cristo en su sacrificio voluntario, en una entrega amorosa. El sufrimiento del hombre es calmado con el Amor de Dios manifestado en el sufrimiento de Cristo. Una entrega que, siendo verdadero anonadamiento hasta la muerte, es al mismo tiempo identificación plena con la voluntad del Padre y, por tanto, igual a El en Gloria y Majestad. De aquí que no podía suponer una pérdida para el Hijo la obediencia, antes al contrario, su muerte es ocasión de definitiva inmortalidad (Cfr. Fil 2, 9-11).

Jesucristo en cuanto hombre es exaltado mediante la Resurrección, que supera el dolor y la muerte, y se constituye primogénito y modelo del cristiano, tanto en su vida y en su muerte -en su dolor-, como en su Resurrección. Particularmente es nuestro estímulo y modelo en la Eucaristía. En el sagrario su amor no conoce límites: “más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz” (Beato Josemaría. Camino, 533). Para que logremos el consuelo y la fortaleza que necesitamos.

  1. El dolor y la esperanza Juan Pablo II declaró el año 1984, año de la Redención. Y en este año publica su Carta Apostólica Salvifici Doloris, acerca del sentido cristiano del sufrimiento humano -que está tan presente en estas consideraciones-, “porque la redención se ha realizado mediante la cruz de Cristo, o sea mediante su sufrimiento” (SD, 3), dice el Papa.

Por la Redención efectiva el hombre es bienaventurado: queda libre del mal y, por tanto, del sufrimiento. “Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana (…), sin embargo, esta victoria proyecta sobre cada sufrimiento una luz nueva, que es la luz de la salvación” (SD, 15). El sufrimiento, con todo lo costoso, molesto o problemático de la vida, tiene a partir de la Redención vocación de eternidad salvífica. El dolor humano se ha convertido por Cristo en instrumento salvador; pues viviendo en Cristo por la acción del Espíritu Santo, el cristiano participa de la esperanza de la resurrección y hace participar a otros de esa esperanza.

No es, entonces, el dolor -cualquiera que sea- si es cristiano, algo ante todo negativo, deprimente para el hombre. Sería solamente eso si fuéramos simples bestias o nos comportáramos como tales. El dolor del hombre puede y debe ser, como el de Cristo, una oración grata al Padre que logra también los fines de la Cruz. “Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también participe del sufrimiento redentor de Cristo” (SD, 19).

El cristiano, hijo de Dios que sufre y reconoce la riqueza que posee con su dolor, encuentra en su vida un permanente motivo de consuelo y mucho más que eso. El suyo es un sufrimiento elevado, de modo que lo de menos para él es su dolor-molestia o dolor-desagrado. Tiene por don de Cristo en ese dolor una verdadera Cruz Redentora. Por la fe el cristiano lo reconoce así: como Cristo nos lo ha entregado.

“En la segunda carta a los Corintios escribe el Apóstol: «En todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados, perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal… sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará…» (2 Cor 4, 8-11 14).

“San Pablo habla de diversos sufrimientos y en particular de los que se hacían participes los primeros cristianos «a causa de Jesús». Tales sufrimientos permiten a los destinatarios de la Carta participar en la obra de la redención, llevada a cabo mediante los sufrimientos y la muerte del Redentor. La elocuencia de la cruz y de la muerte es completada, no obstante, por la elocuencia de la resurrección.” “El hombre halla en la resurrección una luz completamente nueva, que lo ayuda a abrirse camino a través de la densa oscuridad de las humillaciones, de las dudas, de la desesperación y de la persecución. De ahí que el Apóstol escriba también en la misma carta a los Corintios: «Porque así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, asi por Cristo abunda nuestra consolación» (2 Cor 1, 5)”.

“En otros lugares se dirige a sus destinatarios con palabras de ánimo: «El Señor enderece vuestros corazones en la caridad de Dios y en la paciencia de Cristo» (2 Tes 3, 5). Y en la carta a los Romanos: «Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa y grata a Dios: este es vuestro culto racional» (Rom 12, 1) (…)”.

“Este descubrimiento dictó a San Pablo palabras particularmente fuertes en la carta a los Gálatas: «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 19-20). La fe permite al autor de estas palabras conocer el amor que condujo a Cristo a la cruz. Y si amó de este modo, sufriendo y muriendo, entonces por su padecimiento y su muerte vive en aquél al que amó así, vive en el hombre: en Pablo”.

“Y viviendo en él -a medida que Pablo, consciente de ello mediante la fe, responde con el amor a su amor- Cristo se une asimismo de modo especial al hombre, a Pablo, mediante la cruz. Esta unión ha sugerido a Pablo, en la misma carta a los Gálatas, palabras no menos fuertes: «Cuanto a mi, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mi y yo para el mundo» (Gal 6 14)” (SD, 20).

El optimismo en la tribulación es incomprensible, sorprendente para una visión meramente terrena. Es efecto de la Gracia y trasciende al propio atribulado. Ni siquiera él mismo comprende cómo es capaz de padecer sin temor, ni de dónde le brota la alegría mientras sufre. Fiado en la Gracia de Dios, lo experimenta, le parece bien y proclama este misterio a cuantos se extrañan de su paz en el sufrimiento. San Pablo, diríamos que avasalla: con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 9b-10).

Apoyado en la fe, el cristiano se siente optimista porque sufre. No es entonces para el hijo de Dios el dolor sólo algo que hay que tolerar en razón de la justicia: pues lo merecemos por nuestros pecados; ni algo razonable por nuestra deficinte condición y la también deficiente condición de este mundo en que vivimos; es mucho más, “a los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención: con este precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la historia del hombre, llegando a ser la perspectiva definitiva de su existencia terrena” (SD, 21). El dolor de los hombres ha alcanzado por Cristo la capacidad de ser relevante para Dios y cooperar en la extensión de su Reino.

“San Pablo nos habla con frecuencia aquella paradoja evangélica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de manera particular por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos que participan en los sufrimientos de Cristo. El describe en la segunda carta a los Corintios: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mi la fuerza de Cristo» (2 Cor 12, 9). En la segunda carta a Timoteo leemos: «Por esta causa sufro, pero no me averguenzo, porque sé a quien me he confiado» (2 Tim 1, 12). Y en la carta a los Filipenses dirá incluso: «Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Fil 4, 13)” (SD, 23).

La Omnipotencia de Dios es incuestionable y por eso, con su Amor, no tenemos ninguna posibilidad de fracasar con Dios. No tiene Dios ninguna necesidad de tener éxito ni de demostrarnos su poder, ni está preocupado por defenderse como si alguien pudiera lesionar su divinidad. Por lo cual el cristiano se siente seguro, mientras viva en intimidad con El, incluso en medio de la tribulación y cuando parece que la debilidad y el sufrimiento son irremediables. Dios en su eternidad siempre actua, su amor se difunde incesantemente en quienes pueden y quieren acogerlo: en los hombres que lo aman. Ellos viven despreocupados y seguros, nada inquietos por su debilidad o por la fuerza de sus enemigos: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla (Mt 10, 28), les dice.

Como mucho, el cristiano puede morir; pero eso es sólo cuestión de tiempo para todos; y, por otra parte, el fin de sus dolores y el comienzo de la Vida que más desea: un buen cristiano no puede ser miedoso. No, desde luego, porque se crea “alguien”, sino porque se cree Cristo… San Pablo es el prototipo de la persona sin miedo aunque haya abundante dolor en su vida: Porque el mensaje de la cruz -dice- es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios (1 Cor 1, 18).

“En la cruz, Cristo ha alcanzado y realizado con toda plenitud su misión: cumpliendo la voluntad del padre, se realizó a la vez a sí mismo. En la debilidad manifestó su poder y en la humillación toda su grandeza mesiánica ¿No son quizás una prueba de esta grandeza todas las palabras pronunciadas durante la agonía en el Gólgota y, especialmente las referidas a los autores de la crucifixión: «Padre, perdónales, pórque no saben lo que hacen»? (Lc 23, 34) A quienes participan de los sufrimientos de Cristo estas palabras se imponen con la fuerza de un ejemplo supremo” (SD, 22). Es el esplendor del Amor Omnipotente que ama a toda costa. Le preocupa -por así decir- el perdón que necesitan aquellos hombres. Así nos enseña a amar con sufrimiento.

San Pablo insistía en el futuro de gloria que espera al cristiano que vive la Cruz. A los Romanos les dice: SomosÉ coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados. Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (Rom 8, 17-18); y en la segunda carta a los Corintios leemos: Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles (2 Cor 4, 17-18).

La misma idea es afirmada por san Pedro: Antes habéis de alegraros en la medida en que participáis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo (1 Pe 4, 13). Este sentido positivo ante la tribulación -alegría, se afirma incluso, ante el sufrimiento- no convierte en placer el dolor. Nunca el dolor dejará de doler. Reclamará siempre cierta renuncia de quien lo sufra, aunque lo viva según Dios y gane de este modo. No es la acción de la gracia como un narcótico que convierte el dolor en placer y los insultos en alabanzas. Se trata, más bien, de una connaturalidad del cristiano con Cristo que le lleva a participar en el Espíritu Santo, por encima de todo dolor, de la inefable dicha amorosa de la Trinidad.

Esta dicha es aún más plena cuando el cristiano se sabe en cierta medida autor de la misma Redención, siendo miembro de Cristo (cfr. 1 Cor 6, 15) -único verdadero Redentor- y llamado a suplir “«lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24): En el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En cuanto el hombre se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo -en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia-, en tanto a su manera completa aquél sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo” (SD, 24). Cualquier dolor humano tiene vocación redentora, puede contribuir a la construcción de la realidad más grandiosa que podemos soñar: la Redención del mundo.

Si el sufrimiento humano puede ser sufrimiento de Cristo es porque “El mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser participes «de los sufrimientos de Cristo» (1 Pe 4, 13). Así como todos son llamados a «completar» con el propio sufrimiento «lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24). Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento” (SD, 30).

He aquí la respuesta definitiva al problema del dolor humano. Este es provechoso para el que sufre y para los demás. El que sufre es, por la Gracia, Cristo Redentor: participe en los sufrimientos de Cristo, poniendo lo que falta a Sus padecimientos por la Iglesia. No nos extraña, entonces, que asistir al que sufre sea ayudar a Cristo, que sea el mismo Señor quien recibe nuestro amor cuando amamos a los demás: a mí me lo hicísteis (Mt 25, 40), responde Jesús cuando hemos tratado a alguien bien, quizá ayudándole en su dolor. A mí me lo hicísteis, responde también ante nuestros malos tratos o nuestras omisiones. El dolor cristiano -el que sea- se convierte, por la acción del Espíritu, en fuerza redentora que desarrolla el que sufre en favor de la humanidad de paso que se acerca al Cielo.

Y no deseo a terminar sin recordar unas palabras del Beato Josemaría que me parecen ahora a propósito: “Aunque hayáis entregado mucho -decía en una ocasión-, no habéis cumplido totalmente el sacrificio: podéis aún levantar más en alto la Cruz. Yo os puedo asegurar que en estos años de sufrimiento gustoso, aunque el cuerpo se fatigue, he llegado a la seguridad de que la Cruz la lleva Jesucristo: y que nuestra participación en su dolor nos llena de consuelo y de alegría” (Beato Josemaría. A solas con Dios, 242 ). Es la experiencia de cuantos, en Cristo, han perdido el miedo al dolor.

Comenzábamos con el pecado -origen de nuestros dolores- en el Paraiso según lo narra el primer libro de la Biblia, el Génesis; pero, según se anuncia en el último, el Apocalipsis, esta historia termina bién: Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: He aquí la morada de Dios con los hombres: Habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando realmente en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó (Apc 22, 1-4).

Tomado de www.unav.es/capellania/ldm/docencia/sufrimiento.html

Publicaciones on-line de Javier Cremades

 

  • Presentación
  • Javier Cremades, "La confesión explicada por el Papa", 1989.
  • Javier Cremades, "¡Quiero vivir!".
  • Javier Cremades, "¿Quién decís que soy yo?", 1998.
  • Javier Cremades, "Mi corazón está inquieto", 1999.
  • Javier Cremades, "Cómo explicártelo…", 2000.
  • J. Adelman y A. Kuperman, “Persecución a los cristianos en Oriente Medio”, ACI, 7.I.02

    Un análisis publicado por el Denver Post y elaborado por los profesores Jonathan Adelman y Agota Kuperman, dos expertos en Islam, revela el dramático proceso por el cual los cristianos del Medio Oriente, cuya historia se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, vienen desapareciendo bajo la presión del fundamentalismo islámico.

    “En la siguiente década, más o menos en ese periodo de tiempo de acuerdo a lo que se da en el presente, habrán, si es que hay, muy pocos cristianos viviendo en Belén, lugar donde nació Jesús. Lo mismo en Nazaret, donde Jesús creció, y hasta en Jerusalén, donde cerca de 600 iglesias históricas existen todavía”, afirma el estudio y explica que “los cristianos en el territorio palestino han caído del 15 por ciento de la población árabe en 1950, a tan solo 2 por ciento de hoy. Belén y Nazaret, que han sido pueblos abrumadoramente cristianos, tienen ahora una fuerte mayoría musulmana”.

    El análisis explica que “hoy, tres cuartos del total de los cristianos de Belén viven fuera, y más de los cristianos de Jerusalén viven en Sydney, Australia, que en el lugar de su nacimiento. Hoy, los cristianos comprenden sólo el 2.5% de Jerusalén, aunque en ellos todavía se incluye a algunos de los que nacieron en la vieja ciudad cuando los cristianos todavía constituían una mayoría”.

    “¿Qué ha sucedido? ¿Por qué han habido tantos, y tan pocos reportados cristianos exiliados del Medio Oriente, con alrededor de 2 millones huyendo en los últimos 20 años? ¿Por qué es que de repente la mitad de todos los cristianos iraquíes emigraron clandestinamente en los últimos 10 años?”, se preguntan los autores.

    El informe responde que “la única gran causa es la presión de los radicales musulmanes. Para estar seguros, también han habido otras razones para estos exilios. Los cristianos educados del medio oriente algunas veces se han ido por razones económicas, otros para evitar el inicio de violentos conflictos”.

    Sin embargo, “un grupo entero de cristianos no abandona la tierra en donde sus ancestros han vivido cerca de 2000 años simplemente por buscar una sociedad más próspera. Esa gente ha tenido que ser presionada para salir. Y eso es precisamente lo que los radicales islámicos tratan de hacer”.

    El estudio desarrolla algunos de los casos más importantes: “En Egipto, muchas leyes o costumbres favorecen a los musulmanes y su constitución proclama al Islam como la religión del estado. Es casi imposible construir o restaurar iglesias al tiempo que muchos miles de nuevos edificios musulmanes han sido aprobados por el estado. Las leyes prohiben las conversiones de musulmanes al cristianismo.

    En Arabia Saudita, todos los ciudadanos deben ser musulmanes, es ilegal importar, fabricar o poseer materiales cristianos o no musulmanes, y los cristianos son encarcelados y deportados por esa causa.

    Sudán ha seguido los códigos islámicos desde 1983 y se declaró a si mismo como país islámico en 1991.

    Una brutal guerra civil emprendida por los musulmanes de Arabia del norte contra los cristianos y los africanos negros animistas del sur ha matado más de 2 millones de personas.

    En Afganistán la aplicación rigurosa de las leyes islámicas ha sembrado tal odio hacia los cristianos que no hubieron más iglesias abiertas ni números significativos de cristianos reunidos en el país.

    En Irán, los cristianos forman el 0.4 por ciento de la población. La pequeña población cristiana es tratada como una “segunda clase”. La literatura cristiana es ilegal, los conversos del Islam a otra religión son perseguidos de muerte y la mayoría de la iglesias evangélicas son subterráneas”.

    Jonathan Adelman y Agota Kuperman, ACI, 7.I.02

    José Miguel Odero, “Evangelización e Islam”, ARVO, IX.01

    En los comienzos del III Milenio cristiano se hace pertinente un examen de cuáles han sido los progresos en la labor evangelizadora de la Iglesia y de qué tareas, por el contrario, merecen una nueva y especial atención y esfuerzo pastoral. Es sabido cómo el actual Pontífice ha destacado reiteradamente que los cristianos no podemos conformarnos con la escasa difusión del Evangelio alcanzada hasta ahora en Asia, pues el mandato apostólico de Cristo tiene un carácter universal y transcultural.En este sentido el teólogo debe preguntarse con audacia cuáles son los obstáculos que han “impermeabilizado” la mentalidad de los pueblos semíticos – especialmente todos aquellos que hoy soy confesionalmente musulmanes – ante el Evangelio de Jesús, cuando dicho Evangelio fue predicado originariamente en una lengua asiática y semítica, cuando la predicación de Jesús y de sus Apóstoles se inculturó de forma inicial en formas propias de los pueblos que – como es el caso del Islam – reconocen a Abraham como su padre en la fe, cuando la primera expansión del Islam tuvo por escenario lugares como Egipto, Siria o el Magreb donde estaba presente la Iglesia desde los inicios de ésta [1].Una de las cuestiones abordadas en la Segunda Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos (1999) fue precisamente este mismo reto evangelizador. La actual presencia masiva de musulmanes que vienen a trabajar y a vivir en la Europa contemporánea es sólo un germen – según los pronósticos económicos y demográficos – de lo que en este siglo XXI será con toda probabilidad una ingente ola inmigratoria de colectividades procedentes de países norafricanos (tanto mediterráneos como subsaharianos), colectividades todas ellas igualmente musulmanas.De la urgencia que reviste este esfuerzo de evangelización da idea una reciente Pastoral de los Obispos italianos, en la cual se desaconsejan los matrimonios mixtos con musulmanes: un hecho que sociológicamente será más frecuente, pero del cual la Iglesia tiene una experiencia claramente negativa; las familias surgidas de dichas uniones lejos de ser vehículo de evangelización, resultan ser en la mayoría de los casos una ocasión próxima para que el cónyuge cristiano abandone la práctica de su fe [2].El presente estado de cosas dibujado así de modo somero suscita consecuentemente – como antes se apuntaba – la reflexión del teólogo. ¿Por qué la evangelización en culturas musulmanas resulta especialmente ardua? ¿Qué actitudes específicas del creyente musulmán (muslim) se oponen a la acción santificadora del Espíritu de Cristo? Y, sobre todo, ¿cuáles han de ser las líneas maestras que deben guiar la acción apostólica de los cristianos entre los musulmanes? Peculiaridad del Islam como religión Antes de abordar qué características del Islam se oponen más específicamente al Evangelio y a la evangelización, conviene hacer notar la asimetría formal que existe entre Islam e Iglesia Católica. Suele decirse que ha sido muy característico de los católicos saber qué es lo que creen en común y saber porqué lo creen. Esta claridad a la hora de determinar en qué consiste ser católico (la unidad en la fe) permite hablar en un sentido muy concreto de la Iglesia católica. Ahora bien, en el caso del Islam – como en el de otras muchas religiones – la esencia del ser musulmán no se muestra de forma tan inmediata ni indubitable ante los ojos del observador. Porque existen muchos modos de ser musulmán, cada uno de los cuales pretendiendo ser “el único modo legítimo”. En parte, ello es fruto de exclusiones mutuas de unos grupos respecto de los demás, pero sobre todo se explica porque en la comunidad islámica no existe una autoridad jerárquica de tipo magisterial similar a la del Colegio Episcopal y a la de su cabeza, el Obispo de Roma. El Islam no cuenta, en definitiva, con un común punto de referencia similar y ni siquiera análogo al que poseen los más de mil millones de católicos en el mundo.El Islam no contempla la existencia sobre la Tierra de una autoridad permanente a la cual Dios haya encomendado de forma eficaz “atar y desatar” al unísono del atar y desatar divino, constituyéndola en sacramento y ministerio de unidad [3].. En este sentido, ni los musulmanes ni tampoco los estudiosos de la religiosidad islámica están en condiciones de determinar a priori si es más ortodoxo – más fiel al deseo divino del cual se habría hecho eco Mahoma – un fundamentalista como el paquistaní Mawdúdí (1903-1979) que preconiza la constitución de una Estado y sociedad que se atengan literalmente a El Corán y a la Sunna, o bien si resultan ser más fieles al carisma original divino quienes se esfuerzan por vivir el espíritu del Islam, desechando sin dudarlo elementos culturales caducos – costumbres marcadamente medievales o arábigas – aunque dichos elementos hayan pervivido durante siglos como sagrados e intocables.¿Qué es lo esencial y definitorio del Islam? Ante esta pregunta muchos traen a colación las llamados “cinco pilares del Islam”: confesión de fe, oración ritual diaria (al-salat), la prestación pecuniaria obligatoria (al-zakat), la peregrinación ritual a La Meca y el ayuno durante el mes del Ramadán [4]. En realidad, todas estas prácticas simbólicas constituyen la catequesis apropiada para realizar el acto de islam: el acto y la actitud de someterse absolutamente al Señorío del único Dios, viviendo como siempre y en todo como siervo de Dios (‘abd ´Alá) [5].Este acto de fe fundamental es notablemente similar a la fe bíblica y neotestamentaria: el hombre ha de vivir para Dios, no para sí mismo. Juan Pablo II se muestra buen conocedor del Islam al reiterar que judíos, cristianos y musulmanes son las tres grandes religiones monoteístas; más aún, se revela como buen conocedor del mismo Corán al describir a estas tres colectividades religiosas como “los hijos de Abraham”.En efecto, Abraham (Ibrahim) aparece descrito en El Corán como el prototipo del hombre creyente en Dios, del que confía en Él, de quien se somete totalmente a su Voluntad. Abraham es el perfecto creyente. Así, el carácter sagrado de la Kaaba proviene de que – según Mahoma – fue el templo erigido por Abraham tras sacrificar a su hijo. La peregrinación a La Meca y sus rituales específicos (en especial, los sacrificiales) se entienden como reiteración de la suprema sumisión a Dios que hiciera allí mismo Abraham.La fe sumisa a Dios conduce inmediatamente a una actitud ética de sometimiento a la Voluntad divina. Este es el sentido prístino de la sunna, que designa el modo de vivir propio de un creyente, ejemplarizado en la vida de Mahoma [6]. La sunna se crea alrededor de un núcleo fundamental, que en líneas generales coincide con los preceptos del Decálogo – es decir, con normas que la cultura cristiana considera contenidos de ley divina natural – (cf. Corán 17, 22-39).Mahoma, por su parte, se presenta como último eslabón de una cadena de testigos que Dios ha enviado a los hombres durante su historia para hacerles ver la gloria de Dios y la adoración singular que Él merece por parte de cada persona humana. Mahoma sería el último de los profetas, inmediatamente posterior a Jesús “el hijo de María”, y habría estado precedido también en su tarea profética por el patriarca José – el hijo de Jacob – , por Moisés y otros.Ahora bien, los estudiosos de El Corán disciernen en este texto determinadas suras que se limitan a presentar el Islam en esa continuidad con la religiosidad humana auténtica, una actitud compartida especialmente por judíos y cristianos. Se trata de aquellas predicadas en La Meca antes de la Hégira.Por el contrario, las suras predicadas posteriormente en Medina se tiñen de un novedoso carácter polémico, que refleja la historia misma de la comunidad islámica. En Medina se produjo, en efecto, un enfrentamiento abierto con la tribu árabe judía de los Beni Kainuká, obligada por Mahoma a abandonar la ciudad. Desde entonces el profeta del Islam dejó de orar postrándose en dirección a Jerusalén, y eligió a La Meca – con sus connotaciones abrahámicas – como nuevo norte de su plegaria. En estos años concede el permiso de llevar adelante la difusión del Islam mediante la guerra. En fin, entonces escribe: “Abraham no era ni judío ni cristiano. Era monoteísta puro (kalil) y musulmán” (Corán, 3, 67). Sólo los musulmanes han recibido a través de Mahoma “el Libro de Alá”; los hebreos y cristianos sólo recibieron “una parte del Libro”; su vocación consiste, pues, en llegar a ser musulmanes plenamente (Corán, 3, 23) [7].Mahoma se convierte así en “el Profeta”, es decir, en el único profeta que ha transmitido a los hombres la plena revelación de Dios, una religión (dín) perfecta ya concluida, la religión verdadera, la única querida por Dios (cf. Corán 5, 3; 3, 19). Moisés y Jesús habrían fracasado en esta tarea, lo cual se muestra – afirma Mahoma – en las divisiones doctrinales internas que sufren judíos y cristianos [8]. El Corán es terminante al respecto: “Quienquiera que desee una religión diversa del Islam no será aceptado [por Dios], y en el más allá se encontrará entre los perdidos” (3, 85). Sólo el Islam es vía de salvación [9].Esta institucionalización exclusivista de la fe islámica lleva a separar de hecho el acto de creer en Dios (‘ímán) y la praxis propia del creyente (islam); a su vez, la univocidad originaria del término islam “queda perdida de modo total. Junto al doble sentido de actitud existencial y de modo global de vida que supone convicciones y praxis – fe y obras – , el término islam queda limitado a [designar] un solo aspecto de la religión: el ritual, la práctica del culto” [10]. La pertenencia a la comunidad islámica (umma) tiende a identificarse en la práctica con la adhesión al culto específicamente islámico. Este fenómeno de translación semántica es comprensible, si se considera que los musulmanes han esperimentado vivamente en su historia pasada y contemporánea las dificultades insoslayables que impiden a la umma poseer “un mismo espíritu” (Hechos 2,46) y compartir “una misma fe” (Ef 4,5) [11].Mahoma, profeta y líder político, cedió a la tentación de considerar que Dios permitió a la umma islámica el uso de la violencia para fines religiosos [12]. Primero alude a ella como derecho a la autodefensa: “Combatid en el sendero de Dios a quienes os combaten” (Corán 2, 190). Más tarde, en los días postreros de su vida abre las puertas a una escalada coactiva: “Combatid a quienes no creen en Dios ni en el último Día, a quienes no prohíben lo que han prohibido Dios y su mensajero y – entre los que han recibido el Libro [judíos y cristianos] – a quienes no profesan la religión de la verdad, hasta que no paguen la prestación pecuniaria (al-djizya) con sus propias manos tras haber sido humillados” (Corán 9, 29). Este espíritu de lucha (djihad), esta declaración formal contra la libertad religiosa civil se constituirá de hecho en un punto de apoyo para arbitrariedades casi ilimitadas por parte de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, que hacen sumamente precaria y penosa la existencia de cristianos en sociedades de mayoría musulmana [13].Pero la sangre derramada durante la historia de la Umma no se limita ni mucho menos a la persecución de los no musulmanes. Contra los deseos más íntimos de su fundador, que predicó vivamente la necesidad de que reinara la paz dentro de la umma [14], el Islam iba a sufrir desde sus mismos inicios trágicas divisiones (sobre todo a raíz de la batalla de Shiffín en el año 657, apenas veinticinco años tras la muerte de Mahoma) [15]. Estas divisiones enfrentarían a unos musulmanes contra otros de una manera mucho más drástica, sangrienta y persistente que las “guerras de religión” europeas; para un muslim devoto este hecho constituye “la gran prueba” o castigo de Dios [16].

    El Islam: religiosidad, cultura y política Las primeras predicaciones de Mahoma se centraron en un núcleo de carácter netamente religioso: en la fe y en las obras mediante las cuales el hombre puede disponerse a realizar ese acto de fe / sumisión. Dichas obras son principalmente de tipo cúltico y ético.Ahora bien, una vez instalado en Medina, Mahoma decidió determinar muchas cuestiones de orden social y político, estableciendo así una vinculación religiosa entre determinadas formas culturales y la fe en Dios.A este respecto su postura difiere fundamentalmente de la adoptada por Jesús, quien se negó repetidamente a regular “las cosas del César”, es decir, aspectos sociopolíticos de la conducta de los cristianos [17]. Mediante este acto Cristo dejaba a la discreción libre de cada cristiano muchas de las grandes cuestiones humanas, cuya solución no nos es revelada por Dios. Jesús indicaba así que la pluralidad cultural, social y política es una consecuencia natural del orden establecido por Dios en la Historia. Y, en consecuencia, reconocía una legítima autonomía de las realidades humanas. Jesús enseñó que Dios Creador ha querido libremente establecer ese ámbito de autonomía, merced a la cual no deben buscarse soluciones sagradas vinculantes para todos los creyentes en la mayor parte de los aspectos que configuran la sociedad y la civilización. No deben buscarse soluciones de ese tipo, porque no existen como tales [18].Ante los ojos de la fe cristiana la autonomía de las cuestiones sociopolíticas y culturales no conlleva en modo alguno una disminución de la gloria divina. Sólo un Dios Omnipotente y libre podía crear seres libres y otorgarles un amplio ámbito en el cual ejercer ellos mismos su propia providencia. La secularidad de la Ciudad terrenal no es ontológicamente el resultado de un proceso de secularización ejercitado en contra de la fe cristiana, sino que sobreviene, por el contrario, como una dimensión implícita de esa misma fe.Por el contrario lo usual en la mentalidad musulmana reside en la convicción de que, para establecer el Reino de Dios no basta la actitud personal de sumisión (islam), sino que esta sumisión conlleva necesariamente la implantación de las normas sociales, culturales y políticas que Mahoma preconizó de palabra o mediante su propia conducta. Mahoma – como es obvio a cualquier historiador – no fue sólo un profeta religioso, sino también un líder político, un estratega bélico y un legislador social. Él formuló el núcleo de una nueva estructuración sociopolítica, la cual cristalizará más tarde en la sharí ‘a o ley islámica [19]. El conjunto de normas contenidos en la sharí ‘a ha sido sacralizado por el profetismo de Mahoma como parte de la revelación divina. La fe musulmana contempla en la sharí ‘a aquella forma predeterminada mediante la cual Dios desearía ver al hombre sometido a su Señorío. De forma que no es posible el Islam – el sometimiento del hombre y de lo humano requerido por la gloria divina – sin la instauración de la sharí ‘a .El juridicismo característico de los líderes musulmanes va unido a un autoritarismo cultural, porque en la mentalidad social islámica el pluralismo cultural aparece como fruto del extravío de los hombres y no como una manifestación gozosa de la libertad de los hijos de Dios [20].En este sentido deben interpretarse los continuos rebrotes de islamismo que se han sucedido desde la muerte de Mahoma, y que – como sobradamente conoce la opinión pública mundial – siguen originándose en el siglo XX. La historia de aquellos estados donde existe una mayoría de población musulmana – muchos de ellos surgidos en la última centuria – se forja al hilo de dos fuerzas que operan dialécticamente entre sí: a) el proyecto cultural de autoridades islámicas tradicionales; b) los siempre reiterados movimientos islamistas, que denuncian la complicidad de las autoridades tradicionales con el poder (ya sea militar ya económico) o con una determinada situación social que a algunos les parece desviada, proponiendo un retorno a las fuentes del Islam – una nueva lectura de su origen – con el fin de revolucionar las estructuras vigentes y crear una sociedad auténticamente islámica [21].La efervescencia del islamismo no debería hacer olvidar al observador algo obvio: tanto los nuevos visionarios radicales como los musulmanes integrados o integristas buscan de hecho un mismo fin objetivo: islamizar la sociedad, someterla a la sharí ‘a . Sus caminos pueden ser muy diversos y sus altercados mutuos violentísimos, pero el musulmán ni siquiera concibe que la secularidad pueda ser una condición intrínseca de la sociedad humana diseñada por Dios.En el Islam sólo se reconoce un ámbito de posible secularidad lícita: el de la técnica (incluyendo la lógica, la matemática y las ciencias positivas concebidas en forma meramente pragmática, no como saber acerca de la naturaleza de la Creación).

    Islam y evangelización El hecho al que venimos aludiendo – la integración fundamental de la sharí ‘a en aquello que los musulmanes tienen como revelación divina – es a nuestro juicio el obstáculo más imponente para la evangelización.En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo escandaliza al musulmán creyente (muslim) en un nivel muy hondo, subyacente incluso al de los contenidos de dicho Evangelio. Es bien sabido que las suras de El Corán predicadas tras la Hégira enuncian de modo explícito que la fe cristiana es inaceptable como tal a causa de una hipotética manipulación del mensaje de Jesús, mediante la cual entre los contenidos del Evangelio se habría incluido de modo arbitrario (en contra de la auténtica predicación de Jesús) la creencia en la divinidad de Cristo y en la Trinidad de Dios.Evidentemente es deseable emprender un diálogo que pueda conducir a una clarificación de conceptos en el credo musulmán (al ‘aquída), mostrando que la fe cristiana ni imputa a Dios el acto biológico de engendrar ni introduce forma alguna de politeísmo. Dicho diálogo puede fundarse en la común concepción de la absoluta trascendencia divina, en la familiaridad musulmana con la recitación de los múltiples nombres (“atributos”) de Dios [22]. Sin embargo, al emprender este diálogo el cristiano habrá de tener en cuenta que la ausencia de una tradición musulmana propiamente teológica – hecho que resulta muy significativo, cuando se advierte de modo paralelo el enorme desarrollo de las ciencias jurídicas religiosas – no facilitará encontrar interlocutores receptivos [23].En el ámbito de la Teología Fundamental es preciso observar además la existencia de una barrera – también fundamental y quizás más radical – entre musulmanes y cristianos. Este distanciamiento compete, no ya a la formulación de los contenidos de la revelación, sino a la naturaleza del acto mismo de creer en Dios. Creer consiste esencialmente para ambas comunidades religiosas en someterse a Dios el hombre entero. Ahora bien, ¿cómo ha de entenderse este sometimiento respecto al ejercicio de la propia libertad?Mahoma subraya la existencia y consistencia del libre albedrío siempre que alude a la responsabilidad de cada hombre ante Dios Juez escatológico (lo cual es tema reiterado de su predicación). Pero lo que importa ahora no es tanto la cuestión de si el acto de fe es libre (fruto de una decisión personal y auténtica), sino cuál es el papel de la libertad en quien es ya creyente: cuáles son los designios divinos respecto a la vida social humana.La teología cristiana sostiene que la fe debe ser una luz perpetuamente inspiradora de la praxis humana. Pero simultáneamente afirma que Dios ha deseado para el hombre algo más que el libre albedrío: la libertad. Libertad significa para el cristiano que gran parte de su quehacer ha de ser necesariamente espontáneo y autónomo, porque Dios no ha querido ser el único ingeniero de la Creación y de la Historia, dejando así al hombre como mero ejecutor de unos planes preexistentes. Ser creyente en Dios consiste en dejar iluminar la propia vida por la fe, pero también radica en actuar según el propio leal entender humano, respetando y amando que otros obren de modo diverso. El cristiano sabe que así se asemeja más a quien “hace llover sobre justos y pecadores” (Mat 5,45), a quien eligió crear un mundo determinado – escogiendo libremente los detalles de su configuración – entre otros muchos posibles.Sin embargo, el musulmán ortodoxo no concibe que en las cuestiones propiamente humanas la libertad – que es no se reduce al libre albedrío – tenga un papel decisivo. Según la doctrina que le enseñan sus maestros religiosos, el espacio para ejercitar dicha libertad creadora se halla estrechamente limitado, pues la Revelación determina cuestiones tan precisas como el modo de vestir, los impuestos, las herencias o los castigos penales; y desde luego decide con bastante minuciosidad sobre cómo ha de conformarse la sociedad que Dios desea [24]. Sociedad y estado han de ser, pues, confesionales, y dicha confesionalidad se manifiesta en la aplicación de grandes principios y en la observancia civilmente obligatoria de unas normas preexistentes que han de regir los múltiples aspectos del quehacer humano. Cabe afirmar que, para la mentalidad musulmana más generalizada, no existe nada importante que sea de suyo profano o secular.Dentro de esta lógica el hombre – ante los ojos del muslim – no da gloria a Dios con su libertad. Por el contrario: la libertad real es concebida como un desafío a la Soberanía divina, como impiedad.Por esta razón tanto el islamismo como el tradicionalismo islámico rechazan la esencia de la democracia: la existencia de unos derechos humanos y, sobre todo, la del derecho a la libertad religiosa. Unos derechos humanos naturales a la persona como tal, ¿no serían una forma de rebeldía y de insumisión frente a Dios? [25] Y un régimen jurídico de libertad religiosa, ¿no constituye acaso la renuncia a construir el Reino de Dios que Dios mismo ha diseñado pormenorizadamente en la sharí ‘a ? No es de extrañar que, dentro de esta peculiar lógica, la libertad religiosa aparezca ante los ojos de islamistas y de tradicionalistas como una impiedad fundamental, una forma insufrible de occidentalismo, como el más taimado y perverso colonialismo cultural. Unos y otros la tolerarán en ocasiones (ciertamente muy pocas, y con muchas restricciones), pero su cultura religiosa dificulta enormemente contemplar la libertad religiosa jurídica como un bien real, como un estado social querido decididamente por Dios.En este punto procede quizá examinar críticamente la noción de musulmán ortodoxo en la perspectiva de las ciencias de las religiones y, sobre todo, a la luz de Historia de la Salvación.En primer lugar, ¿qué significa ortodoxia en una comunidad religiosa profundamente dividida entre diversas formas de integrismos e islamismos? ¿Qué valor cabe atribuir a dicho concepto, cuando las autoridades religiosas que han de definir la esencia de lo musulmán son múltiples y divergentes en sus enseñanzas? Los estudiosos suelen apelar en esta situación a un criterio meramente pragmático de tipo sociológico: es musulmán aquello que resulta difícil imaginar que quien se denomina musulmán pudiera rechazar. Tal es el caso del carácter revelado de El Corán o de la obligatoriedad universal de los mentados “cinco pilares del Islam” [26].Ahora bien, desde la perspectiva de la historia salutis se sitúa en primer plano una consideración de gran importancia que la sociología desconoce por su metodología propia: Dios llama a la salvación a cada persona concreta por vías muy diversas. Esa llamada divina, cuando es acogida por una persona cristaliza en la fe teologal, en una realidad que no procede de las fuerzas humanas – “la carne, ni la sangre” (Mat 16,17) – sino que “ha nacido de Dios” (1 Juan 5,4): es un don divino sobrenatural. Mediante la fe divina el hombre se somete a Dios, pone en sus manos su corazón y su mente, deja que sea Otro – Dios trascendente – quien guíe toda su existencia [27].En definitiva, mediante la fe el hombre se somete a la Libertad divina, a unos designios que – como muestra la fenomenología religiosa y especialmente la experiencia de la Iglesia – a menudo contrarían tendencias, opiniones y actitudes antes muy arraigadas en el sujeto. La vivencia de esta resistencia del “hombre viejo” (Ef 4,22) es una garantía de la autenticidad de la sumisión prestada a Dios.Por su parte, la evangelización se dirige igualmente al corazón de cada persona concreta; nada más lejos de su naturaleza que la propaganda, la edulcoración del kérigma, cualquier tipo de chantaje (ofrecer bienes terrenales como contrapartida de la conversión) y – por supuesto – cualquier tipo de coacción.En el plano existencial propio de la evangelización, donde prima la iniciativa libre de Dios – el Espíritu Santo que ilumina la mente y alienta el corazón – , lo inusual y lo impredecible (para la sociología de las religiones) resulta ser algo de ordinaria administración. La fe – como gustaba repetir Karl Barth – es siempre un milagro. En consecuencia, por lo que atañe a la evangelización, una valoración sociológica del impacto probable que pueda tener la predicación del Evangelio sobre el musulmán ortodoxo será siempre accidental. Dicha ortodoxia carece de consistencia ontológica frente a la Libertad divina: el Espíritu de Verdad “sopla donde quiere” (Juan 3,8) y su querencia es de hecho cristocéntrica, ya que es Espíritu del Hijo (Gal 4,6), Espíritu de Cristo (Lc 4,18; Rom 5,9), Espíritu de Jesús (Hechos 16,7). Dicho en otros términos: si un musulmán recibe de Dios la fe teologal, será obediente a las mociones del Espíritu de Dios y se sentirá atraído por el Evangelio de Cristo, y no de cualquier modo sino precisamente en cuanto verbum salutis.Ciertamente sería simplista ignorar la gran fuerza que sobre dicho creyente ejerce “la ortodoxia islámica”. Ésta constituye un complejo entramado de creencias, principios éticos y rituales que están integrados más o menos hondamente en su personalidad. Se trata de una forma de vida, una cultura, en la cual aparecen integrados auténticos elementos salvíficos – por ejemplo, la necesidad de someterse a Dios; el conocimiento de la unicidad divina; o la práctica de la oración – , con valores humanos muy ricos (si bien, de orden no sacral) – la belleza literaria de El Corán; el sentido de hermandad comunitaria – y algunos elementos que contrarían la Voluntad divina – el menosprecio de la libertad religiosa o el rechazo de Cristo como Salvador – .Reconstruir la propia vida, discerniendo aquello que puede y debe ser conservado de esas tradiciones y lo que ha de rechazarse sin ambages, es una tarea no exenta de dificultades. La experiencia de un gran africano magrebí como fue San Agustín, su lucha por someterse a Dios sacrificando convicciones y costumbres – quizá menos poderosas que las vigentes en una sociedad islámica – es todo un paradigma para la evangelización de quienes se han educado en una cultura islámica. Un paradigma que invita a la esperanza teologal y a perseverar en la tarea evangelizadora, desterrando cualquier impaciencia al respecto.Tras morir Mahoma, en momentos de confusión, Abu-Bakr – su sucesor y primer califa del Islam – pronunció ante la comunidad musulmana unas palabras que, tomadas en su sentido literal, resultan hoy proféticas: “Hombres, si adoráis a Mahoma, Mahoma ha muerto; si adoráis a Dios, Dios está vivo” [28]. Mahoma fue en la historia de las religiones un gran profeta, que predicó doctrinas fundamentales para la salvación; algo que ya había resumido la Epístola a los Hebreos: “Sin fe es imposible agradarle, pues quien se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan” (Heb 11,6). Como es sabido, Tomás de Aquino comentaba estas palabras en el sentido de que “todos los artículos [de fe] se hallan implícitamente contenidos en algunas realidades primeras que se han de creer; es decir, todo se reduce a creer que existe Dios y que tiene providencia de la salvación de los hombres”; en el ser de Dios – continúa – se halla contenido el misterio de la Trinidad de Personas en la unidad ontológica, y creyendo en la realidad de la providencia salvadora se cree implícitamente en toda la Historia de la Salvación centrada en Cristo [29]. Pero en el corazón de un auténtico muslim las palabras de Mahoma deben subordinarse a la Libertad del Dios vivo, al obrar del Padre (cf. Juan 5,36), quien sigue actuando mediante el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia: “Mi Padre actúa siempre, y yo también actúo” (Juan 15,17).El cristiano enfrentado a la tarea de la evangelización debe tener fe en la fe, es decir, convencerse confiadamente de que “todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe” (1 Juan 5,4). Es preciso confiar en esa dinámica interna de la fe teologal, dinámica promovida por el Espíritu del Hijo, a quien se atribuye el don de la fe plena [30]. Es preciso tener en cuenta que una fe auténtica (teologal) atraerá al creyente musulmán hacia Cristo, lo moverá internamenta a amarle y a seguirle.En un medio culturalmente islamizado el evangelizador ha de ocuparse activamente en dar testimonio de su ser-creyente, de su sumisión a la Voluntad divina. Este es sin duda el signo de credibilidad que puede tocar las fibras más íntimas del muslim honrado. A este respecto, la defensa de la santidad de la vida humana desde su concepción, una defensa llevada a cabo por la Santa Sede a contracorriente y resistiendo la presión de los poderes de este mundo, ha suscitado de hecho el afecto y la adhesión de muchos musulmanes. En definitiva, es sumamente importante dar testimonio de que el cristiano lucha seriamente contra la infidelidad, contra la tentación del hombre que “es cada vez más insolente, pues cree bastarse a sí mismo” (Corán 96, 6). La mente islámica resulta especialmente sensible a todo lo que sea manifestación de esa insolencia frente a Dios y, por lo mismo, percibe con agudeza el sentido que tienen actos como bendecir la mesa, saludarse con fórmulas que mencionan implícitamente a Dios, reconocer con sencillez los errores propios y la falibilidad humana, estar desprendido de las cosas materiales (no quejarse cuando faltan, pues ello revela confiar en la Providencia), acudir a la oración al tomar una decisión y no adoptar un talante calculador respecto al futuro de nuestras vidas – pues sólo Dios sabe lo que nos sucederá: “No andéis preocupados por vuestra vida” (Mat 6,25-34) – , etc.Evangelizar en medios islámicos será siempre dar testimonio de la auténtica sumisión a un Dios que es Amor. Por eso, la amistad – el acercamiento de corazones – no sólo es un ámbito en el cual es posible que otros perciban la fuerza y sinceridad de ese ser-creyentes en Dios-Amor, sino que constituye ella misma el modo más idóneo de materializar dicha fe, de hacerla fructificar. Como recientemente ha declarado el Arzobispo de Argel, Mons. Henri Teissier, “no estamos en este país para fabricar mártires, sino para ser amigos. Pensamos en Jesucristo que nos ha dicho: Amaos como yo os amo. No nos hemos quedado en Argelia para que pueda haber mártires sino para construir amistad entre cristianos y musulmanes. (…) Nuestros mártires no han sido asesinados por su fe sino por su amistad con los vecinos musulmanes. Hay grupos que no aceptan esta relación positiva y han asesinado. (…) Estamos en la sociedad argelina porque tenemos la convicción de que hay una Palabra de Dios en el Evangelio y que esta Palabra la podemos compartir también con los hermanos musulmanes. Esta Palabra es un tesoro para cada hombre” [31].Las relaciones históricas de la Iglesia con el Islam recuerdan en parte las polémicas que Jesús mantuvo en el Templo antes su última Pascua en Jerusalén: “Si fuérais hijos de Abraham, haríais las obras de Abraham. (…) Quien es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios” (Juan 8,39.47). La reacción airada de fariseos y saduceos ante la autoridad de Jesús que actuaba con libertad divina y subordinaba la tradición del sabbath a la necesidad de curar y perdonar los pecados a enfermos graves, ¿no presenta paralelismos con la intransigencia de algunos musulmanes que condenan con la muerte apartarse de algunas de sus tradiciones culturales cuando se produce una conversión al camino de Jesús? [32].A este respecto resultan esperanzadores algunos hechos que se están produciendo en estos años. Por ejemplo, la condena prácticamente unánime del terrorismo islámico por parte de la Umma argelina y egipcia – incluidos sus ulemas – no se ha fundamentado ni en El Corán ni en la Sunna; y sin embargo la apelación de grupos terroristas islámicos a pasajes coránicos donde se admite el derecho a la violencia o a la tradición de la djihad ha sido, a pesar de todo, descalificada por esas comunidades musulmanas. Por otra parte, no faltan voces – singularmente la de los sufíes [33], pero también la de otros intelectuales musulmanes – en pro de una convivencia respetuosa y tolerante de los buenos musulmanes con hombres santos de otras religiones [34]. En esta realidad se inspiran las esperanzas de un diálogo interreligioso franco, en el cual la parte musulmana ha de estar dispuesta a no descalificar por principio – desvinculándose de tradiciones multiseculares, apoyándose en las primeras suras de La Meca y aceptando el principio de libertad religiosa – el discurso cristiano sobre Cristo [35].De un modo u otro, siempre se cumplirá la promesa de Cristo a Pedro, y la fe vencerá en el corazón de esta y de aquella persona, que constatarán con ojos de fe la verdad divina del Evangelio de Cristo: “Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado. El que quiera cumplir su Voluntad, verá si mi doctrina es de Dios. (…) El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquel que me ha enviado” (Juan 7,16s.; 12,44).La realidad social de la inmigración masiva de musulmanes a estados donde la ley civil tutela el derecho a seguir las propias convicciones religiosas se está mostrando como una ocasión privilegiada para que algunas de estas personas alcancen libremente la libertad que Cristo nos ha ganado [36]. Nos encontramos, pues, ante un claro “signo de los tiempos”, ante unas circunstancias propiciadas por la Providencia divina para emprender una etapa nueva en la historia de las relaciones entre la fe cristiana y el Islam. En esta nueva etapa la evangelización de Cristo dará frutos insospechados.Ello depende de nuestra correspondencia a la gracia. Es preciso superar netamente recelos y barreras que naturalmente plantea la convivencia con personas de culturas aparentemente extrañas. La actuación de los cristianos laicos que trabajan y conviven con musulmanes se carga, pues, de una especial responsabilidad: sobre ellos recae la tarea de establecer vínculos de amistad y fraternidad con los emigrantes musulmanes – aquellos vínculos que deberían surgir lógicamente entre los hijos de Abraham, creyentes en Dios, pero que serán suscitados en buena parte como iniciativa de la benevolencia y caridad cristianas – [37]. Estas relaciones interpersonales harán presente a Cristo ante los musulmanes honrados, desvelando el verdadero rostro de Jesús, el del Enmanuel: Dios con nosotros.

    Comunicación al XXI Simposio Internacional de Teología (Univ. de Navarra). Abril de 2000 —————————– [1] Los mismos historiadores musulmanes explican que en tiempos de la conquista islámica muchos cristianos de estas Iglesias se hallaban desorientados ante las controversias eclesiales doctrinales y disciplinares, de modo que “pudieron sentirse atraídos por la simplicidad de la respuesta de los musulmanes a tales preguntas en el seno de lo que venía a ser, en líneas generales, el mismo universo de ideas [monoteísmo, primacía de la confianza en Dios, de la oración, etc.]. La ausencia de una iglesia musulmana o de un elaborado ritual de conversión, la necesidad de utilizar unas pocas y sencillas palabras, convirtió la aceptación en un cómodo proceso”, aún más cómodo en cuanto eximía de pesados impuestos establecidos sólo para los cristianos y proporcionaba una mínima seguridad jurídica, negada a quienes no eran musulmanes (A. hourani, Historia de los pueblos árabes, Barcelona 1992, p. 22).

    [2] Los obispos italianos, al considerar la “delicata questione dei matrimoni fra cattolici e musulmani”, recomiendan que al respecto se aplique la ley canónico en todo su rigor: “prevale l’orientamento che si debba comunque seguire una prassi rigorosa, valutando caso per caso se sussistono le condizioni per concedere la dispensa per la celebrazione del matrimonio” (CONSIGLIO PERMANENTE della Conferenza Episcopale Italiana, Puntualizzazioni sul rapporto con l’Islam, 3-II-2000, en: “M.Press” 12, nr. 6 [2000]).

    [3] Ciertamente la expresión atar y desatar se atribuye literalmente en el Islam a los ulemas o doctores de la Ley islámica (sharí ‘a ). Pero éstos nunca han estado estructurados jerárquicamente y su autoridad tan sólo alcanza un ámbito más o menos localista.

    [4] Obra de consulta obligada para precisar la naturaleza de estos y otros temas relacionados con el Islam es: Encyclopaedia of Islam, T.W. ARNOLD y otros (ed.), Leiden – New York 1986 ss. (incluye dos volúmenes de Índices; la 1º edición fue publicada entre 1913 y 1936). Cf. The Encyclopedia of Religion, 16 vols., M. ELIADE (ed.), New York 1987.

    [5] Someterse a Dios, confiar en Dios o ponerse en su manos “son matices que tratan de delimitar el sentimiento fundamental que impregna al creyente musulmán: no existir gracias a uno mismo y, desde luego, no existir para sí mismo”; simultáneamente, la etimología de islam está emparentada con la de salam, porque la fe reconstruye el orden debido de las cosas, coloca al hombre en su justa relación con Dios, otorgándole una paz sin igual (E. PLATTI, Islam… étrange?, Paris 2000, pp. 19-21).

    [6] De ahí que las tradiciones sobre palabras o actos del profeta (hadith) sean consideradas como parte de la revelación salvadora.

    [7] Cf. W.M. WATT, Muhammad at Meca, Oxford 1953; Muhammad at Medina, Oxford 1956.

    [8] Por esta y otras muchas razones es una simpleza concebir que la presencia respetada de Jesús “hijo de María” en El Corán hace de este texto un cuasi-evangelio. En efecto, además de omitir todo lo relativo a la pasión y resurrección de Cristo, su predicación es reducida a generalidades; como efecto de todo ello, el cristiano no reconoce al Jesús que retrata El Corán, sino que le resulta un personaje extraño. Todos los elementos cristianos están íntimamente mistificados por un espíritu que no es el evangélico (cf. PLATTI, Islam, 164-176).

    [9] Acerca de los problemas que conlleva aplicar el concepto cristiano de revelación al Corán, cf. J. MORALES, Revelación y religiones: ScrTh 32 (2000) 52s.; 66-72.

    [10] PLATTI, Islam, 224.

    [11] “La Umma no ha poseído jamás un Magisterio, en el sentido de una instancia superior que tenga una autoridad decisiva en relación a la ortodoxia o a la ortopraxis” (PLATTI, Islam, 259ss.).

    [12] “Su religión y sus acciones político-militares no eran dos actividades separadas que llegaron a mezclarse. Estaban fusionadas, y esta fusión se expresaba doctrinalmente en el vocabulario de política monoteísta que impregana a El Corán” (M. COOK, Muhammad, Oxford 21996, p. 51).

    [13] Según el derecho musulmán (al-Fiqg) estas normas tardías deben ser interpretadas de acuerdo con el llamado “principio de abrogación” (násikh), de modo que el espíritu de celo intransigente que inspiran estas suras tardías abroga otras suras anteriores más irénicas. Y de hecho en el discurso que pronunció durante su última peregrinación a La Meca explícitamente ordenó que “los musulmanes tendrían que luchar contra todos los hombres hasta que aquellos dijeran: No hay más dios que Dios” (hourani, Historia de los pueblos árabes, 14). La vigencia de esta sentencia puede constatarse fácilmente. “Un joven cristiano paquistaní que se convirtió al Islam para casarse con una joven musulmana de la que se había enamorado (según el código de familia islámico una mujer musulmana sólo se puede casar con un hombre musulmán), fue encarcelado la semana pasada en Pakistán, acusado de cometer una blasfemia porque intentó regresar a su fe cristiana. Según el Código Penal Paquistaní, inspirado en la sharí ‘a, se castiga con pena de muerte la profanación del nombre del profeta Mahoma, que está implícita en la conversión al cristianismo” (Agencia Zenit, 9-V-2000, Serv.

    ZS000509-05).

    [14] “Y si dos grupos de creyentes se combaten, haced que se reconcilien entre ellos” (Corán 49, 9), pues “los creyentes no son sino hermanos. Estableced la concordia entre vuestros hermanos, y temed a Dios, a fin de que tenga misericordia con vosotros” (49, 10).

    [15] Cf. H. LAOUST, Les schismes dans l’Islam, Paris 1965; J. WANSBROUGH, The Sectarian Milieu, Oxford 1978.

    [16] En la raíz de estas divisiones violentas se encuentra una práctica de intolerancia reiterada en las sociedades musulmanas: la tendencia siempre viva y activa de excluir al pecador de la Umma. Así, las diferencias de opinión se ventilan una y otra vez con mutuas acusaciones de “impiedad”, de traición al Islam. La consecuencia de ello es una ininterrumpida fragmentación de la Umma en facciones. Por eso es un error atribuir a los chiítas la exclusiva del extremismo militante islámico; más bien debería hablarse de un permanente tentación kháridjita o aislacionista – por referencia a quienes se apartaron de chiítas y sunnitas en la crisis del año 657 – (cf. G.Ch. ANAWATI, Une résurgence du kharijisme au XXè siècle: L’obligation absente, en “Mélanges de l’Institut dominicain d’études orientales du Caire (MIDEO)” 16 [1989] 191-228).

    [17] Cfr. Mc 12,17: el episodio aparece recogido en todos los Sinópticos. La negativa a regular cuestiones como el impuesto exigido por Roma a los judíos se plantea en una contexto en el cual Jesús discierne un ámbito estrictamente sagrado (“lo que es de Dios”) de una multitud de cuestiones que se sitúan en otro nivel, el de lo legítimamente profano. En este sentido, Jesús rechaza decidir sobre otras muchas cuestiones jurídicas que ciertamente presentan un aspecto ético, pero que no son éticamente universalizables y que requieren en cada caso un juicio prudencial; así, lo relativo a las herencias (Lc 12,4); al derecho penal (Juan 8,1-11), etc.

    En contraposición, Mawdúdí escribe como lema supremo de la vida social: “La religión para Dios, y la nación para todos” (Abú l-A’ lá MAWDÚDÍ, Al Islam wa l-Madina al-haditha, Djidda 1987, cit. por PLATTI, Islam, 288).

    [18] Paradójicamente quien arrolla esta legítima autonomía, llevado por cierto afán sacralizador de la vida social, no debería ser tenido por persona auténticamente religiosa, pues atenta contra el orden querido por Dios. El fundamentalismo es a fin de cuentas una artera manifestación de impiedad, una injusticia hipócrita respecto a Dios.

    [19] Ya en los años veinte de este siglo lo puso de relieve Alí ‘Abd ar-Ráziq.

    [20] En las sociedades musulmanas que se extienden desde Indonesia a Marruecos, de Alemania a Nigeria, “por profundas que sean las diferencias [entre ellas], el Islam tiende a unificar su cultura”, pues el la sharí ‘a se extiende a los reductos culturales más íntimos (cf. PLATTI, Islam, 261s.).

    [21] Cf. Gema MARTÍN MUÑOZ, El estado árabe. Crisis de legitimidad y contestación islamista, Barcelona 1999.

    [22] A este respecto debe señalarse que la ausencia entre dichos nombres del de Padre debe contrapesarse, sin embargo, con la realidad de que el muslim establece con Dios una relación de intimidad mediante la fe (cf. PLATTI, Islam, 238ss.).

    [23] Entre el legado teórico del Islam “resulta sorprendente constatar el mínimo número de obras de dogmática y de filosofía por contrate con la producción y edición de antologías de Hadíth, de Sunna, de jurisprudencia y de géneros análogos” (PLATTI, Islam, 200). Cf. Ch.Si H. BOITELAAR, Traité moderne de théologie islamique, Paris 1985. Pero en general, los estudios acerca de la filosofía y teología del Islam suelen consistir meramente en una historia de la filosofía, que se centra en la Edad Media: cf. J. VAN ESS, Theologie und Gesellschaft im 2. und 3. Jahrhundert Hidschra. Eine Geschichte des religiösen Denkens im frühen Islam, 6 vols., Berlin – New York 1991-1995.

    [24] Tras la Hégira “se aprecia una honda preocupación [en Mahoma] por definir las partes rituales de la religión, la moral social, las reglas de la paz social, la propiedad, el matrimonio y la herencia. En algunos aspectos se ofrecen preceptos específicos” (hourani, Historia de los pueblos árabes, 13).

    [25] Los derechos humanos no pueden ser considerados en las sociedades islámicas como fundamento del orden social, porque el Islam no ha desarrollado una teología donde éstos se fundamenten debidamente en la Ley divina, en el querer de Dios. El pensador musulmán contemporáneo más claro e influyente al respecto ha sido el paquistaní Mawdúdí (1903-1979).

    [26] “Los musulmanes ortodoxos siempre han creído que El Corán es la palabra de Dios, revelada en lengua árabe a través de un ángel a Mahoma, en diversos momentos y de formas adecuadas a las necesidades de la comunidad” (hourani, Historia de los pueblos árabes, 15).

    [27] Esta descripción de la fe no es extraña a un muslim: “A quien Dios desea guiar, le abre el corazón al sometimiento (islam) [de la fe]” (Corán, 6, 125; cf. 39, 22).

    [28] Cit. por hourani, Historia de los pueblos árabes, 17.

    [29] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma de teología, II-II, q. 1, a. 7, ad c.

    [30] Para salvarse es preciso “nacer del agua y del Espíritu” (Juan 3,5). Cf. J.M. ODERO, Teología de la fe, Pamplona 1997, cap. I, X-XI.

    [31] Entrevista con monseñor Henri Teissier, arzobispo de Argel, Agencia Zenit (8-V-2000), Serv. ZS000508-06.

    [32] No faltan musulmanes que se muestran perplejos ante la generalizada persecución que desencadenan las conversiones a la fe cristiana (en países como Arabia Saudí la policía religiosa persigue cualquier asomo de estas “apostasías”), sobre todo cuando leen en El Corán: “¡Ninguna coacción en religión! Pues el buen camino se ha distinguido del extravío” (2, 256). Cf. PLATTI, Islam, 83. A este respecto, el rector de la Gran Mezquita de París, Dalil Boubakeur, tras denunciar “el integrismo y el fanatismo» explica así la situación en Arabia Saudita (donde el mero hecho de poseer una Biblia o una imagen cristiana es considerado y castigado como un delito): “En este caso estamos de frente a una teocracia y, por otra parte, en aquel país no hay cristianos”. Respecto a Sudán se manifiesta de modo menos ambiguo: “Estamos en presencia de un Estado integrista que no nos gusta, desde luego. El Islam en Sudán es usado como un instrumento político, lo mismo que en Irlanda la religión católica o la protestante” (Agencia Zenit, 27-II-1999, Serv.

    ZS991027-02). Su información sobre el estado saudí es notablemente insuficiente: El pasado 7 de enero la policía religiosa saudí irrumpió en una casa privada de Riad y arrestó a quince de las cien personas presentes. El crimen que estas personas, cristianos provenientes de Filipinas, habían cometido era mantener un servicio religioso no permitido. Entre los detenidos estaban tres niños, uno de ellos de sólo tres años de edad. Mientras tanto otro filipino, Edmar Romero, sigue bajo arresto tras ser detenido el uno de diciembre de 1999; la policía confiscó una Biblia y otras publicaciones cristianas que tenía en su casa. Según las leyes en el país los que no son musulmanes, unas seis millones de personas actualmente, no pueden practicar su propia fe (Compass Direct, 10-I-2000).

    [33] El sufismo, con la relatividad que atribuye al conocimiento humano terreno en materia de salvación, tiene una indudable raíz coránica: “Sabed que la vida presente no es sino un juego, diversión, adorno vano, una solicitación a vuestro orgullo y una rivalidad en acaparar riquezas e hijos” (Corán 57, 20). Esta humildad cognitivo-salvífica permite a los sufíes ser tolerantes teórica y prácticamente respecto a la fe cristiana.

    [34] La Asamblea de las Religiones que se celebró del 25 al 28 de octubre de 1999 en el Vaticano concluyó con un mensaje final aprobado también por los representantes del Islam allí presentes; en dicho texto se lee: “La colaboración entre las diferentes religiones tiene que basarse en el rechazo del fanatismo, del extremismo y del mutuo antagonismo que genera violencia. (…) Estamos convencidos de que nuestras tradiciones religiosas tienen los recursos necesarios para fomentar la amistad mutua y el respeto entre los pueblos» (Agencia Zenit, 29-X-1999, Serv. ZS991029-09).

    [35] Las líneas maestras de este diálogo han sido expuestas por el Card. Francis Arinze (Christian-Muslim Relations in the 21st Century: “Pro Dialogo” 97 [1998] 81-92). Ciertamente algunas reuniones teológicas cristiano-islámicas aportan signos de esperanza al respecto; por ejemplo, en el Seminario reunido en Islamabad en octubre de 1997 “religious freedom was strongly emphasized” (“Pro Dialogo” 97 [1998] 117).

    [36] En 1999 se bautizaron en Francia 2.500 adultos; el 10% de los mismos procedían del Islam (cf. La Croix, 12-V-2000).

    [37] Cf. J.M. ODERO, El testimonio de los laicos y la credibilidad de la revela­ción en el Concilio Vaticano II, en “La misión del laico en la Iglesia y en el mundo. Actas de VIII Simpo­sio Internacional de Teolo­gía de la Universidad de Navarra”, A. SARMIENTO (ed.), Pamplona 1987, pp. 537-544.

    Julio de la Vega-Hazas, “Los adivinos: ¿un negocio… o algo peor?”, ARVO, 20.II.02

    La existencia de adivinos es algo que se remonta a los albores de la historia, y posiblemente es aún anterior. La novedad, hoy en día, es la proliferación generalizada, que adopta incluso formas y técnicas comerciales, hasta poderse decir que la adivinación constituye un sector económico, que mueve cada año cantidades sustanciosas de dinero. La “normalización” de esta actividad hace que sea contemplada por muchos como algo más o menos trivial, o como una manifestación -entre tantas otras- de búsqueda de seguridad, sin que tenga una particular relevancia moral. Ahora bien, ¿es así? Escasean los escritos críticos sobre esta actividad, mientras que una sencilla reflexión plantea cuestiones interesantes, por lo menos para quienes gastan tiempo y dinero como clientes, y carecen de respuestas claras. ¿Tiene algún fundamento? ¿Es simplemente un timo? ¿Hay que distinguir entre unos y otros para contestar lo anterior? ¿Es de verdad algo trivial? ¿Hay un mal en ello? Y si lo hay, ¿en qué consiste y por qué está mal? Intentaremos aquí contestar a todo ello.

    Una panorámica del mercado Comencemos por examinar brevemente lo que ofrece el mercado. A riesgo de simplificar un poco una realidad bastante compleja, podemos clasificar la oferta en cuatro categorías.

    a) Adivinación sin contacto con el cliente: la forman fundamentalmente los horóscopos incluidos en los medios de comunicación. Al faltar el contacto con el receptor, se deben conformar con ofrecer predicciones generalizadas agrupadas por signos del zodiaco. Salta a la vista lo endeble de este planteamiento, cuya fiabilidad se diluye rápidamente cuando, por ejemplo, se comparan horóscopos de dos fuentes distintas, o se compara uno con otra persona nacida por las mismas fechas. Enseguida se concluye que responden a una combinatoria del azar. Pero, sin embargo, los sondeos indican que son secciones muy populares, y por ello tienden a ampliarse con horóscopos especializados para sectores concretos de personas.

    b) Adivinación con contacto lejano con el cliente: se realiza a través de consultas por e-mail, y, sobre todo, por teléfono. Han proliferado mucho en estos últimos años, principalmente porque la apertura de las líneas “609” abre grandes posibilidades de negocio. Se trata de líneas muy caras, en las que el beneficio se reparte por mitades entre el operador telefónico y el negocio que se trate. Esto permite entender su funcionamiento. Se trata de poner como reclamo una figura conocida o publicitada, cuando en realidad atienden el teléfono personas contratadas por éste, bien preparadas para entretener un buen rato al cliente -con la excusa de que necesitan datos para adivinar-, engrosando así una ganancia fácil; cuando no se dispone de esa figura, la tendencia es presentarse con un ropaje de empresa especializada (“Videncia Universal”, por ejemplo). La figura más conocida aquí es Rappel (pseudónimo formado con su nombre: RAfael Payá Pinilla, añadiendo el “EL” final), que está al frente de un montaje donde trabajan más de doscientas personas, entre atención al cliente y “merchandising” de todo tipo de objetos de adivinación y ocultismo. Buena parte de su éxito se debe, por una parte, a una cuidada imagen que mezcla exotismo y simpatía; y, por otra, a un exquisito cuidado por evitar tanto las predicciones arriesgadas como todo lo que suene a magias o “artes” negras.

    c) Adivinación con contacto directo basado en supuestas “técnicas”: éstas son las llamadas “mancias” (p.ej., “quiromancia”: por la lectura de la palma de la mano). La realiza una gran variedad de personas: desde puestos ambulantes con una mesa de tijera y dos sillas, hasta locales más “serios” y sofisticados, pasando por adivinos que quieren dar la imagen de santones cristianos, con altarcillo e imágenes sagradas incluidas. También hay variedad en cuanto a la publicidad: unos se anuncian, otros simplemente ponen el puesto; y en cuanto al aparato: desde barajas -“tarot”- hasta ordenadores.

    d) Adivinación con recurso a espíritus, aunque esta característica no tiene por qué ser conocida por el cliente. Por eso la apariencia puede ser semejante a la categoría anterior, pero aquí lo más frecuente es la sobriedad -hay poco aparato- y la discreción: no se ejerce al aire libre ni se anuncia, de forma que se transmite por el boca a boca. Sin embargo, no suele faltar clientela, ya que sus resultados son bastante sorprendentes.

    ¿Qué hay de verdad en todo esto? La respuesta es que poco. Pero conviene entender cómo funcionan en líneas generales, para comprender la apariencia de auténtica adivinación que pueden presentar. De los cuatro grupos catalogados, no merece la pena detenerse en el primero. Para los dos siguientes, hay que saber que los adivinos suelen generar confianza “adivinando” algo de los clientes -rasgos personales, hechos del pasado- como paso previo a las predicciones de futuro. Y aquí hay algunos trucos. La sala de espera -si la hay-, la capacidad de observación y la experiencia en tratar con personas son determinantes. Así, pongamos por caso, a un hombre que hojea nerviosamente y sin fijación una revista mientras espera su turno se le puede decir que “usted está pasando por una honda preocupación que le hace sufrir” sin asumir riesgos; o, a una mujer con una alianza en el dedo y que habla atropelladamente, se le puede afirmar que “usted discute mucho con su marido” con bastante seguridad. El caso es que pocas personas tienen preparación y hábito para deducir de este modo, y por eso muchos suelen quedar impresionados.

    En la segunda fase, lo importante es conocer cómo es la vida, para poder formular unas predicciones que parecen muy concretas y en realidad son generalizaciones que cualquiera puede asumir. Así, se pueden decir cosas como que “alguien cercano a usted va a buscar hacerle daño” (a los no cercanos uno les suele ser indiferente), “veo un éxito en el trabajo dentro de su familia” (estadísticamente muy probable sobre todo si “familia” se toma en sentido amplio, como también si se sustituye el éxito profesional por una enfermedad), o “se va a llevar próximamente una decepción de alguien muy cercano” (es algo seguro: en un sentido u otro, nadie colma las expectativas que se tienen sobre él o ella).

    El cuarto grupo de adivinos también utiliza esta doble fase, pero, de entrada, hay afirmaciones precisadas que sí que se corresponden con hechos concretos. Hay alguien que sabe demasiado. Y surge así la pregunta: ¿si intervienen de verdad espíritus, de quién se trata? No es difícil entender que Dios, y quienes con Él están, no están dispuestos a prestarse a un juego de este tipo. Queda por tanto el demonio. ¿Significa esto que estamos ante un poseído? En los Hechos de los Apóstoles (16, 16-18) aparece un caso de pitonisa poseída: la esclava de Éfeso, de la que San Pablo expulsó el demonio. No debe por tanto descartarse, pero no es lo más frecuente. Al diablo le interesa más actuar con discreción; puede incluso que el adivino que le invoca no sepa a ciencia cierta con quién está tratando.

    Ahora bien, saber es una cosa y adivinar otra distinta. En realidad, no se puede predecir a ciencia cierta el futuro en la medida en que éste depende de decisiones libres. Lo contrario implicaría la negación de la libertad, ya que la conducta estaría determinada de antemano por fuerzas ocultas o cualesquiera otras causas. En rigor, podría decirse que Dios no adivina el futuro: lo ve, ya que está por encima del tiempo, y todo lo conoce en presente, también lo que es futuro para nosotros. El demonio no posee esta característica, y el resultado de nuestras decisiones le es desconocido. Pero también es verdad que no todo depende de decisiones libres, y ahí sí que hay un espacio ventajoso para una inteligencia superior a la humana y que conoce mejor la realidad. Además, en la conducta humana influyen factores que, si bien no permiten un conocimiento cierto de las decisiones futuras, sí que permiten, más o menos dependiendo de los casos, establecer de antemano probabilidades. Hay ahí, por tanto, un espacio de ventaja para alguien más inteligente y mejor informado, y lo aprovecha. Así, puede “predecir” cosas como una enfermedad ya incoada pero aún no advertida, o un despido ya decidido pero aún no comunicado; junto a ello, no faltará nunca alguna otra predicción con la correspondiente ración de sutil cizaña o de mentira.

    ¿Dónde está el mal? Lo que no debe presentar dudas es, en primer lugar, el rechazo de la adivinación por parte de la moral católica. Viene de antiguo. Ya en uno de los primeros libros del Antiguo Testamento, el Levítico, se puede leer lo siguiente: “Y si alguien acude a hechiceros o adivinos y se prostituye con ellos, volveré contra él mi rostro y lo extirparé de en medio de mi pueblo” (20, 6). Es cierto que en la predicación de Jesucristo recogida en los Evangelios no hay alusiones al tema, pero hay que buscar el motivo de ello en el hecho de que los judíos de la época habían cuidado de que apenas hubiera adivinos en Israel. El contacto del cristianismo primitivo con la sociedad pagana cambió las cosas. Sirva como botón de muestra el siguiente texto, del siglo III y referido al catecumenado: “El encantador, el astrólogo, el adivino, el intérprete de sueños, el charlatán, el falsario, el fabricante de amuletos, desistan o sean despedidos” (Tradición Apostólica, 16). Desde entonces se ha mantenido el criterio, hasta el reciente Catecismo de la Iglesia Católica, al señalar que “todas las formas de adivinación deben rechazarse” (n. 2116).

    ¿Cuál es el motivo? A primera vista, la inmoralidad parece estar del lado del adivino, bien sea por el recurso al diablo, o bien por ser consciente de que lo que hace es un montaje fraudulento. Pero, ¿qué hace de malo el cliente, que no suele ser consciente de lo uno ni de lo otro, y que acude de buena fe (si no, no pagaría)? Hay que responder que, objetivamente, la misma pretensión de adivinación es inmoral; atenta contra Dios, de una manera u otra. Si, explícitamente o no, se sostiene que el destino depende de fuerzas ocultas, se está negando con ello nada menos que la providencia de Dios. Si lo que se busca es alguien con especiales poderes para ver el futuro, se está usurpando algo que a Dios sólo corresponde (y a quienes, derivadamente, hablan de su parte, lo que no sucede aquí). Y, si lo que se busca es una especie de santón con don de profecía, hay que recordar que el único mediador válido entre Dios y los hombres es Jesucristo, y participan de su mediación los sacerdotes; el cristiano no debe acudir a otra mediación, y menos aún cuando puede conllevar riesgos de intervenciones diabólicas. En resumidas cuentas, como señala el Catecismo de la Iglesia Católica, todas estas prácticas “encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios” (n. 2116).

    Subjetivamente, lo que suele haber entre la clientela de los adivinos es un temor a la incertidumbre del futuro, y un desmedido afán de seguridad. Es, aunque no lo parezca a primera vista, una consecuencia de la mentalidad materialista. Por una parte, cuando todo el horizonte vital no va más allá de este mundo, y por tanto todo el corazón está puesto en él, surge un miedo visceral de perderlo y un temor ante un futuro que se presenta como incierto. Por otra parte, si desaparece del alma la consideración de la providencia divina, queda el puro azar, y nadie se siente tranquilo con la consideración de que su futuro y su vida entera están sujetos a los vaivenes de una pura casualidad, por lo que crece el ansia de subsanar ese conocimiento como sea.

    Lo que enseña el Evangelio es algo muy distinto. Aquí se perfila la voluntad de Dios que quiere, en primer lugar, que los hombres vivan con una cierta incertidumbre para que tengan siempre presente su destino eterno; se manifiesta, por ejemplo, en el imperativo “velad, ya que no sabéis el día ni la hora” (Mt 24, 42). Y, junto con ello, el Señor hace repetidos llamamientos a que los hijos de Dios deben confiar en la providencia divina, que es una providencia amorosa de un Padre que cuida a sus hijos mucho más que a los lirios de campo y las aves del cielo (cfr., p.ej., Mt 6, 25-34).

    Julio de la Vega-Hazas, ARVO, 20.II.02