Luis de Moya, “El valor del sufrimiento”, Capellanía de la Universidad de Navarra

  1. Sufrimiento y dolor

  2. Remedio del dolor humano

  3. Amar al que sufre

  4. Sentido del sufrimiento

  5. Un misterio

  6. Las crisis de fe

  7. El dolor cristiano

  8. Eucaristía y sufrimiento

  9. El dolor y la esperanza

Acompañando al Romano Pontífice en la meditación sobre Jesucristo mientras nos preparamos para el jubileo del año 2000, acabamos considerando que, aparte de muchas otras facetas que destacan con luz propia en la persona de Jesús de Nazaret, es imprescindible reflexionar sobre el sufrimiento de Cristo. Consideramos que su presencia permanente entre nosotros: con su Cuerpo y con su Sangre, es fruto de su sacrificio y por tanto de su sufrimiento. En el Calvario dio su vida con dolor en redención por los hombres y este mismo sacrificio se renueva sacramentalmente en nuestros altares de continuo (Cfr. Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium, 47; CEC, 1323).

  1. Sufrimiento y dolor Sin proponérnoslo relacionamos el sufrimiento con el mal. Sin entrar por el momento en un análisis profundo, podemos decir que sufrimos porque algo está mal, quizá porque echamos de menos algún bien. De hecho el sufrimiento es probar el mal. Es la impresión de mal en la vida con sus consecuencias negativas. Pues, desde luego, el dolor, por así decir, en sí mismo -sin ser probado- no es ni siquiera posible.

El sufrimiento es lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo, porque de suyo es negativo para la vida pero que por alguna razón padecemos: es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. Algunas veces porque no quiero evitarlo, otras, porque me vale la pena sufrirlo, o, incluso, porque me interesa padecerlo. Se trata, por tanto, del dolor humano, es decir, en el hombre maduro; que es muy distinto del dolor, por ejemplo, animal. El animal únicamente siente dolor, algo le molesta y nada más. No se pregunta, lógicamente, por el sentido de su dolor. Por eso son sólo las personas las que sufren.

Siendo siempre desagradable el sufrimiento, repulsivo, es, sin embargo, variado: tristeza, congoja, ansiedad, angustia, temor, desesperación, dolor físico, etc. En cualquiera de los casos al sufrimiento siempre le acompaña una reacción de huída. Cuando sufrimos nos sentimos mal aunque propiamente el mal sólo afecte a cierto aspecto concreto de nuestro yo, ya sea del cuerpo o del espíritu. Incluso si aceptamos el dolor, por otra parte, deseamos que se pase; y hablamos de desesperación cuando no vemos el fin a un dolor.

Que el sufrimiento es personal también lo notamos en que de alguna forma se siente implicado todo el sujeto, cualquiera que sea la causa dolorosa. De hecho, la persona puede estar triste, angustiada o ansiosa o un dolor físico, pero también decimos que una mala noticia, por ejemplo, nos ha puesto de mal cuerpo. “En efecto, no se puede negar que los sufrimientos morales tienen también una parte «física» o somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo” (Salvifici Doloris, 6).

¿Pero, por qué hay sufrimiento? ¿No podría ser la vida sin dolor: sin enfermedad, sin violencias, sin desgracias, sin temoresÉ? ¿Por qué hay dolor -sufrimiento- en nuestra vida? Si la vida humana fuera sólo el proceso cambiante de unos elementos -los hombres- que se suceden en el tiempo, como ocurre con los animales y las plantas, el sufrimiento humano sería equivalente a la caída de las hojas en otoño, al agostarse de la hierba por el calor, a la huída del ratón por el acoso del gato o a la agonía de un pez en el anzuelo; algo sin más relevancia que el mal -si se puede hablar así- del momento, algo sin relevancia, intrascendente. El sucederse de las generaciones y la suerte de cada hombre podría compararse al correr incesante del agua por un torrente, cuyas gotas discurren con calma o golpean violentamente aquí y allá -gozan o sufren, podríamos pensar- mientras la corriente fluye. Es una interpretación materialista que no concuerda con la conciencia que solemos tener de la vida con sus momentos mejores y peores.

La Biblia responde, no sólo al por qué de esos momentos humanos y a su sentido; responde también al por qué del hombre mismo y -como decíamos- al origen y al fin de su dolor.

Dice el libro del Génesis -lo recordamos con cierto detalle- que el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara; y el Señor Dios impuso al hombre este mandamiento: -De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás. (…) La mujer se fijó en que el árbol era bueno para comer, atractivo a la vista y que aquel árbol era apetecible para alcanzar sabiduría; tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Y cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: -¿Dónde estás? Este contestó: -Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté. Dios le preguntó: -¿Quién te ha indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer? El hombre contestó: -La mujer que me diste por compañera, ella me dio del árbol, y comí. Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: -¿Qué es lo que has hecho? La mujer respondió: -La serpiente me engañó y comí. (…) A la mujer le dijo: -Multiplicaré los dolores de tus embarazos; con dolor darás a luz tus hijos; hacia tu marido tu instinto te empujará y él te dominará. Al hombre le dijo: -Por haber escuchado la voz de tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí comer: Maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida. Te producirá espinas y zarzas, y comerás las plantas del campo. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado, porque polvo eres y al polvo volverás (Gen 2, 15-17. 3, 6-13. 16-19).

Hemos recordado la escena del pecado original, tal y como en narra la Sagrada Escritura, para comprobar que el primer dolor en la vida del hombre, la primera contrariedad, lo atosiga a continuación de la desobediencia: porque han pecado; porque se han opuesto a su Creador; porque le han ofendido, en definitiva. La concupiscencia, el miedo, el dolor físico, el cansancio, y, por fin, la muerte, son consecuencia de la ofensa. El sufrimiento tiene caracter de pena: el día que comas de él, morirás (Gen 2, 17).

Aparte de esta explicación bíblica del dolor, la realidad que experimentamos es que el dolor es una cuestión de hecho. Si alguien no sufre ni ha sufrido nunca, no debe preocuparse, sólo tiene que esperar.

Un sabio y buen amigo me comentaba un día, acudiendo a una apología, que «todos debemos comernos un pollo en la vida: tú estás comiendo ahora la pechuga y los muslos del pollo -me decía-, prepárate para cuando te toquen las plumas y las patas». Se ve que, por entonces, vivía muy cómodamente: sólo hay que esperar… Precisamente por esto -porque el dolor es cosa de todos- es tan importante estar preparados, también intelectualmente: sabiendo mucho de sufrimiento, aunque de momento, casi sólo sea de teoría acerca del sufrimiento. Así nos disponemos para el momento de la práctica.

En cualquier caso, prevenir el sufrimiento y saber acerca de él, como el hecho de “estar sano”, requiere mucho trabajo. Hay personas que, por necesidad, obsesión o capricho, asumen esa tarea como un trabajo consciente, y cifran sus afanes en “estar en forma”, en cultivar el cuerpo y la psique, o alguna de sus cualidades: el bronceado, el músculo, la silueta, el corazón, la ausencia de colesterol en las arterias, de arrugas en la piel, etc. Es un tarea muchas veces ciertamente trabajosa, y casi siempre una forma más de sufrimiento. Un sufrimiento que se puede llevar muy bien, que se comprende, y que parece razonable aunque cueste, porque se suele apreciar pronto el fruto de ese trabajo. Por eso se trata de un sufrimiento que casi no lo es, pues la quintaesencia del sufrimiento es la falta de sentido en el dolor humano: sufre de verdad el que no sabe por qué. Esto sucede, por ejemplo, cuando el dolor es muy intenso y prolongado o sin esperanza de mejora y sin una visión trascendente de la propia existencia.

Parte de la cultura actualmente dominante incluye pensar que el hombre es capaz de casi todo o que lo será con el tiempo. Con esta mentalidad el dolor humano es inadmisible, si se considera como algo establecido e inseparable de nuestra condición. Estamos en una cultura en la que el sufrir tiene mala prensa, en la que dolor es hoy un dis-valor. Algo de verdad hay en ello, porque a lo que el hombre aspira es a la felicidad. Sólo que la felicidad no es lo mismo que el placer. La felicidad es amor y entrega. Con esa otra mentalidad, muy difundida, que identifica felicidad y placer, se tiende a evitar a toda costa lo molesto. Esa tendencia puede llegar a organizar la vida. El hombre, entonces, se hace débil, cada vez menos resistente al dolor. A alguien así el dolor le puede, pues la experiencia demuestra que el sufrimiento es imposible de erradicar.

“Combatir el dolor está justificado in casu, pero no in genere, por la razón decisiva de que los dolores concretos obedecen a causas contingentes y caen dentro del radio de acción de los medios humanos. Pero la raíz del dolor como tal es honda y está sustraída a la acción humana” (L. Polo. El sentido cristiano del dolor), ya que se relaciona con la comprensión de la vida como don y como ocasión de amar. Por eso “la extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia… La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia no tiene sentido” (A. Polaino, Más allá del sufrimiento). El que por nada del mundo quiere sufrir, no puede vivir.

Con frecuencia, si se habla de dolor es sólo para quejarse o para intentar acabar con lo molesto a cualquier precio; se oculta el fracaso que es no lograr el objetivo buscado (algo normal de vez en cuando si no somos dioses) y se fomenta la ilusión en un mundo sin problemas, en el que viviríamos siempre triunfadores. La experiencia nos demuestra que todo es inútil: no hay, en este mundo, quien acabe con el sufrimiento y se logra el efecto contrario: “una actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento” (R. Spaemann. El Sentido del sufrimiento). Sufrir puede ser bueno y, como veremos, fuente de gozo. Sólo si se debe a un mal moral, al pecado, siempre es un sufrimiento negativo; el pecado, entendido como tal, siempre entristece.

  1. Remedio del dolor humano Podemos plantearnos diversas formas de remediar nuestro dolor. Quizá pensamos ante todo en la ayuda y el consuelo que pueden ofrecer los demás, pero esto es la segunda parte. El primer remedio para el sufrimiento está en uno mismo, en el que sufre. “La enfermedad -por ejemplo- me es dada como una tarea; me encuentro con la responsabilidad de lo que voy a hacer con ella” (V. Frankl, El hombre doliente). Cualquier circunstancia humana es una oportunidad de bien y solemos admirar a los que muestran la virtud, sobre todo si es en situaciones adversas. Pero el dolor también es ocasión de desmoronamiento para los débiles y los cómodos.

En todo caso, el dolor es tal vez lo que más ayuda a reconocer nuestra condición de criatura y la verdad de nuestra limitación: requisitos imprescindibles para mejorar. Para ello basta sólo con intentarlo sinceramente, poniendo el esfuerzo oportuno y no creerse todopoderoso. Esta actitud parece decisiva para no llevarse chascos y no sufrir demasiado: las posibilidades de no lograr nuestros propósitos son incalculables, porque no somos dueños de todas las circunstancias que intervienen en un resultado final. El fuerte se queda tranquilo intentándolo sinceramente y dispuesto a soportar, en su caso, el dolor del fracaso.

Con mucha frecuencia tenemos grandes ideales pero son costosos, reclaman cierta dosis de sufrimiento. Hay que tener, entonces, un motivo verdaderamente ideal, una razón por la que me vale la pena pasar por “eso que no me apetece”: tener paciencia, poner más empeño, renunciar a los propios derechosÉ Esta actitud es lo que llamamos sacrificio. Mediante el sacrificio buscamos, sufriendo, algo superior. Por eso es cierto lo que decía Nietzsche -que a veces llevaba razón-: “cuando un hombre tiene un por qué vivir, soporta cualquier cómo” (Citado en V. Frankl, El hombre en busca de sentido). Es como decir que le vale la pena sufrir; porque, aunque el sufrimiento siempre cuesta, gracias a que soy capaz de sufrir, finalmente logro más de lo que pierdo. Es lo de todos los días: el sacrificio del estudiante por sus calificaciones, el del atleta que se entrena para mejorar su marca, el del enfermo que acepta el tratamiento por su salud, o el cristiano que quiere mejorar su amor a Dios y se propone para ello unos minutos diarios de oración.

La segunda parte del remedio para el dolor es la ayuda al que sufre. El sufrimiento se remedia con sufrimiento. Con un dolor lleno de sentido que es amor, y por eso parece que no duele; porque se atiende más al necesitado que a uno mismo. Lo propio se estima como secundario. Incluso es un dolor que se desea para que se remedie el dolor de otro. El sufrimiento ajeno es la ocasión por excelencia de amar: “el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo ninguna institución puede de suyo, sustitruir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que sufre es ante todo el alma” (SD, 29).

El Evangelio es la noticia de que la salvación de los hombres es ya una realidad por Jesucristo. El mal y el sufrimiento, consecuencia del pecado, pueden ser abolidos por la vida que nos trae el Señor. “En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la «civilización del amor»” (SD, 30).

Esta visión es totalmente distinta -desde luego- a la del hombre materialista. Este, lo único que puede hacer ante el sufrimiento es poner sus medios -materiales- para prevenirlo y, en su caso, eliminarlo. Nada significa con esta mentalidad la actitud de haber encontrado su sentido.

Nada tiene que ver tampoco con el optimismo evangélico la resignada actitud estoica, según la cual conviene estar dispuesto a la adversidad para no sufrir desengaños, ya que el sufrimiento vendrá en todo caso y lo pasan peor los que contra él se rebelan.

Otros, de corte budista, piensan que todo está en anular la esperanza de felicidad, o que la felicidad propiamente consistiría en no tener deseos, para así acabar de raíz con la posibilidad del desengaño y de buena parte de los sufrimientos.

El hecho innegable es que hay sufrimiento y que parece conveniente mitigarlo en uno mismo y en los demás, siempre que hacerlo no vaya contra el propio hombre, contra la dignidad de su vida. Pero aceptando al hombre como hombre que sufre, que sufrirá necesariamente, es fácil reconocer que lo que debe soportar puede ser ocasión de virtud y de desarrollo personal, de ejemplo estimulante para los demás y, a veces, es una ayuda directa para otros.

  1. Amar al que sufre Nuestra condición de seres inteligentes y sociales, y con capacidad de querer, nos impulsa casi espontaneamente a ayudar a los necesitados. Se tratará de una ayuda humana, que implica a las personas del que da y del que recibe en cuanto tales. No puede tratarse de una asistencia meramente técnica, como si fuéramos vehículos reparables, pues tampoco el que ayuda se limita a aplicar mecánicamente unas “rutinas” previstas. Entre personas el necesitado es una ocasión de amor.

Por esto no se tratará de agradar siempre, de hacer lo que el otro pide, ni de suprimir a toda costa el dolor, sino de ayudarle verdaderamente buscando su bien, algunas veces incluso produciéndole más dolor: “quien bien te quiere, te hará llorar”, hay que decir, con el refrán, y hacer no pocas veces. Y, en ocasiones, es necesario mantener el sufrimiento -quizá sólo temporalmente- como lo más conveniente para la persona.

Todo lo cual nos lleva a reconocer una vez más la hondura del problema del sufrimiento, que reclama ser resuelto en su misma raíz. Esto es, que ayudar al que sufre no es sólo resolver lo que le preocupa, que en ocasiones no tiene solución. Si es posible convendrá suprimir el dolor o al menos mitigarlo, pero en cualquier caso sólo resuelve el problema del sufrimiento quien enseña a sufrir, quien ayuda a descubrir el sentido valioso que tiene el dolor humano.

La eficacia técnica y el amor por la persona se reclaman mutuamente para ayudar al que sufre: “el buen médico ha sido siempre amigo del enfermo” (P. Laín Entralgo, La relación médico-enfermo. Cfr. del mismo autor, Antropología médica). El interés por la persona condiciona toda ulterior relación. Concretamente, entre el enfermo y el médico, asegurado el interés, “lo que se exige a este último en segundo lugar es el acto médico, es decir, la lucha contra la enfermedad: esta lucha tiene la forma de la acción de ayuda científica y técnicamente entrenada” (R. Yepes. Los límites del hombre: el dolor), sin que sea suficiente para una correcta atención una presunta buena voluntad carente por otra parte de la eficacia debida.

El que recibe ayuda es claro que está en inferioridad de condiciones y, en este sentido, muchas veces necesita ayudas a fondo perdido: a veces no podrá ni agradecer. Ofrece, diríamos, la ocasión de amar de verdad. Y no resulta difícil alabar al que se molesta por el que sufre, como si descubriera en el dolor ajeno un tesoro con el que enriquece de paso que procura calmarlo. Así decubrimos en el Buen Samaritano a un hombre de gran categoría, aunque perdiera en su acción su tiempo y su dinero, olvidándose de sus cosas por pensar en un desconocido que sufría.

Siendo el sufrimiento de otros una oportunidad para amar, es asimismo una ocasión de ser más grande en la vida. Se trata primero de compasión (padecer con) y luego de acción. Esta acción supone entrega de medios, de tiempo y hasta la entrega de uno mismo: planes, ideales, familia, futuro, inteligencia, voluntad, talento…

Lo malo de los demás, sea físico o moral, es para el cristiano, ante todo, ocasión de ayudar, de restablecer en el que sufre el orden querido por Dios amándole así.

  1. Sentido del sufrimiento El dolor humano es una realidad innegable y además plena de sentido. Pero si el ideal de la vida presente se pone en una vida sin dolor, entonces es imposible entender el sentido. A veces se piensa que el sufrimiento debe por todos los medios evitarse y, si por desgracia sobreviene, sirve, por así decir, únicamente para suprimirlo. Es algo tan negativo para algunos que ni se plantean que pueda tener algún sentido.

El valor que afirmamos del sufrimiento lo afirmamos con Jesucristo que llamó bienaventurados a cuantos lo padecían por pobreza, por hambre, por persecución… (Cfr. Mt 5, 3-11). Más aún, siendo El mismo el Bienaventurado por antonomasia, nos salva sufriendo y nos anima lo mismo, a llevar su cruz (Cfr. Mt 16, 24), para seamos asimismo partícipes de su resurrección.

El que está dispuesto a padecer por vivir según Cristo tiene garantizado el consuelo sobreabundante para su dolor como parte de la vida a la que invita al hombre. Pero el que no está dispuesto a sufrir ni a llorar, como Dios manda, se quedará sin el consuelo divino. No ha de verse en la aflicción una gran desgracia si somos cristianos. Serían innumerables los argumentos revelados que nos animan a un optimismo inquebrantable, si nos decidimos por Dios a lo que cuesta: a la pobreza, al trabajo esforzado, al desprendimiento de los bienes materiales, a la generosidad. Como es sabido, los santos han hecho de la cruz, del dolor por Dios y los hombres, el ideal de su vida.

El dolor es lo ordinario, lo normal en una vida cristiana y como la antesala de la felicidad o, mejor, parte ya de la propia felicidad. Por eso es vital para el hijo de Dios no tener miedo al sufrimiento y no caer en la tentación de pensar se trata de evitarlo a toda costa. Quizá esa actitud caracteriza como pocas al hombre pagano. Para él no tiene sentido una vida de dolor. Pero la obsesión por no sufrir acaba de hecho con la propia vida. “La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla” (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento).

Con la eutanasia estaríamos, desde luego, en las antípodas del cristianismo. El miedo al dolor no es razón para casi nada. Es actuar así porque si no es peor, moverse por miedo. El miedo se convierte de esta forma en el motor de la vida: el hombre convertido en una bestia de arrastre que tira por miedo al palo. “Hay personas que viven acogotadas por el dolor, llenas de presentimientos desgraciados, que no se atreven a comprometerse o entusiasmarse con algo por temor al lote de dolor que a toda empresa o círculo humano corresponde. Otros, en cambio, necesitan defenderse del sufrimiento olvidándolo, rodeándose de una atmósfera rosa de la que estén ausentes la muerte y la miseria. Son los que se ponen nerviosos cuando se habla de desgracias, de la muerte inevitable, los que necesitan aturdirse con diversiones cuando la guerra es una amenaza cercana” (L. Polo. El sentido cristiano del dolor). Algunos necesitan forzar periódicamente la diversión, si no -incapaces de ver atractivo en el trabajo, en la amistad, en la generosidad…, en lo ordinario de cada día- la vida les resulta insípida cuando no amarga, porque no ven otro atractivo que la juerga.

Estar alegres es en todo caso necesrio, una cuestión de justicia. La alegría es virtud y como tal no falta en el buen cristiano. Su vida cristiana, basta con que sea normal -como la de tantos no famosos- para ser interesante. En esa vida corriente apreciamos la providencia amorosa del Creador que nos ha formado a su imagen y semejanza. Por eso los cristianos nos reconocemos superiores a las demás criaturas del mundo, ante todo, porque sentimos anhelo de Dios. He aquí el dolor último e irremediable de todo hombre. Un dolor gozoso, que sólo puede calmarse con la posesión de Dios, que es más bien dejar que El nos posea para siempre: “Nos hiciste Señor para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti” (San Agustín. Confesiones 1, 1).

Si desapareciera este anhelo seríamos animales que ni sienten ni padecen, con ilusiones sólo inmediatas: a corto plazo aunque sean a años vista, no con deseos de infinito que no pueden calmarse con nada de este mundo. ¡Qué bueno es, por tanto, ese dolor!, pues, como nos recuerda el Jua Pablo II, “el sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna” (SD, 26). Por esto, podemos afirmar seguros que el sufrimiento iluminado por la fe es ocasión de alegría. “De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros» (Col 1, 24). Se convierte en fuente de alegría la superación del sentido de inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el sufrimiento humano. Este no sólo consume al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo en una carga para los demás (…).

La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre «completa lo que falta a los padecimientos de Cristo»; que en la dimensión espíritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible (…).

Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe contínuamente, y contínuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja” (SD, 27). Es la afirmación, paradójica a nuestros oídos, una y otra vez repetida por Nuestro Señor, según la cual el rico de verdad es el que deja todo; sólo tiene motivo de alegría el que ha llorado; para ser fecundo es preciso, como el trigo, desaparecer hasta morir.

Si podemos decir que el sufrimiento es ocasión de grandeza personal es porque Cristo sufrió. Sería verdaderamente absurdo el dolor humano, quedaría en simple fastidio del individuo -como en los irracionales-, si Cristo, Dios y hombre perfecto, no hubiera padecido dolor. Pero Nuestro Señor sufrió todos los dolores, sin perder su perfección y así, siendo Dios, dignificó máximamente el dolor. Además se hizo de su actitud ante el dolor criterio, poniendose de ejemplo y animándonos a seguirle por el camino del dolor. El sufrimiento, entonces, no sólo no es un absurdo para el cristiano, sino que es por Cristo una condición insustituible para la plenitud humana.

Cualquier dolor puede ser para el hombre una Cruz divina y, por tanto, redentora -esa Cruz que invita Cristo a tomar para seguirle-; aunque a veces sea quizá, como lo fue la Pasión y Muerte del Señor en la Cruz, una cruel injusticia. Hay que saber sufrir, también cuando se sufre injustamente. Habrá que evitar el dolor si se puede; pero no librándose simplemente de él, sin fijarse en más; ni a costa de hacer el mal: el remedio del dolor injusto no puede ser sino el amor. Así el dolor es Cruz y la ocasión de amar como Cristo. Se requiere para esto la acción del Espíritu Santo; que, “activo en el hombre, transforma al hombre. Pero, ¿en qué? En Cristo. Es El quien forma a Cristo en nosotros, como lo formó en María” (Ibid.).

El cristiano, transformado en Cristo, ama la Cruz, Voluntad del Padre, y en ella la salvación del mundo. No reniega, entonces, de su dolor, que contempla como realidad engrandecedora, pues le identifica con Cristo por la acción del Espíritu. El momento sublime del dolor es para el cristiano aquel en el que, apoyado sólo en la fe, se siente abandonado del mundo y solo con su dolor. Entonces, aunque también se queja diciendo: ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46), confía a la vez y exclama seguro: en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).

El dolor aceptado es obediencia, un no-entender paradógicamente lleno de sentido, porque se sabe que si Dios permite ese dolor es para un bien. Diríamos que el dolor que se nos presenta sin un sentido razonable, es el lugar por excelencia de la obediencia. Aceptándolo reconocemos a Dios como Sabio y Poderoso; y nosotros, aunque inteligentes, nos consideramos limitados. Tenemos ya pruebas abundantes de su poder y sabiduría: de su divinidad; por ejemplo, en los milagros. Pero “la actividad curativa de Jesús no consistió en sanar a todos los hombres, sino puntualmente a uno o a otro. Su actividad “que sana al mundo” sólo se hace visible de vez en cuando, lo suficientemente visible para que el creyente sepa en Quién cree y por qué” (SD, 27). No es lo que Dios pretende solucionar nuestros problemas, sino inundarnos con su Amor. Para esto hemos de aceptarlo. Para esto quiere que lo aceptemos.

Si el objeto de nuestra vida es amar a Dios, amarle cada vez más; viene a ser lo de menos si logramos o no nuestros objetivos, mientras fomentemos el amor de Dios intentándolo. No es tan decisivo si encontramos muchas dificultades o si sentimos permanentemente la frustración y el dolor: el cansancio, la contradicciónÉ, con tal de que -como Cristo- avancemos nuestros pasos hasta el “Calvario” en la medida de las fuerzas que nos queden. Si, así, caemos definitivamente en el empeño, será que hemos llegado: Dios, que no espera nuestros éxitos, sino nuestro amor, decide en la historia del mundo el momento-meta de cada uno; y, en cierto, sentido todos lo son, pues siempre podemos amarle y cualquiera puede ser el último. No es para el cristiano ninguna circunstancia de su vida sólo un mero trámite. Cada momento tiene “peso específico”; todo lo humano tiene relevancia en Dios, pues continuamente podemos manifestarle nuestro amor; por eso, como decía el Beato Josemaría, “hay que dar a cada instante vibración de eternidad”.

  1. Un misterio “El sufrimiento humano suscita compasión, suscita también respeto, y a su manera atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio especifico” (SD, 4). Como misterio, debe ser permanentemente contemplado con perplejidad y con respeto: ante el dolor humano nos encontramos frente a una realidad con vocación sobrenatural, llamada a trascendernos.

Recordemos a Job con su dolor inexplicable. “El es consciente de no haber merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. (…) Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. (…) Job no ha sido castigado, no había razón para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima” (SD, 11).

Job era un hombre ejemplar en el amor de Dios con independencia de sus riquezas. Satán piensa que su amor es interesado y provoca a Dios: “«extiende tu mano y tócalo en lo suyo (veremos), si no te maldice en tu rostro» (Job 1, 9-11). Si el Señor consiente en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba” (Ibid). El sufrimiento puede ser a veces una oportunidad, no siempre un castigo. Para Job fue ocasión de mayor virtud y gloria ante Dios.

De todos modos, el sufrimiento supone para el hombre mucho más que una ocasión de simple desarrollo personal, aunque no pocas veces también lo sea. Es un misterio que se vislumbra, iluminados por la fe y en la medida en que somos capaces a partir de Cristo: “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (Con. Ecum. Vat. II Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes 22).

El dolor humano se entiende en ciertas ocasiones pero en muchas otras no. Sin embargo, Jesucristo “instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal” (SD, 16). A esos hombres está destinada la Bienaventuranza, la definitiva felicidad.

  1. Las crisis de fe Si no tenemos más referencia de la vida que lo que estamos habituados a contemplar, sin conocer la Revelación que nos anuncia a un Dios Señor del mundo infinito en poder y bondad, el sufrimiento no nos plantea especiales dificultades teóricas; en todo caso, será sólo un problema de hecho cuando algo nos duele.

“La cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente bíblica. Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: «¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo?»” (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento).

En la práctica, la existencia del sufrimiento, particularmente la de ciertos sufrimientos que se consideran injustos, es motivo, no pocas veces, de la negación de Dios: “¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido. (…) Esta es una pregunta dificil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por que el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.

Ambas preguntas son dificiles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo.

Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios. En efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su sabiduria, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto más en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa y de tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia -tal vez más aún que cualquier otra- indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido del sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la pregunta misma como las posibles respuestas a dar” (SD, 9).

Es una pregunta, tema clásico del pensamiento, de la literaturaÉ Ocasión de crisis profundas, pues no siempre viene el dolor cuando cabría esperarlo, ni sufre el que, por así decir, se lo tiene merecido. “¿Por qué el dolor? -se pregunta asimismo otro autor moderno- Es esta una pregunta que tortura a muchos, hasta hacerles concluir que carece de respuesta, pues, no sólo es imposible que exista un ser todopoderoso e infinitamente bueno que consienta todas las desgracias que ocurren en el mundo, sino que, en tales circunstancias, la vida ni siquiera merece la pena ser vivida” (R. Yepes. Los límites del hombre: el dolor).

Casi todos los libros véterotestamentarios nos muestran el dolor humano como una justa pena por el pecado. Era, por eso, según se aprecia en los relatos evangélicos, la mentalidad dominante en el tiempo de Nuestro Señor: ¿Quién pecó éste o sus padres, para que naciera ciego? (Jn 9, 2), preguntaron los Apóstoles a la vista de un sufrimiento humano. Pero el libro de Job había arrojado ya una nueva luz sobre el problema del sufrimiento. El dolor humano no era sólo la pena que hacía justicia a cierta culpa. Job personaliza precisamente el sufrimiento del justo, el sufrimiento “injusto” del inocente. Algo que sólo recibirá su definitiva luz en Cristo; aunque, ciertamente, se trate de una aclaración a la luz de la fe en Cristo Redentor.

El Santo Padre, Juan Pablo II, es muy consciente de la dificultad teórica del problema del sufrimiento, y afirma que “a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respueta -por qué el sufrimiento- comience a ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo” (SD, 26). En efecto, para entenderlo hay que vivirlo. Pero no de cualquier modo, sino como Cristo; es decir, amando. No se trata sólo de soportar lo que duele o de estar dispuesto a aguantarÉ Se trata por el contrario de “ver” la mano buena y suave de Dios en lo que cuesta, sea lo que sea, pues nada escapa a su poder. El que ama a la manera de Cristo quiere positivamente el dolor que Dios permite en su vida. Lo “ve” necesario para amarle aunque no lo comprenda. Porque antes de cualquier otra consideración, parte del convencimiento de que Dios es siempre Dios: Señor y Amor de los hombres en todo momento, que en el de máximo sufrimiento nos asiste, si le dejamos porque permanecemos unidos a El por el amor. Lo que cuesta, por otra parte -lo que duele y hace sufrir-, es tantas veces la entrega de uno mismo a quienes son dignos de nuestro amor; pues en ello está su bien, según aquello de que nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13).

Por eso a la pregunta por el sufrimiento, como dice el Papa, Cristo responde ante todo con una llamada: “Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: «Sigueme», «Ven», toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través del sufrimiento. Por medio de mi cruz” (SD, 26).

El cristiano siente de mil formas -corrientes casi siempre- ese reclamo interior que acogerá confiado en el Amor poderoso del Señor, que lo iluminará y fortalecerá. No se entiende qué es el dolor razonando sino creyendo, efecto del Don de Ciencia, de Sabiduría y de Entendimiento: efecto de la Gracia de Dios. Como dice el Papa, “a medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espíritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo, aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegria espritual” (Ibid).

Parece importante -y no está de más insistir en ello- reconocer en Dios, con un reconocimiento incuestionable, sus atributos de Amor y Poder absolutos. También parece importante reconocer en nosotros el don inefable de conocer a Dios, pero limitadamente. Así no nos extrañará que, siendo Omnipotente, no nos conceda lo que deseamos, a pesar de que nos ama como nadie puede amarnos. Ofreciéndonos el dolor, Dios nos invita a acoger la presencia amorosa de su Vida en la nuestra. ¡Qué sensatas resultan, entonces, las palabras de Job, que sufre sin culpa!: Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allí. El Señor lo dio, el Señor lo quitó; como al Señor le agradó, así se hizo: ¡sea bendito el nombre del Señor! Si recibimos bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos males? (Iob 1, 21; 2, 10b). Males que el buen hijo de Dios tolera, pues no es probado por encima de sus fuerzas, ni se espera de él más de lo que puede. Males que tal vez él no entiende pero sí Dios, infinitamente sabio; y por lo tanto son un bien soportable para él.

  1. El dolor cristiano El dolor y el sufrimiento es repetidamente valorado de modo particular en el Nuevo Testamento como manifestación de amor: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, dice san Pablo a los Colosenses (Col 1, 24). El propio Cristo “reprende severamente a Pedro, cuando quiere hacerle abandonar los pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz” (SD, 16. Cfr. Mt 16, 23). Jesús deseaba su sufrimiento, aunque le costaba hasta entrar en agonía por la Pasión ya inminente.

Le costaba pero lo quiere, y por eso advierte a Pedro: “«El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?» (Jn 18 11). Esta respuesta -como otras que encontramos en diversos puntos del Evangelio- muestra cuán profundamente Cristo estaba convencido de lo que había expresado en la conversación con Nicodemo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obediente hacia el Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual El ha amado el mundo y al hombre en el mundo. Por esto San Pablo escribirá de Cristo: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20)”. (SD, 16).

La perspectiva de sufrimiento: de fatiga agobiante, de trabajo que parece excesivo, de dolor crónico, de incapacidad definitiva, de marginación, de abandono, de incomprensión, de humillación continua, de permanente frutraciónÉ podría cegarnos e inducirnos a menospreciar esos momentos y situaciones que vienen a ser como la angustia en Getsemaní, cuando ruega Jesús al Padre que le libre de aquel Cáliz: “las palabras de la oración de Cristo en Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento. Las palabras de Cristo confirman con toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo más profundo: el sufrimiento es padecer el mal, ante el que el hombre se estremece” (SD, 18). En efecto, sólo por amor es posible aceptar tanto dolor. Y es un dolor, cuya sola espectativa hace entrar en agonía y sudar sangre (Cfr. Lc 22, 43-44).

Por eso lo determinante de la conducta de Cristo no será el dolor que padece o que se avecina, sino el deseo por Amor de obediencia al Padre para redimirnos: Padre mío, si es posible, pase de mi este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26, 39) y a continuación: Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26, 42).

San Pablo enseña con su actitud que el cristiano puede y debe imitar la disposición del Señor ante el dolor: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). No es que disfrute san Pablo padeciendo: no le divierte sufrir, como tampoco a Cristo; se alegra en cambio verdaderamente de sus padecimientos porque contribuye con ellos a la salvación de otros.

Cristo ya había exigido a los suyos el sacrificio para alcanzar el Reino de los Cielos: Si alguno quiere venir en pos de miÉ tome cada día su cruz (Lc 9, 23). La fidelidad a Cristo exige este sacrificio. Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! (Mt 7, 13-14).

El Reino de los Cielos hay que ganarselo con esfuerzo. Pondrán sobre vosotros las manos y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en prisión, conduciéndoos ante los reyes y gobernadores por amor de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados aún por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas (Lc 21, 12-19).

El verdadero apostol es atacado como Cristo -por las mismas razones-, pero triumfa como Él. Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mi primero que a vosotrosÉ, pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborreceÉ No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mi, también a vosotros os perseguiránÉ Pero todas estas cosas haránlas con vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado (Jn 15, 18-21).

El problema es de ellos, debemos sentirnos muy convencidos. Ellos lamentablemente no han conocido la Majestad, el Poder y el Amor de Dios. Con culpa o sin culpa padecen esa desgracia y no llevan razón aunque sean muy fuertes. Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33); que se podría sintetizar diciendo: “quien rie ultimo, rie mejor”.

  1. Eucaristía y sufrimiento Y Cristo triunfa desde la Cruz. La respuesta definitiva al sentido del dolor humano es el Sacrificio del Calvario, momento del Amor por antonomasia y momento también por antonomasia de dolor con sentido, que se renueva cada día en nuestros altares. Como dice el Santo Padre, “el Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo” (SD, 13).

No somos los cristianos seres negativos, que aguantan, que sufren, que no gozan de la vida ni son felices. Muy al contrario: somos felices también con el dolor y la contrariedad; más aún, el secreto de nuestra alegría está en la Cruz con dolor y contrariedad: no tenemos miedo a lo que cuesta. La fe nos lleva a afirmar que el sufrimiento con sentido; es decir, en Cristo, es condición para la verdadera alegría. Porque El nos llama a su Cruz para que, con El, triunfemos en la Resurrección, logrando así la única alegría feliz, la única que vale la pena, que no se esfuma al ahondar en la verdad de la vida.

Cuando decimos que Cristo nos ha salvado, debemos entender que nos ha librado de todo posible mal y por tanto de todo dolor. Y no sólo esto, sino que nos ha introducido en su vida que es eterna. Así lo manifestó el Jesús a Nicodemo: tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3, 16). La entrega del Hijo por amor al mundo es la Eucaristía, renovación incruenta del mismo sacrificio del Calvario con el que se consuma nuestra Salvación. Y “Salvación significa liberación de mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento” (SD, 14); pues, como veíamos, sufrir era padecer el mal.

Según las palabras de Cristo a Nicodemo el hombre puede perecer, pero no se refiere Jesús a la muerte temporal. “El hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo” (Ibid).

Los otros sufrimientos temporales -consecuencia asimismo del pecado- son menores y pasajeros, y quedan aniquilados también en la vida eterna en Dios que nos gana el Hijo con su entrega: “En su sufrimiento los pecados son borrados precisamente porque El únicamente, como Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquél amor hacia el Padre que supera al mal de todo pecado; en un cierto sentido aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien” (SD, 17).

El Sacrificio Eucarístico es propiamente el único remedio definitivo del dolor humano. Aunque no cesen por la Misa nuestras molestias cotidianas; sin embargo, participando por ella muy singularmente en el fruto de la Redención, vivimos nuestros dolores positivamente, de un modo optimista que es compatible con el gozo de la esperanza eterna y, sin dejar de ser doloroso, el sufrimiento es feliz y lleno de sentido.

De la gracia de Dios recibimos nuestra condición de hijos en el Hijo y con ella la seguridad de ser amados por el Padre, que no permitirá que seamos probados por encima de nuestras fuerzas. Pierde así el cristiano el miedo a sufrir. Está seguro de que con Dios nada será insufrible. Pero no es sólo falta de miedo la alegría del cristiano hijo de Dios, se sabe ante todo depositario de todo el tesoro del Evangelio y lanzado por el propio Cristo a extender su Reino, pues tiene el mundo por heredad (Cfr. Ps 2, 8). Por el contrario, tienen asegurada la desolación los que pretenden vivir alegres al margen de la Eucaristía: son sarmientos separados de la Vid, cuya lozanía dura un momento (Cfr. Jn 15, 6); cadáveres -sin vida en sí mismos-, que no se alimentan del Cuerpo y la Sangre del Señor (Cfr. Jn 6, 56).

“Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al «mundo» para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento” (SD, 14). El amor de Dios al hombre incluye el sufrimiento de Cristo en su sacrificio voluntario, en una entrega amorosa. El sufrimiento del hombre es calmado con el Amor de Dios manifestado en el sufrimiento de Cristo. Una entrega que, siendo verdadero anonadamiento hasta la muerte, es al mismo tiempo identificación plena con la voluntad del Padre y, por tanto, igual a El en Gloria y Majestad. De aquí que no podía suponer una pérdida para el Hijo la obediencia, antes al contrario, su muerte es ocasión de definitiva inmortalidad (Cfr. Fil 2, 9-11).

Jesucristo en cuanto hombre es exaltado mediante la Resurrección, que supera el dolor y la muerte, y se constituye primogénito y modelo del cristiano, tanto en su vida y en su muerte -en su dolor-, como en su Resurrección. Particularmente es nuestro estímulo y modelo en la Eucaristía. En el sagrario su amor no conoce límites: “más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz” (Beato Josemaría. Camino, 533). Para que logremos el consuelo y la fortaleza que necesitamos.

  1. El dolor y la esperanza Juan Pablo II declaró el año 1984, año de la Redención. Y en este año publica su Carta Apostólica Salvifici Doloris, acerca del sentido cristiano del sufrimiento humano -que está tan presente en estas consideraciones-, “porque la redención se ha realizado mediante la cruz de Cristo, o sea mediante su sufrimiento” (SD, 3), dice el Papa.

Por la Redención efectiva el hombre es bienaventurado: queda libre del mal y, por tanto, del sufrimiento. “Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana (…), sin embargo, esta victoria proyecta sobre cada sufrimiento una luz nueva, que es la luz de la salvación” (SD, 15). El sufrimiento, con todo lo costoso, molesto o problemático de la vida, tiene a partir de la Redención vocación de eternidad salvífica. El dolor humano se ha convertido por Cristo en instrumento salvador; pues viviendo en Cristo por la acción del Espíritu Santo, el cristiano participa de la esperanza de la resurrección y hace participar a otros de esa esperanza.

No es, entonces, el dolor -cualquiera que sea- si es cristiano, algo ante todo negativo, deprimente para el hombre. Sería solamente eso si fuéramos simples bestias o nos comportáramos como tales. El dolor del hombre puede y debe ser, como el de Cristo, una oración grata al Padre que logra también los fines de la Cruz. “Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también participe del sufrimiento redentor de Cristo” (SD, 19).

El cristiano, hijo de Dios que sufre y reconoce la riqueza que posee con su dolor, encuentra en su vida un permanente motivo de consuelo y mucho más que eso. El suyo es un sufrimiento elevado, de modo que lo de menos para él es su dolor-molestia o dolor-desagrado. Tiene por don de Cristo en ese dolor una verdadera Cruz Redentora. Por la fe el cristiano lo reconoce así: como Cristo nos lo ha entregado.

“En la segunda carta a los Corintios escribe el Apóstol: «En todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados, perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal… sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará…» (2 Cor 4, 8-11 14).

“San Pablo habla de diversos sufrimientos y en particular de los que se hacían participes los primeros cristianos «a causa de Jesús». Tales sufrimientos permiten a los destinatarios de la Carta participar en la obra de la redención, llevada a cabo mediante los sufrimientos y la muerte del Redentor. La elocuencia de la cruz y de la muerte es completada, no obstante, por la elocuencia de la resurrección.” “El hombre halla en la resurrección una luz completamente nueva, que lo ayuda a abrirse camino a través de la densa oscuridad de las humillaciones, de las dudas, de la desesperación y de la persecución. De ahí que el Apóstol escriba también en la misma carta a los Corintios: «Porque así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, asi por Cristo abunda nuestra consolación» (2 Cor 1, 5)”.

“En otros lugares se dirige a sus destinatarios con palabras de ánimo: «El Señor enderece vuestros corazones en la caridad de Dios y en la paciencia de Cristo» (2 Tes 3, 5). Y en la carta a los Romanos: «Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa y grata a Dios: este es vuestro culto racional» (Rom 12, 1) (…)”.

“Este descubrimiento dictó a San Pablo palabras particularmente fuertes en la carta a los Gálatas: «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 19-20). La fe permite al autor de estas palabras conocer el amor que condujo a Cristo a la cruz. Y si amó de este modo, sufriendo y muriendo, entonces por su padecimiento y su muerte vive en aquél al que amó así, vive en el hombre: en Pablo”.

“Y viviendo en él -a medida que Pablo, consciente de ello mediante la fe, responde con el amor a su amor- Cristo se une asimismo de modo especial al hombre, a Pablo, mediante la cruz. Esta unión ha sugerido a Pablo, en la misma carta a los Gálatas, palabras no menos fuertes: «Cuanto a mi, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mi y yo para el mundo» (Gal 6 14)” (SD, 20).

El optimismo en la tribulación es incomprensible, sorprendente para una visión meramente terrena. Es efecto de la Gracia y trasciende al propio atribulado. Ni siquiera él mismo comprende cómo es capaz de padecer sin temor, ni de dónde le brota la alegría mientras sufre. Fiado en la Gracia de Dios, lo experimenta, le parece bien y proclama este misterio a cuantos se extrañan de su paz en el sufrimiento. San Pablo, diríamos que avasalla: con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 9b-10).

Apoyado en la fe, el cristiano se siente optimista porque sufre. No es entonces para el hijo de Dios el dolor sólo algo que hay que tolerar en razón de la justicia: pues lo merecemos por nuestros pecados; ni algo razonable por nuestra deficinte condición y la también deficiente condición de este mundo en que vivimos; es mucho más, “a los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención: con este precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la historia del hombre, llegando a ser la perspectiva definitiva de su existencia terrena” (SD, 21). El dolor de los hombres ha alcanzado por Cristo la capacidad de ser relevante para Dios y cooperar en la extensión de su Reino.

“San Pablo nos habla con frecuencia aquella paradoja evangélica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de manera particular por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos que participan en los sufrimientos de Cristo. El describe en la segunda carta a los Corintios: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mi la fuerza de Cristo» (2 Cor 12, 9). En la segunda carta a Timoteo leemos: «Por esta causa sufro, pero no me averguenzo, porque sé a quien me he confiado» (2 Tim 1, 12). Y en la carta a los Filipenses dirá incluso: «Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Fil 4, 13)” (SD, 23).

La Omnipotencia de Dios es incuestionable y por eso, con su Amor, no tenemos ninguna posibilidad de fracasar con Dios. No tiene Dios ninguna necesidad de tener éxito ni de demostrarnos su poder, ni está preocupado por defenderse como si alguien pudiera lesionar su divinidad. Por lo cual el cristiano se siente seguro, mientras viva en intimidad con El, incluso en medio de la tribulación y cuando parece que la debilidad y el sufrimiento son irremediables. Dios en su eternidad siempre actua, su amor se difunde incesantemente en quienes pueden y quieren acogerlo: en los hombres que lo aman. Ellos viven despreocupados y seguros, nada inquietos por su debilidad o por la fuerza de sus enemigos: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla (Mt 10, 28), les dice.

Como mucho, el cristiano puede morir; pero eso es sólo cuestión de tiempo para todos; y, por otra parte, el fin de sus dolores y el comienzo de la Vida que más desea: un buen cristiano no puede ser miedoso. No, desde luego, porque se crea “alguien”, sino porque se cree Cristo… San Pablo es el prototipo de la persona sin miedo aunque haya abundante dolor en su vida: Porque el mensaje de la cruz -dice- es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios (1 Cor 1, 18).

“En la cruz, Cristo ha alcanzado y realizado con toda plenitud su misión: cumpliendo la voluntad del padre, se realizó a la vez a sí mismo. En la debilidad manifestó su poder y en la humillación toda su grandeza mesiánica ¿No son quizás una prueba de esta grandeza todas las palabras pronunciadas durante la agonía en el Gólgota y, especialmente las referidas a los autores de la crucifixión: «Padre, perdónales, pórque no saben lo que hacen»? (Lc 23, 34) A quienes participan de los sufrimientos de Cristo estas palabras se imponen con la fuerza de un ejemplo supremo” (SD, 22). Es el esplendor del Amor Omnipotente que ama a toda costa. Le preocupa -por así decir- el perdón que necesitan aquellos hombres. Así nos enseña a amar con sufrimiento.

San Pablo insistía en el futuro de gloria que espera al cristiano que vive la Cruz. A los Romanos les dice: SomosÉ coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados. Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (Rom 8, 17-18); y en la segunda carta a los Corintios leemos: Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles (2 Cor 4, 17-18).

La misma idea es afirmada por san Pedro: Antes habéis de alegraros en la medida en que participáis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo (1 Pe 4, 13). Este sentido positivo ante la tribulación -alegría, se afirma incluso, ante el sufrimiento- no convierte en placer el dolor. Nunca el dolor dejará de doler. Reclamará siempre cierta renuncia de quien lo sufra, aunque lo viva según Dios y gane de este modo. No es la acción de la gracia como un narcótico que convierte el dolor en placer y los insultos en alabanzas. Se trata, más bien, de una connaturalidad del cristiano con Cristo que le lleva a participar en el Espíritu Santo, por encima de todo dolor, de la inefable dicha amorosa de la Trinidad.

Esta dicha es aún más plena cuando el cristiano se sabe en cierta medida autor de la misma Redención, siendo miembro de Cristo (cfr. 1 Cor 6, 15) -único verdadero Redentor- y llamado a suplir “«lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24): En el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En cuanto el hombre se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo -en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia-, en tanto a su manera completa aquél sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo” (SD, 24). Cualquier dolor humano tiene vocación redentora, puede contribuir a la construcción de la realidad más grandiosa que podemos soñar: la Redención del mundo.

Si el sufrimiento humano puede ser sufrimiento de Cristo es porque “El mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser participes «de los sufrimientos de Cristo» (1 Pe 4, 13). Así como todos son llamados a «completar» con el propio sufrimiento «lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24). Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento” (SD, 30).

He aquí la respuesta definitiva al problema del dolor humano. Este es provechoso para el que sufre y para los demás. El que sufre es, por la Gracia, Cristo Redentor: participe en los sufrimientos de Cristo, poniendo lo que falta a Sus padecimientos por la Iglesia. No nos extraña, entonces, que asistir al que sufre sea ayudar a Cristo, que sea el mismo Señor quien recibe nuestro amor cuando amamos a los demás: a mí me lo hicísteis (Mt 25, 40), responde Jesús cuando hemos tratado a alguien bien, quizá ayudándole en su dolor. A mí me lo hicísteis, responde también ante nuestros malos tratos o nuestras omisiones. El dolor cristiano -el que sea- se convierte, por la acción del Espíritu, en fuerza redentora que desarrolla el que sufre en favor de la humanidad de paso que se acerca al Cielo.

Y no deseo a terminar sin recordar unas palabras del Beato Josemaría que me parecen ahora a propósito: “Aunque hayáis entregado mucho -decía en una ocasión-, no habéis cumplido totalmente el sacrificio: podéis aún levantar más en alto la Cruz. Yo os puedo asegurar que en estos años de sufrimiento gustoso, aunque el cuerpo se fatigue, he llegado a la seguridad de que la Cruz la lleva Jesucristo: y que nuestra participación en su dolor nos llena de consuelo y de alegría” (Beato Josemaría. A solas con Dios, 242 ). Es la experiencia de cuantos, en Cristo, han perdido el miedo al dolor.

Comenzábamos con el pecado -origen de nuestros dolores- en el Paraiso según lo narra el primer libro de la Biblia, el Génesis; pero, según se anuncia en el último, el Apocalipsis, esta historia termina bién: Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: He aquí la morada de Dios con los hombres: Habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando realmente en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó (Apc 22, 1-4).

Tomado de www.unav.es/capellania/ldm/docencia/sufrimiento.html

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad y cultura”, Madrid, 16.II.2000

Reflexiones a propósito de la encíclica "Fides et ratio".

Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Fe, verdad y cultura”, Madrid, 16.II.2000″

Joseph Ratzinger, “Debate sobre la existencia de Dios”, Zenit, 23.IX.2000

Debate entre Joseph Ratzinger y Flores d"Arcais. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Debate sobre la existencia de Dios”, Zenit, 23.IX.2000″

Joseph Ratzinger, “Sin Dios, hay demasiados infiernos en esta tierra”, París, 6.IV.2001

Para el cardenal Joseph Ratzinger el infierno es en realidad la ausencia de Dios, como lo demuestran los acontecimientos del siglo XX y hechos a los que aluden palabras tan terribles como Auschwitz, archipiélago Gulag o nombres como Hitler, Stalin o Pol Pot. El prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe expuso esta reflexión al pronunciar la última intervención de Cuaresma en la catedral de Notre-Dame de París por invitación del cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de esa ciudad. El texto ha sido publicado por el diario católico «La Croix». Para Ratzinger la definición del infierno es precisamente vivir en la ausencia de Dios. El cardenal alemán aseguró que basta dar una ojeada al siglo pasado para percatarse: «Estos infiernos fueron fabricados –dijo el cardenal– para preparar un mundo futuro de hombres que se bastaran a sí mismos, convencidos de no tener ya necesidad de Dios». «Donde no hay Dios, despunta el infierno, y el infierno persiste sencillamente a través de la ausencia de Dios», añadió. Lo más paradójico, continuó constatando, es que esta exclusión de Dios se hace de manera sutil, casi siempre afirmando que se quiere el bien de los hombres. «Cuando hoy se hace comercio de órganos humanos, cuando se fabrican fetos para disponer de órganos de reserva o para hacer progresar la investigación y la medicina preventiva, muchos consideran como implícito el contenido humano de estas prácticas, pero el desprecio del hombre que está debajo –cuando se usa y se abusa del hombre– conduce, se quiera o no, al descenso a los infiernos». El cardenal subrayó que la respuesta de los cristianos a estas situación, en los albores del tercer milenio, «es al mismo tiempo sencilla e inmensa: testimoniar a Dios, abrir ventanas de par en par y cuidar así que su luz pueda brillar entre nosotros, de manera que podamos dejar espacio a su presencia. Demos la vuelta a las cosas: donde está Dios, está el cielo; a pesar del precio de las miserias de nuestra existencia, la vida se ilumina». Zenit, ZS01041002

Joaquín Monrós, “Mi querido agnóstico”, Arvo, 19.III.02

Un físico divulgador de la teoría de la relatividad de Einstein, en una entrevista reciente, afirma de aquel genio del siglo XX: “Tenía una creencia: creía que nuestra inteligencia nos hace ver las cosas separadas, pero que detrás de esa apariencia se oculta la unidad de todo lo creado por Dios.” Es conocida la expresión de Einstein: “Dios no juega a los dados”, aludiendo a que actúa por finalidades precisas, gracias a lo cual es posible conocerle, investigar, etc.. Albert Einstein, en “The evolution of physic”, (New York 1938), argumentó con especial énfasis que el hombre de ciencia necesita poseer una “profunda fe” para alcanzar la certeza de que las reglas válidas para el mundo de la existencia es racional, es decir, es comprensible para la razón. No concebía un científico sin esa fe. Es evidente que esa manifestación de sus pensamientos tenía que provenir de lo más profundo de sus convicciones. La medida de esa profundidad se puede apreciar muy claramente en la más famosa de sus afirmaciones: “La ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega” Por contraste, al leer en los periódicos, o escuchar en las entrevistas que alguien se define “agnóstico”, me recuerda un simpático artículo de Louis de Wohl titulado así: ¡Mi querido agnóstico!. Reproduzco sus argumentos ya que pueden aclarar la ternura que produce semejante declaración y el esfuerzo que hay que hacer para continuar leyendo o escuchando después de esta personal afirmación.

Escribe de Wohl, en “Adán , Eva y el mono”, (p. 169): “Muchas veces me he preguntado si usted seguiría llamándose a sí mismo agnóstico, si supiera que esta palabra no quiere decir otra cosa que «ignorante». Quizás… con una discreta alusión al sabio Sócrates, que también declaró que no sabía casi nada. Pero muchos de vosotros se llaman a sí mismos agnósticos sin haber oído jamás hablar de Sócrates. La fórmula básica de vuestro pensamiento viene a ser así: «No tengo suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de que no existe. Por tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo».

Esto estaría muy bien si usted no se conformara con ello. Pero eso es precisamente lo que hace la mayoría de ustedes. Y no correrían ustedes ese riesgo en cualquier otra actividad humana. Si al señor A le aseguraran que a una hora de ferrocarril alguien esperaba su visita para entregarle quinientas mil pesetas y el señor B le dijera que eso no puede ser verdad, ¿se quedaría usted tan tranquilo sin hacer nada (siempre en el supuesto de que tanto el señor A como el señor B sean igualmente personas dignas de confianza)? ¿No intentaría usted por lo menos informarse?. No deja uno de lado sin más quinientas mil pesetas. Pero a Dios si le deja de lado.

Del ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios, no puede esperarse que continúe buscando. Pero al agnóstico no se le puede permitir. Mientras admita que quizás sí pudiera existir Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si permanece en su ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que demostrar su total indiferencia ante el problema. No es ni «ardiente» como creyente, ni «frío»como ateo: es tibio; y de los tibios dice el Espíritu Santo, en el Apocalipsis, la espantosa frase de que «Dios los vomitará de su boca».

Y la búsqueda deberá ser honrada. No sirve «convencerse» de la no existencia de Dios, dejándose servir un par de “slogans” más o menos plausibles. ¡Quien busca honradamente, halla! Ser agnóstico puede aceptarse. Pero continuar siéndolo…, eso sólo puede llevar a la perdición.” Santo Tomás empleando un tono sencillo y directo, tan sólo un año antes de morir, al predicar unos sermones de Cuaresma en Nápoles, pone también en evidencia la ignorancia del agnóstico. Al explicar el primer artículo del Credo apelaba al argumento teleológico (finalístico) de este modo: “Debe considerarse qué significa el nombre Dios, que no es otra cosa sino el gobernador y provisor de todas las cosas. Por tanto cree que Dios existe el que cree que todas las cosas de este mundo están gobernadas y previstas por Él. Quien cree que todo sucede por casualidad, no cree que existe Dios. Pero no se encuentra nadie tan tonto que no crea que las cosas naturales sean gobernadas, previstas y dispuestas, ya que proceden según el orden y tiempos ciertos. En efecto, vemos que el sol, la luna y las estrellas, y todas las demás cosas naturales guardan un curso determinado, lo cual no sucedería si se diese por casualidad: de donde, si hubiese alguien que no creyera que Dios existe, sería tonto”. Resalta en ese texto el tono sencillo y directo, acorde con el carácter popular de la predicación cuaresmal.

Me permitiría aconsejar a mi querido agnóstico un reciente libro titulado “La mente del universo” (Pamplona 1999), que ha causado impacto en la comunidad científica internacional. Su autor Mariano Artigas, es doctor en ciencias físicas y en filosofía, profesor de filosofía de la naturaleza y de las ciencias. En los últimos años ha recibido un premio y una ayuda de investigación de la Fundación Templeton de los Estados Unidos.

De esta obra han hecho elogiosos comentarios científicos e investigadores como el Martin Hewlett, Departamento de Biología molecular y celular, Universidad de Arizona que dice: ”El libro de Artigas debería ser leído por todos los que comienzan a estudiar ciencias, y también por todos los que se dedican a enseñarles”.

William E. Carroll, del Departamento de Historia, Cornell College (Iowa, (USA) afirma: “Artigas demuestra un dominio impresionante de los temas fundamentales de las ciencia naturales, de la filosofía y de la religión. La mente del universo es una contribución importante al estudio interdisciplinar de la ciencia y la religión” La religión evita las mitificaciones. Es el conocimiento y la inteligencia de que no somos lo último ni somos el Origen. El Origen es Dios. Porque conoce a Dios, el hombre es capaz de no fabricar mitos (ídolos), de experimentarse incompleto, aunque con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le aparecen entonces como productos y, en su caso, como instrumentos. Nunca como absolutos, porque hay un sólo Absoluto, que es Dios.

A todos dice el salmista (S.19,1): “Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento las obras de sus manos”

Dios y la muerte, en palabras recientes de Camilo José Cela, 18.I.2002

Entrevista de Cristina López Schlichting Continuar leyendo “Dios y la muerte, en palabras recientes de Camilo José Cela, 18.I.2002”

Publicaciones on-line de Javier Cremades

 

  • Presentación
  • Javier Cremades, "La confesión explicada por el Papa", 1989.
  • Javier Cremades, "¡Quiero vivir!".
  • Javier Cremades, "¿Quién decís que soy yo?", 1998.
  • Javier Cremades, "Mi corazón está inquieto", 1999.
  • Javier Cremades, "Cómo explicártelo…", 2000.
  • J. Adelman y A. Kuperman, “Persecución a los cristianos en Oriente Medio”, ACI, 7.I.02

    Un análisis publicado por el Denver Post y elaborado por los profesores Jonathan Adelman y Agota Kuperman, dos expertos en Islam, revela el dramático proceso por el cual los cristianos del Medio Oriente, cuya historia se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, vienen desapareciendo bajo la presión del fundamentalismo islámico.

    “En la siguiente década, más o menos en ese periodo de tiempo de acuerdo a lo que se da en el presente, habrán, si es que hay, muy pocos cristianos viviendo en Belén, lugar donde nació Jesús. Lo mismo en Nazaret, donde Jesús creció, y hasta en Jerusalén, donde cerca de 600 iglesias históricas existen todavía”, afirma el estudio y explica que “los cristianos en el territorio palestino han caído del 15 por ciento de la población árabe en 1950, a tan solo 2 por ciento de hoy. Belén y Nazaret, que han sido pueblos abrumadoramente cristianos, tienen ahora una fuerte mayoría musulmana”.

    El análisis explica que “hoy, tres cuartos del total de los cristianos de Belén viven fuera, y más de los cristianos de Jerusalén viven en Sydney, Australia, que en el lugar de su nacimiento. Hoy, los cristianos comprenden sólo el 2.5% de Jerusalén, aunque en ellos todavía se incluye a algunos de los que nacieron en la vieja ciudad cuando los cristianos todavía constituían una mayoría”.

    “¿Qué ha sucedido? ¿Por qué han habido tantos, y tan pocos reportados cristianos exiliados del Medio Oriente, con alrededor de 2 millones huyendo en los últimos 20 años? ¿Por qué es que de repente la mitad de todos los cristianos iraquíes emigraron clandestinamente en los últimos 10 años?”, se preguntan los autores.

    El informe responde que “la única gran causa es la presión de los radicales musulmanes. Para estar seguros, también han habido otras razones para estos exilios. Los cristianos educados del medio oriente algunas veces se han ido por razones económicas, otros para evitar el inicio de violentos conflictos”.

    Sin embargo, “un grupo entero de cristianos no abandona la tierra en donde sus ancestros han vivido cerca de 2000 años simplemente por buscar una sociedad más próspera. Esa gente ha tenido que ser presionada para salir. Y eso es precisamente lo que los radicales islámicos tratan de hacer”.

    El estudio desarrolla algunos de los casos más importantes: “En Egipto, muchas leyes o costumbres favorecen a los musulmanes y su constitución proclama al Islam como la religión del estado. Es casi imposible construir o restaurar iglesias al tiempo que muchos miles de nuevos edificios musulmanes han sido aprobados por el estado. Las leyes prohiben las conversiones de musulmanes al cristianismo.

    En Arabia Saudita, todos los ciudadanos deben ser musulmanes, es ilegal importar, fabricar o poseer materiales cristianos o no musulmanes, y los cristianos son encarcelados y deportados por esa causa.

    Sudán ha seguido los códigos islámicos desde 1983 y se declaró a si mismo como país islámico en 1991.

    Una brutal guerra civil emprendida por los musulmanes de Arabia del norte contra los cristianos y los africanos negros animistas del sur ha matado más de 2 millones de personas.

    En Afganistán la aplicación rigurosa de las leyes islámicas ha sembrado tal odio hacia los cristianos que no hubieron más iglesias abiertas ni números significativos de cristianos reunidos en el país.

    En Irán, los cristianos forman el 0.4 por ciento de la población. La pequeña población cristiana es tratada como una “segunda clase”. La literatura cristiana es ilegal, los conversos del Islam a otra religión son perseguidos de muerte y la mayoría de la iglesias evangélicas son subterráneas”.

    Jonathan Adelman y Agota Kuperman, ACI, 7.I.02

    Nota de la Conferencia Episcopal Española sobre los profesores de religión, 5.IX.01

    NOTA DE LA COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA SOBRE LA NO PROPUESTA DE DOS PROFESORAS DE RELIGIÓN 1. El hecho de que dos profesoras que venían ejerciendo la docencia de Religión y Moral Católica en Almería y en la diócesis de Canarias no hayan sido propuestas para el año escolar 2001-2002, ha tenido una amplia repercusión en los medios de comunicación social. La Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis de la Conferencia Episcopal Española, preocupada por el tratamiento que se está dando a este asunto, quiere informar a la opinión pública sobre sus bases legales y sus motivos.

    2. Es importante partir de la consideración de que nos hallamos en un Estado de derecho, en el que debe primar el respeto a la legalidad vigente. El art. III del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales dispone que la enseñanza religiosa será impartida por las personas que, para cada año escolar, sean designadas por la autoridad académica entre aquellas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta enseñanza. Tal Acuerdo, en virtud del art. 96, 1 de la Constitución Española, forma parte del ordenamiento interno español, y la disposición citada aparece reflejada en las Leyes Orgánicas que regulan la enseñanza obligatoria y en el cuerpo normativo que las desarrolla y aplica; ha sido asimismo refrendada por Sentencias del Tribunal Supremo, de 5 de junio y 7 de julio de 2000, y, análogamente, por la Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981, de 13 de febrero.

    3. Así, los Obispos de Almería y diócesis de Canarias, en el ejercicio de la responsabilidad que les es propia, han procedido con un escrupuloso respeto a la legalidad, que les faculta para proponer cada año escolar a los profesores que consideran idóneos para ello.

    4. Para comprender adecuadamente la razón de esta forma de proceder dispuesta en nuestro ordenamiento jurídico hay que tener en cuenta la aconfesionalidad del Estado, según la cual éste no puede ser competente para determinar los contenidos de la Religión y Moral Católica ni la idoneidad de los profesores que la imparten. Por otra parte, ha de tutelarse el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones, derecho garantizado por el art. 27, 3 de la Constitución Española. En los casos que nos ocupan, los padres han optado libremente por que se dé a sus hijos Religión y Moral conforme a las enseñanzas de la Iglesia Católica, por lo que es la legítima autoridad de la Iglesia Católica quien debe decidir cuáles son los contenidos de esta enseñanza y quiénes son idóneos para impartirla. En último término, toda la legislación en esta materia, en escrupuloso respeto a la libertad religiosa, tiende a garantizar y desarrollar este derecho fundamental de los padres.

    5. La Iglesia Católica está firmemente convencida de que las personas idóneas para impartir enseñanza de Religión y Moral Católica no sólo han de ser fieles a su doctrina de un modo teórico, sino que deben manifestar una coherencia de vida que no entre en contradicción con ella, máxime en actuaciones que —en contra de lo que a veces se ha dicho— tienen una dimensión jurídica y social pública. La propia naturaleza de la enseñanza religiosa lleva consigo un testimonio personal del profesor acorde con lo que enseña. Como afirma el Tribunal Constitucional en la Sentencia citada, refiriéndose a los profesores de otras materias cuando imparten enseñanza en centros dotados de ideario propio, la posible notoriedad y la naturaleza de estas actividades, e incluso su intencionalidad, pueden hacer de ellas parte importante e incluso decisiva de la labor educativa que le está encomendada.

    6. Por último, debe señalarse que en los casos que nos ocupan no ha existido despido o vulneración del Estatuto de los Trabajadores. En el espíritu y en la letra de la normativa vigente, según señala la Sentencia del Tribunal Supremo, de 7 de julio de 2000, late la idea de temporalidad de la relación de los profesores de Religión Católica, que se limita exclusivamente a la duración de cada curso escolar, y de ahí que la falta de inclusión en la propuesta del Ordinario para los cursos sucesivos, aunque el interesado hubiera impartido la enseñanza de los precedentes, no equivale a un despido, dada la peculiar naturaleza de la relación, cuya legitimidad hay que buscarla en el Tratado internacional celebrado entre la Santa Sede y el Estado español el 3 de enero de 1979. Y añade que, para la extinción de la relación laboral, no es necesario exponer las razones por las que un Obispo no incluye en la propuesta a la autoridad educativa para un nuevo curso escolar, porque ni existe norma que imponga tal deber, ni es necesario constatar los motivos de tal comportamiento, porque la relación queda automáticamente extinguida al finalizar el curso escolar para el que se produce el nombramiento, que lo es para cada uno en particular. Tal modo de proceder es bien conocido y asumido por los profesores de Religión y Moral Católica al firmar su contrato laboral.

    Presidente: Antonio Cañizares Llovera, Arzobispo de Granada.

    Vicepresidente: Javier Salinas Viñals, Obispo de Tortosa.

    Vocales: José Manuel Estepa Llaurens, Arzobispo Castrense. Antonio Dorado Soto, Obispo de Málaga. Miguel José Asurmendi Aramendía, Obispo de Vitoria. Manuel Ureña Pastor, Obispo de Murcia. Jesús E. Catalá Ibañez, Obispo de Alcalá de Henares. Juan Enrique Vives Sicilia, Obispo Coadjutor de Seo de Urgel. Fidel Herráez Vegas, Obispo Auxiliar de Madrid. César Augusto Franco Martínez, Obispo Auxiliar de Madrid.

    Madrid, 5 de septiembre de 2001.

    G. K. Chesterton, “¿Conviene educar al niño en alguna religión?”

    He aquí una frase que oí el otro día a una persona muy agradable e inteligente, y que cientos de veces he oído a cientos de personas. Una joven madre me dijo: «No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir sobre él; quiero que la elija por sí mismo cuando sea mayor.» Ése es un ejemplo muy común de un argumento corriente, que frecuentemente se repite, y que, sin embargo, nunca se aplica verdaderamente. Por supuesto que la madre siempre estará influyendo sobre su hijo. De la misma manera, la madre podría haber dicho : «Espero que escogerá sus propios amigos cuando crezca; por eso no quiero presentarle ni a primas ni a primos.» Pero la persona adulta en ningún caso puede escaparse a la responsabilidad de influir sobre el niño; ni siquiera cuando se impone la enorme responsabilidad de no hacerlo. La madre puede educar al hijo sin elegirle una religión; pero no sin elegirle un medio ambiente. Si ella opta por dejar a un lado la religión, está escogiendo ya el medio ambiente; y además, un medio ambiente funesto y contranatural. La madre, para que su hijo no sufra la influencia de supersticiones y tradiciones sociales, tendrá que aislar a su hijo en una isla desierta y allí educarlo. Pero la madre está escogiendo la isla, el lago y la soledad; y, es tan responsable por obrar así como si hubiera escogido la secta de los mennonitas o la teología de los mormones. Es completamente evidente, dicen, para quien piense durante dos minutos, que la responsabilidad de encauzar la infancia pertenece al adulto, por la relación existente entre éste y el niño, completamente aparte de las relaciones de religión e irreligión. Pero la gente que repite esta fraseología no la piensa dos minutos. No intentan unir sus palabras con una razón, con una filosofía. Han oído ese argumento aplicado a la religión, y nunca piensan en aplicarlo a otra cosa fuera de la religión. Nunca piensan en extraer esas diez o doce palabras de su contexto convencional y tratar de aplicarlas a cualquier otro contexto. Han oído que hay personas que se resisten a educar a los hijos aun en su propia religión. Igualmente podría haber personas que se resistieran a educar a los hijos en su propia civilización. Si el niño cuando sea mayor, puede preferir otro credo, es igualmente cierto que puede preferir otra cultura. Puede molestarse por no haber sido educado como un buen sueco burgués; puede lamentar profundamente no haber sido educado como un Sandzmanian. De la misma manera puede lamentar haber sido educado como un caballero inglés y no como un árabe salvaje del desierto. Puede (con la ayuda de una buena educación geográfica), mientras examina el mundo desde China al Perú, sentirse envidioso por la dignidad del código de Confucio o llorar sobre las ruinas de la gran civilización incaica. Pero, evidentemente, alguien ha tenido que educarlo para llegar a ese estado de lamentar tal o cual cosa; y la responsabilidad más grave de todas es tal vez la de no guiar al niño hacia ningún fin.

    Charlas, II, Acerca de las nuevas ideas (Obras completas I, Ed. Plaza Janés, p. 1099-1100). Tomado de www.arvo.net