Comentario a: J. Kotek y P. Rigoulot, “Los campos de la muerte. Cien años de deportación y exterminio”, Barcelona, Salvat, 845 páginas.
Para millones de personas, la referencia a los campos de concentración en los que la vida humana carecía de valor y los encarcelados se extinguían irremisiblemente en medio de un infierno de trabajos forzados, malos tratos e incluso medidas encaminadas directamente a ocasionar la muerte remite de manera ineludible a la Alemania nazi. Sin embargo, a pesar del terrible y sobrecogedor drama que significó el nazismo y el Holocausto, lo cierto es que no fueron Hitler y sus seguidores los únicos que se valieron de los campos como sistema de represión o que llegaron a utilizarlos como método directo de exterminio.
El comunismo, bendecido por el papanatismo, el silencio y la maldad de millares de comentaristas e historiadores, también contó con su red de campos de concentración que creció en paralelo a otros destinados meramente al exterminio. Bikin, Vinitza, Katyn o Zhabarovsk deberían despertar en nuestras conciencias la misma repulsión que Treblinka, Chelmno o incluso Auchswitz. Si no es así se debe a la acción combinada de la ignorancia y de la defensa (¡a estas alturas!) de un sistema que ocasionó más de cien millones de muertos y es que, lamentablemente, Lenin y la URSS sólo fueron el inicio de un sistema represivo de campos que inspiró posteriormente a chinos y polacos, húngaros y yugoslavos, norcoreanos y vietnamitas, cubanos y camboyanos. Sin embargo, no sólo los totalitarismos se aprovecharon de este universo concentracionario.
Monarquías liberales como la británica y la española ya dieron pasos en esa dirección durante las guerras de los boers y de Cuba respectivamente. Ni una ni otra perseguían exterminar a sus oponentes sino tan sólo quebrar su capacidad de resistencia. El resultado fue empero desastroso, como también sucedió en relación con los japoneses internados en Estados Unidos después de Pearl Harbor. La presente obra constituye una guía muy detallada sobre ese siglo de los campos –triste sobrenombre para un período de cien años– en el que los culpables principales fueron los regímenes totalitarios (primero el comunista, luego en repugnante imitación el nazi) pero en el que las democracias no siempre supieron resistir a la tentación de contribuir con sus círculos particulares a la creación de un infierno sin precedentes históricos.