Durante los años setenta el panorama político europeo se vio sacudido por la aparición de un fenómeno conocido como eurocomunismo. Propugnado por Enrique Berlinguer, secretario general del PCI, inmediatamente fue asumido por el PCE dirigido a la sazón por Santiago Carrillo y el PCF de Georges Marchais.
Supuestamente, el eurocomunismo era una nueva clase de comunismo que aceptaba las reglas del juego, que se mantenía distanciado y crítico respecto de la URSS y que pretendía avanzar hacia el socialismo de manera pacífica y escrupulosamente democrática. Pero, en realidad, ¿quién creó el eurocomunismo? Durante los años setenta del siglo pasado Enrico Berlinguer fue contemplado como un referente obligado de las izquierdas europeas. Fundador de una corriente que se presentaba como renovadora en el seno de los partidos comunistas el denominado eurocomunismo, formalmente abogaba por el mantenimiento de las libertades democráticas e incluso por la permanencia de Italia en la NATO. Berlinguer había nacido en 1922 y, de manera que encontraba paralelos en otros dirigentes de partidos comunistas mediterráneos, pertenecía a una familia noble de Sassari, Cerdeña. Durante su juventud fue seguidor de Palmiro Togliatti, uno de los fundadores del PCI e importante funcionario de la Komintern. Togliatti había desempeñado entre otras misiones la de controlar a las Brigadas internacionales en España y contaba no sólo con una enorme experiencia en tareas propagandísticas y represivas sino también con unas excelentes relaciones con Stalin. Bajo su sombra mentora, Berlinguer se afilió al PCI en 1944 y comenzó a dar sus primeros pasos en política.
La intervención aliada impidió que en la inmediata posguerra los partidos comunistas llevaran a cabo golpes de estado en Francia e Italia similares a los ejecutados en las naciones del este de Europa. Con todo, el peso de los PCs continuó siendo muy considerable en los dos países citados. Siempre al amparo de la vieja guardia stalinista, Berlinguer fue desempeñando durante los años cincuenta distintos puestos de importancia hasta que en 1969 fue elegido vicesecretario general del PCI con Luigi Longo. Tres años después sucedió a Longo como secretario general e inició una nueva estrategia que recibió el nombre de eurocomunismo. La misma fue aceptada prontamente tanto por el clandestino PCE de Santiago Carrillo que llegaría a escribir un libro titulado Eurocomunismo y estado explicando la aplicación práctica de la teoría como por el PCF de Georges Marchais, a la sazón el partido de izquierdas más importante de Francia.
El eurocomunismo resultó extraordinariamente sugestivo porque se despojaba del lenguaje leninista siquiera en parte e incluso pretendía mantener una notable distancia de la política soviética. Por ejemplo, en marzo de 1975, en el curso de un abortado golpe de estado de la derecha en Portugal, Berlinguer se permitió criticar públicamente al partido comunista portugués por estar demasiado inclinado hacia las posiciones de la URSS. En 1976, fue más lejos incluso al señalar que Italia debía permanecer en la NATO ya que ésta garantizaba el “socialismo en libertad, el socialismo de una clase pluralista”.
Este enfoque indiscutiblemente hábil no tardó en rendir dividendos a un PCI que había logrado polarizar a la sociedad italiana en torno a una Democracia cristiana cada vez más corrompida y un hegemónico partido comunista que había aniquilado prácticamente al socialista. En 1979, Berlinguer fue elegido miembro del parlamento europeo en una época en que, por primera vez en la historia, un partido comunista se colocaba a la cabeza de las demás fuerzas políticas y parecía a punto de llegar al poder de forma democrática. Cinco años después el 11 de junio de 1984 se produjo el mayor éxito de Berlinguer al ser el PCI el partido más votado en Italia durante los comicios europeos. Si no llegó a disfrutar de esta victoria se debió al hecho de que había muerto seis días antes.
Todos estos acontecimientos tenían paralelos bien diversos en otros países. Mientras el PCF mantenía en buena medida su peso político y formaba parte de los gabinetes socialistas, el PCE entraba en una crisis de la que nunca emergería. En los tres casos, al fin y a la postre, se produjo un verdadero seísmo cuando menos de una década antes del final del siglo XX tuvo lugar el colapso de la URSS. A cierta distancia ya de los tiempos dorados del eurocomunismo cabe preguntarse por su verdadera naturaleza y, sobre todo, por su auténtico origen. ¿Se trató realmente de un movimiento de renovación política que pretendía democratizar a los partidos comunistas? Ciertamente así lo creyeron centenares de miles quizá incluso millones de militantes y votantes. La realidad histórica, sin embargo, fue muy distinta.
Recientes revelaciones de antiguos agentes soviéticos obligan a pensar que simplemente se trató de una estrategia encaminada a la conquista del poder en sistemas democráticos y cuyos dirigentes nunca creyeron de corazón en la aceptación de la democracia occidental más allá de algunos gestos formales. Anatoly Golitsyn, antiguo oficial de Estado mayor del KGB, ha señalado así que en todo momento la relación entre los impulsores del eurocomunismo y Moscú fue muy estrecha y que sólo se utilizaba la nueva doctrina política como una manera de allanar el camino al poder acallando los temores del electorado más moderado. Golitsyn subrayó asimismo que, en el caso del PCE por ejemplo, se acentuó más todavía la fachada de moderación precisamente para intentar borrar el recuerdo del papel acentuadamente represor de este partido durante la guerra civil española, un papel ejercido sobre poblaciones civiles como fue el caso de las matanzas de Paracuellos e incluso sobre fuerzas de izquierdas como el marxista POUM o la anarquista CNT. Con todo, la distancia que separaba al PCE de la llegada al poder permitió utilizarlo en la campaña anti-NATO de una manera que hubiera resultado impensable como así se vio en el caso del PCI que, en apariencia, podía alcanzar el gobierno con relativa facilidad.
El testimonio de Golitsyn sería confirmado por Dorofeyev, uno de los principales expertos soviéticos en asuntos italianos. Comentando las conocidas afirmaciones de Berlinguer sobre el “socialismo en libertad”, Dorofeyev insistió en que la palabra “libertad” no era interpretada de la misma manera por el PCI que por sus posibles aliados y que, por lo tanto, no debía creerse que iban a producirse cambios en los objetivos finales de los distintos partidos comunistas. Éstos, en todos los casos, seguirían una estrategia leninista, algo que no quedaba desmentido por el hecho de que no se hiciera referencia a la “dictadura del proletariado” ya que el mismo partido comunista de la URSS la había eliminado en su programa de 1961.
A juzgar por la propia documentación soviética, el eurocomunismo no fue una creación brillante y lúcida de Berlinguer sino un producto cocinado en los despachos del KGB. No es amigo el autor de estas líneas de adentrarse en el tortuoso terreno de las ucronías pero lo cierto es que, a juzgar por estas informaciones, si los eurocomunistas hubieran accedido al poder, el resultado no habría sido la consagración de la democracia sino la búsqueda de su transformación en un régimen similar a las dictaduras del este de Europa.