Comentario a: Bassam Tibi, “La conspiración. El trauma de la política árabe”, Herder, Barcelona, 374 páginas.
Uno de los temas especialmente recurrentes en el terreno de la política y de la Historia es el de la existencia de conspiraciones encaminadas y, sobre todo, capaces de alterar la realidad presente para sustituirla por otra bien distinta. Resulta indubitable que esas conspiraciones han existido a lo largo de la Historia y que en no pocas ocasiones han tenido un éxito notable –no otro fue el tema de un ensayo del autor de estas páginas titulado “La estrategia de la conspiración”–, pero no es menos cierto que también han existido conspiraciones ficticias que han movido tantas mentes y corazones como las reales. La creencia en una conspiración judía mundial se ha hallado detrás de los pogromos zaristas de inicios del siglo XX y del Holocausto perpetrado por los nazis; de manera similar, el miedo a una conspiración de signo contrario movilizó a millones de españoles en vísperas de la guerra civil que estalló en 1936. Con todo, posiblemente la aceptación más generalizada de una teoría de la conspiración se de actualmente en el mundo islámico.
La creencia en la mu´aramah (conspiración) ayuda extraordinariamente a comprender la agresividad que suelen tener las proclamas islámicas en relación a occidente y su negativa a aceptar cualquier tipo de reforma que pueda tener alguna relación con ese ámbito cultural. Las raíces de la creencia en que occidente se dedica a conspirar contra el mundo islámico para ocasionarle únicamente males son muy diversas. En primer lugar, por supuesto, se encuentra el orgullo de creerse en posesión de la única cosmovisión verdadera, una cosmovisión que, entregada a Mahoma por el arcángel Gabriel, es objeto de oposición por parte de los infieles. De acuerdo con este punto de vista, los fieles deben esperar en todo momento el ataque perverso de los que no creen como ellos. En segundo lugar, se encuentra el orgullo herido de aquellos pueblos que no han dejado de recibir derrotas de occidente desde el inicio de la Edad moderna hasta la descolonización. Si el vencedor no puede ser contemplado con buenos ojos, esa actitud se exacerba cuando además se le considera equivocado y despreciado por el mismo Dios.
Finalmente, a todo lo anterior se suman episodios concretos en los que las potencias occidentales defraudaron las esperanzas que en ellas habían depositado los países islámicos. El caso más claro es el del final de la primera guerra mundial, cuando Gran Bretaña y Francia no sólo no abandonaron Oriente Medio en manos de los árabes sino que incluso constituyeron protectorados. También es, en buena medida, el único con alguna base de realidad. Así, el establecimiento del Estado de Israel ha sido visto como una manifestación más de esa conspiración antiárabe a pesar de que, por ejemplo, Gran Bretaña siempre se sintió más cerca de los árabes que de los israelíes. En cuanto a la guerra del Golfo, fue vivida por la mayoría de las poblaciones como una nueva cruzada de Occidente contra el Islam en lugar de como un esfuerzo real por mantener la estabilidad en una zona de por sí inestable a causa de los propios regímenes islámicos.
Resulta obvio desde una perspectiva occidental que ni occidente pretende emprender una cruzada contra el Islam y que, incluso, es conscientemente tibio en su defensa de los derechos humanos en esta zona del mundo para no crear más fricciones de las ya existentes. El libro de Tibi, catedrático de política internacional en Harvard, constituye un acercamiento notable y bien documentado a esta cuestión recordando que, lejos de tratarse de un fenómeno lejano, nos afecta siquiera porque más de diez millones de musulmanes residen en Europa occidental, porque conflictos como el de Oriente Medio no parecen encontrarse a punto de solucionarse y porque el crecimiento demográfico de las naciones islámicas constituye un reto inevitable para occidente.