Cuando la ministra de Sanidad dijo que la Iglesia era un estorbo en la lucha contra el sida a muchos se nos revolvieron las entrañas. Porque si alguien está atendiendo a los enfermos de sida en el mundo, desde África hasta el Bronx, es la Iglesia. Los católicos estamos hartos de que no se nos reconozca el bien que hacemos y, además, de que se nos identifique con la caverna. Parece que cuando especificamos que el condón no garantiza al 100 por 100 la seguridad frente a las enfermedades de transmisión sexual nos inventamos algo. ¿Pero acaso no están los hospitales llenos de mujeres que piden la píldora del día de después porque se les ha roto el preservativo? Por eso Juan Antonio Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal Española, cogió el portafolios y se fue a ver a Elena Salgado, con el informe de la revista médica «The Lancet» de noviembre de 2004. Porque en la publicación –que es considerada el altar de la investigación internacional– los científicos coinciden con la Iglesia en el juicio sobre las políticas de prevención de la transmisión por vía sexual de la enfermedad. «Lancet» explica que la única forma infalible de no coger el sida es la abstención; que una segunda manera (menos segura, y esto lo apunto yo, porque sé que mucha gente vive con parejas infieles y ni lo sospecha) es la fidelidad; y que la tercera –reservada lógicamente para quienes quieran asumir cierto riesgo de contagio– es el preservativo. Señores, no me parece tan difícil de entender. La Iglesia está harta de repetir que el condón no es totalmente seguro ¡pero es que la ciencia dice lo mismo! Las campañas del «póntelo, pónselo» no solamente enseñan a los promiscuos a reducir el riesgo –que está muy bien para evitar muertes–, sino que están incitando a los que no lo son (adolescentes, por ejemplo) a creer que el condón es «sexo seguro» y a delegar la responsabilidad sexual en una goma. Que los medios de comunicación españoles hayan caricaturizado el noble esfuerzo de la Iglesia por aunar esfuerzos con el Gobierno en la lucha contra una pandemia terrible, es triste. No sólo porque es mentira que Martínez Camino haya aprobado moralmente el uso del condón, sino porque el escándalo y la confusión han truncado un esfuerzo loable de diálogo con el mundo no católico. De no haberse producido tan lamentable espectáculo, Iglesia y Estado podrían haber emprendido un camino común contra el sida que hubiese redundado en bien de todos, sobre todo de quienes se contagiarán en los próximos días, semanas y meses cuando un preservativo se rompa, se deslice o se desplace fuera de su sitio ¿Y quién abrazará al seropositivo cuando el análisis confirme sus peores sospechas? En un alto porcentaje de casos, un católico. Es lamentable que, al menos en España, sólo la Iglesia sea capaz de decir en alto: cuidado, el condón no es la panacea.