Pronto se arrepiente
el que juzga apresuradamente.
Pablio Siro
Una comparación
—¿Y qué me dices del famoso caso Galileo, condenado a morir quemado en la hoguera por defender una teoría científica hoy comúnmente aceptada?
Hay un poco de leyenda en torno a la figura de Galileo. Sin pretender ser puntilloso, lo cierto es que Galileo Galilei falleció el 8 de enero de 1642, de muerte natural, a los 78 años de edad, en su casa de Arcetri, cerca de Florencia. No pasó ni un solo día en la cárcel ni sufrió ninguna violencia.
—Bien, pero parece claro que el proceso judicial fue todo un error…
Efectivamente, nueve años antes había tenido lugar en Roma el famoso proceso, y es cierto que desde entonces tuvo que vivir en arresto domiciliario, aunque pudo seguir adelante con sus trabajos, y precisamente en esa época publicó su obra más importante.
Hay que decir que tres de los diez dignatarios del tribunal se negaron a firmar la sentencia, y que el Papa nada tuvo que ver oficialmente con aquel proceso, que ciertamente fue lamentable y no debió producirse.
Pero el error de aquel tribunal, que fue reconocido oficialmente ya en el año 1741, no compromete la autoridad de la Iglesia como tal, entre otras cosas porque sus decisiones no gozaban de infalibilidad ni iban asociadas a ninguna definición “ex cathedra” del Papa.
Pese a ello, este caso, convenientemente manipulado, ha sido la bandera que muchos han tomado para alimentar el mito de que ciencia y fe son incompatibles. Y suelen hacerlo sin mucha consideración hacia la verdad de la historia. Por poner un ejemplo que sirva de comparación, creo que nadie perdería su fe en Francia por el mero hecho, trágicamente real, de que el 8 de mayo de 1794 un tribunal francés guillotinase al gran protagonista de la revolución científica de la química de su tiempo, Antoine-Laurent Lavoisier, a los 50 años de edad. Y supongo que nadie reniega hoy de la autoridad de la República Francesa porque, al pedir el indulto, el presidente de aquel tribunal dijera solemnemente que “la República no necesita sabios”. Con esto no quiero atacar a Francia, ni a la Revolución Francesa, ni a la república, ni pretendo hacer comparaciones demagógicas, solo quisiera llamar la atención sobre las tan diferentes conclusiones que algunos sacan de uno y otro caso.
Una vieja controversia
El caso Galileo ha sido durante más de tres siglos una incesante e inagotable fuente de malentendidos y polémicas. Los errores del proceso fueron intencionadamente exagerados y sacados de contexto por el pensamiento ilustrado, que quiso hacer de aquel asunto el paradigma del comportamiento retrógrado de la Iglesia frente a la ciencia. Desde entonces hasta nuestros días, se ha propuesto como símbolo de la supuesta oposición de la Iglesia a la libertad y al progreso científico.
Esa idea fue creciendo y consolidándose con el tiempo, hasta que se hizo patente la necesidad de que la Iglesia lo abordara de nuevo para clarificarlo a fondo. Por eso, cuando Juan Pablo II ordenó en 1981 abordar con todo rigor un estudio a fondo sobre los errores cometidos por el tribunal eclesiástico que juzgó a Galileo, aquello fue una gran noticia para la relación entre la ciencia y la fe.
Juan Pablo II constituyó una comisión que se ocupó de estudiar el caso durante once años, en todos sus aspectos teológicos, históricos y culturales. Esa comisión investigó exhaustivamente lo que ocurrió, cómo se produjo el conflicto y cómo se desarrollaron los hechos.
Después de más de tres siglos y medio, las circunstancias han cambiado mucho y a nosotros nos parece evidente el error que cometieron la mayoría de los jueces de aquel tribunal. Pero en aquel momento el horizonte cultural era muy distinto al nuestro. Había una situación de transición en el campo de los conocimientos astronómicos. Galileo defendía la teoría heliocéntrica de Copérnico (que situaba el Sol, no la Tierra, en el centro del Universo), una hipótesis que aún no había sido oficialmente reconocida por la comunidad científica de la época, por lo que Galileo no solo se enfrentó a la Iglesia, sino también a la comunidad científica de su tiempo. Ciertos teólogos de aquella época, herederos de la concepción unitaria del mundo que se impuso por entonces, no supieron interpretar el significado profundo, no literal, de las Sagradas Escrituras cuando, en el libro del Génesis, se describe la estructura física del universo creado. Ese error les llevó a trasponer de forma indebida una cuestión de observación experimental al ámbito de la fe, y viceversa.
La verdad sobre la condena
—¿Y se ha reconocido el gran sufrimiento que padeció Galileo por parte de hombres e instituciones de Iglesia?
Juan Pablo II reconoció la grandeza de Galileo, y lamentó profundamente los errores de los miembros de aquel tribunal. Aunque, siendo objetivos, hay que decir que en torno a estos sufrimientos se ha creado un gran mito.
Según una amplia encuesta realizada en 2009 por el Consejo de Europa con motivo del cuarto centenario de la construcción del telescopio, entre estudiantes de ciencias de todo el continente, casi el 30 % tenían el convencimiento de que Galileo fue quemado vivo en la hoguera por la Iglesia; y el 97 % estaban seguros de que fue sometido a torturas.
Durante tres siglos, pintores, escritores y científicos han descrito con todo lujo de detalles las mazmorras y torturas sufridas por Galileo a causa de la cerrazón de la Iglesia. Y en todo eso no hay nada de verdad.
—Pues efectivamente hay infinidad de personas convencidas de que Galileo fue encarcelado y torturado por la Inquisición medieval, murió quemado en la hoguera, y todo ello por haber dicho que la tierra era redonda.
Es indudable que Galileo sufrió mucho, pero la verdad histórica es que fue condenado solo a “formalem carcerem”, es decir, a una especie de reclusión domiciliaria. No pasó ni un día en la cárcel, ni sufrió torturas, ni hubo mazmorras, ni hoguera. Y la inquisición no fue precisamente la medieval, sino que todo sucedió en el siglo XVII, y por entonces hacía más de un siglo que Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano habían dado la vuelta al mundo, en 1522, y en esa época a nadie se le ocurría sostener que la tierra no era redonda.
También es incuestionable que varios jueces se negaron a suscribir aquella triste sentencia, y que el Papa tampoco la firmó. Galileo pudo seguir trabajando en su ciencia, siguió recibiendo visitas y publicando sus obras, hasta que murió pacíficamente nueve años después en su domicilio, en Arcetri, cerca de Florencia, como ya hemos dicho. Viviani, que le acompañó durante su enfermedad, testimonia que murió con firmeza filosófica y cristiana, a los 77 años de edad, en su cama, con indulgencia plenaria y la bendición del Papa. Se puede decir que Galileo vivió y murió como un buen creyente.
—De todas formas, reconocer ahora ese error significa que el Magisterio de la Iglesia puede equivocarse…
Ya hemos dicho que las resoluciones judiciales de un tribunal de esas características no comprometen el Magisterio de la Iglesia. Juan Pablo II, al término de los trabajos de la citada comisión, recordó la famosa frase del Cardenal Baronio: “La intención del Espíritu Santo fue enseñarnos cómo se va al cielo, no cómo está estructurado el cielo”. La asistencia divina a la Iglesia no se extiende a los problemas de orden científico-positivo.
La infeliz condena de Galileo está ahí para recordárnoslo. Este es su aspecto providencial. Es cierto que se ha tardado quizá demasiado tiempo en abordar a fondo este asunto. Por eso la Iglesia ha deplorado en diversas ocasiones ciertas actitudes que a veces no han faltado entre los mismos cristianos, que no han entendido suficientemente la legítima autonomía de la ciencia. De todos modos, hay que recordar que Galileo Galilei, como científico y como persona, ya estaba rehabilitado desde hacía mucho tiempo. De hecho, cuando en 1741 se alcanzó la prueba óptica del giro de la Tierra alrededor del Sol, Benedicto XIV mandó que el Santo Oficio concediera el “imprimatur” a la primera edición de las obras completas de Galileo. Y en 1822 hubo una reforma de la sentencia errónea de 1633, por decisión de Pío VII.
Diálogo entre ciencia y fe
Ante estas u otras leyendas negras, en las que la verdad histórica ha quedado empañada y deformada, es preciso reaccionar, en nombre de aquella verdad y aquel respeto que hoy invocamos para todos.
Las perspectivas del diálogo entre ciencia y fe son ahora más prometedoras, partiendo de la esperanza que da la clarificación de este triste caso. Juan Pablo II explicaba en 1991 que «la escritura de la historia se ve obstaculizada a veces por presiones ideológicas, políticas o económicas; en consecuencia, la verdad se ofusca y la misma historia termina por encontrarse prisionera de los poderosos. El estudio científico genuino es nuestra mejor defensa contra las presiones de ese tipo y contra las distorsiones que pueden engendrar».
Parece que el mito de la incompatibilidad entre la ciencia y fe empieza ya a declinar. Por otra parte, también la Iglesia se interroga ahora más que nunca sobre los fundamentos de su fe, sobre cómo dar razón de su esperanza al mundo de hoy. La ciencia es cada vez más consciente de sus propios límites y de su necesidad de fundamentación. Por eso, ciencia y fe están llamadas a una seria reflexión, a tender puentes sólidos que garanticen la escucha y el enriquecimiento mutuos, pues no puede olvidarse que la ciencia moderna se ha desarrollado precisamente en el Occidente cristiano y con el aliento de la Iglesia. La fe ha constituido a lo largo de la historia una fuerza propulsora de la ciencia.
Alfonso Aguiló