- Necesitas reflexionar
- No tengo tiempo
- Preparación personal
- Una cabeza bien amueblada
- Cultura
- Afán de aprender
Necesitas reflexionar Cuando una persona se encuentra agobiada por el peso de una preocupación, solemos decirle que necesita distraerse. Y le recomendamos que salga un poco de todo ese entramado de tensiones que le oprimen, y busque fuera de él un horizonte más luminoso y recomponedor. Y efectivamente, lo normal es que ese periodo de descanso en un ambiente gratificante produzca el cambio deseado.
Pero también se puede dar el caso de que lo que una persona necesite no sea distraerse sino reflexionar: volverse sobre sí misma para hacer de su vida objeto de sereno estudio, y encontrar así conclusiones válidas para eliminar errores y vivir con más acierto.
Reflexionar con sosiego puede tener resultados muy beneficiosos para quien esté convencido de su necesidad. Lo malo es que muchas veces es precisamente esto lo más difícil, convencernos de que necesitamos reflexionar. Porque no suele costarnos comprender que necesitamos distraernos, pero cuando la necesidad es de reflexión, nos cuesta más caer en la cuenta, no se sabe bien por qué.
Quizá se deba, en bastantes ocasiones, a que la reflexión va intrínsecamente unida a la conducta diaria, y quizá advertimos que hemos de cambiar algo en nuestra vida, y nos cuesta hacerlo, y rehuimos pensar en ello. Si esto nos sucede —continúo glosando ideas de Miguel Angel Martí—, debemos alertarnos. Cuando la vida va más aprisa que nuestro pensamiento y nos encontramos actuando sin habernos dado tiempo a hacer una elección razonada, precisamente entonces resulta urgente decirnos, o que alguien nos diga: «necesitas reflexionar». Porque de no hacerlo, nuestras reflexiones (cuando las haya) serán siempre a posteriori, a hechos consumados. Y la reflexión —que es el ejercicio de la razón aplicada a nuestra propia vida— debe estar al inicio de nuestro actuar, para así elegir lo mejor.
La huida hacia adelante —que suele justificarse luego con complicadas razones que intentan disculpar los comportamientos erróneos— es una grave equivocación, de la que siempre sale perjudicado quien la toma como norma de conducta. Esta fuga hacia adelante deja de lado a la razón, que queda obligada a aparecer sólo al final, como una pobre esclava que es reclamada en última instancia para intentar justificar una elección que comprendemos que fue errónea.
El hombre no puede prescindir de la razón. Y si en lugar de darle una misión de alumbrar la verdad y el bien, la convierte en una simple justificadora de conductas, cuya máxima norma suele ser «está bien porque lo he hecho yo (y todo lo que yo hago, para mí está bien)», entonces se produce una perversión del uso de la razón, y la que debía ser antorcha de la verdad, pasa a ser una simple venda que tapa las heridas de una conducta irreflexiva.
La reflexión no es una actividad exclusiva de los filósofos. A lo largo de su vida, el hombre sensato se pregunta con frecuencia por su propia identidad, se hace cuestión de sí mismo, se interesa por él, no sólo por su actividad, se vuelve a su mundo interior en busca de respuestas. Y caemos entonces en la cuenta de que nos equivocamos, y descubrimos la importancia de la verdad, experimentamos como angustiosa la duda y deseamos salir de ella, surge en nosotros la incertidumbre, a veces también el desconcierto. Y se nos hace necesario pensar, poner orden, relacionar datos, examinar experiencias pasadas, ver posibles consecuencias en caso de optar por una solución determinada.
Y luego podemos preguntar, y pedir consejo, pero al final nuestra vida debe ser fruto de nuestras decisiones personales, todo lo contrastadas que se quieran, pero la última palabra la debemos dar nosotros. Y esa última palabra debe ser pensada con la seriedad que se merece.
No tengo tiempo Un hombre trabaja serrando árboles en un bosque. Pone mucho empeño y, sin embargo, está angustiado por el bajo rendimiento que obtiene de su prolongado esfuerzo. Cada día le lleva más tiempo acabar su tarea, de modo que le sorprende la noche cuando aún le quedan bastantes troncos por serrar.
En su afán por trabajar cada día más, no se da cuenta de que esa lentitud se debe a que tiene muy gastado el filo de la sierra. Un buen día se le acerca un compañero y le pregunta: —Oye, ¿cuánto tiempo llevas con este árbol? —Más de dos horas.
—Es raro que lleves tanto tiempo si trabajas a ese ritmo…, ¿por qué no descansas un momento y afilas la sierra? —No puedo parar, llevo mucho retraso.
—Pero luego irás más deprisa y pronto recuperarás los pocos minutos que supone afilar la sierra.
—Lo siento, pero tengo mucho trabajo pendiente y no puedo perder ni un minuto.
Y así concluyó aquella conversación.
Algo muy parecido a este diálogo se repite con frecuencia en el interior de muchas personas preocupadas por problemas que afectan seriamente a sus vidas. Se plantean que quizá deben mejorar su preparación profesional, que deben aumentar su cultura, que tienen que formarse, que necesitan una renovación personal que les saque de su fatigosa y rutinaria monotonía…; pero al final concluyen que no tienen tiempo, que tienen tanto trabajo que no pueden perder ni un minuto en teorías.
Es cierto que en muchos casos la formación que a uno le ofrecen o le han ofrecido parece muy teórica y que no resuelve los problemas que tiene la gente. La solución entonces es procurarse una formación que no sea tan teórica y se adapte a las propias necesidades, pero no renunciar a la formación.
El riesgo de caer en agotadoras disquisiciones teóricas no debe hacernos desdeñar la buena y sana teoría de las cosas. Es preciso encontrar un equilibrio, porque muchas veces, cuando alguien dice que la teoría no le interesa, que ya se la sabe, lo que probablemente le suceda es que esté confundiendo la teoría con una vaga y soporífera verborrea, puesto que no hay nada más práctico que una buena teoría. Y a bastantes que aseguran no querer ni oír hablar de teorías lo que quizá les falle es precisamente la teoría (en el buen sentido del término). O, visto de otra manera, lo que les pierde es una teoría de segundo grado: lo que les pierde es la teoría del desprecio por la teoría.
Atender con esmero a la propia formación es decisivo para la mejora del carácter y, en general, para alcanzar una vida lograda. El problema es que casi todas las actividades encaminadas a mejorar nuestra formación son de esas actividades importantes pero no urgentes que, por no apremiarnos en el día a día, muchas personas suelen dejarlas para un hipotético momento futuro que luego nunca llega.
Preparación personal Si consideramos los diversos ámbitos de la propia preparación personal, podríamos hablar en primer lugar de un nivel referido a lo estrictamente corporal: atender al cuidado de la salud, llevar una alimentación sana y equilibrada, hacer el necesario ejercicio físico, etc.
Estas exigencias pueden resultar bastante costosas para algunas personas. Y si uno no está acostumbrado a ellas, al comenzar a tomarlas más en serio, es fácil que el cuerpo proteste contra el cambio, y quiera seguir en su cómoda cuesta abajo de la vida: comer y beber lo que nos venga en gana, desdeñar el ejercicio físico, ser negligentes en el cuidado de la salud, etc. Se necesita un tiempo para acostumbrar al cuerpo a esa disciplina, pero a medida que se logra, uno se encuentra con más energía y mejor humor, las actividades normales van resultando menos costosas y aumenta la capacidad para hacer cosas más exigentes.
Si pasamos a analizar otro nivel más alto de nuestra preparación personal, referido por ejemplo a nuestras capacidades intelectuales, es probable que advirtamos que nuestras circunstancias de vida quizá no nos empujan a usar mucho de ellas. Depende mucho del tipo de ocupaciones que cada uno tenga, pero es algo que sucede con frecuencia a quien ha dejado ya la disciplina exterior de sus obligaciones de estudiante, y su trabajo tampoco le obliga a ejercer con exigencia su capacidad de leer, o de pensar analíticamente, o de expresarse por escrito con un mínimo de riqueza y corrección.
Es verdad que si el trabajo no nos lo exige, luego, en el poco tiempo libre que uno tiene, tampoco está uno para demasiadas florituras intelectuales. Y es verdad que tampoco se trata de caer en un obsesivo afán de ejercer las capacidades mentales, de la misma manera que hacer periódicamente un poco de ejercicio físico no es pasarse las tardes en un gimnasio dedicado al culturismo. Pero si nos detenemos a pensar en cómo empleamos nuestro tiempo libre, quizá advirtamos que pasamos bastante tiempo con distracciones demasiado pasivas y que nos aportan muy poco, y que podríamos dedicarnos más a otras que nos aportarían más, y que también descansan más.
Un ejemplo típico es la televisión. Ser capaz de autorregularse en su uso con sensatez y equilibrio es un hábito que puede tener unas importantes consecuencias para el futuro de una persona. Me refiero a que un consumo excesivo e indiscriminado de televisión supone perder la ocasión de hacer muchas cosas en la vida. Basta pensar que si una persona dedica tres horas diarias a ver televisión —y aún estaría por debajo de la media del mundo occidental—, ese tiempo supone casi la quinta parte del que se pasa cada día levantado de la cama. O sea, que es como dedicar quince años de la vida a ver la televisión quince horas diarias. Y en ese tiempo realmente se pueden hacer realmente muchas cosas.
Es cierto que viendo la televisión también se pueden aprender cosas. Hay programas que efectivamente tienen una alta calidad, bien por su contenido formativo o informativo, o incluso de entretenimiento y de descanso, y es verdad que pueden enriquecernos y ayudarnos mucho. Pero también es cierto que muchos otros sencillamente nos hacen perder el tiempo (y eso sin contar con los que puedan influirnos negativamente, que también los hay).
Además, si resulta que vemos la televisión a granel, sin que medie una selección y búsqueda de los espacios que de verdad nos interesan, tragándonos todo, de un canal a otro, todas las tardes, todas las noches, lo que haya… eso habría que calificarlo de adicción, y sus efectos no pueden ser positivos. La televisión es un buen siervo pero un mal amo, y no debemos dejar que su uso nos domine, sino ser capaces de emplearla con moderación y sensatez. Insisto en esto porque es la ocupación —quitando el trabajo y el sueño— a la que dedica más tiempo cada día el ciudadano occidental de tipo medio. Y parece claro que de ahí es de dónde en mayor cantidad de tiempo puede sacar para su preparación personal en todos los ámbitos.
Una cabeza bien amueblada Con el saber, entendido como un serio compromiso de búsqueda de la verdad, vienen siempre al hombre grandes bienes.
La ignorancia, por el contrario, está casi siempre en el origen de los comportamientos autoritarios, de los conflictos absurdos, de las descalificaciones necias, de los insultos y las agresiones. Sobre todo cuando se trata de una ignorancia no reconocida, ya que, como señaló Sócrates, “lo peor del ignorante no es que no sepa, sino que no sepa que no sabe”.
La ignorancia es siempre simplificadora, drástica en sus afirmaciones, muy amiga de trivializar, poco aficionada a matices o aclaraciones. Por eso, ganar terreno a la ignorancia mejorando la formación es uno de los grandes retos para la vida de cualquier sociedad, de cualquier institución, de cualquier familia, de cualquier persona.
Como ha señalado el profesor Ibáñez-Martín, una buena formación exige en primer lugar un conjunto de conocimientos que permita mejorar cualitativamente nuestra existencia. No se trata de almacenar datos, no es un simple enciclopedismo, sino lograr un conjunto de saberes bien estructurado: unos amplios conocimientos de la propia especialidad profesional, junto a un deseo universal de tener un mínimo de iniciación a otros saberes.
En segundo lugar, es preciso buscar la formación del juicio: de ese juicio que en ciencia significa espíritu crítico y método, que en arte se llama gusto, y que en la vida práctica se traduce en discernimiento y lucidez.
Junto a esa formación en los conocimientos y en el juicio, es preciso añadir, en tercer lugar, el ejercicio de las virtudes individuales y sociales, así como el cultivo de otras dimensiones humanas, porque bien sabemos que para vivir con acierto no basta con el conocimiento, pues los hombres de bien no se identifican simplemente con los que saben ética, ya que luego hay que poner en práctica lo que se sabe.
La formación debe llevar al hombre a profundizar en su conocimiento y en su identificación con la naturaleza que le es propia. Así tendrá una mejor visión de lo que es oportuno para sí mismo y para la sociedad, y un estímulo para dar lo mejor de sí mismo.
La formación debe despertar en lo más profundo del corazón del hombre una atracción hacia los valores. Debe descubrir la vida como un proyecto que parte de una plataforma que no hemos escogido, pero que discurrirá por los cauces que nos marquemos, puesto que, como afirmaba Ortega, la vida nos ha sido dada, pero no nos ha sido dada hecha.
La formación ha de tener influencia sobre nuestra vida práctica. Ha de llevar a profundizar en esa —por llamarla de alguna manera— filosofía básica que interesa a todos porque todos ansiamos encontrar respuesta a los últimos interrogantes de la existencia del hombre, que se pregunta con frecuencia por el sentido de su vida y de su libertad. Una formación que permita al hombre resolver las dificultades de la vida ordinaria y comprender las líneas generales de los principales problemas de su tiempo.
Cultura La vida de un hombre sin cultura es como una llanura desértica. La cultura nos facilita interpretar en clave de verdad la realidad del mundo que nos rodea. Con la cultura podemos despejar un poco de ese misterio que somos cada hombre. La cultura enriquece al hombre, le lleva a profundizar en sus raíces y en su historia. La cultura nos pone sobre la pista de nuestro pasado, nos hace valorar lo que ha sido nuestra andadura sobre la tierra —la nuestra personal y la de toda la historia del hombre—, y nos empuja —si es verdadera cultura— hacia la verdad y, por ella, hacia la libertad.
Pero la cultura de un hombre no se improvisa. Para llegar a tener un pensamiento profundo, unas valoraciones acertadas, unos principios claros, unas referencias ricas, es preciso dedicar a ello mucho tiempo y esfuerzo.
Ser culto, además, no es simplemente saber muchas cosas, sino, más bien, tener una explicación coherente, y en clave de verdad, de lo que es el hombre y el mundo que le rodea. Lo importante no es tener muchos conocimientos, sino que esos conocimientos den una respuesta acertada a los problemas nuestros y de quienes nos rodean. Porque, de lo contrario, ¿de qué nos sirve tener muchos conocimientos, si luego resultan fragmentarios y contradictorios, si desconozco por completo la verdad que pueda haber en ellos? No puede olvidarse que, sin un criterio de verdad, la multiplicidad de conocimientos adquiridos desembocará en una erudición simple y ramplona, pero no en una verdadera cultura.
Para ser culto, para ir avanzando en esa lucha por cultivarse cada día un poco más, el hombre ha de tener un proyecto personal mínimamente definido. Cada uno ha de buscar una síntesis personal de sus intereses y necesidades en este sentido, y contribuirá así a forjar conscientemente su propia personalidad y su actitud ante la vida, y a esforzarse por superar la seductora mediocridad de esas subculturas —superficiales, anónimas, masificadas— que a veces parece que se nos quieren imponer, con una sutil y terca persistencia, y contra las que es preciso oponer una auténtica búsqueda de la cultura, de una cultura que realmente nos sirva para aprehender la realidad, vivir en ella y saber a qué atenernos.
La verdadera cultura ha de servir para interpretar correctamente la vida, para hacerla más humana, para descubrir sus posibilidades más genuinas y apuntar a sus más auténticas aspiraciones. El hombre no se agota en su biología, sino que tiene un mundo interior: puede ser sabio o ignorante, cultivado o tosco, lleno de luces o cubierto de sombras, ordenado o caótico, coherente o ilógico, puede buscar la verdad o sobrevivir como puede en el sórdido mundo del error, la ignorancia o la mentira.
Se trata de cultivar el propio mundo interior, sabiendo además que ese mundo siempre tiene luego su consiguiente reflejo en el exterior de cada persona. Y no sólo el carácter, sino hasta lo más aparentemente inmotivado del porte externo, como la mirada, los gestos, el rostro, el mismo tono de la voz, todo eso, es matizado, vivificado y mediatizado por el propio talante personal, por la propia forma de ser, que nace de lo más profundo del hombre y donde al hombre se le presenta la apasionante oportunidad de cultivarse, de proyectarse, de hacerse a sí mismo.
Un buen camino para mejorar el propio carácter es enriquecer el propio mundo interior. Así, lo que de ese mundo interior salga luego al exterior se parecerá lo más posible a lo que uno anda buscando.
Afán de aprender Como ha escrito José Antonio Marina, nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Aunque sigamos con atención su mirada, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Coincidimos con él en el nivel básico, por supuesto. Ambos podemos estar viendo aparentemente lo mismo, pero ignoramos el nivel donde está instalada la percepción del otro. Un mismo campo no es el mismo, por ejemplo, para la mirada de un pintor y para la de una persona que va de caza. Cada uno recibe percepciones distintas. No es sólo que vean las mismas cosas y luego las interpreten de modo diferente, sino que la percepción de cada uno es filtrada por el valor y el significado que eso tiene para él. Un ejemplo claro es el lenguaje escrito: nos cuesta mucho mirar un texto sin leerlo; si entendemos esa lengua, no vemos unos extraños garabatos, sino que la mirada inteligente se resiste a detenerse en esos signos, y va más allá: no ve, sino que lee, recibe inevitablemente una percepción elaborada, y su atención se desplaza según el significado de lo que va viendo.
Los hombres, en la vida diaria, sometemos a la realidad a un interrogatorio continuo, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá el interés de sus respuestas y nuestras posibilidades de enriquecernos con ellas.
Al hombre con afán de aprender le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. El niño repite una y otra vez las mismas preguntas: ¿qué es esto?, ¿por qué es como es?, ¿qué hace?, ¿por qué hace lo que hace?, etc., pero no siempre le valen las mismas respuestas. Según unos estudios de Branderburg y Boyd, los niños entre cuatro y ocho años formulan en un diálogo normal un promedio de 33 preguntas por hora (sin duda un buen estímulo para la inteligencia familiar, y a veces casi una tortura). Además, una misma pregunta no significará lo mismo en los diversos momentos de su vida. Hay una etapa en que la pregunta ¿qué es esto? queda contestada con el nombre de la cosa. Más adelante, sin embargo, habrá que dar más explicaciones, porque el niño espera más, necesita más, y volverá a hacer las mismas preguntas, pero entonces el interrogante que ha de ser satisfecho por la respuesta será mucho más profundo.
A través de su observación, su reflexión y sus preguntas, el hombre aprende desde muy niño a mirar y entender el mundo que le rodea. Es sorprendente, por ejemplo, la habilidad con la que ya un bebé de dos meses sigue la mirada de su madre para ver lo que ella ve. Hay un claro interés, desde los primeros meses de vida, por aprender, por preguntar, por apropiarse del mundo de los otros.
Quizá por eso uno de los más eficaces empeños educativos es enseñar a preguntar, enseñar a formular posibilidades de llenar esos huecos que la naturaleza abre en el interior de las personas y que reclaman ser colmados. La insensibilidad, la incapacidad de relacionarse con lo que es un poco profundo, es una de las más amargas fuentes de infelicidad, porque niega a las personas todo asomo de verdadera singularidad, porque dilapida toda una fortuna de posibilidades que se nos presentan de continuo a cada uno. Las personas insensibles afirman que todo eso les da igual, que están bien como están, pero cuando un día despierten y lo comprendan, y vean lo que han perdido, se lamentarán con verdadero pesar.
Sería una pena que el transcurso de los años acabara con ese natural y espontáneo deseo infantil de aprender. Todo hombre debiera esforzarse en mantener de por vida ese noble y fecundo deseo de enriquecerse con las aportaciones de los demás. Un deseo que nos lleva a no conformarnos con explicaciones que hace un tiempo quizá sí nos parecían suficientes. Un deseo que nos impide perder la capacidad de maravillarnos, que nos aleja del peligro de volvernos conformistas e insensibles. Un deseo que nos impulsa a profundizar en las cosas, que exige mejorar nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de discernimiento. A lo mejor pensamos que esa capacidad apenas puede crecer ya en nosotros, pero quizá no sea así. Podemos aprender a discernir mejor. Podemos enriquecer nuestros esquemas perceptivos. Podemos ganar en sensibilidad. Debemos.