La enseñanza concertada, en sus casi cuatro décadas de existencia en España, ha demostrado unos resultados extraordinarios en equidad y en eficiencia. Sus resultados académicos globales son buenos, y la demanda por parte de las familias es alta. Su principal problema es que está insuficientemente financiada y eso crea unos problemas importantes que conviene resolver.
Todo el mundo reconoce que los módulos económicos del concierto son insuficientes, y que esas escuelas necesitan de unas cuotas o aportaciones para contribuir a sufragar los gastos generales. A estas alturas, todo el mundo sabe que esas cuotas son voluntarias, y que la parte del servicio educativo cubierta por el concierto es gratuita. Y creo que todo el mundo entiende que esa falta de financiación pública debería resolverse, para ser coherentes, antes de hacer tantas proclamas contra las aportaciones voluntarias, que son imprescindibles para que esos centros puedan salir adelante.
Todo esto debe llevarse con equilibrio, poniendo remedio a los abusos que puedan producirse, si realmente se producen. Pero si las administraciones educativas se exceden en su celo contra esas cuotas, el resultado sería una igualación a la baja en el servicio educativo prestado, pues los centros atenderían mal a los alumnos o dejarían de ofrecer actividades o servicios complementarios que con frecuencia resultan muy oportunos. Si la financiación es finalista y es escasa ─que lo es─, y además se dificulta que se haga cualquier mejora añadida, es obvio que eso obstaculiza su funcionamiento. Por el otro extremo, si hubiera un exceso de tolerancia en cuanto a esos cobros, hasta el punto de ser casi obligatorios, se resentiría la igualdad de oportunidades a la hora de elegir centro, pues algunos centros podrían en la práctica quedarse solo con las familias que tienen más recursos.
Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021