Debate y tensiones entre libertad e igualdad

En todos los debates acerca de estos temas, se observa una interesante dualidad entre libertad e igualdad. La demanda de libertad ha tenido una mayor presencia cuando la conciencia social ha percibido una invasión excesiva de los poderes públicos en la vida de los ciudadanos. La demanda de equidad (o de igualdad) se ha desarrollado más cuando la conciencia social ha percibido que la libertad se convertía en un instrumento por el que las personas en situación de ventaja (social, económica, política, cultural, etc.) se aprovechaban de su posición dominante para perpetuar su estatus de privilegio e impedir el ascenso social de los demás.

Libertad e igualdad se presentan como dos caras de la misma moneda. Los poderes públicos deben establecer políticas públicas que favorezcan que las personas en situación desfavorecida puedan tener un acceso en régimen de equidad a toda una serie de derechos que se consideran básicos y que buscan disminuir las brechas sociales. De ese modo, la igualdad permite un mejor ejercicio de la libertad para quienes parten de una situación de desventaja.

Por eso, muchas veces se dice que, al hablar de libertad de enseñanza, parece que se abre un debate entre dos polos opuestos. Unos, «más conservadores», con una posición habitualmente más desahogada, que insisten en la libertad. Y otros, «más progresistas», en una posición habitualmente desfavorecida, que insisten en la igualdad. La percepción de muchos es que aquellos que hablan desde una posición de ventaja, insisten más en la libertad, quizá como un modo de asegurarse su posición, que lograrán mantener si se impone una dinámica más liberal, puesto que ellos están en una posición de dominio. Mientras, los que están en una posición más vulnerable, por poseer menos medios económicos, menor capital cultural, o menor fuerza para acceder a la educación de calidad, insisten más en la igualdad, puesto que si el marco que establecen los poderes públicos pone más el acento en la igualdad, ellos tendrán más oportunidades.

El debate no es sencillo ni obvio. Bajo muchos aspectos, en mi opinión, esa percepción tiene bastante fundamento. No soy nada partidario de sacralizar las leyes del mercado, ni de considerar que la simple libre concurrencia lo mejora todo. Precisamente, la obligación de los poderes públicos es establecer marcos normativos que faciliten, dentro de ellos, que las leyes del mercado fomenten realmente la igualdad de oportunidades y preserven la pluralidad, pero que no reduzcan el libre mercado a un contemplar impasiblemente cómo el fuerte se impone «libremente» sobre el débil. En una sociedad verdaderamente humana, el imperio de la ley y de los valores sociales debe sustituir al imperio de la fuerza, propio del reino animal.

En ese sentido, me posiciono como un convencido de la necesidad de promover la igualdad de oportunidades en la educación, en vez de insistir demasiado en la libertad, para evitar así que debate actual quede viciado por los motivos antes expuestos.

Y en ese sentido podemos decir que la educación no puede reducirse a un bien o un servicio más, sometido como otros a las simples o complejas leyes del mercado. La escolarización universal, por ejemplo, nunca habría sido obra espontánea del mercado. Es verdad que la exaltación de lo público puede llevarnos al Estado totalitario, pero de igual manera la privatización de lo público puede dejar al individuo a merced de otros poderes, tan fuertes o implacables como el mismo Estado.

El debate sobre la igualdad ha desarrollado muy diversas políticas públicas que buscan disminuir las desigualdades sociales y lograr una mayor equidad, y se ha centrado en tres principales frentes.

• Igualdad en los recursos. Se concreta en políticas de becas y ayudas destinadas a compensar la desigualdad de recursos o circunstancias de los alumnos o familias. El principal debate es si el acceso a esas ayudas es para «los ciudadanos pobres muy listos» (es decir, para los alumnos desfavorecidos que acreditan buenas capacidades intelectuales) o debe ser para todos (que, por fortuna, es lo que se está imponiendo).

• Igualdad en los resultados básicos. Es lo que llevó a implantar la educación básica obligatoria, para luchar contra la persistencia de las desigualdades, y que poco a poco ha ido ampliando su duración hasta llegar de modo general hasta los 16 años (en algunos países hasta los 18).

• Igualdad de oportunidades. Responde al esfuerzo social para dar oportunidad de disminuir desigualdades no atribuibles a diferencia de capacidades. Este principio ha dado lugar a numerosas y diversas políticas públicas con las que se buscan mejores resultados globales en equidad.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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