Un hombre nunca debe avergonzarse
por reconocer que se equivocó,
que es tanto como decir
que hoy es más sabio de lo que fue ayer.
Jonathan Swift
Un acto de coraje y humildad
Hoy es corriente, por fortuna, que instituciones y Estados pidan públicamente perdón por agravios cometidos por sus antecesores. También la Iglesia, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, se ha mostrado dispuesta a realizar esa tarea de revisión histórica de los errores e incoherencias de los católicos a lo largo de los siglos.
La Iglesia, al exponer las verdades del depósito de la fe que tiene confiado, goza de una infalibilidad otorgada por el mismo Jesucristo. Esa infalibilidad, según la doctrina católica, se extiende a las declaraciones del magisterio solemne, al magisterio ordinario y universal, y a lo propuesto de modo definitivo sobre la doctrina de la fe y las costumbres. Sin embargo, en las actuaciones personales de los católicos, ha habido y habrá siempre errores, más o menos graves, como sucede en todos los seres humanos. La Iglesia asume con una viva conciencia esos pecados de sus hijos, recordando con dolor todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, los católicos se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.
Por eso la Iglesia anima a sus hijos a la purificación y el arrepentimiento de todos los errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Hacerlo ha supuesto un acto de coraje, y también una manifestación de humildad, y por tanto, una mayor aproximación a Dios. La Iglesia, al revisar su historia y suscitar el arrepentimiento por los eventuales errores y deficiencias de cuantos han llevado y llevan el nombre de cristianos a lo largo de la historia, da ejemplo de lo que predica constantemente.
Por el vínculo que en la Iglesia une a todos los fieles, los cristianos de hoy llevamos de alguna manera el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido, aun no teniendo responsabilidad personal en esos errores. Y, en ese sentido, la Iglesia pide ahora perdón por esas culpas. La Iglesia abraza a sus hijos del pasado y del presente en una comunión real y profunda, y asume sobre sí el peso de las culpas también pasadas, para purificar la memoria y vivir la renovación del corazón y de la vida según la voluntad del Evangelio.
Sin pedir nada a cambio
La Iglesia pide perdón y, a su vez, ofrece su perdón a cuantos la han ofendido (cuestión bastante significativa si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la historia). Pero la Iglesia no exige la petición de perdón ajena como premisa de la propia. No pide nada a cambio.
Pedir perdón de las culpas del pasado es un signo de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, que refuerza su credibilidad y ayudará a modificar esa falsa imagen de oscurantismo e intolerancia con que, por ignorancia o por mala fe, algunos se complacen en identificarla. Esclarecer la verdad será siempre una liberación.
Dilucidar la verdad histórica
La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos, y a través de ese caminar por la historia, no puede evitar que el grano bueno esté mezclado con la cizaña, que la santidad se establezca junto a la infidelidad y el pecado.
Clarificar la verdad hará que la luz destaque más sobre las sombras, porque, junto a sus fallos, destacarán sus grandes méritos. No puede olvidarse que es la Iglesia quien inició los hospitales, los hospicios, las escuelas, las universidades; que millones de cristianos, en todo el mundo, se han dedicado a una tarea misionera que era también una tarea de asistencia, de caridad, muchas veces heroica hasta el martirio. Hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo, como una culpabilización indebida, propia de cristianos acomplejados.
La Iglesia no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia. Está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se hayan verificado. Pero desconfía de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía en la investigación paciente y honesta sobre el pasado, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico.
Su petición de perdón no es ostentación de humildad ficticia, ni retractación de su historia, ciertamente rica en méritos en el terreno de la caridad, de la cultura, de la santidad. Responde más bien a una irrenunciable exigencia de verdad, que, junto a los aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de las sucesivas generaciones de cristianos.
El hecho de que, por ejemplo, algunas veces a lo largo de la historia la verdad se haya alzado con aires o con hechos de intolerancia, e incluso que en su error haya llegado a llevar hombres a la hoguera, no es culpa de la verdad, sino de quienes en su momento no supieron entenderla. Todo, hasta lo más grande, puede degradarse. Es cierto que el amor puede hacer que un insensato cometa un crimen que considera hecho por amor, pero no por eso hay que abominar del amor, ni de la verdad, que nunca dejarán de ser las raíces que sostienen la vida humana.
Alfonso Aguiló