El ejemplo noble
hace fáciles
los hechos más difíciles.
Goethe La importancia del ejemplo Si es doloroso ver cómo se pierde un chico por una mala compañía, quizá lo sea aún más ver cómo se deteriora –de forma lenta y sutil, pero igualmente destructora– cuando sus padres no pueden servirle de guía por carecer de virtudes, puesto que nadie da lo que no tiene.
Nada es más triste que un padre o una madre que, cuando pretende enseñar, tiene que decir que no se fijen en la vida de quien habla.
El niño tiende enormemente a la imitación, también en esta edad. Imita la forma de hablar de su padre, la forma de escribir del profesor en la pizarra, el modo de vestirse de un compañero, las reacciones de su hermano mayor ante algo que le ha contrariado, los gestos y expresiones de un cantante famoso en la televisión…, todo.
Atribuirá a las cosas el valor y la importancia que les den las personas a quienes más aprecia, que son el modelo en que se mira: normalmente, su familia. Es cierto que sobre el chico recaen también otras muy poderosas influencias, pero los padres cuentan desde el principio con un gran prestigio y un mayor ascendiente, porque son el modelo natural más cercano y querido que tienen.
Algunos padres deberían fiar más en el ejemplo, y menos en sus palabras, en esos manidos discursos sobre cómo se hacían las cosas “cuando yo tenía tu edad”. Son las dichosas experiencias de los padres sabelotodos que tanto cansan a los chicos. Padres que hablan demasiado, que agotan a sus hijos con reflexiones trasnochadas, pero que difícilmente pueden mostrar un ejemplo de su vida actual que arrastre a nadie. La educación no entra a voces en las personas, sino –como la semilla– sin hacer ruido al caer en tierra.
Todas estas páginas tienen como telón de fondo la decisiva importancia de la influencia del ejemplo, que es uno de los medios más poderosos con que cuentan los padres. Si supieran mucha ciencia de la educación, o mucha pedagogía, pero no participaran personalmente de aquello que quieren transmitir, será realmente difícil que tengan éxito.
Cuando se trata de formar, lo que vale es lo que somos, y lo que nos esforzamos en ser, más que lo que decimos.
Importa mucho dar ejemplo también de esforzarse por mejorar.
Pero… ¿basta con el ejemplo? El caso de Oscar —Con lo que dices, parece que el ejemplo lo es todo, y ya no hace falta hacer más.
El ejemplo no lo es todo. Es de gran importancia, pero no basta con el ejemplo sólo. Recuerdo una anécdota que viene muy al caso.
Oscar era un chico de doce años, inteligente y buen muchacho, a quien tuve oportunidad de tratar más de cerca en un campamento, durante las vacaciones escolares. En este régimen de vida queda muy de manifiesto la forma de ser de cada uno, y Oscar enseguida se reveló como personaje caprichoso, que se enfadaba continuamente en el deporte y en los juegos, no quería ayudar a recoger las mesas, resultaba bastante antipático a sus compañeros, se las arreglaba para hacer siempre lo menos posible…; en fin, un desastre.
En contra de lo que pudiera pensarse, sus padres eran excelentes personas. Un auténtico contraejemplo de la premisa básica que acabamos de enunciar sobre el valor ejemplar de la figura de los padres.
Hablé con ellos. Me decían: “Mira, Oscar es un chico excelente, con muy buenos sentimientos, está lleno de valores positivos por dentro. Por el corazón te lo ganas siempre que quieras…”.
La glosa sobre su carácter era quizá algo optimista para lo que yo había podido ver, pero no quise interrumpirles. Sus palabras discurrían en un tono sorprendentemente alabador.
Al hablarles, con enorme delicadeza, de lo que en el campamento se había visto, se mostraron contrariados y apenas admitían que tuviera ninguno de esos defectos que tan patentes resultaban. La defensa que hacían de sus supuestas virtudes era demasiado vehemente. Ver lo positivo de un hijo es algo natural, y bueno, pero se trataba de encontrar el modo de ayudarle, y estaban poco abiertos a admitir nada distinto de lo que ellos pensaban.
Al final bajamos al detalle de cómo actuaba en casa. Fueron saliendo cuestiones concretas muy reveladoras. Por ejemplo:
- Habitualmente era papá quien ponía la mesa mientras Oscar veía la televisión.
- Era mamá quien dejaba la plancha para acercarse a abrir la puerta porque el chico estaba muy atareado con sus juegos en el ordenador.
- Suspendía habitualmente varias asignaturas, pero achacaban esos resultados a injusticias de los profesores y a la mala suerte.
- Comía a su capricho, y con pocas excepciones.
- Cuando llegaba a casa dejaba todo tirado. Para recogerlo estaba la atenta solicitud materna.
- Ellos casi siempre cedían sin apenas resistencia.
- Tanto papá como mamá le hacían frecuentes consideraciones sobre su reprobable actitud, pero –insistían– “no podemos forzar al chico, tiene que salir de él”.
Hablando sobre la posibilidad de ser algo más firmes, a la vista del fracaso del sistema, su padre me decía: “Mira, yo soy jefe del departamento de atención al cliente de mi empresa; tengo mucha experiencia sobre como hay que tratar a la gente. Si el chico hiciera las cosas forzado, crecería con un espíritu retorcido, lleno de resentimientos, y así no se consigue nada. Nuestro sistema va dando sus frutos; de vez en cuando tiene unos detalles que compensan con creces lo otro.” Sus palabras contenían toda una filosofía muy razonable pero mal llevada a la práctica. Ciertamente eran unos padres sacrificados, daban un buen ejemplo continuo a su hijo y estaban preocupados por hacer nacer en él ideas positivas y motivarle. Pero su excesiva permisividad era un error grave, casi tan grande como su ingenuidad. Por los frutos podía evaluarse la eficacia del método. Una idea de fondo buena, pero aplicada incorrectamente.
Es preciso dar ejemplo a los chicos, motivarles y hacer nacer en ellos ideas positivas, sí. Pero eso no equivale a consentirles todo mientras se espera la llegada de esas iniciativas. No se trata de introducir en la casa una disciplina militar, pero no es formativo que de modo habitual no ayude en nada, que nunca pueda hacer pequeños recados, o darle siempre la razón, o permitir que haga siempre lo que le dé la gana. Tan equivocado es ser excesivamente severos como excesivamente tolerantes.
Es mejor plantear esa batalla en términos positivos: que sea él mismo –que bien puede ya a esta edad– quien se haga la cama, se cepille los zapatos, ayude a poner o quitar la mesa, pase el aspirador por su habitación, ordene su armario, o trabajos por el estilo. Son cosas que influyen mucho en la consolidación de un buen carácter y que repercuten siempre de modo favorable en el ambiente familiar.
Es verdad que quien no vive lo que enseña, no enseña nada. Y que hay que esforzarse en la mejora personal para así servirles de modelo, pero también hay que aprender cómo actuar para educarlos bien.
Es cierto que educamos por lo que somos, pero también por lo que hacemos.
¿Recuerdas cómo eras a los 12 años? Para educar, es decisivo conocer muy bien. Y conocer de verdad a una persona es entender de verdad a esa persona.
Debemos pensar en cada hijo, poniéndonos en su lugar e intentando comprender cada vez mejor la complejidad y riqueza de su carácter.
A veces tenemos una capacidad sorprendente para olvidarnos de la propia infancia y borrar de un plumazo de nuestra memoria toda la rebeldía ante nuestros padres, lo poco que nos gustaba estudiar o lo que nos molestaba tal o cual actitud en los mayores.
Resulta muy útil rememorar cómo éramos nosotros a su edad.
y repasar un poco todos esos recuerdos infantiles para dar perspectiva histórica a nuestras ideas. Recordar cuáles eran nuestras reacciones, qué pensábamos en situaciones análogas o qué sentíamos cuando nos decían algo parecido.
Llegar a tiempo Aníbal, aquel gran caudillo cartaginés, allá por el siglo III antes de Cristo, se decidió a atacar a los romanos en su misma tierra. Preparó la expedición a Italia con cuidado. Atravesó los Pirineos y la cordillera de los Alpes, a costa de grandes esfuerzos. Esta última travesía le llevó alrededor de un mes, y supuso la pérdida de numerosos medios, sobre todo caballos y elefantes.
A partir de ese momento, fue ya de victoria en victoria. En la batalla de Cannas (216 antes de Cristo), produjo unas setenta mil bajas a los romanos, entre los que se encontraban ochenta senadores y numerosos equites. Pero entonces, en vez de ir directamente contra Roma, se retiró a Capua, donde se le atribuye, a él y a su ejército, una vida de ocio y placeres (las famosas “delicias de Capua”).
Esto dio tiempo a los romanos para reorganizarse y acabar venciendo a Aníbal. Cuentan que el famoso general, ante su inminente derrota, se lamentaba así de su retraso en atacar la capital de Imperio: “¡Cuando podía, no quise. Y ahora que querría, no puedo!”.
—¿Y qué quieres decir con esto de Aníbal? Pues que con la educación del chico puede repetirse la historia de Aníbal. Cuando más se podría hacer, se le consiente todo, enternecidos por su encantadora sencillez y su infantil simpatía, y no se actúa. Y cuando por fin se quiere actuar, resulta que ya es tarde.
Muchos padres son poco conscientes de la envergadura y magnitud de las fuerzas que dificultan la correcta educación de los chicos durante su adolescencia.
Hace poco leí que si un avión de cada cuatro en vuelo se estrellara, nadie tomaría un avión. Y que si un automóvil de cada cuatro vendidos tuviera la dirección estropeada, las fábricas de automóviles tendrían que cerrar. Y que, sin embargo, en el sistema educativo, que se dedica a algo mucho más importante que fabricar automóviles o aviones, fracasan uno de cada cuatro chicos…
—Oye, me estás poniendo negro el horizonte…
Bueno, no se trata aquí de presentar panoramas desoladores. Simplemente, es que casi todos los actuales jóvenes problematizados de 17, 20 ó 25 años, fueron antes uno de esos niños activos y despreocupados que jugaban felices en el patio del colegio. Pero la raíz del problema ya estaba presente entonces.
Lo que se hace o deja de hacerse en la infancia influye directamente en la mayor o menor resistencia de los chicos al ataque de todos los agentes negativos que en el futuro va a tener que soportar.
Ya hemos hablado de cómo muchos padres sólo empiezan a preocuparse ante los signos de alarma de los catorce o dieciséis años, e infravaloran la educación del niño de menos edad. Les parece, quizá, que su hijo no dará muchos problemas porque le ven con diez o doce años, aún manejable y en apariencia desproblematizado. Pero las crisis tienen su historia y su prehistoria.
Siempre es mejor formar en la infancia que resolver problemas en la adolescencia.
Quizá ven a su hijo, pero no le observan en profundidad. No caen en la cuenta de la trascendencia de un detalle y otro, y se les pasan así los mejores años, casi sin darse cuenta. A lo mejor piensan que es aún una criatura sin problemas y que la etapa educativa importante vendrá después, con las “edades difíciles”. No es así.
Para educar con una mínima garantía de acierto hay que aprovechar muy bien los diez primeros años.
Y si las cosas no han ido muy bien, la edad de los diez o doce años es casi la última oportunidad de recuperar el terreno perdido con todavía bastantes posibilidades de éxito. Más adelante, el chico disminuye drásticamente su receptividad ante los padres y es bastante más difícil reconducir entonces una educación deficiente.
Lograr unos resultados fuera de su periodo natural más propicio exige un mayor esfuerzo y una fuerza de voluntad muy superior.
No quiere decir esto que más tarde no tenga remedio. Simplemente sucede que, como con tantas otras capacidades –nadar, montar en bicicleta, jugar al fútbol, mantener el equilibrio sobre un monopatín, aprender idiomas, música, o tantas otras cosas–, o se adquieren muy al principio, durante su correspondiente periodo sensitivo, o luego no es fácil llegar a desarrollarlas bien.
El chico debe ahora salir de una etapa fuertemente influenciada por el egocentrismo. Si no se le forma bien, puede acabar dominado por un egoísmo invasor que busca la satisfacción de sus caprichos e imponer su deseo a quienes le rodean. No pensemos que el simple transcurso del tiempo resolverá este problema, porque si no se actúa, su falta de defensas le llevará a un progresivo deterioro personal.