Edith era la más pequeña de los siete hermanos y la próxima a mí en edad. Nos separaban escasamente dos años, y así fue natural que, desde la niñez y hasta el tiempo de distanciarse externamente nuestros caminos, estuviéramos unidas la una de la otra más que cualquiera de nuestros otros hermanos.
Su primera niñez coincidió en el tiempo en que nuestra madre sobrellevaba las tareas más pesadas, tras la muerte repentina de nuestro padre. A causa de sus cargas inevitables poco podía dedicarse a nosotras. Las dos “pequeñas” estábamos acostumbradas a entendernos las dos solas y -al menos por las mañanas, hasta que los mayores regresaban de la escuela- nos entreteníamos nosotras solas.
Hasta donde conozco de las narraciones de mi padre, de mis hermanos y por recuerdo personal, éramos bastante formales y raramente nos reñían. Pertenece a los primeros recuerdos el que Paul, mi hermano mayor, pasease en brazos a Edith por la habitación entonando canciones estudiantiles o que le mostrase las ilustraciones de su historia de la literatura y pronunciase discursos de Schiller, Goethe, etc. Tenía una memoria formidable y todo lo retenía. Muchos de nuestros numerosos tíos y tías intentaban ensalzarla o se esforzaban, equivocadamente, por hacerle creer que era “María Estuardo” de Goethe o algo parecido. Esto constituyó un rotundo fracaso.
Desde los cuatro o cinco años comenzó a manifestar conocimientos de literatura. Cuando entré yo en la escuela, se sintió terriblemente sola, tanto que mi madre decidió internarla en un jardín de infancia. Pero esto fracasó del todo. Se veía allí tan desoladamente infeliz, y aventajaba intelectualmente todos los niños, que hubo que renunciar a ello. Muy pronto comenzó a suplicar que se le permitiese ir a la escuela ya en otoño, cuando el 12 de octubre cumpliese los seis años. Si bien era pequeña a todas luces y no se le atribuían los seis años, el director de la escuela Victoria de Breslau, escuela que ya habíamos frecuentado antes que ella las cuatro hermanas, consintió en ceder a sus ruegos insistentes.
Y así comenzó su tiempo escolar en su sexto cumpleaños, el 12 de octubre de 1907. Puesto que no era usual por entonces comenzar el curso en otoño, solamente permaneció en la clase inferior durante medio año. A pesar de ello, ya en Navidad era una de las mejores alumnas. Era muy capaz y muy aplicada, así como segura y de una energía férrea. No obstante nunca fue mala amiga, sino que siempre fue una excelente compañera pronta a ayudar. Durante todo el tiempo escolar obtuvo resultados brillantes. Todos nosotros aceptábamos como natural el hecho de que, al igual que yo, después de acabar la escuela femenina, terminara los cursos de bachillerato en la escuela Victoria, para así poder acceder a una carrera. Sin embargo, nos sorprendió su decisión de dejar la escuela. Como todavía era muy pequeña y delicada, mi padre cedió y la envió, en parte por descanso, en parte para ayudar a casa de mi hermana Else, que estaba casada en Hamburg y que tenía tres niños pequeños. Allí, permaneció ocho meses, cumpliendo con su deber escrupulosa e incansablemente, no obstante atraerle las tareas domésticas. Cuando mi madre la visitó después de seis meses, apenas si la reconoció. Había crecido muchísimo y parecía plenamente madura. En esta ocasión confió a mi madre que había cambiado de parecer y que deseaba regresar a la escuela para poder seguir estudiando. Regresó a Breslau; se preparó en latín y matemáticas con la ayuda de dos estudiantes para pasar a la secundaria y superó brillantemente el examen de admisión.
El resto del tiempo escolar no supuso ninguna sorpresa. Como siempre estuvo en los primeros puestos de la clase, librándose al final del examen oral de bachillerato. A la par que en la escuela, tomaba parte activa en todas nuestras diversiones con los compañeros. Nunca fue una aguafiestas. Se le podían confiar todas las cuitas y todos los secretos; estaba siempre dispuesta a aconsejar y ayudar, y todo era bien recibido por ella. Los años universitarios (yo había comenzado a estudiar medicina en 1909) fueron para nosotras tiempo de trabajo serio, pero también de estupendo compañerismo. Habíamos formado un grupo de ambos sexos con los que pasábamos nuestras horas libres y las vacaciones en gran libertad y sin prejuicios, dadas las condiciones de aquellos tiempos. Manteníamos discusiones sobre temas científicos y sociales en amplios y reducidos círculos de amigos. Edith era entre todas la más competente a causa de su lógica imperturbable y de su amplio conocimiento de cuestiones literarias y filosóficas. En el transcurso de nuestras vacaciones realizábamos viajes a la montaña y allí nos sentíamos animados a vivir a plenitud y para forjar proyectos.
Cuando más tarde se fue a Göttingen con una de nuestras amigas comunes, Rose Guttman, para estudiar historia y filosofía, allí también conquistó nuevos amigos, que le permanecerían fieles por su vida. Pero nuestro antiguo círculo la mantuvo inalterable y ella le conservó la fidelidad primera. Después de nuestro examen de estado de medicina decidimos, mi entonces amigo y ahora marido y yo, visitar a Edith y Rose en Göttingen. Aquellos días fueron inolvidables, de hermosas excursiones y alegres momentos, en los que ella trató de enseñarnos lo mejor de su querida Göttingen y de sus entornos encantadores. Al final llevamos un paseo muy bonito por el Harz. Esto sucedía en la primavera de 1914. Poco después de mi vuelta a Breslau, inicié mi trabajo de asistente, que sería interrumpido por el estallido de la guerra. Pero únicamente cambió mi actividad por el hecho de que me fui a otra clínica, mientras que Edith se sintió en la obligación de interrumpir sus estudios y se fue como ayudante voluntaria de la Cruz Roja a un hospital militar en Märish-Weisskirchen. También allí, como en todas partes, trabajó con toda el alma, siendo estimada tanto por los heridos como por las compañeras y superiores. También aquí la visité durante mi primer permiso de guerra, pasando dos semanas con ella.
Cuando en 1916 se fue a Freiburg para ser asistente privada de su profesor de Göttingen, Husserl, dos de las antiguas amigas, Rose Guttman y Lilli Platau, y yo (me había ido como asistente a Berlín) decidimos pasar nuestras vacaciones del verano de 1917 en la Selva Negra con ella. De este tiempo conservo un recuerdo luminoso, a pesar de que todas padecíamos la presión de la guerra y de que la dieta algo escasa habría podido menoscabar nuestro humor. Paseábamos, leíamos juntas y estábamos siempre extraordinariamente contentas. Al año siguiente yo regresaría a Breslau, y esta vez tuve que emprender sola mi viaje de vacaciones. No pude planear nada mejor que volver a visitar a Edith. Estuvimos en Freiburg, y desde allí realizábamos toda clase de excursiones, leíamos juntas y planeábamos nuestro futuro.
Cuando en 1920 me casé con mi compañero de estudios Hans Biberstein, Edith estuvo presente en la boda y compuso hermosas poesías para todas las sobrinas y sobrinos. En ellas revivían las experiencias más placenteras de nuestros años estudiantiles y de nuestra infancia. Era entonces profesora en el colegio religioso de Speyer pero pasaba todas las vacaciones en Breslau. En septiembre de 1921 nació nuestra primera hija, Susanne, y Edith, que precisamente se encontraba en casa, me atendió en forma enternecedora. Por cierto, una densa sombra se cernió sobre este tiempo, tan feliz por otra parte; me confió la decisión de convertirse al catolicismo y me rogó que se lo comunicase a nuestra madre. Yo sabía que ésta era una de las más difíciles tareas a las que me había tenido que enfrentar. A pesar de la comprensión de mi madre y de la libertad que en todo había dejado a sus hijos, esta decisión significaba un duro golpe para quien era una auténtica creyente judía y consideraba como apostasía el que Edith aceptase otra religión. También a nosotros nos resultó difícil, pero teníamos tanta confianza en el convencimiento interior de Edith, que aceptamos su paso muy a pesar nuestro, después de haber intentado vanamente disuadirla por causa de nuestra madre.
Incluso después de su conversión continuó viniendo regularmente a casa. Me atendió nuevamente en el nacimiento de nuestro hijo Ernst Ludwing, y amaba cariñosamente a nuestros hijos, como al resto de todos los sobrinos y sobrinas; de igual manera fue amada y adorada por ellos. Recuerdo muy especialmente con cuanta frecuencia, mientras ella trabajaba en su cuarto, tenía a los niños con ella, cómo los entretenía con cualquier libro y lo muy felices y contentos que ellos se sentían a su lado.
Cuando en 1933 tuvo que dejar Edith su puesto de enseñante en la Academia Católica de Münster a causa de su ascendencia judía, vino de nuevo a casa. También fui yo ahora la confidente de su decisión de entrar en el convento de las Carmelitas de Colonia. Las semanas que siguieron fueron muy difíciles para todos nosotros. Mi madre estaba, con razón, desesperada, y nunca llegó a superar este sufrimiento. Asimismo, esta vez la despedida era para nosotros mucho más dolorosa aunque Edith no quería admitirlo y desde el convento compartió sin merma el antiguo amor y la vinculación con inalterable interés. En 1939, cuando seguí con mis hijos a mi marido a América, manifestó agrado de que la visitásemos en Echt, adonde se había trasladado. Pero nosotros teníamos un boleto para Hamburgo, y además la frontera holandesa era muy incómoda. Por todo ello preferimos no hacerlo. En lo sucesivo, nos mantuvimos unidas por correspondencia y, en cierta manera, por entonces yo estaba tranquila con que ella estuviese segura en la paz de convento frente a la persecución de Hitler, al igual que mi hermana Rosa, que por mediación de Edith había encontrado refugio en Echt. Por desgracia, esta confianza no estaba justificada. Los nazis no se detuvieron ante el convento, sino que deportaron a mis dos hermanas el 2 de agosto de 1942. Desde entonces ha desaparecido todo rastro de las mismas.
Escrita por su hermana Erna Biberstein-Stein, New York, 1949 Tomado de http://www.arvo.net/Historia/EdithStein_semblanza.htm