Edith Stein había nacido en el seno de una familia hebrea. Cuando era una joven estudiante de filología germánica, descubrió la figura de Husserl, un gran pensador de su tiempo. Pronto se contagió de su inquietante afán por la búsqueda incondicional de la verdad, y se trasladó a Göttingen —desde 1905 hasta 1914— para continuar sus estudios junto a aquel prestigioso filósofo a quien tanto admiraba.
En una ocasión, después de recorrer el casco viejo de Francfort, rememorando con su amiga Pauline lo que acerca de esa ciudad cuenta Goethe en sus Pensamientos y recuerdos, entraron unos minutos en la catedral. Allí presenció algo que le llamó poderosamente la atención.
»Mientras estábamos allí, en respetuoso silencio —contaba la propia Edith Stein—, llegó una señora con su cesto del mercado y se arrodilló profundamente en un banco, para hacer una breve oración.
»Esto era para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes en las que yo había estado, se iba solamente para los oficios religiosos. Pero aquí llegaba cualquiera en medio de los trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Es algo que no he podido olvidar.» Aquella experiencia en la vieja catedral de Francfort no había sido su primer contacto con la fe católica. Edith recordaba otra ocasión anterior: una mañana en la cual, tras haber pernoctado con una amiga en una granja de montaña, pudo contemplar cómo el granjero, católico practicante, rezaba con sus trabajadores y los saludaba cordialmente antes de comenzar la jornada.
La gran prueba del dolor Estas fugaces adivinaciones de la riqueza del mundo católico hallaron una prolongación e intensificación notable poco tiempo después. Fue al ver pasar a su amiga Ana Reinach por la gran prueba del dolor.
El marido de Ana había muerto en el frente de batalla. Edith se trasladó a Friburgo para asistir al funeral y consolar a su amiga viuda. La entereza de ésta, su confianza serena en que su marido estaba gozando de la paz y la luz del Señor, reveló a Edith el poder sobre la muerte que tiene la fe.
Edith hubiera considerado natural que Ana se rebelase contra un infortunio que parecía destruir el sentido de su vida. De hecho, esperaba haberla encontrado abatida o crispada. Pero aquella paz llena de una honda confianza tenía que tener un origen muy superior a todo lo humano.
«Allí —confiesa Edith— encontré por primera vez la cruz, y el poder divino que ésta comunica a quienes la llevan. Fue mi primer vislumbre de la Iglesia, nacida de la pasión redentora de Cristo, de su victoria sobre la mordedura de la muerte. En ese momento, mi incredulidad se derrumbó.» Un libro escogido al azar Poco tiempo después, Edith se hallaba un día nuevamente de visita en casa de su amiga Ana Reinach. Tomó al azar un libro de su biblioteca. «Empecé a leer —escribiría años más tarde—, y fui cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta el final. Cuando cerré el libro, me dije: ¡ésta es la verdad!».
Aquel libro, que había acrecentado de forma decisiva sus anteriores intuiciones sobre la fe, era la autobiografía de Santa Teresa de Jesús.
Terminada la lectura, Edith se apresuró a comprar en la ciudad un catecismo y un misal. Una vez debidamente asimilados, asistió a una Misa en la parroquia. Al final de la misma, se acercó al párroco para decirle que deseaba bautizarse. Aquel sacerdote, sorprendido, le hizo algunas preguntas para comprobar si estaba preparada. Pronto se rindió a la evidencia: aquella intelectualidad atea cumplía todos los requisitos. El 1 de enero de 1922, Edith se bautizó.
Fueron muchos, empezando por el mismo Husserl, los que se preguntaron con asombro qué pudo hallar la intelectual Edith Stein en la vida de la santa de Ávila, que le movió a dar el paso definitivo hacia el ámbito de aquella fe en cuyos aledaños se había movido largo tiempo.
La explicación puede intuirse en unas frases escritas por ella misma aquel año 1922: «El descanso en Dios es algo para mí completamente nuevo e irreductible. Antes, era el silencio de la muerte. Ahora es un sentimiento de íntima seguridad.» Edith, igual que Husserl, había querido resolver el problema de la crisis espiritual de occidente concediendo la primacía a la razón. A ella le parecía honesta y justa esta intención de fondo de su maestro, pero fue descubriendo que no era posible querer tener bajo control intelectual todo cuanto significa el campo de juego del hombre, su entorno, su circunstancia vital y espiritual, todo.
Poco a poco, a golpes de experiencia religiosa, Edith Stein fue llegando a profundas convicciones. La discípula predilecta de Husserl concluyó que sólo quien conoce a Dios conoce verdaderamente al hombre; que el futuro de la sociedad depende de la vida espiritual entendida con toda radicalidad y en todo su alcance; que si abrimos el espíritu a todo lo grande que nos rodea, llegamos a descubrir que la vida de Dios es una energía que nos plenifica.
Una profunda labor educativa Más adelante, Edith dejó su carrera como estudiante y aceptó el puesto de profesora de Alemán en el Colegio de las Hermanas Dominicas en Speyer. Allí, trabajó durante ocho años como profesora. Dividía su día entre el trabajo y la oración. Era para todos una persona benévola y servicial, que trabajaba duro por trasmitir las ideas de manera clara y sistemática. Su preocupación iba más allá de trasmitir conocimientos, incluía la formación a toda la persona, pues estaba convencida que la educación era un trabajo apostólico.
A lo largo de este período, Edith continuó sus escritos y traducciones de filosofía y asumió el compromiso de dar conferencias, que la llevó a Heidelberg, Zurich, Salzburg y otras ciudades. En el transcurso de sus conferencias, frecuentemente abordaba el papel y significado de la mujer en la vida contemporánea, así como al valor de la madurez de la vida cristiana en la mujer como una respuesta para el mundo.
Entrega completa a Dios En 1931, Edith deja la escuela del convento para dedicarse a tiempo completo a la escritura y publicación de sus trabajos. En 1932 acepta la cátedra en la Universidad de Münster, pero un año después le dijeron que debería dejar su puesto por su ascendencia judía. Recibió varias ofertas profesionales de gran atractivo y seguridad, pero Edith se convenció que había llegado el momento de entregarse por completo a Dios.
El 14 de octubre de 1933, a la edad de 42 años, Edith Stein ingresa al convento carmelita en Cologne tomando el nombre de Teresa Benedicta y reflejando su especial devoción a la pasión de Cristo y su gratitud a Teresa de Avila por su amparo espiritual.
En el convento, Edith continuó sus estudios y escritos completando los textos de su libro “La Finitud y el Ser”, su obra cumbre.
En 1938 la situación en Alemania empeoró, y el ataque de las temidas S.S. El 8 de noviembre a las sinagogas (la Kristallnacht o “Noche de los Cristales”) despejó toda duda acerca del riesgo que corrían los ciudadanos judíos. Se preparó el traslado de Edith al convento de Dutch, en Echt, y el 31 de diciembre de 1938 Edith Stein fue llevada a Holanda.
Edith, como miles de judíos residentes en Holanda, empezó a recibir citaciones de la S.S. en Maastricht y del Consejero para los Judíos en Amsterdam. Pidió un visado a Suiza junto con su hermana Rosa, con quien había vivido en Echt, para trasladarse al Convento de Carmelitas de Le Paquier. La comunidad de Le Paquier informó a la Comunidad de Echt que podía aceptar a Edith pero no a Rosa. Para Edith fue inaceptable y por eso se rehusó ir a Suiza y prefirió quedarse con su hermana Rosa en Echt. Decidida a terminar “La Ciencia de la Cruz”, Edith empleó todo su tiempo para investigar, hasta quedar exhausta.
Cuando el Obispo de Netherlands redactó una carta pastoral en donde protestaban severamente en contra de la deportación de los judíos, los nazis reaccionaron ordenando la exterminación de los judíos que eran católicos. El domingo 2 de agosto, a las 5 de la tarde, después de que Edith Stein había pasado su día rezando y trabajando en su interminable manuscrito de su libro sobre San Juan de la Cruz, los oficiales de la S.S. fueron al convento y se la llevaron junto con Rosa.
Asustada por la multitud y por no poder hacer nada ante la situación, Rosa se empezó a desorientar. Un testigo relató que Edith tomó de la mano a Rosa y le dijo tranquilamente: “Ven Rosa, vamos a ir por nuestra gente”. Juntas caminaron hacia la esquina y entraron en el camión de la policía que las esperaba. Hay muchos testigos que cuentan del comportamiento de Edith durante esos días de prisión en Amersfoort y Westerbork, el campamento central de detención en el norte de Holanda. Cuentan de su silencio, su calma, su compostura, su autocontrol, su consuelo para otras mujeres, su cuidado para con los más pequeños, lavándolos y cepillando sus cabellos y cuidando de que estén alimentados. En medio de la noche, antes del amanecer del 7 de agosto de 1942, los prisioneros de Westerbork, incluyendo a Edith Stein, fueron llevados a los trenes y deportados a Auschwitz. En 1950, la Gazette Holandesa publicó la lista oficial con los nombres de los judíos que fueron deportados de Holanda el 7 de agosto de 1942. No hubo sobrevivientes. He aquí lo que decía lacónicamente la lista de los deportados: “Número 44070 : Edith Theresa Hedwig Stein, Nacida en Breslau el 12 de Octubre de 1891, Muerta el 9 de Agosto de 1942”.
Alfonso Aguiló Las citas son de Estrellas amarillas, autobiografía de Edith Stein.