Otro de los debates que en España ha traído la LOMLOE (la ley Celaá) tiene que ver con la educación especial. Los defensores de los centros de educación especial afirman que la LOMLOE va a vaciar estos colegios para alumnos con discapacidad, y reclaman su derecho a elegir lo que consideran mejor para sus hijos.
En España hay unos 8.225.000 alumnos en enseñanzas regladas no universitarias. De ellos, unos 230.000 (un 2,8%) tienen necesidades educativas derivadas de algún grado de discapacidad intelectual. De esos 230.000, unos 37.000 (el 15% del total, es decir, uno de cada seis, y un 0,4% del total de alumnos) están matriculados en alguno de los 480 centros de educación especial, entre los que hay una gran presencia de escuela concertada (en torno al 42%). El resto está en la educación ordinaria, bien en las mismas aulas que sus compañeros, bien en lo que se denomina aulas específicas, bien en un modelo híbrido en el que se combinan ambas fórmulas.
España firmó en 2008 la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad. La citada Convención señala en su artículo 24 que «los Estados Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles», y añade que los Gobiernos asegurarán que «las personas con discapacidad puedan acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás»; «se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales»; «se preste el apoyo necesario a las personas con discapacidad, en el marco del sistema general de educación, para facilitar su formación efectiva»; y «se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión».
La LOMLOE, en su disposición adicional cuarta, establece que «el Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad». Y añade que «las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios».
Esta disposición adicional se remite al artículo 74 de la LOMLOE, que ha sido modificado para añadir un punto en el que señala para resolver «las discrepancias que puedan surgir» en la escolarización entre familias y administración, se tendrá «en cuenta (…) el interés superior del menor y la voluntad de las familias que muestren su preferencia por el régimen más inclusivo». Esto es, a las familias simplemente se las escucha (no tendrán capacidad de decisión) y solamente si prefieren la solución más inclusiva, es decir, que ninguna familia tendrá capacidad de elegir un centro de educación especial.
Está claro que todos estamos a favor de la inclusión. Y sabemos que la inclusión es relativamente fácil cuando hay, por ejemplo, discapacidades motóricas, auditivas o visuales. Pero no sucede lo mismo con la discapacidad intelectual. Cuando un chico o una chica de 13 o 14 años no sabe leer, y nunca podrá aprender a leer, ¿tiene sentido que esté todo el día en una clase de 2º o 3º de Secundaria? Aunque tenga un apoyo, aunque reciba el profesor de esa aula un excelente asesoramiento… ¿no estará ese chico o esa chica allí menos integrado que en un centro o un aula de educación especial? En todo caso, ¿no conviene dejar un margen de capacidad de decisión a las familias de acuerdo con los profesionales correspondientes? Parece que hay en todo esto un trasfondo ideológico fundamentado en el principio siempre loable de lucha contra la segregación, pero que se lleva a unos extremos no siempre adecuados.
Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021