De visita por una de las chavolas de la Favela de Vidigal, en Brasil, Juan Pablo II besó a un niño, se coló de repente en una de las barracas y, ante el asombro de los que le rodeaban, se quitó el anillo pontificio y se lo dio a aquellas gentes para que lo vendiesen. Por supuesto que el anillo no quisieron subastarlo y se guarda allí, en la parroquia de San Antonio, como el tesoro más precioso de la humilde barriada.