Momo tenía un amigo, Beppo Barrendero, que vivía en una casita que él mismo se había construido con ladrillos, latas de desecho, y cartones. Cuando a Beppo Barrendero le preguntaban algo se limitaba a sonreír amablemente, y no contestaba. Simplemente pensaba. Y, cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero, cuando la creía necesaria, la pensaba mucho. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, la otro persona había olvidado su propia pregunta, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía casi siempre. Cuando Beppo barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia. Mientras iba barriendo, con la calle sucia ante sí y limpia detrás de sí, se le iban ocurriendo multitud de pensamientos, que luego le explicaba a su amiga Momo: “Ves, Momo, a veces tienes ante ti una calle que te parece terriblemente larga que nunca podrás terminar de barrer. Entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle sigue igual de larga. Y te esfuerzas más aún, empiezas a tener miedo, al final te has quedado sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer. Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Entonces es divertido: eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser. De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta de cómo ha sido, y no se queda sin aliento. Eso es importante.” ¿Acaso no es lo hermoso de la paciencia el que ella puede concedernos tiempo para conocernos a su través oblicuamente a nosotros mismos? Porque, nos pongamos como nos pongamos, la paciencia con que no sepamos mirarnos a nosotros mismos será la misma no-paciencia que nos impida mirar a la realidad como ella debe ser mirada: con-paciencia, con-pasión, con-com-pasión, com-padeciendo, com-padeciéndo-nos…