No son las malas hierbas
las que ahogan la buena semilla,
sino la negligencia del campesino.
Confucio
- Adolescencia de los hijos… ¿o de los padres?
- ¿A quién echas las culpas?
- No olvides el pasado
- Otro diálogo sorprendente
- Una labor de artesanía
- Educación principesca
Adolescencia de los hijos… ¿o de los padres? Un desenfadado estudiante rellenaba en cierta ocasión, sin mucho entusiasmo, el cuestionario de un test de personalidad que les hacían en su colegio.
Una de las preguntas le interrogaba sobre qué entendía que les estaba sucediendo a los jóvenes que, como él, atravesaban esa tormentosa etapa de su vida que es la adolescencia.
No sé qué sucedería en su familia ni qué entendía exactamente él sobre la pubertad, pero la respuesta fue de antología: “La pubertad es una enfermedad que pasan los padres cuando sus hijos llegan a los catorce o quince años.” Cuando me lo contaron me hizo gracia y pensé si esa afirmación no tendría efectivamente una buena dosis de sentido común.
Es cierto que cuando los hijos llegan a esa edad se produce en ellos una profunda transformación. Y es verdad que empiezan a ser más rebeldes, que adoptan quizá un ingenuo aire de suficiencia. Y también que no cuentan casi nada, que dan respuestas cortantes, muchas veces parcos monosílabos.
Todo esto es algo natural, y lo extraño sería, en todo caso, que esta etapa no se presentara.
Precisamente por eso, hay que aceptar como natural que un adolescente se sienta un poco tiranizado por sus padres y por todo el mundo.
En nada sorprenderá a una madre prevenida o a un padre sensato, que comprenderán que los años pasan y los hijos crecen, y que esto es lo normal. Ya volverán las aguas a su cauce.
Pero unos padres ingenuos y asustadizos —como quizá debieran ser los del alumno protagonista de esa anécdota—, probablemente se empeñen entonces en imponer su autoridad a ultranza, o enfadarse, o incluso dar gritos, y acaben por desesperarse al ver que a su hijo apenas le conmueven; o que incluso se afinca aún más en su beligerancia y en su actitud contestataria.
Cuando los padres apenas han hablado con ellos en los años anteriores a la adolescencia, ante esta situación pretenderán introducirse en la vida de su hijo, precisamente ahora que él trata de cerrarse.
—Es lo de siempre, procurar hablar más con ellos…
Sí, pero esos padres tienen que comprender que a esas alturas les llevará mucho más trabajo franquear la barrera de su intimidad, porque entre los sentimientos nuevos que experimentan los adolescentes está el de no querer dejar entrar a nadie fácilmente en ella.
—Entonces, si me he descuidado en los años anteriores y, por lo que sea, tengo poca confianza con mis hijos, ¿dices que ya no tiene remedio? Tiene remedio, como casi todo en la vida, pero es más difícil. No puede decirse que no pasa nada por haber perdido las buenas oportunidades que brinda la infancia para preparar a los hijos a hacer frente a la adolescencia.
Es una etapa muy delicada. Hay quien dice que existen dos edades en los hijos en las que se produce un gran desvalimiento: los primeros meses y la adolescencia. Mientras son bebés, las razones son evidentes. Y cuando a los varones les apunta el bigote y se les rompe la voz con los primeros gallos, y las niñas se desarrollan, y afloran todos esos problemas de la pubertad; entonces quizá están más desvalidos todavía.
Es probable que aquel chico dijera que la adolescencia era más bien cosa de los padres porque muchos padres no se hacen cargo de que su hijo o su hija han crecido, y tienen por tanto que tratarles ya de distinta manera, y no pretender que sigan obrando como en la infancia.
No se dan cuenta, por ejemplo, de que no pueden estar encima de sus hijos todo el día porque, si lo hacen, o los chicos se rebelan y rompen, o se infantilizan y no aprenden a decidir.
No comprenden, al menos en la práctica, que es mejor darles responsabilidad y luego pedirles cuentas, porque, de lo contrario, lo que consiguen es problematizar la adolescencia de los hijos.
Y me explico entonces perfectamente que ese chico pensara que la pubertad es una enfermedad que pasan los padres cuando sus hijas llegan a los doce o trece años, o sus hijos a los catorce o quince.
¿A quién echas las culpas? Hace poco leí algo que me pareció realmente acertado y de gran sentido común. Se trata de una forma de medir a las personas.
Consiste en observar cómo valoran ellos a quienes les rodean. La gente para la cual todos sus compañeros son estupendos, sus familiares formidables y sus jefes unos buenos tipos, es que ellos mismos son estupendos, formidables y buenos tipos. Y, por el contrario, las personas que no ven más que defectos en todo el que tienen alrededor, generalmente son ellos los que están llenos de defectos.
También en la familia podemos acabar siempre por echar la culpa de todo a las dificultades del ambiente, a la falta de medios, a las incompatibilidades de carácter…, o a lo que sea, pero siempre a cosas externas a nosotros. Y eso es mala señal, porque nosotros también tenemos fallos y defectos —quizá más de los que pensamos—, y hemos de tener la valentía necesaria para enfrentarnos a ellos y así mejorar.
Sé sincero contigo mismo, y sé crítico con tus propias excusas.
No te fabriques versiones apañadas a tu propio interés, no eches siempre las culpas fuera. No se trata tampoco de cargar con absurdos complejos de culpabilidad, ni de ir por la vida haciendo ostentación de autoculpismo. Se trata, por ejemplo, de preguntarse ante los errores de los hijos:
—Ahora no me vayas a echar a mí la culpa de todo…
No lo tomes a mal. Te lo digo a ti y me lo digo a mí. Es importante hacer una llamada a la sinceridad total con uno mismo a la hora de analizar los problemas de la familia y ver honradamente cómo mejorar.
Hace poco me decía un padre de familia hablando sobre su hijo: “Es que es igual que yo…; yo quisiera que fuera distinto, pero tiene un carácter idéntico al mío…”.
Y ciertamente el carácter de los hijos es en gran parte una réplica del de los padres. Por eso te recomiendo que tengas el valor de pensar si a veces no eres tú mismo tu mayor enemigo a la hora de educar. Examínate con sinceridad. No te ampares en coartadas fáciles. Cambia aquello que no vaya bien en tu vida. Procura aprender cada día un poco sobre tu oficio de educador. No olvides que quien tiene el privilegio de enseñar no puede olvidar el deber de aprender.
No olvides el pasado Es curioso comprobar cómo, cuando un estudiante llega un buen día a ser profesor, es frecuente que comience a ejercer la autoridad de forma muy distinta a como él pensaba que debieran hacerse las cosas cuando las veía desde el pupitre.
—¿Y crees que las veía con más objetividad cuando era alumno que ahora, que es profesor? Es difícil saberlo. Pero, desde luego, ahora le vendría muy bien reflexionar sobre qué pensaba él por aquel entonces, cuando su profesor hacía tal o cual cosa de las que él hace ahora.
Algo parecido puede pasar al chico o a la chica que a la vuelta de los años se encuentra con que es padre o madre de familia, y tiene la oportunidad de llevar a la práctica todas las reformas en el modo de educar que —con cierto sentido crítico respecto a sus padres— proyectó en sus tiempos de juventud.
Piensa en tu caso. Quizá ves ahora, con el paso del tiempo, que las cosas son distintas a como las veías veinte o treinta años atrás. Y quizá efectivamente lo sean.
De todas formas, siempre te será útil recordar cuáles eran tus rebeldías de adolescente.
—Yo recuerdo que cuando era adolescente reaccionaba siempre de forma hostil ante las actitudes autoritarias, independientemente de quien tuvieran razón.
Creo que eso sucede toda la vida, no sólo en la adolescencia. Hay actitudes que producen rechazo a cualquiera, por muy paciente que sea. Y si a eso se une que el adolescente tiende a desmitificar al adulto y a dudar de modo sistemático de su autoridad intelectual, el conflicto está servido: puede organizarte un número de circo o bien encerrarse en un mutismo sobrecogedor y pasarse horas o días sin abrir la boca.
—Además, es que a esta edad tiende a radicalizarlo todo…
Ante esas actitudes, es mejor charlar con serenidad y paciencia. Una postura radical se desmonta mediante preguntas amistosas sucesivas que le hagan pensar y argumentar sus opiniones. Los dramatismos son contraproducentes.
No te precipites. Algunos padres fracasan en este punto por no ser prudentes, porque son ellos los radicales. Porque quizá —como apunta Antonio Vázquez— cuando los chicos nos abren una puerta de su intimidad, y nos dejan caer alguna de las ideas que rondan por su cabeza…, se nos descompone la cara y, sin dejarles terminar, descargamos sobre ellos una nube de argumentos que les aplastan.
Conviene saber en qué cuestiones suelen los chicos ser más críticos con sus padres, para actuar en ellas con más prudencia. De todas formas, el hecho de que tu hijo sea crítico en esos puntos no quiere decir que tenga razón (tampoco que la tengas tú). Es habitual que le disgusten:
Es toda una actitud adolescente con la que se resiste —y muchas veces con bastante razón— a ser tratado como un niño. Como ha escrito Gerardo Castillo, tenderá a considerarse tratado como un adulto cuando los mayores no limiten la relación con él a un puro darle órdenes, prohibirle cosas, ofrecerle o imponerle consejos…, sino que además, y sobre todo, le escuchen, tengan en cuenta sus ideas, le permitan actuar con iniciativa personal; en definitiva, cuando le tomen en serio.
Otro diálogo sorprendente Tomás Alvira reproduce en uno de sus últimos libros el siguiente diálogo, contado por el Dr. Melcior: —Qué te gustaría ser, Luis.
—Mayor.
—Y ¿por qué? —Para poder mandar y tener siempre razón.
—¿Tú crees que los mayores nunca se equivocan? —Se equivocan muchas veces, pero siempre tienen razón.
Y así concluyó aquella conversación, tan reveladora sobre la percepción que aquel chico tenía —tal vez con bastante fundamento— sobre los adultos con que trataba.
—Pues a mi no me resulta muy lejana esa actitud. A veces pienso que no entiendo a mis hijos, y que ellos tampoco me entienden a mí. Parece que lo que decimos los padres siempre es a sus ojos algo caduco…
Es natural que los jóvenes y los mayores vean las cosas de distinto modo. Lo que sería extraño es que un adolescente y una persona madura pensaran de idéntica manera.
A todos, a esas edades, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio, nos sucedía algo así, en mayor o menor medida. Luego, con el paso de los años, hemos comprendido que nuestros padres tenían razón en muchas cosas —y en otras no—, y que lo que nos decían era fruto de su experiencia y del cariño que nos tenían.
Rememorando aquellos años de su juventud, un padre o una madre sensatos pueden imaginarse con bastante precisión qué sucede en las mentes de sus hijos. Si no lo recuerdan bien —e incluso si creen que lo recuerdan, como recomienda James B. Stenson— puede ser útil, y seguro que divertido, preguntar a los propios padres.
No dramatices asuntos triviales. Haz memoria y esfuérzate por adaptarte a los cambios de la sociedad, que no tienen por qué ser malos siempre.
No digas que la música moderna es intragable, o que visten con mal gusto, o que los modales de la juventud son un desastre, porque así te marginas tontamente. Y aunque es verdad que el vestido refleja mucho la personalidad de cada uno, no se puede desairar a un chico o una chica joven porque no nos entusiasmen sus modales, sus gustos, o su forma de vestir. Preocúpate sobre todo de lo que tienen dentro de la cabeza, que lo otro después se resolverá solo.
A lo mejor a tus hijos les pareces carca o anticuado simplemente por tu modo de expresarte. Actualiza tus modos de decir, no te distancies tontamente, habla de modo que te entiendan bien.
—Pero a veces parece que creen que con poner la música a todo volumen y vestir de modo estrafalario ya son muy originales y tienen mucha personalidad.
No te pongas así. Los padres han de procurar —como recomendaba J. Escrivá de Balaguer— “mantener el corazón joven, para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso las extravagancias de los chicos. La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten —hasta es posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes—, pero que no son malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor”.
Una labor de artesanía La educación no es empeñarse en que nuestros hijos sean como Einstein, o como ese genio de las finanzas, o como aquella princesa que sale en las revistas.
Tampoco es el destino de los chicos llegar a ser lo que nosotros fuimos incapaces de alcanzar, ni hacer esa espléndida carrera que tanto nos gusta…, a nosotros. No. Son ellos mismos.
Tener un proyecto educativo no significa meter a los hijos en un molde a presión. La verdadera labor del educador es mucho más creativa. Es como descubrir una fina escultura dentro de un bloque de mármol, quitando lo que sobra, limando asperezas y mejorando detalles.
Se trata de ir ayudándole a quitar sus defectos para desvelar la riqueza de su forma de ser y de entender las cosas.
Hay que buscar para los hijos ideales de equilibrio, de nobleza, de responsabilidad. No de destacar en todo, porque eso acaba por crear absurdos estados de decepción y angustia. Lo que importa es proponerse unos puntos de mejora que le ayuden a ser él mismo, pero cada día un poco mejor, y que además le hagan conocer la satisfacción de fijarse unas metas y cumplirlas.
La tarea de educar en la libertad es tan delicada y difícil como importante, porque hay padres que, por afanes de libertad mal entendida, no educan; y otros que, por afanes pedagógicos desmedidos, no respetan la libertad. Y no sabría decir qué extremo es más negativo.
Educación principesca Cualquier padre sensato quiere siempre la mejor educación para sus hijos. Lo malo es que algunos convierten ese legítimo deseo en una especie de obsesión perniciosa. Sobre todo porque confunden la verdadera educación con una instrucción principesca por la que están dispuestos a sacrificarlo casi todo.
Quisieran que sus hijos fueran los mejores en el deporte, en los estudios, en los idiomas, en la música, en el vestido, en todo. “Una buena preparación —suelen decir— para que pueda luego ganarse bien la vida y disfrutar de ella y hacer lo que le dé la gana. Que nunca puedan reprocharnos que no les dimos todas las oportunidades para abrirse un camino en la vida.” El problema es que ese interés por las notas, el inglés, el piano y el karate, a veces no se ve acompañado de una preocupación seria por educar a los hijos en los valores más básicos, y se transforma en un afán egoísta, en el que hay mucho de vanidad, de ganas de aparentar, de deseo de ostentación de hijos modélicos en todo.
—Y además, luego es muy corriente que se vean defraudados…
Los que ignoran todos esos valores y actúan como si educar fuera cuestión casi sólo de masters, academias y gimnasios, al pasar los años se encuentran con que los chicos apenas tienen resortes que les permitan soportar todo el ambicioso proyecto que sus padres les habían preparado.
Amigo mío, —habría que decirles— te has ocupado siempre de su cuerpo y de sus conocimientos, pero ¿has educado de verdad su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos? Quizá habéis dedicado lo mejor de vuestra vida a darles lo que era menos importante.
Quizá habéis pensado mucho en la carrera que “haría”, pero no en el tipo de persona que “sería”.
Quizá no le habéis transmitido ideales nobles por los que luchar, y ahora surgen los problemas.
—Pero no hay por qué contraponer toda esa educación en los valores con una buena preparación profesional.
Por supuesto que no. Pero tampoco se puede sacrificar todo por esa preparación.
Y es algo que sucede, por ejemplo, cuando no se da la debida importancia a que el colegio eduque según nuestros valores y creencias, o al ambiente moral del lugar adonde va a hacer un campamento o un curso de verano en el extranjero.
—A veces es cuestión de dinero, porque quizá ese colegio que le conviene resulta más caro.
De acuerdo, pero quizá lo puedes ahorrar de otras cosas menos necesarias. Porque formar a un chico o una chica es un trabajo de artesanía, arduo y difícil, y que muchas veces es precisamente el dinero mal empleado lo que lo estropea.
Toth decía que son muchos los talentos que perecen en la miseria; pero aún es mayor el número de los que se pierden en la blanda comodidad de la abundancia. Y algunos incluso, de tanto hacer cuentas y trabajar hasta la extenuación y reducir el número de hijos para poder así gastar más y más en ellos, acaban por estropearlos.
Repasa tus criterios. ¿Qué buscas en la educación? A veces falla por no tener claro este punto. Te cuento lo que sobre esto pensaba un amigo mío. Me decía que cuando unos padres le hablaban de su hijo y se deshacían en elogios sobre el gran talento que tenía su criatura, sobre su inteligencia, su memoria u otras cualidades, pero nunca decían nada de su calidad como persona, entonces, pensaba que ese matrimonio no tenía en su cabeza una escala de valores válida.
No es buena señal —continuaba— que se alaben más los talentos que las virtudes: “Es listísimo, tiene una memoria fenomenal y un oído prodigioso…”; bien, pero es mejor cuando se oye: “Es una chica o un chico muy trabajador, noble, gran amigo de sus amigos, que siempre dice la verdad, que te ayuda siempre que puede…”; porque revela que está educado en una serie de valores que le serán más útiles en la vida que todas esas otras cualidades que a algunos tanto deslumbran.