El debate sobre la autonomía de los centros y del profesor

Hemos dicho que la autonomía es en sí misma un concepto positivo. Pero sería demasiado simple pensar que cuanta más autonomía haya, todo irá mejor. O que cualquier asunto que limite la autonomía es una falta de confianza y un acto de autoritarismo. Está bastante demostrado, y no solo en la enseñanza, que una mayor autonomía sin una correspondiente rendición de cuentas no genera en absoluto mejores resultados.

La autonomía debe ir creciendo a medida que se comprueba la responsabilidad local y la capacidad de autogestionarse, y por eso cabe incluso que la autonomía sea diferente según los resultados. Los centros que demuestren mejor capacidad de gestión podrían optar a mayores cotas de autonomía si realmente pueden acreditar un rendimiento adecuado. Por eso la autonomía debe ir ligada a la evaluación y la rendición de cuentas. Quien se resiste a ser evaluado y a rendir cuentas de los recursos económicos y humanos recibidos, a mi juicio resulta sospechoso de que reclama autonomía para su simple comodidad. La autonomía no es un fin en sí mismo, como sí lo es prestar un servicio cada vez mejor, y eso siempre ha de ser de alguna manera evaluado, tanto por la administración educativa como por el conjunto de la sociedad. Y si el centro no va bien de modo continuado, debe perder autonomía y ser intervenido para implantar planes de mejora que eviten que los alumnos de ese centro paguen las consecuencias de esos problemas.

Un punto decisivo al hablar sobre la autonomía de un centro es su capacidad para formar el equipo de profesores. En muchos países, sobre todo en el entorno anglosajón, el equipo directivo de los centros públicos posee un amplio margen de decisión en ese sentido, pero en nuestro país no tiene prácticamente ninguno. Solo en Cataluña en 2014 se hizo un tímido intento por el que los directores de escuelas públicas podían elegir a una pequeña parte de los docentes para ajustar los perfiles a su proyecto educativo. No propongo hacer cambios bruscos en este sentido, pero sí convendría sondear posibles fórmulas que lo faciliten, o que al menos permitan crear claustros especiales para así poder remontar centros en situación de especial dificultad. No es muy realista pensar que se puede lograr sacar un centro de una situación de bajo rendimiento prolongado si no se tiene ninguna capacidad para formar un nuevo equipo.

Otra queja habitual en los centros públicos y concertados es el exceso de burocracia, que resta un tiempo que sería mejor empleado en la atención del alumnado y las familias. Sería deseable reducir un poco los trámites en las áreas donde son menos necesarios y dejar libertad de decisión a los centros, siempre sometida al necesario control a posteriori a través de la inspección educativa.

También cabe hacer una breve mención a la flexibilidad en cuanto a las titulaciones del profesorado. Es obvio que resulta necesario precisar qué estudios o títulos debe poseer un profesor para impartir determinada materia. Pero debería haber un cauce no demasiado complicado de habilitación de otras personas de reconocida capacidad. Del mismo modo que resulta sorprendente que una universidad española no pueda ofrecer una cátedra a un premio nobel, llama la atención que una escuela no pueda contar por un tiempo con la presencia de un profesor de otro país porque conseguir la correspondiente habilitación supone un trámite casi insalvable.

Por último, en cualquier conjunto de escuelas, tanto si son públicas como si se trata de una red de escuelas privadas, hay que diseñar la estrategia de autonomía escolar de modo que se centralicen o requieran autorización solo aquellas tareas o funciones que se haya comprobado que resulta claramente positivo que estén centralizadas o en régimen de autorización. El objetivo debe ser que las escuelas puedan percibir como una ayuda el servicio que se les presta, y no como una carga administrativa, una ralentización, una burocracia inútil, una falta de flexibilidad o un impedimento a su capacidad innovadora o de adaptación.

En esta reflexión sobre la descentralización en la enseñanza, si continuamos hasta el último eslabón de la cadena del servicio educativo, hasta el aula, nos encontramos con la autonomía del profesor. Ya hemos visto que la idea de la libertad de cátedra es uno de los derechos que más se desarrolló desde el siglo XIX, con idea de que el profesor no fuera un simple engranaje en una cadena de transmisión de conocimiento. El profesor debe tener su lógica autonomía, como es evidente, igual que debe tener su lógica rendición de cuentas, como todos en el sistema educativo, desde las más altas autoridades hasta las más bajas.

Si las políticas públicas intervienen demasiado en lo que tiene que explicar el profesor, y a veces está sucediendo, estaríamos ante un estilo autoritario de gobierno. Y cuando el profesado se resiste a rendir cuentas de su tarea, olvida que está ahí para prestar un servicio, y que ese servicio debe ser evaluado, pues las personas a las que se presta ese servicio tienen derechos, como los tiene él. Un profesor recibe un sueldo (sea con dinero público o privado), y recibe sobre todo la confianza de la educación de unas personas, y por ambas razones es natural que deba rendir cuentas de cómo lo hace.

En este contexto se podría hablar también de la participación de la comunidad educativa en los consejos escolares. Es también un modo de reducir la verticalidad del modelo de gobierno y así incorporar en determinadas funciones a los diferentes ámbitos de la comunidad educativa. La implicación de los profesores, de los padres y los alumnos puede ser un excelente modo de generar una mayor inteligencia colectiva en la escuela, sin caer en estilos demasiado asamblearios o que dificulten el necesario ejercicio de la autoridad del equipo directivo o el titular.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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