El amor sólo comienza a desarrollarse
cuando amamos a quienes no necesitamos
para nuestros fines personales.
E. Fromm
La adolescencia
Recordar la propia juventud es algo siempre interesante. Cuando se es joven, y se vive rodeado de otros jóvenes en el ambiente escolar o en la familia, parece quizá que a todos aguarda un destino parecido. Pero si recordamos aquellos años nuestros, y vemos cómo fue pasando el tiempo, y cómo fue fraguando nuestra vida personal y la de nuestros amigos y compañeros, y cómo nuestros destinos iban serpenteando por unas rutas que quizá ahora, años después, nos parecen sorprendentes, comprendemos enseguida que la adolescencia es una etapa decisiva en la historia de toda persona.
Los sentimientos fluyen en el adolescente con una fuerza y una variabilidad extraordinarias. La adolescencia es la edad de los grandes ánimos y de los grandes desánimos, de los grandes ideales y de los grandes escepticismos. Una etapa en la que emerge quizá una imagen propia inflexible y contradictoria, con frecuentes dudas y largas y difíciles batallas interiores.
Muchos experimentan, por ejemplo, una amarga sensación de rebeldía por no poder controlar sus propios sentimientos. Se sienten tristes y desalentados, o incluso resentidos y culpables, quizá porque son demasiado perfeccionistas e inquisitivos, y quieren verlo todo con una claridad que la vida no siempre puede dar. Quieren entrar en su vida afectiva con mucho ímpetu, y pretenden salir luego de ella seguros e inamovibles, con todas sus ideas como en letra de molde, como aquellas viejas planas de caligrafía de los primeros años del colegio, limpias y sin la menor tachadura. Y al chocar con la complejidad de sus propios sentimientos, se encuentran como inundados por una tristeza grande, y pueden sentir incluso ganas de llorar, y si les preguntas por qué están así, es fácil que respondan desolados: no lo sé.
A esa edad hay muchas cosas que ordenar dentro de uno mismo. Hay quizá muchos proyectos y, con los proyectos, desilusiones e inseguridades. Y no hay siempre una lógica y un orden claros en su cabeza. Se mezclan muchos sentimientos que pugnan por salir a la superficie. Las preocupaciones de la jornada, la rumiación de recuerdos pasados que resultan agradables o dolorosos, y que quizá estén deformados en un ambiente interior enrarecido, todo eso confluye en su mente cada día como en una torrentera, mezclando las aspiraciones más profundas del espíritu con los impulsos más bajos del cuerpo.
Y en medio de esa amalgama de sentimientos, algunos de ellos opuestos entre sí, va cristalizando el estilo emocional del adolescente. Día a día irá consolidando un modo propio de abordar los problemas afectivos, una manera de interpretarlos que tendrá su sello personal, y que con el tiempo constituirá una parte muy importante de su carácter.
El descubrimiento de la libertad interior
Parte importante de ese proceso de maduración del adolescente es su progresivo descubrimiento de la libertad interior.
Al principio, es fácil que identifique obligación con coacción, que perciba la idea del deber como una pérdida de libertad. Sin embargo, con el tiempo va cobrando conciencia de que en su vida hay elementos que le acercan a su desarrollo más pleno, y otros que, en cambio, le alejan de él. Advierte que, con la conducta personal, unas veces se teje y otras se desteje; que ha de distinguir mejor entre lo que le apetece y lo que le conviene; y que si no procura hacer lo que debe hacer, no logrará ser verdaderamente libre.
Descubre que si su libertad elige la insolidaridad, o si elige dejándose dominar por la pereza, o elige desde la soledad del propio egoísmo, será una libertad vacía.
Percibir el deber como una obligación coactiva es uno de los errores más graves que acechan el proceso de su desarrollo emocional. Por eso, debe comprender pronto que actuar conforme al deber es algo que nos perfecciona; que si aceptamos nuestro deber como una voz amiga, acabaremos asumiéndolo de modo gustoso y cordial.
Y descubrimos entonces que el gran logro de la educación afectiva es conseguir –en lo posible– unir el querer y el deber.
Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor.
La felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno debe hacer.
Así nos sentiremos ligados al deber, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque percibiremos el deber como un ideal que nos lleva a la plenitud. Goethe decía que no nos hacemos libres por negarnos a aceptar nada superior a nosotros, sino por aceptar lo que está realmente por encima de nosotros. Percibir el deber como ideal constituye una de las mayores conquistas de la verdadera libertad.
Esto puede apreciarse en situaciones muy variadas. Por ejemplo, el hombre sometido a sus apetencias es un hombre que vive recluido en una interioridad egoísta, que tendrá una enorme dificultad para dirigir la atención fuera de sí mismo. Una persona acosada por los deseos hasta el extremo de no poder dominarlos, es una persona incapaz de percibir los valores que reclaman su primacía sobre esas apetencias, y será por eso una persona falta de libertad.
—¿A qué tipo de deseos y apetencias te refieres? Me refiero a dejarse absorber por la pereza, el desorden, el egoísmo, una ambición insana, una vida sexual desordenada, el alcohol, etc. Son cosas bien distintas.
Pero todas coinciden en que al principio no exigen nada: invitan a dejarse llevar, lo prometen todo, pero al final te dejan vacío y triste.
Se trata de una dinámica que, al no ser exigente, parece concederlo todo a quien se entrega a ella. Pero quien cede a la sugestión fascinadora de buscar la felicidad por esos atajos, con el tiempo se encontrará defraudado y se dará cuenta de que ha equivocado el camino.
—Por cierto, es la primera vez que te has referido a la vida sexual en todo el libro. Pensé que saldría con más frecuencia.
Lo hago así porque considero equivocados los enfoques de la educación afectiva que se centran demasiado en la sexualidad, como si fuera la cuestión clave.
—Pero es importante, como se comprueba en tantos fracasos sentimentales en noviazgos y matrimonios.
Me parece que una buena educación sexual ha de fundamentarse en una buena educación de los sentimientos. Si falla la educación afectiva, será difícil acertar en la conducta sexual.
—Pero también una conducta sexual equivocada puede perturbar la educación de los sentimientos.
Sí. Y así ocurre, por ejemplo, cuando un noviazgo está presidido y mediatizado por intereses eróticos. La sexualidad bien vivida en el matrimonio es algo maravilloso y fascinador, pero en cambio fuera de sus límites naturales es algo realmente peligroso. Igual que hacer fuego es estupendo, por ejemplo, un día de invierno en la chimenea, pero en cambio es muy peligroso encima de la moqueta o del sofá.
Por ejemplo, como ha señalado López Quintás, si un chico piensa que ama a una chica, pero lo que ama en realidad son sólo las cualidades de esa chica que le resultan agradables, y sobre todo si son de tipo sexual, es probable que haya más amor a sí mismo que otra cosa, y que ame sobre todo el halago y el hechizo que le producen esas cualidades. Y si esas cualidades pierden interés, debido al tiempo o a lo que sea, o dejan de resultar placenteras por el embotamiento que produce la repetición de estímulos, pensará que su amor ha desaparecido, aunque quizá sería mejor decir que ese amor apenas llegó a existir, pues desde el principio estuvo impregnado de egoísmo. Es verdad que el noviazgo precisa de una atracción mutua, también física, pero confundir la lujuria con la atracción entre el hombre y la mujer es dar el mismo nombre al tumor y al órgano que éste corroe. Quien apetece a otra persona sobre todo para saciar su avidez sexual, no establece apenas vínculos personales con ella, sino que la utiliza. En cambio, el que ama da lo que tiene, se da a sí mismo. Son actitudes bien distintas: una arranca del egoísmo, la otra de la generosidad.
—¿Y piensas que entonces el sexo les separa, en vez de unirles? Pienso que cuanto más se sexualiza un noviazgo, más riesgo hay de que derive en una yuxtaposición de dos egoísmos. En esos casos, el placer sustituye al cariño con más facilidad de lo que parece, y se introducen en una atmósfera hedonista que ensombrece el horizonte del amor y les impregna de frustración y de tristeza.
La adicción al sexo tiende siempre a pedir más, pues la sensibilidad sufre un desgaste y reclama estímulos cada vez más intensos si quiere mantener el nivel de excitación. Produce euforia al principio, pero enseguida acaba en decepción. Tampoco es liberadora; a lo más, puede ser sedativa, pero una sedación bastante fugaz. Además, a quien se enfrasca en la satisfacción de sus placeres le resulta difícil despegarse de ellos para pensar de verdad en los demás. Quien no logra tomar las riendas de sus propios impulsos, difícilmente podrá orientarlos hacia un ideal, pues dar primacía a un valor superior siempre supone un sacrificio.
—Pero muchos entienden ese planteamiento como un reprimirse inútil.
Reprimirse es prescindir de algo atractivo para quedarse vacío. Pero cuando, por ejemplo, una madre se priva de algo por amor a un hijo suyo, no se dice que se esté reprimiendo, sino que se está sacrificando por obtener algo mejor para su hijo. Y cuando un novio o una novia guardan su cuerpo para entregarlo limpio (y no de segunda mano) en el matrimonio, no se reprimen sino que apuestan por algo superior.
Como apunta Pam Stenzel, compartir el sexo con otra persona es –salvando la pobreza de la comparación– como unir ambas vidas con una cinta adhesiva. Si pretendes emplear esa cinta con unos y otros, encontrarás que cada vez une menos y que se lleva adherida un poco de suciedad de cada relación.
O como me explicaba en una ocasión Gonzalo, un chico de diecinueve años con una novia encantadora: «A lo mejor, en determinado momento, guardarte para tu novia puede costarte más, o puedes sentirte menos ante otros por no tener determinadas experiencias sexuales; pero en cuanto observas las cosas desde una perspectiva más amplia, ves enseguida que, al esperar, estás conservando un tesoro muy valioso, y no quieres echarlo por la borda. Cuando algunos te miran por encima del hombro por no funcionar como ellos, pienso que yo podría hacer lo mismo que ellos cualquier día sin ningún esfuerzo, pero en cambio me parece que a ellos les costaría bastante desintoxicarse de todo el exceso de sexo que tienen ya encima. He decidido esperar hasta casarme, y el hecho de que mi novia también sea capaz de esperar unos años por mí, me parece una buena muestra de lo que ella vale y de lo que me quiere.» El entorno familiar «Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con tanto desparpajo era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).
»Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.
»Sólo pido que nos escuchen de vez en cuando, que admitan al menos que también podemos tener ideas inteligentes, que se nos reconozca un plano de cierta igualdad, que nos hablen con más franqueza. Aunque no lo parezca, nos fijamos bastante en ellos, más de lo que se creen. Lo que me gustaría es que sus reflexiones no fueran siempre como consejos encubiertos, y que procuraran hacerse cargo de lo que realmente nos sucede.» Aquella conversación con Daniel me recordaba lo que escribió Romano Guardini: el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice. Son importantes los consejos que se dan, o las cosas que se mandan, pero mucho antes está lo que se hace, los modelos que presentan, las cosas se valoran, cómo unos y otros se relacionan entre sí. Y hay personas que en esto son auténticos maestros, mientras que otros, por el contrario, son un verdadero desastre.
La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional. El modo en que los padres tratan a sus hijos (ya sea con una disciplina estricta o con un desorden notable, con exceso de control o con indiferencia, de modo cordial o brusco, confiado o desconfiado, etc.), tiene unas consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional de los hijos, que captan con gran agudeza hasta lo más sutil.
Algunos padres, por ejemplo, ignoran habitualmente los sentimientos de sus hijos, por considerarlos algo de poca importancia, y con esa actitud desaprovechan excelentes oportunidades para educarles.
Otros padres se dan más cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero su interés suele reducirse a lograr, por ejemplo, que su hijo deje de estar triste, o nervioso, o enfadado, y recurren a cualquier medio (incluido a veces el engaño o el castigo físico), pero rara vez intervienen de modo inteligente para dar una solución que vaya a la raíz del problema.
Otro tipo de padres, de carácter más autoritario e impaciente, suelen ser desaprobadores, propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo. Son de esos que descalifican rápidamente a sus hijos, y saltan con un «¡No me contestes!» cuando su hijo intenta explicarse. Es difícil que logren el clima de confianza que exige una correcta educación de los sentimientos.
Hay, por fortuna, muchos otros padres que se toman más en serio los sentimientos de sus hijos, y procuran conocerlos bien, y aprovechar sus problemas emocionales para educarles. Son padres que se esfuerzan por crear un cauce de confianza que facilite la confidencia y el desahogo. Y saben hablar en ese plano de igualdad al que se refería aquel alumno mío: se dan cuenta de que con el simple fluir de las palabras alivia ya mucho el corazón de quien sufre, pues exteriorizar los sentimientos y hablar sobre ellos con alguien que esté dispuesto a escuchar y a comprender, es siempre de gran valor educativo.
Manifestar los propios sentimientos en una conversación confiada es una excelente medicina sentimental.
Los niños que proceden de hogares demasiado fríos o descuidados desarrollan con más facilidad actitudes derrotistas ante la vida. Si los padres son inmaduros o imprevisibles, crónicamente tristes o enfadados, o simplemente personas distantes o sin apenas objetivos vitales, o con vida caótica, será difícil que conecten con los sentimientos de sus hijos, y el aprendizaje emocional será forzosamente deficiente.
—¿En qué sentido hablas de padres imprevisibles? Si los padres tratan a sus hijos de manera arbitraria, porque, por ejemplo, cuando están de mal humor los maltratan, pero si están de buen humor les dejan escapar de sus deberes o su responsabilidad en medio del caos, está claro que así será difícil que logren nada.
Si el reproche o la aprobación pueden presentarse indistintamente en cualquier momento y lugar, dependiendo de si les duele la cabeza o no, o si esa noche han dormido bien o mal, o si su equipo de fútbol ha ganado o perdido el último partido, de esa manera se crea en el hijo un profundo sentimiento de impotencia, de inutilidad de hacer las cosas bien, puesto que las consecuencias serán difícilmente predecibles. Por eso suelen fracasar aquellos padres que alternan imprevisiblemente el exceso de benignidad con el de severidad.
Lastre emocional
—¿Y en qué medida tienen remedio los aprendizajes equivocados de la infancia o la juventud? Parece claro que los problemas más comunes de esas edades (por ejemplo, sentirse habitualmente ignorado y falto de atención o de afecto, verse rechazado en el entorno escolar, etc.), dejan su huella.
Sin embargo, esas heridas emocionales que muchas personas llevan profundamente grabadas, pueden cicatrizarse y curar.
Es cuestión de aprender a relacionarse de manera inteligente con ese lastre emocional que toda persona lleva en su vida.
—¿Y cómo se aprende? Esas heridas emocionales pueden habernos hecho, por ejemplo, susceptibles e inestables. En ese caso, tendremos la impresión de no poder evitar una respuesta hostil casi automática ante determinados estímulos. Sin embargo, aunque no siempre podamos controlar bien cuándo seremos víctimas de una reacción interior de enfado o de encrespamiento, sí podemos ejercer mucho más control sobre:
- la medida en que esa reacción interior se hará con el control de nuestro estado emocional;
- cómo lo manifestaremos externamente;
- cuánto tiempo durará.
Ese nivel de autocontrol bien podría ser un índice del avance en ese proceso de maduración emocional (de liberación de ese lastre emocional), puesto que la capacidad de contener la exteriorización del enfado y el tiempo de recuperación del equilibrio interior muestran la madurez de las respuestas que la inteligencia da a nuestras reacciones primarias espontáneas.
Cuando nuestras reacciones son demasiado exigentes con uno mismo o con los demás, o son de tipo victimista, o hiperdefensivas, o con aire de suficiencia, se desarrollarán estilos emocionales frustrantes (con sentimientos de desesperación, tristeza, resentimiento, hiperculpabilidad, etc.) que, además, suelen fácilmente desbordarse y afectar también a otros ámbitos de nuestra vida.
—¿Y en qué medida afecta esto, por ejemplo, al rendimiento académico o profesional? El deseo de aprender, el autodominio, la capacidad de relación y de comunicación, la capacidad de comprender a los demás y hacerse comprender por ellos, o de armonizar las propias necesidades con las de otros, etc., son habilidades que si se logran desarrollar en el entorno familiar, permiten partir con una indudable ventaja en la vida académica y profesional. La capacidad de abstracción, o de pensar de forma sistemática, o de asociarse o concertar voluntades en torno a un proyecto común, o la creatividad, son ejemplos de capacidades emocionales importantes para la vida que no son fáciles de incluir en los currículos académicos.
Educar la sensibilidad: afán de aprender
Como ha escrito José Antonio Marina, nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Aunque sigamos con atención su mirada, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Ambos podemos estar viendo aparentemente lo mismo, pero ignoramos el nivel donde está instalada la percepción del otro.
Un paisaje no es el mismo, por ejemplo, para la mirada de un pintor que para la de una persona que va de caza. Cada uno recibe percepciones distintas. No es sólo que vean las mismas cosas y luego las interpreten de modo diferente, sino que la percepción de cada uno es filtrada por el valor y el significado que aquello tiene para él.
Un ejemplo claro es el lenguaje escrito: nos cuesta mucho mirar un texto sin leerlo; si entendemos esa lengua, no vemos unos extraños garabatos, sino que la mirada inteligente se resiste a detenerse en esos signos, y va más allá: no sólo ve, sino que lee, recibe inevitablemente una percepción elaborada, y su atención se desplaza según el significado de lo que va leyendo.
Los hombres, en la vida diaria, sometemos la realidad a un interrogatorio continuo, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá el interés de sus respuestas y nuestra posibilidad de enriquecernos con ellas.
Al hombre con afán de aprender le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. El niño repite una y otra vez las mismas preguntas: ¿qué es esto?, ¿por qué esto es así?, ¿qué hace?, ¿por qué hace eso?, pero no siempre le valen las mismas respuestas. Según unos estudios publicados por Branderburg y Boyd en Estados Unidos, los niños entre cuatro y ocho años formulan en un diálogo normal un promedio de 33 preguntas por hora (sin duda un gran estímulo para la paciencia familiar). Al principio, la pregunta ¿qué es esto? queda contestada con el nombre de la cosa; más adelante, sin embargo, habrá que añadir otras explicaciones, porque el niño espera más, necesita más; y volverá quizá a hacer las mismas preguntas, pero entonces el interrogante que ha de ser satisfecho será más profundo.
El hombre, a través de su observación, su reflexión y sus preguntas, aprende desde muy niño a mirar y a entender el mundo que le rodea. Desde los primeros momentos de la vida hay un claro interés por aprender, por preguntar, por apropiarse del mundo de los otros.
Uno de los más eficaces empeños educativos ha de ser enseñar a preguntar.
La insensibilidad, la incapacidad de relacionarse con lo que es complejo o profundo, es una de las más amargas fuentes de infelicidad, porque niega a las personas acceder a su propia singularidad, porque dilapida toda una fortuna de posibilidades que se nos presentan de continuo a cada uno. Las personas insensibles afirman quizá que todo eso les da igual, que están bien como están, pero cuando un día despierten y vean lo que han perdido, se lamentarán con verdadero pesar.
Sería una pena que el transcurso de los años acabara por marchitar ese natural y espontáneo deseo infantil de aprender. Un deseo que nos aleja del peligro de volvernos conformistas e insensibles, que nos impulsa a profundizar en las cosas, a mejorar nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de discernimiento, a descubrir esa parábola que late bajo cada situación y cada eventualidad, cuando se contemplan con atención.
A lo mejor pensamos que, por la razón que sea, esa capacidad ya poco puede crecer en nosotros, pero probablemente no sea así. Podemos aprender a discernir mejor. Podemos enriquecernos aún mucho con las aportaciones de los demás. Podemos –y debemos– ganar en sensibilidad.
El ser humano no sólo sabe lo que sabe, sino que también sabe que ignora muchas otras cosas.
Como apuntó Jerome Bruner, si no hay constatación de la ignorancia, no habrá tampoco esfuerzo por aprender ni por enseñar.
Quien no tenga ese afán de indagar, detectar y subsanar la ignorancia propia y ajena, difícilmente podrá educar bien.
La capacidad de aprender está hecha de muchas preguntas y de algunas respuestas; de una continua búsqueda nunca totalmente satisfecha; de un sano sentido crítico; de una sana y activa receptividad hacia la gente que nos merece autoridad moral. Por eso, como tantas veces se ha dicho, lo importante es enseñar a aprender. Formar cabezas que no sean simples almacenes de conocimientos, sino personas capaces de pensar por sí mismas, capaces de buscar y encontrar la información relevante y fiable que necesitan, y capaces luego de tomar decisiones.
Una buena educación debe potenciar la capacidad de preguntar y de preguntarse.
Una sana inquietud sin la cual difícilmente se llega a saber sobre las cosas, aunque se puedan repetir de carrerilla.
Es una cuestión ardua y difícil. Una prueba de que las cosas deben mejorar aún bastante es que en la educación primaria e infantil los profesores se ven agobiados por lo mucho que preguntan los niños, mientras que en la universidad se quejan de que los alumnos apenas preguntan en clase. ¿Qué ocurre en esos años que separan la escuela de las facultades para que se les pasen las ganas de preguntar?