Exposición del caso: Los padres de Pablo deciden que vaya un año al extranjero para aprender bien un idioma, a la vez que sigue con los estudios de bachillerato. Tras vivir con una familia que no era católica, vuelve al cabo de un año.
Un día, charlando con los amigos en el colegio, sale el tema de la televisión. Alguno comenta que hay tanta inmoralidad en la programación, “que no hay quien la vea; es que no se salvan ni los anuncios”.
Pablo reacciona de forma brusca. Dice que ven pecados por todas partes; que les han dado una educación “en la que está prohibido divertirse: todo lo que es divertido acaba siendo pecado”. Añade que una cosa es respetar a los demás y no hacer daño, y otra es saber disfrutar de esta vida —que para eso está—, “que si no haces mal a nadie no tiene por qué estar mal”; al revés, el daño lo harían los que crean en la gente remordimientos de conciencia cada vez que sólo quieren pasárselo bien. Los ve como gente “estrecha e intolerante”. “Hay que ir a otros sitios y conocer otras mentalidades para darse cuenta. Yo no me meto con Dios viendo lo que quiero en la tele o pasándomelo bien: ni con Dios ni con nadie. Además, yo entiendo a Dios como bueno y misericordioso, y no me va a mandar a ningún infierno por esas cosas. Y no vengáis diciendo que si la Iglesia manda o no manda, porque donde vivía estuve una vez con el cura católico de esa zona y me dijo que eso de los pensamientos impuros, que decís que es una porquería, era algo de egoísmo, eso sí, pero algo inofensivo: no estaba bien, pero no era una cosa grave. Si por vosotros fuera, hasta soñar sería un pecado mortal; o, por lo menos, lo sería si te acuerdas de lo que has soñado”.
Llegó la hora de volver a clase y ahí acabó la conversación. Uno de los amigos, José María, se quedó pensativo. Por una parte, los argumentos de Pablo parecían tener algo de atractivo. Por otro lado, tras el año de ausencia, veía a Pablo cambiado: más brusco de carácter, más altanero, peor estudiante, y, lo que más le afectaba, iba mucho más “a lo suyo”. Parecía que no le importaba lo que le pasara al prójimo. Y, sintiéndolo mucho, notaba que su amistad se iba enfriando.
Preguntas que se formulan: — ¿El pecado es algo malo por estar prohibido, o está prohibido por ser algo malo? ¿Es malo sólo por hacer daño a otros? ¿Cómo definirías el pecado? — ¿Puede ser una ofensa a Dios algo que no se refiere a Él directamente? ¿Por qué? ¿Se puede ofender gravemente a Dios si no se piensa en Él, sino sólo en divertirse? — ¿Por qué la conducta pecaminosa con frecuencia se presenta como atrayente o divertida? ¿Lo es de verdad? ¿El bien de la persona coincide con lo divertido? ¿Por qué? ¿Hacer el bien produce satisfacción? ¿Y felicidad? ¿Son lo mismo que diversión o placer? — ¿Se puede apreciar en Pablo algún efecto visible de una vida de pecado? ¿Proceden esos efectos de otros que no se ven? — ¿Por qué los pecados internos pueden ser graves, si no parecen tener consecuencias? ¿Dónde está la raíz de todo pecado: en la voluntad o en las obras? ¿Añaden algo éstas a aquélla? — ¿Se puede cometer soñando un pecado mortal? ¿Y venial? ¿El acordarse después de lo que se ha soñado modifica algo el valor moral? ¿Qué se requiere para que una conducta sea pecado mortal? — ¿Puede apreciarse aquí alguno de los llamados “pecados contra el Espíritu Santo”? — ¿Cuál es a tu juicio el motivo del cambio de Pablo? ¿Crees que ha cambiado de vida y consecuentemente de ideas, o primero de ideas y consecuentemente de vida? — ¿Es el evitar el pecado el principio fundamental de la moral? ¿Una ascética basada exclusivamente en evitar el pecado estaría bien planteada? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 386-387, 402-412, 1846-1869.
Comentario: Ya lo decía el Señor: “Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. No puede el árbol bueno dar malos frutos, ni el árbol malo frutos buenos. (…) Por los frutos, pues, los conoceréis” (Mt. 7, 17—20). Aquí ya se ve que falla algo, y José María se da cuenta.
Esto pone ante nuestros ojos que el pecado no consiste en una prohibición: es un mal. Y por eso está prohibido, y no al revés. Es también una ofensa a Dios. Pero esto hay que saberlo entender bien. No quiere decir que tenga necesariamente que haber una intención ofensiva hacia Dios. Algunos piensan que sí, al menos para que el pecado sea grave; o, de modo parecido, piensan que lo que es verdaderamente importante, en realidad lo único grave —para mal o para bien—, es la llamada “opción fundamental”: la opción de dirigir la existencia hacia un sitio u otro, hacia el mal o hacia el bien. Eso sería una buena moral para ángeles, para espíritus puros, pero no para hombres. La nuestra es una existencia continuada en el tiempo, y tenemos que decidir nuestro comportamiento muchas veces, y podemos, en un momento dado, elegir de forma contraria a lo que nos hemos propuesto como fin. Basta pensar en un estudiante que decide tomarse en serio su estudio; pero, a la hora de la verdad, tiene que renovar esa voluntad cada día de trabajo, porque puede suceder que a la hora de la verdad la pereza “le pudiese”, a pesar de su buena intención inicial.
La verdad es que pocos pecados se cometen con la intención explícita de ofender a Dios. Pero se ofende a Dios contrariando sus planes. Somos imagen de Dios, y se ofende a Dios desfigurando esa imagen en nuestras vidas. Podemos ver alguna semejanza en esta vida, como cuando un padre se siente ofendido si su hijo desaprovecha toda la educación que le ha dado y todo lo que se ha gastado en sus estudios. Y nuestra dependencia de Dios es mucho mayor que la de cualquier hijo a su padre. Dios es un Padre que espera de sus hijos que se comporten como tales. En esta misma vida, si Pablo pensara que es buen hijo por el simple hecho de que no se mete con su padre, sería difícil darle la razón; más bien pensaríamos algo así como “¡sólo faltaba eso!”. Y sobre lo de “no hacer daño a nadie” ya se contestaba al comentar la postura de Cristina en el caso sobre “La moralidad del los actos humanos”. Aquí no está de más añadir que conviene no olvidar que el pecado es, antes que nada, ofensa a Dios. En la parábola del hijo pródigo que enseñó Jesucristo, cuando el hijo, arrepentido de lo que le había hecho a su padre, vuelve a pedirle perdón, lo hace con estas palabras: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc. 15, 21). El cielo estaba primero.
El núcleo de la argumentación de Pablo puede encontrarse en la frase “si no haces mal a nadie no tiene por qué estar mal”. No parece darse cuenta que a quien en primer lugar hace daño cuando comete algún mal es a sí mismo. Él, como todo ser humano, es libre al obrar. ¿Puede hacer lo que quiera? En cierto sentido sí, pero lo que haga no es indiferente para él mismo. Por ser libre, es responsable. Es responsable de su propia vida, y por ello en su mano está utilizarla para mejorar o echarla a perder, que es lo que parece que está ocurriendo en este caso. El ser humano viene al mundo “por hacer”, y no sólo en cuanto al desarrollo físico, sino también al moral. Éste, a diferencia de aquél, no acaba nunca en esta vida. Y este “hacerse” es una responsabilidad primariamente de cada cual. ¡Tendría gracia que fuéramos responsables de la vida de los demás, y no de la propia! Porque esto es lo que se concluiría de las palabras de Pablo.
En este “hacerse”, las acciones libres de la persona no son algo que repercute sólo en el exterior. Para bien o para mal, “quedan” dentro del sujeto. Así, por ejemplo, si uno dice la verdad se hace veraz, y si miente se hace mentiroso. Hoy día bastantes olvidan esto. En el nivel teórico, está bastante de moda el llamado “consecuencialismo”, que consiste en medir la moralidad de los actos solamente por las repercusiones —consecuencias— externas. Olvida que uno mismo no es indiferente a la propia conducta. Y ésta puede ser mala, gravemente mala, sin que trascienda necesariamente al exterior. Basta pensar, por ejemplo, en el odio para darse cuenta de ello.
En cuanto al daño al prójimo, es evidente que con algunas conductas se le causa directamente, lo cual, lógicamente, agrava el mal. Pero tampoco hay que olvidar que indirectamente se le causa un daño siempre si se obra mal. Todos vivimos con los demás y también para los demás. Por tanto, un deterioro propio siempre repercutirá en el prójimo: les negamos algo que cabe esperar de nosotros. Es lo que nota José María: a él no le había hecho nada directamente, pero… sí indirectamente. La razón es sencilla. Al suponer siempre un daño en el alma del pecador, lo que éste puede dar a los demás queda comprometido. De ahí esos cambios bruscos de carácter en Pablo, ese mal humor, ese egoísmo, que no puede menos que afectar al prójimo. Incluso convierte ese egoísmo en “filosofía”: pone por encima de todo y de todos el divertirse, y al parecer todo lo que los demás van a poder esperar de él es que les deje en paz. De un amigo cabe esperar más.
El pecado es, sencillamente, el mal moral, toda conducta inmoral. Esto es fácil de entender. Quizás no lo sea tanto el que suponga una ofensa a Dios. Pablo, desde luego, no lo entiende así: él “no se mete con Dios”. Pero no hace falta meterse directamente con Dios para ofenderle. Para ofender a un Padre basta con ofender a sus hijos, y trastocar el orden que, buscando su bien, ha establecido para ellos.
El bien, por serlo, parece que tendría que presentarse siempre como lo más atractivo. Pero no siempre es así: muchas veces el mal se presenta como algo divertido y el bien como algo más bien aburrido. Esto necesita una explicación. De entrada, hay que decir que “atractivo” y “divertido” no son dos palabras con el mismo significado. Lo divertido es más inmediato y más superficial; lo que atrae en lo más profundo de nosotros mismos suele a la vez presentarse como algo difícil de conseguir. Un ejemplo muy generalizado son los títulos académicos. En realidad, en el fondo de Pablo y muchos otros con su misma mentalidad es que identifican felicidad con diversión. Es un serio error. La felicidad es algo profundo y estable, justo lo contrario que la diversión. Ésta no es mala de por sí, pero ponerla como fin de la vida lleva a evitar esfuerzos a toda costa, y, con ello, renunciar a adquirir virtudes —conseguirlas es trabajoso—, con lo que, tarde o temprano, se desemboca en un serio fracaso personal, lo que produce una profunda insatisfacción e infelicidad. Se acaba así… hasta con la propia diversión, pues se produce un hastío en el que ya nada divierte.
En gran parte de los pecados lo que se busca es “divertirse”: la satisfacción propia. Podría pensarse que eso no es algo malo, o por lo menos “muy” malo. Y en principio es verdad: no lo es. Lo malo es a costa de qué. Si eso se pone por encima de Dios, de los demás, de los deberes propios —en suma, del bien—, sólo puede desembocar en el mal, en el pecado. Éste se suele presentar como algo atractivo; al menos aparentemente, como algo divertido o que va a proporcionar satisfacción. Pero una cosa son las apariencias y otra la realidad. Acaba ocurriendo algo parecido a lo que ocurre con el sueño: si alguien, cuando se acuesta, se obsesiona pensando en que debe dormir, el resultado más probable será el insomnio. Aquí conviene distinguir el placer de la alegría, que es algo más estable, profundo y espiritual que aquél. Si uno sólo busca la diversión, no tardará en pensar que su felicidad estriba en acumular cosas placenteras. Las conseguirá, pero el resultado es —y en el caso se aprecia— que la alegría se le escapa. Queda un placer que pronto hastía, y una sensación de vacío en la vida, porque el corazón humano está hecho para el amor, no para el placer. Y el amor verdadero, lo único que realmente llena un corazón y por tanto alegra una vida, requiere olvido de sí para darse a los demás, y a Dios. No es de extrañar que José María note que se está enfriando su amistad con Pablo. No es culpa suya: es que en el planteamiento de Pablo, en su corazón, algo como la amistad no tiene sitio.
De todos modos, ya señalábamos que divertirse no es un mal. Al contrario. Tiene que ser la expresión natural de la alegría. Es una gran mentira que en el cristianismo esté prohibido divertirse, o casi. Por ello, una tarea que incumbe a los cristianos es enseñar a divertirse, un verdadero “apostolado de la diversión”. Aquí entra en juego un don de Dios, que hay que saber emplear apropiadamente: la imaginación. Pero, sobre todo, debe entrar en juego un verdadero corazón cristiano que oriente adecuadamente el entretenimiento, el ocio, la diversión.
Para entender bien esta cuestión hay que tener una clara idea de quién es el hombre, incluido el pecado original, pues éste explica su actual situación. La herida que produjo alcanza a la inteligencia, que en muchas ocasiones entiende mejor el atractivo de lo agradable que la belleza de los bienes más radicales. También alcanza a la voluntad, lo que hace que conseguir los bienes verdaderos sea con frecuencia arduo. Esta vida es una lucha continua —debe serlo— para conseguir el bien, y no es extraño que lo arduo de los medios oscurezca la bondad del fin perseguido y la alegría y felicidad que lleva consigo.
Lo que dice el sacerdote católico citado a Pablo es lamentable, aunque alguna vez han sucedido cosas así. De todas formas, nos sirve para hacer algunas distinciones, para clasificar los distintos tipos de pecados.
El pecado admite varias clasificaciones. La más importante, con diferencia, es la que distingue entre pecado mortal y pecado venial (sin que quepan estados intermedios). Es la distinción más importante, porque el primero supone una ruptura total con Dios: quita la gracia, nos hace merecedores de la pena eterna; mientras que el segundo se limita a obstaculizar los efectos de la gracia y hacernos merecedores de una pena temporal. No corresponde a este caso examinar por qué este pecado concreto es grave. Basta decir que la materia lo es, porque la sexualidad es un elemento importante de nuestra personalidad y de nuestro ser. A Pablo le dicen que es pecado venial —leve— lo que es pecado mortal —grave—.
Sólo el pecado grave es pecado en su sentido más pleno. Requiere que la acción sea gravemente mala y sea cometida con plena libertad —en advertencia y consentimiento—. Es decir, para que un pecado sea mortal, tiene que haber materia importante —”grave”—, clara conciencia de que está mal y expreso consentimiento. Si se da, desvía a la persona de su fin, y pierde así la gracia de Dios. Si falta esa llamada “materia grave” o falta esa plena libertad —la advertencia no es clara o el consentimiento no es pleno— el pecado es venial. Es verdadero pecado, pero imperfecto como pecado. No aparta del fin, y no se pierde la gracia de Dios; tampoco se disminuye, aunque lo que sí disminuyen son sus efectos: se enfría la caridad, y es una traba para obrar bien. Por eso no se debe despreciar nunca, sobre todo cuando se trata de actos deliberados: nos irían colocando a la puerta de cosas peores.
Ahora bien, si alguna de esas tres cosas no existe en absoluto, lo que no hay es pecado. O, al menos, no lo hay “formalmente”: puede haberlo “materialmente” —una conducta mala pero sin culpa ninguna por parte de quien la hace—, pero el llamado “pecado material” no es propiamente pecado. Esta es una segunda distinción. Y pueden quedarse tranquilos los protagonistas del caso: lo que se sueña no es pecado mortal; no es ni siquiera pecado, se acuerde uno o no después.
Una tercera distinción es entre los llamados “pecados internos” —los que no han salido de la mente del que lo comete— y “externos”. Para alguien que como Pablo tiene como criterio de lo que está bien o mal el no hacer daño a nadie, no es de extrañar que los pecados internos carezcan de importancia. Pero no es difícil entender que eso está mal planteado, porque lo meritorio y lo reprobable requieren que lo que se haga sea voluntariamente. Es en la voluntad donde radica el bien y el mal. El Evangelio lo dice bien claro: “porque del corazón provienen los malos pensamientos… (sigue una lista de pecados). Esto es lo que contamina al hombre” (Mt. 15, 19-20). De todas maneras, los externos suelen tener la malicia añadida de mostrar una voluntad más decidida en el mal, que llega a la acción.
Unas palabras del Señor —”cualquier pecado o blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada” (Mt. 12, 31)— han dado paso a considerar, dentro de los pecados, los llamados “pecados contra el Espíritu Santo”, que son aquéllos que se hacen imposibles de perdonar —mientras persistan— porque se trata de pecados que en sí mismos impiden a quien los comete acudir al perdón divino, cerrando la acción del Espíritu Santo en su alma. Se suelen distinguir seis, de los que aquí vemos en Pablo tres: la presunción de salvarse sin merecimientos, la impugnación de la verdad conocida, y la obstinación en los pecados.
En un caso concreto como éste no es fácil juzgar lo sucedido con Pablo con absoluta certeza. Pero tampoco está de más decir que lo más frecuente en casos como éste es que esas ideas sean, no tanto la causa de una conducta desordenada, sino más bien la consecuencia. A nadie le gusta quedar mal ante uno mismo, y, una vez decidido hacer el mal, el amor propio tiende a buscar justificaciones. Si esa voluntad de hacer las cosas mal es firme, se puede llegar, y se llega, a buscar razonamientos excusantes, por los cuales resulta que no es tan malo lo que se hace; si la soberbia es de gran envergadura, incluso se llega a buscar teorías por las que está bien lo que se hace, hasta es una virtud —y en nuestros días, como siempre, apoyos “intelectuales” no faltan para quien los busca—, y los “malos” son precisamente los que procuran evitar el pecado.
No conviene olvidar, por último, que este caso trata del pecado, y por eso la exposición se centra en él. Pero la vida cristiana debe ser positiva. No se trata tan sólo de evitar el pecado. Se trata de adquirir las virtudes, sobre todo la caridad, que mueve a todas las demás. Cuando se ve así, es mucho más fácil darse cuenta de que luchar para evitar el pecado es algo que vale la pena. Como la santificación es obra de la gracia, y nuestra parte consiste en quitar los obstáculos a la acción de esa gracia, podría decirse que la ascética cristiana se resume en evitar el pecado, pero esta realidad puede y debe ser presentada de una manera más positiva. Combatir de verdad el pecado —incluidos los veniales— sólo puede ser fruto del amor de Dios. Y este amor hace que el llamado “temor de Dios” se convierta en el temor a ofender a quien queremos con todo el corazón. La lucha del cristiano no es una lucha áspera y asfixiante contra el pecado que acecha por todas partes. Debe ser la lucha de quien, por amor a su Padre celestial —y, por Él, al prójimo—, se esfuerce con ilusión en quitar de su vida lo que desmerece de su condición de hijo de Dios.