El amor sólo comienza a desarrollarse
cuando amamos a quienes no necesitamos
para nuestros fines personales.
E. Fromm La primera infancia «Yo –comentaba Silvia, una de esas madres que saben reconocer sus errores y aprender de ellos– le di a mi primer hijo todo lo que se le antojaba.
»Al más mínimo lloro, yo acudía corriendo. Ahora, a los cuatro años, es un pequeño tirano, y creo que eso se ha convertido en parte de su carácter, y me está costando cambiarlo, es tremendo. Es de esos niños que chascan los dedos y todo el mundo tiene que prestarles atención.
»Con mi siguiente hija, que ya tiene casi dos años, aprendí la lección, y ya no me precipitaba a su lado, como con el mayor. He intentado que desde el principio comprenda que no puede manejarnos a todos a su capricho. Quiero que aprenda a pensar más en los demás, que vea por ejemplo que no debo ir recogiendo como una tonta todo lo que ella tira. Quiero que aprenda a ser paciente, a desarrollar un mínimo de orden, de autocontrol. Y estoy bastante satisfecha de la diferencia de resultados.» A veces puede parecer que los niños de pocos meses son seres de muy poca consciencia. Sin embargo, si se les observa atentamente, como supo hacer aquella madre, pronto se comprueba que desde los primeros meses el niño desarrolla su capacidad dominar la tensión que el acontecer ordinario de la vida le produce. El bebé ha de controlar los movimientos espontáneos para construir su comportamiento voluntario. Y la educación que reciba (porque a esas edades puede y debe haber ya una educación) ayudará o estorbará extraordinariamente en esa importante tarea.
Si se satisfacen siempre todos sus antojos, se le impedirá desarrollar su capacidad de resistir el impulso y tolerar la frustración, y su carácter será egocéntrico y arrogante.
—Tampoco se trata de negarle casi todo para que desarrolle más esas capacidades, supongo.
No, porque eso fomentaría la decepción crónica, un sentimiento de permanente insatisfacción y un carácter desconfiado, escéptico o malhumorado.
La mirada del niño es mucho más escudriñadora y despierta de lo que parece. Va configurando impresiones diversas sobre cómo funciona el mundo. Establece un diálogo minucioso y continuo con las personas que le rodean. Un diálogo que no es sólo de palabras, sino también de imitaciones, de búsquedas de aprobación, y de asimilación de gestos que observa. Y en esa sustanciosa interacción, se va configurando su memoria afectiva personal. Se hace una idea de qué, cuánto y cómo debe sentir ante cada tipo de suceso.
Ese continuo goteo de experiencias afectivas va formando en él, de modo casi inadvertido, leyes por las que en lo sucesivo interpretará cómo debe ser su reacción y su estado de humor ante cada cosa. Se trata de un lento proceso que influye en su evolución afectiva, y también en el desarrollo de su inteligencia.
—¿Cómo pueden influir los afectos en el desarrollo de la inteligencia? Piensa, por ejemplo, en la influencia de la motivación. Si es alta, y hay por tanto ilusión por aprender cosas y desarrollar sus destrezas y capacidades, la inteligencia irá rindiendo cada vez más. Por el contrario, una baja motivación dejará infecundos multitud de talentos personales.
El desarrollo de la inteligencia está muy ligado a la educación de los sentimientos.
En esos años se va constituyendo su sistema motivacional, por el que, ante algo nuevo, se sentirá incitado a explorarlo, o, por el contrario, a rehuirlo. Una correcta educación ha de proporcionar la seguridad y el apoyo afectivo necesarios para esos sucesivos encuentros con el lenguaje, con las tradiciones de la familia, los compañeros de colegio, la naturaleza, la cultura, con valores de todo orden. Según sea la calidad y cantidad de esos encuentros, así será el desarrollo de su espíritu.
Formación del estilo sentimental —¿Y cómo se proporciona esa seguridad, que parece tan importante para la motivación? La sensación de sentirse seguro se apoya mucho en la sensación de sentirse querido (que, como es obvio, nada tiene que ver con estar mimado). Los niños privados de afecto (es fácil observar casos extremos, por ejemplo, en los internados de niños confiados al cuidado del Estado) suelen presentar un desarrollo afectivo anómalo y difícil, lo que demuestra, entre otras cosas, que la educación emocional de los primeros años ejerce un influjo decisivo.
Es fundamental el papel de la familia como ámbito donde uno es querido con independencia de su valía o sus aptitudes.
Un frecuente rechazo afectivo, o un estilo educativo asediante, imprevisible o hipercontrolador, disminuirá la capacidad del chico de dominar sus miedos y sus problemas. Lo mismo podría decirse de esos padres excesivamente obsequiosos y dependientes, que no permiten que su hijo se separe de ellos, y remueven los sentimientos del chico en un triste chantaje afectivo que suele enmascarar una actitud egoísta, dominante y posesiva.
Todas esas situaciones, sobre todo si son intensas y prolongadas, influyen en el estilo sentimental del niño, y configuran esquemas mentales que quedan en las capas más profundas de su memoria y forman parte del núcleo de su personalidad.
—Hablas bastante de la memoria. ¿Te parece muy importante para configurar el estilo sentimental? Tiene importancia, aunque muchas veces su efecto pase casi inadvertido. Hay muchas cosas que nos parece haber olvidado, pero en realidad no las hemos perdido del todo, sino que están como latentes en nuestra memoria. Por ejemplo, todos tenemos experiencia de cómo a veces nos vienen viejos recuerdos –incluso simplemente con ocasión de un olor, o un sonido, o un gesto, o una situación–, y esos recuerdos reviven en nosotros sentimientos que en la memoria teníamos asociados a ellos.
Este efecto a veces se produce de forma poco consciente, pero no por eso deja de influirnos. Por ejemplo, una persona puede haber tomado miedo a los perros porque en su infancia fue atacada por un perro; o a los coches con motivo de un lejano accidente de tráfico; y puede sentir miedo cada vez que vea un perro o cada vez que suba a un coche, porque, aunque no siempre vengan expresamente a su memoria aquellos recuerdos, sí reviven los sentimientos asociados a ellos.
Desarrollo del sentido de autonomía Al finalizar el primer año de vida, comienza un periodo de gran actividad. El niño aprende a andar y aprende a hablar: dos gigantescas ampliaciones de su mundo. Muchos autores ven en este periodo una decisiva influencia en la transformación afectiva de la personalidad del pequeño.
El niño hace una entrada gloriosa en su segundo año de vida. Se encuentra exaltado y alegre, despliega una actividad infatigable, explora su entorno, lo manipula y lo maneja, y desarrolla inevitablemente la conciencia de su autonomía. Comprende ya mucho mejor los sentimientos ajenos y empieza a obtener claves emocionales de las expresiones de sus padres y hermanos. Todavía tiende a comportarse como observador, sin tratar, por ejemplo, de prestar consuelo a una persona afligida. Esto cambia enseguida, y al año y medio o dos años es fácil que sí lo haga, aunque, como contrapartida, también aprende a chinchar y a disfrutar saltándose las prohibiciones, tanteando hasta dónde puede infringir las reglas establecidas en la casa o el preescolar.
A los dos años, aparecen otros sentimientos en los que intervienen más las normas y el juicio sobre el comportamiento propio y ajeno. Descubre el sentido de la responsabilidad y entran más en su vida las miradas ajenas. Frases como ¡Mira lo que hago!, o ¡Mira cómo salto!, suelen ser muestra de su frecuente reclamo de atención y de su necesidad de ser mirados con cariño.
A partir de los cinco años, aparecen sentimientos más complejos, impregnados a un tiempo de responsabilidad personal y de respeto a las normas que va percibiendo a su alrededor. Hasta entonces, cuando se le pregunta, por ejemplo, después de un triunfo en un juego o en el deporte, dice que está contento; y si ha hecho algo malo, puede estar asustado por miedo al castigo, pero aún no suelen aparecer sentimientos de orgullo, culpa o vergüenza.
Entre los seis y siete años, sí empieza a referirse a esos sentimientos, sobre todo si los padres han sido testigos de la acción, pues el niño a esa edad aún atribuye en gran parte esos sentimientos a la reacción que ve reflejada en sus padres. La alegría y la tristeza que hasta entonces había experimentado eran sentimientos bastante simples, pero el orgullo, la vergüenza o la culpa son más complejos, y por eso tardan en llegar al corazón del niño.
Alrededor de los siete u ocho años, comienza a sentirse orgulloso o avergonzado de sí mismo, haya o no testigos de lo que ha hecho. Una dualidad irremediable se instala en su conciencia. Se convierte en sujeto moral, adquiere lo que tradicionalmente se ha llamado uso de razón. La vida se le va a complicar un poco (por fortuna, pues son las inestimables consecuencias de la reflexión y de la libertad). Durante toda esta etapa cobra fuerza con gran viveza otro sentimiento importante para su educación: la satisfacción ante el elogio o ante las muestras de aprobación de aquellos a quienes él aprecia. Se trata de un sentimiento que no tiene por qué ser negativo, pues responde también a una positiva satisfacción por haber complacido a las personas que quiere.
Sensibilidad ante los valores «El abuelo se había hecho muy viejo. Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez menos, babeaba y tenía serias dificultades para tragar.
»En una ocasión –prosigue la escena de aquella novela de Tolstoi– cuando su hijo y su nuera le servían la cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos en el suelo. La nuera comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una palangana de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a decir nada.
»Un rato después, vieron al hijo pequeño manipulando en el armario. Movido por la curiosidad, su padre le preguntó: “¿Qué haces, hijo?” El chico, sin levantar la cabeza, repuso: “Estoy preparando una palangana para daros de comer a mamá y a ti cuando seáis viejos.” »El marido y su esposa se miraron y se sintieron tan avergonzados que empezaron a llorar. Pidieron perdón al abuelo y a su hijo, y las cosas cambiaron radicalmente a partir de aquel día. Su hijo pequeño les había dado una severa lección de sensibilidad y de buen corazón.» En todo niño puede observarse cómo, incluso junto a defectos a veces notables, se desarrolla una sensibilidad especial ante determinados valores, en muchos casos de modo aleccionador para los adultos (podría hablarse aquí de cómo la convivencia con personas jóvenes educa también a los mayores). Son como destellos que van surgiendo desde edades tempranas, y que después, en la adolescencia, adquirirán una viveza mucho mayor, y cristalizarán en un horizonte personal de valores e ideales.
—¿Y cómo se configuran esos valores e ideales? Aparecen de modo natural en la historia de cada persona, con mayor o menor frecuencia e intensidad. Son luces que surgen en nuestro interior y que, poco a poco o de modo fulminante, cobran relieve en nuestro aprecio, se destacan entre otros valores o ideales posibles, y hacen que los percibamos como más entrañables, más propios, más personales.
—Dices que surgen de modo natural, pero en unas personas son mucho más nobles y elevados que en otras.
Depende de la respuesta que cada uno demos a los valores e ideales que se nos presentan. Si se acogen con buena disposición, serán cada vez más nobles, más precisos, más propios, más cercanos.
Es algo que va madurando en nosotros, y que con el tiempo se nos muestra como algo que debe definirnos y diferenciarnos, que da sentido a nuestra vida, a todo lo que hacemos.
Y experimentamos esos ideales como algo a lo que estamos llamados. Como algo que, aunque ciertamente esté sujeto a nuestra decisión, es casi más recibido que elegido. Como algo que necesita ser reconocido y asumido, que a la vez atrae y exige, que a un tiempo nos compromete y nos llena.
Una ayuda a tiempo «Cuando yo era niño, no tenía amigos. No tenía nadie a quien confiarme, salvo el cielo abierto de los campos, el viento, y, de noche, la soledad y el silencio de mi habitación. La soledad y la desesperación actuaban en mi interior, como dos fuelles que soplaban sin detenerse.
»Ahora sé –continuaba Walter, protagonista de la novela Anima mundi– que habría sido suficiente una persona, tan sólo una, para que mi destino hubiese sido muy otro. Habría bastado una mirada, el vislumbre de una comprensión, alguien con un cincel en la mano que rompiera el molde calizo en el que yo estaba encerrado.» Esta desgarrada reflexión de aquel chico puede servirnos para subrayar la importancia de la educación afectiva en la infancia y la adolescencia.
Durante los primeros años de vida, el desarrollo del niño alcanza en todos sus ámbitos un ritmo que jamás volverá a repetirse. En ese periodo clave, todo el aprendizaje, y especialmente el aprendizaje emocional, tiene lugar más rápidamente que nunca. Por esa razón, las deficiencias emocionales que se producen durante la infancia dificultan especialmente el desarrollo afectivo y merman seriamente sus futuras capacidades. Y aunque es cierto que todo eso puede remediarse en parte después, es indudable que el impacto del aprendizaje temprano resulta muy profundo.
Las lecciones emocionales aprendidas en los primeros años de vida son extraordinariamente importantes.
Un niño con dificultades para centrar la atención, o un niño que es triste y susceptible en vez de alegre y confiado, o que es agresivo y ansioso en vez sereno y descomplicado, será siempre un niño que, a igualdad de otras circunstancias, tendrá en el futuro muchas menos posibilidades de sacar partido a las oportunidades que la vida le vaya presentando.
Por eso, quienes han pasado una infancia rodeada de cariño –aun con dificultades y sufrimientos–, tienen más facilidad para interpretar las cosas de modo positivo y gratificante, para confiar en los demás, para sentirse seguros y dignos de aprecio. Por el contrario, los niños privados de cariño tienden a ser inseguros y susceptibles, a percibir con desconfianza las relaciones personales y a sentirse insatisfechos.
Si caemos en la cuenta de la gran influencia que esos primeros aprendizajes emocionales –positivos o negativos– tienen en el modelado del estilo sentimental (y, como consecuencia, en el resultado global de la vida), no desaprovecharemos tantas ocasiones como se presentan cada día para educarlos.