Exposición del caso: Un sábado por la tarde, Irene se despide de su amiga Clara para asistir a Misa. Clara le dice que se ha enterado que en una iglesia bastante cercana un sacerdote joven recién llegado había organizado una “Misa de la juventud” el domingo a las 11.30, y que podían esperar al día siguiente e ir juntas allí. Irene, tras dudar un poco, acepta.
Cuando llegan, al día siguiente, se encuentran a la puerta con Elvira, una compañera de colegio algo mayor. Charlan de cosas varias, y Elvira comenta lo que le ha costado levantarse a tiempo, con la “resaca que llevaba encima”, después de haber estado hasta altas horas de la noche en un local de las afueras “agitando el esqueleto” y tomando una combinación “explosiva” de diversas sustancias: “leche de pantera”, una pastilla de “éxtasis”, y alguna otra cosa menos fuerte. Irene y Clara se cruzan una mirada, pero no dicen nada. Elvira añade, dirigiéndose a Irene, que con lo “mona” que va llamará la atención. Irene, que para algunas cosas es un poco zafia, ha aprendido en su familia a ir particularmente bien vestida y arreglada para la Misa del domingo, y le parece bastante razonable. Repara entonces que, efectivamente, la gente que entra no va muy cuidada, pero no sabe qué contestar en ese momento, y no dice nada.
La conversación acaba porque era la hora de comenzar la Misa, y pasan adentro. Irene y Clara se quedan juntas atrás. Empieza a sonar la música: es un conjunto de música moderna con un coro añadido, y las canciones son un par de antiguos éxitos, algo “movidas”, y con las letras cambiadas, en las que la palabra “cena” es la más repetida: son “convocados a la cena”, están “reunidos en la cena”, “participan en la cena”, viven “la alegría de la cena”. A partir de ese momento, Irene se dará cuenta de que el oficiante se referirá siempre a la ceremonia como “la cena”. Tardó algo en darse cuenta de quién era el oficiante, porque iba vestido de paisano; el único distintivo era una insignia en la solapa de la chaqueta bastante gastada que llevaba, que consistía en una cruz y otra cosa que no distinguía.
A Irene todo aquello le parecía bastante extraño. La estructura de la ceremonia se seguía, pero había alteraciones. Parecía que había una especie de gusto en cambiar el texto de las oraciones, de forma que quedara parecido pero distinto. Al llegar la primera lectura, en vez del encabezamiento usual se oyó una voz que decía “¡carta de Pablo!” y entraba con un papel apergaminado, que leía. El evangelio no lo leyó el sacerdote, sino uno de los asistentes. Por lo que se veía, parecía que al celebrante lo que le gustaba era dar explicaciones —las daba, breves, a cada paso— y hacer actuar a los demás; a Irene le recordaba al director de una orquesta. La homilía en realidad no fue tal: fueron desfilando por el ambón cinco de los asistentes, que contaron sus “experiencias”, en general en un tono que a Irene se le antojaba un poco afectado. Hablaban de cosas como “haber encontrado a Jesús en el pobre, en el marginado, en el rechazado”. A Irene se le pasó por la cabeza que uno de ellos tenía tal aspecto, que el marginado debía de ser él. La oración de los fieles era también bastante informal: algunos de entre los asistentes hacían peticiones en voz alta, y todas se referían a necesidades humanas, de personas concretas o en general: la paz, el hambre, el paro, etc. Concluyó el celebrante con una oración que decía algo así como “oremos, para que el recuerdo de la cena del Señor que celebramos nos haga conscientes de que somos comunidad en marcha al servicio del necesitado, y veamos siempre a Jesús en los desheredados de este mundo”.
Cuando empezó el ofertorio, se volvieron a oír palabras introductorias del celebrante. Dijo que el pan y el vino que se iban a ofrecer eran “símbolos de la nueva vida en Cristo”, y que por tanto iba a cambiar su significado para nosotros: “por eso decimos que «será para nosotros pan de vida»”. Irene se fijó en que el pan que, junto con el vino, llevaban varios asistentes al altar no consistía en las “formas” redondas y blancas como las que estaba acostumbrada a ver, sino en pan “normal”, como el que se servía en las comidas aunque un poco más rústico. Además, la cantidad de ambas especies era sensiblemente mayor que lo que había visto en otras iglesias. La plegaria eucarística no presentó novedad, salvo que más de un asistente la seguía en voz alta, aunque a bajo volumen, y que las palabras de la consagración se pronunciaron sin diferencia alguna de tono, pausa o postura que las demás.
Cuando llegó la comunión, los asistentes se iban acercando al altar y tomando ambas especies por sí mismos. Irene, que en principio tenía la intención de comulgar, no se atrevió a hacerlo. Clara intentó animarla, pero al final lo zanjó con un “vete tú si quieres, a mí déjame; y tú verás lo que haces, que estabas con un chicle hasta la puerta de entrada”. Clara dijo que “sólo faltan cinco minutos para la hora, y eso no es nada; además, sólo era un chicle, no es para ponerse así”. Clara fue hacia el altar, y, conforme la seguía Irene con la vista, se dio cuenta de que también Elvira acudía. Eso acabó por descentrar a Irene, que pensó que lo mejor que podría hacer era salirse —más aún, que tenía que haberse ido antes—, pero, faltando lo poco que faltaba, y por no plantar a su amiga, permaneció en la iglesia. Fue recorriendo el lugar con la mirada, y se fijó en una capilla lateral que debía ser la del Santísimo, pero que parecía algo abandonada, sin ninguna luz y con los asientos retirados. La última novedad fue la bendición final. Tras un “el Señor esté con nosotros”, también la fórmula de la bendición y la despedida se dijo en primera persona del plural.
A la salida se juntaron las tres. Elvira les preguntaba qué les había parecido. Clara fue algo ambigua en la respuesta: parecía no querer responder. Irene manifestó que había cosas que no entendía y, sin pensarlo mucho, añadió, dirigiéndose a Elvira: —”¿Y estás segura de que podías comulgar?” —”¿Por qué no?”, fue la respuesta. —”En fin, por lo de ayer…” En un tono que denotaba algo de enfado, Elvira contestó que ya había hablado de esto con el organizador; cuando había necesidad se podía comulgar, y por tanto si uno siente la necesidad de acercarse a la comunión, podía hacerlo. Irene, viendo que si contestaba, aquello iba a acabar en un diálogo de sordos, no dijo nada, y al cabo de un rato Elvira se despidió de las dos amigas y se fue.
A solas Clara e Irene, ésta dijo que se había sentido allí a disgusto, “y la verdad, no sé por qué no me he ido”. Clara le contestó que a su juicio no era para tanto: a ella tampoco le habían gustado algunas cosas, pero pensaba que “la idea no era mala”. Irene insistió en su parecer, añadiendo que creía que no se debía comulgar así: —”Yo que tú no hubiera ido; no es por lo del chicle, que no debe tener mucha importancia, sino porque ese modo…” —”Bueno, pero el pan era pan y el vino, vino, ¿no?” —”Sí, pero, en fin, no sé…; vamos, que no me parece bien. Yo por lo menos no vuelvo”. Así las cosas, se hizo la hora de comer y se despidieron.
Por la tarde, en su casa, Irene reflexionaba sobre todo esto. Pensaba que, aparte de detalles concretos, había “un «algo» de fondo que no sabría explicar muy bien, pero que no le gustaba nada”. Sin embargo, a veces le venía la duda de si no sería ella demasiado convencional o demasiado rígida, y simplemente le chocaba por ser una novedad.
Preguntas que se formulan: — ¿Puede decirse que la Eucaristía es el “símbolo de la nueva vida en Cristo”? ¿Es un signo? ¿Lo es como los demás sacramentos? ¿Cuál es la diferencia? ¿Cómo está Jesucristo presente en ella? ¿Tiene por ello una singular importancia este sacramento? — ¿Cuál es la materia y la forma de este sacramento? ¿Cómo tienen que ser el pan y el vino? ¿Por qué? ¿Es válida la consagración de pan fermentado? ¿Es lícita? ¿Hay algo incorrecto en la forma en el caso estudiado? ¿A qué conclusión puede llevar? — ¿Quién es el ministro de la confección del sacramento? ¿Se pone de manifiesto suficientemente en esta ceremonia? ¿Influye en la validez de un sacramento la dignidad del ministro? ¿Influye en algún otro aspecto? — ¿Quién es el ministro de la distribución de la Eucaristía? ¿Es correcto lo que se hace aquí? ¿Puede serlo en alguna ocasión? ¿Hay algún caso en el que uno puede darse de comulgar a sí mismo? ¿Cuándo está justificada la distribución por un ministro extraordinario? ¿Hizo bien Irene absteniéndose de comulgar? — ¿Por qué se suele comulgar sólo bajo una especie? ¿Pierde algo con ello el que comulga? ¿Por qué? ¿Está en este caso justificado el que sea bajo las dos especies? ¿Lo está en alguna otra ocasión? — ¿Hay verdadera necesidad de comulgar para el cristiano? ¿Tiene algo que ver con las palabras citadas “será para nosotros pan de vida”? ¿Lo dijo Nuestro Señor en alguna ocasión? ¿Hay algún precepto de la Iglesia que concrete esta necesidad? ¿Es grave? ¿Hay necesidad en alguna otra ocasión? ¿Justifica esta necesidad el comportamiento de Elvira? ¿Por qué? — ¿Qué es necesario para comulgar con fruto? ¿Por qué? ¿Qué sucede cuando no se recibe al Señor con las debidas condiciones? ¿Tiene todo esto que ver con cómo se siente el sujeto? ¿Y si hay frialdad en quien se acerca a comulgar? ¿En qué consiste el ayuno prescrito? ¿Podía comulgar Clara? ¿Es algo importante? ¿Tiene alguna importancia el atuendo y aspecto externo? ¿Por qué? — ¿Cómo está el Señor en las especies sacramentales? ¿Hay alguna diferencia entre ellas en cuanto a su presencia? ¿Hasta cuándo permanece? ¿Cuál es la razón de que se le conserve en el sagrario? ¿Cómo debe de estar éste? ¿Cómo se le debe tratar? ¿Hay algunas devociones o ceremonias a este respecto? — ¿Es correcto referirse a la Misa como “cena”? ¿Por qué? ¿Dónde se instituyó la Eucaristía? ¿Es algo más? ¿Es lo mismo decir “memorial”, “conmemoración” o “renovación” de la Ultima Cena, que “recuerdo”? ¿Cuál es la diferencia? ¿Renueva algo más que la Ultima Cena? ¿Por qué? ¿Se puede apreciar en las palabras de la consagración? ¿Da esto lugar a hablar de dos aspectos en la Santa Misa? ¿Cuáles? ¿Cómo se relacionan entre sí? ¿Es cada Misa un nuevo sacrificio de Cristo? ¿Por qué? — ¿Cuál es el papel del sacerdote celebrante en la Santa Misa? ¿En qué se distingue del de los asistentes? ¿En qué consiste para éstos participar? ¿Qué papel ocupa esta participación en la vida del cristiano? ¿Cuáles son los frutos de la Santa Misa? ¿Se participa de ellos aunque no se comulgue? ¿Se benefician sólo los asistentes? — ¿Qué sentido tienen los elementos litúrgicos en la Misa? ¿Es obligación grave seguir lo prescrito al respecto? ¿Por qué? ¿Debe evitarse acudir donde no se cuide? ¿Por qué? ¿Tendría que haberse ido Irene? ¿Cómo resolverías los interrogantes que tiene Irene? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 610-614, 787, 790, 901, 1071, 1084-1085, 1088, 1099, 1125, 1140-1144, 1183, 1322-1344, 1362-1381, 1384-1397.
Comentario: Tenía razón Irene al pensar que se tenía que haber ido. Es difícil reunir tanto desatino en una sola ceremonia. Y tiene razón, entre otros motivos, porque no se trataba tan sólo de que estuvieran desacertadas “algunas cosas”, como pensaba Clara. Había efectivamente “un algo” de fondo, y muy importante. Claro está que una visión superficial retiene sobre todo lo más llamativo, que no tiene por qué coincidir con lo más importante.
Aquí lo más importante es algo tan radical como el que no se trata de que se haya celebrado Misa con incorrecciones, sino el que a lo celebrado no se le puede siquiera llamar “Misa”. El motivo es porque falta lo central de la Misa: la consagración. Todos los indicios apuntan a que no había intención de consagrar, y por tanto que no se hizo. En la Santa Misa el pan y el vino se transforman, en la consagración, en el Cuerpo y Sangre del Señor, aunque mantengan las apariencias anteriores. Para el celebrante, por lo que dice en el ofertorio, sólo cambia el significado; y ese pan y ese vino, a tenor de sus palabras, no pasan a ser nada más allá del mero símbolo. Ya antes había dicho en la llamada “oración colecta” —aunque la empleada no figura en ningún libro litúrgico— que lo que celebraba era “un recuerdo”, y al parecer nada más. Y en la consagración todo parece indicar que pronuncia las palabras sin intención de consagrar —por eso no obedece a la norma litúrgica que señala que esas palabras deben pronunciarse de modo distinto a las demás, en tono y postura—, sino más bien como quien recuerda un hecho histórico pasado. Para entender esto bien, pensemos en una celebración normal de la Misa en una de cuyas lecturas figurase la institución de la Eucaristía (hay cuatro textos: Mt, Mc, Lc y I Cor). Las palabras de la consagración se pronunciarían en esa lectura y en la consagración. Pero en el primer caso serían ineficaces, porque la intención es leer, contar algo sucedido y transmitido en la Sagrada Escritura; mientras que en el segundo caso serían eficaces, transformarían el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, porque la intención sería precisamente ésa. Y, aunque la diferencia esencial estaría en la intención, lo normal —y lo pedagógico para los asistentes— es que esa intención se notara exteriormente.
Si oímos en Misa que el pan será para nosotros pan de vida, y el vino bebida de salvación, no queremos decir que tendrá para nosotros un significado subjetivo sin que en realidad haya cambio alguno. Se está refiriendo a la comunión, no a la consagración. Cristo afirmó que lo que sería pan de vida era Él, su carne, no un trozo de pan (cfr. Jn 6, 35—59). En la consagración, lo que se afirma ha de ser entendido literalmente: el pan pasa a ser el Cuerpo de Cristo, y el vino su Sangre. Es la llamada “transustanciación”, ya que lo que cambia es la sustancia misma del pan y del vino; los accidentes —forma, color, sabor, etc.— es obvio que no cambian. Hay que añadir que, como Cristo está entero —Dios y hombre entero— en el cielo, cualquier parte es inseparable de las demás: con su Cuerpo está Cristo entero, y con su Sangre también. Por eso está el “Cristo total” en cada una de las especies eucarísticas.
Entonces, ¿por qué consagrar las dos especies? ¿No bastaría con una? Siempre cabe responder que se hace así porque el Señor lo hizo así cuando instituyó el sacramento en la Ultima Cena, pero se trasladaría la cuestión: ¿por qué lo hizo así? La respuesta es que la Eucaristía no es sólo un sacramento: es también un sacrificio, el de Jesucristo, el mismo de la Cruz que se renueva cada vez que se consagra, aunque ya sin padecimiento. Y en la Cruz el sacrificio fue completo: derramó hasta la última gota de su Sangre. Por eso, en la renovación del sacrificio, Cuerpo y Sangre van por separado, aunque cada uno “traiga consigo” al resto de Jesucristo, incluida la divinidad. Todo esto no parece tenerse en cuenta en la ceremonia del caso. Por supuesto que la Eucaristía es “Cena”: es el sacramento en el que nos da a comer a Él mismo. Pero resulta erróneo referirse a la Santa Misa en términos únicamente de “cena”, porque implícitamente se está dejando de lado el carácter de sacrificio que también tiene.
Conviene aclarar que, aunque el carácter de sacrificio se ponga de manifiesto en la consagración, y el de sacramento en la comunión —son las dos partes que nunca podrán faltar en la Santa Misa—, ambos aspectos están conectados entre sí, de modo que son inseparables. En la fórmula consecratoria, se invita a “comer”, a la vez que se indica que ese cuerpo que se come será “entregado”, o sea, sacrificado (en la antigüedad se sobreentendía que “entregar” a alguien era entregarlo a los verdugos).
Otra hecho que muestra la falta de fe en la transustanciación es el abandono en el que queda el sagrario. La presencia real de Jesucristo es —por su voluntad, no puede ser de otro modo— bajo la forma de pan y vino. Mientras subsistan éstas —las especies eucarísticas—, Cristo permanecerá en ellas. Por eso está realmente presente en los sagrarios. Así, quien no lo trata como Dios no demuestra estar muy convencido de que esto sea verdad. El tratamiento que se dé a Jesús Sacramentado es un buen termómetro de la fe.
La desvirtuación de la Misa que se observa en este caso es también el motivo de que el sacerdote no vista los ornamentos que suelen ser habituales. Es cierto que “el hábito no hace al monje”, pero también es cierto que lo viste. El vestido forma parte de los llamados “lenguajes no verbales”, tiene significados. Y es que si el sacerdote debe vestir de modo distinto a los asistentes, es porque debe distinguirse de ellos, y debe distinguirse de ellos porque su papel es diferente. Él es el único ministro del sacrificio, el único que puede consagrar. No se limita a presidir una asamblea, sino que actúa, como indica la expresión latina, in persona Christi. Puede decirse incluso que en el altar es Cristo mismo: virtualmente es así, ya que la virtud —el poder— de Cristo actúa mediante su persona. Por eso en el ofertorio no se refiere a “este sacrificio nuestro”, sino a “este sacrificio mío y vuestro”: no participan de la misma manera uno y otros. Por eso es obligatorio, salvo casos extremos, utilizar ornamentos (no entramos aquí en el significado preciso de cada ornamento, que lo tiene). Por eso la ceremonia está concebida de modo que sea un diálogo entre el celebrante y el pueblo, cosa que en este caso parece haberse olvidado. Por eso está dispuesto que el sacerdote hable en segunda persona al dirigirse a los fieles, lo que aquí no se cumple. Si se elimina lo sobrenatural de la Misa, no queda más que una asamblea, ni más papel del celebrante que presidirla.
Hablando de ministros, puede distinguirse entre la confección del sacramento —la consagración— y su distribución —la comunión—. En la Misa se da el único caso habitual de autoadministración de un sacramento: la comunión del celebrante. Sólo en este sacramento puede darse una “autoadministración” válida: no puede ser inválida porque Jesucristo mismo —no sólo su gracia— ya están “ahí”, en las especies consagradas. Pero ya hemos visto en casos anteriores que no todo lo válido es lícito. No es necesario que distribuya la comunión sólo el sacerdote celebrante: pueden ayudarle otros sacerdotes o diáconos. Éstos son los ministros ordinarios. Puede haber ministros extraordinarios laicos —deben estar bien preparados y nombrados—, pero, precisamente por ser extraordinarios, sólo cabe su actuación en la medida en que las necesidades no puedan ser cubiertas —podríamos precisar un poco y decir “razonablemente cubiertas”— por ministros ordinarios. Si no, sería un abuso. Y, desde luego, lo que es un abuso es lo que sucede aquí. Sólo en casos muy extraordinarios y expresamente autorizados pueden los fieles darse la comunión a sí mismos, y no parece, ni mucho menos, que estemos ante uno de ellos.
¿Y qué decir acerca de la comunión bajo las dos especies? Sobre esto el único error propiamente dicho es pensar que es necesaria. Salvo para el celebrante, que sí lo es, pero no por una mayor eficacia del sacramento, sino por la integridad del sacrificio. Para el resto, se recibe con igual eficacia el sacramento bajo una sola especie, pues, como más arriba se señalaba, en cada una está Jesucristo íntegramente. ¿Pero por qué sólo se suele comulgar bajo la especie de pan? Pues por razones prácticas, que van desde el respeto al sacramento hasta la sencillez, la rapidez y hasta la higiene. De todas formas, en bastantes ocasiones —normalmente, las más solemnes—está autorizada la distribución de la comunión bajo las dos especies. Pero lo más importante es mantener siempre, y más cuando se comulga también con la Sangre, la dignidad y delicadeza propias del sacramento, y lo que en este caso se ve no parece caracterizarse precisamente por eso.
Sobre la materia empleada aquí también hay algo que decir. Para que pueda haber consagración —materia válida— se debe emplear pan de trigo y vino de vid (no necesariamente un vino especial “de Misa”, aunque éste, claro está, ofrece garantías). Pero, por utilizar el Señor en la Ultima Cena paz ázimo por ser la pascua judía, en el rito latino —no así en los católicos orientales— está mandado que se utilice pan ázimo. Tampoco en esto hacen mucho caso, por lo que puede verse. Quizás sea por ese gusto que percibe Irene de cambiarlo todo, que no se explica muy bien salvo que se trate de una mezcla de “snobismo” y de gusto por desobedecer, lo que no es precisamente una virtud.
Se trata aquí asimismo de las condiciones para comulgar, o sea, para comulgar con fruto. Y en algo tan serio como recibir el Cuerpo del Señor no hay términos medios: o la comunión es fructuosa, o es sacrílega. El principal requisito es estar en gracia de Dios. La excusa que pone Elvira es frecuente oírla hoy en día, pero no por frecuente es menos falsa. Ni siquiera como excusa tiene la mínima consistencia: no es serio tomar como criterio de actuación, para algo serio, un sentimiento o una sensación. Y, desde luego, las palabras de San Pablo no admiten excusas: “Examínese pues el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11, 29).
Es también requisito haber guardado el llamado “ayuno eucarístico”: no tomar nada (salvo agua) desde una hora antes de la comunión. Es verdad que el caso de Clara es el “mínimo” incumplimiento: sólo un chicle, y sólo por cinco minutos. Pero es incumplimiento: es “algo”, y no se cumple el plazo. Por eso, sólo se puede concluir que ha hecho mal: no debería haber comulgado.
A la vez, el no cumplir las condiciones requeridas no puede ser excusa para dejar pasar el tiempo sin recibir este sacramento. Lo que hay que hacer es quitar los obstáculos: recuperar la gracia si no se tiene, o sea, confesarse. Ya se vio en el caso sobre los Sacramentos que es necesario este sacramento, y por qué. Sólo cabe añadir que, por esa necesidad, existe el mandamiento de la Iglesia: comulgar al menos una vez al año, por pascua si ello es posible.
Aparecen también en el caso algunas corruptelas sobre la liturgia de la palabra. El motivo de fondo es el olvido de que esta liturgia está concebida no sólo como una preparación a lo que sigue, sino también como una enseñanza. Y enseñar con autoridad —como es el caso—, con la autoridad de la Iglesia, corresponde a los ministros ordenados. Por eso debe estar a su cargo la homilía, e incluso la lectura del Evangelio.
Podemos concluir con una consideración que en este caso se pone de manifiesto. La liturgia es, entre otras cosas, la celebración de la fe. Por ello la pone de manifiesto. La dignidad, incluido el vestido, exterioriza, manifiesta, lo que pasa por dentro. Aquí es un error medir las cosas por lo que son en sí mismas: hay que medirlas también por lo que significan y por lo que manifiestan. Demostraría poco sentido común quien despreciara las formas alegando que lo importante es lo interior, porque, en el ser humano, lo interior se exterioriza precisamente en esas formas. Descuidar la liturgia, aunque no sea en lo esencial, es manifestación de poca fe; al menos, es un obstáculo para ella.