Exposición del caso: Blanca y Eva son amigas desde hace varios años; las dos están en la misma clase y tienen 16 años. Algún domingo han ido juntas a Misa, y Eva, al contrario que Blanca, no comulgaba nunca. Esto había dado pie a ésta para recomendar a su amiga que se confesara. Pero la respuesta era siempre más o menos la misma: —”¿Por qué le tengo yo que contar mis pecados a nadie? ¿No es Dios el que me tiene que perdonar? ¿Entonces por qué no le puedo pedir perdón directamente? Yo ya me entiendo con Él”. No conseguía que saliera de ese planteamiento. Si le decía, por ejemplo, que “si es un juicio, tiene que decirse la causa, ¿no?”, contestaba con un “Él ya lo sabe, y ya se lo digo yo”.
Un día una de sus compañeras de clase, conduciendo su ciclomotor, resultó atropellada por un coche, y tras estar tres días en coma, falleció. Este suceso produjo una gran conmoción en el colegio. Casi todas se confesaron en los días siguientes, incluidas algunas a las que hacía mucho tiempo que no se veía hacerlo. Blanca pensó que era una buena ocasión para volver a la carga con su amiga Eva. En un momento en que sólo estaban las dos, se lo volvió a proponer. La respuesta fue la de siempre, pero dicha con menos convencimiento, y un añadido final: “y además, es imposible”. Esta coletilla final dejó intrigada a Blanca, que se propuso insistir tomando pie de ella.
Al día siguiente, tomando como pretexto un trabajo escolar, se presentó en casa de Eva. Tras un par de horas de trabajo, Blanca abordó directamente la cuestión: —”Oye, ¿se puede saber por qué decías ayer que era imposible que te pudieras confesar?” Eva vaciló un poco, y al final contestó: —”Pues… porque no me iba a servir de nada”. —”¿Cómo que no te va a servir de nada?”. La respuesta salió un poco acelerada: —”Pues de nada. Si hay cosas de las que te puedes confesar y sabes (recalcó esta palabra) que lo vas a volver a hacer al día siguiente, entonces no sirve para nada, ¿verdad?” —”¿Y cómo sabes que lo vas a volver a hacer al día siguiente?” —”Pues porque lo sé”. Blanca intentó explicar que a pesar de todo podía hacerlo, o por lo menos intentarlo. Estaba en ello cuando fue interrumpida, de modo más acelerado que antes: —”Mira. Te voy a decir una cosa. Además, creo que no es ningún secreto, y todo el mundo lo hace. Además de lo dicho, pues resulta que cuando salgo con Pedro hay veces que nos pasamos de la raya. Y no estoy arrepentida porque le quiero. A lo mejor tendría que estar arrepentidísima, pero lo siento, no lo estoy. ¿De acuerdo? Pues resulta que ni tengo propósito de enmienda ni hay cosas que me duelen, y no lo puedo remediar. Lo siento, pero no puedo”. Sorprendida por esa reacción, Blanca volvía a su casa pensando cómo podría dar respuesta a lo oído.
Dos días más tarde se celebraba en el colegio el funeral por la alumna fallecida. Aunque a primera vista no se apreciaba, si alguien fijara su atención en Eva notaría que estaba inquieta y nerviosa; y Blanca se fijaba. Eva no comulgó. A la salida, Blanca la abordó; ya tenía alguna respuesta preparada: —”Si hay que cambiar algo, te costará más sin confesión que con ella, ¿no? Algo de ayuda te dará, ¿verdad? A mí, cada vez que voy me anima mucho y me ayuda; no sé cómo explicarlo, pero se nota…”. Tras un rato de insistencia, al fin Eva pareció decidirse: —”De acuerdo, voy a ir. Te has salido con la tuya, ¿estás contenta?”. Blanca le animó a que fuera en ese mismo momento. —”¡Ah, no!, pero aquí no”, fue la contestación. —”¿Pero por qué?” —”Porque no”. No era una razón muy convincente, y Blanca insistió, pero fue inútil: —”Te he dicho que no, y es que no. Lo haré, pero a mi manera. Y ya te lo diré, y te quedas contenta” (“y me dejas en paz”, estuvo a punto de añadir).
Semana y media después, Blanca preguntó a su amiga si por fin había ido ya a confesarse. Eva contestó afirmativamente, pero en un tono muy poco convincente. —”¿Pero has ido o no has ido?” —”Bueno, deja que te explique”. Contó que había ido en primer lugar a una iglesia, a la hora en que estaba anunciado el horario de confesiones. No vio confesonario alguno, y cuando preguntó en el despacho parroquial, le contestaron que la gente se confesaba allí mismo. Cuando Eva relató cómo había huido despavorida, Blanca empezó a sospechar que el motivo por el cual no quería confesarse en el colegio era para evitar que el sacerdote, aunque no pudiera verla, la reconociera. Siguió hablando Eva: había hecho lo mismo con una segunda iglesia, pero lo que allí se encontró fue una celebración comunitaria, en la que no había confesión individual, que se sustituía por unos ritos penitenciales, tras los que se daba la absolución a los asistentes.
—”¡Pues no vale!” Se inició así una nueva discusión. —”¿Por qué no va a valer?” —”Pues porque eso está prohibido”. —”Bueno, pero el cura es cura, ¿no? Y me ha absuelto, ¿no? Pues si me ha absuelto, absuelta quedo”. Blanca hizo una pausa, al cabo de la cual empezó a hablar con más firmeza. —”Mira, ya está bien. No sé a quién pretendes engañar, porque eso no te lo crees ni tú. ¿Se puede saber qué demonios pasa contigo?”. Eva hizo también una pausa, y contestó con voz débil: —”Es que… viene de lejos”. —”¡Viene de lejos…¿qué?!” —”Mira, te prometo que me lo había propuesto varias veces, pero nunca había sido capaz; podía conmigo”. —”Pero ¿por qué?” Eva acabó contando, en líneas generales, el motivo de todo. Había habido un episodio lamentable cuando tenía 9 años, y cuando había ido a confesarse le pudo la vergüenza y lo calló. Había acudido a un confesonario alguna vez más, pero había ocurrido lo mismo, con el agravante de que había comulgado alguna vez. Conforme pasaba el tiempo se daba cuenta del daño que le hacía esa situación, y cada vez que pensaba en ello se atormentaba. Por eso procuraba borrarlo de su cabeza, pero la muerte de esa chica de su clase había abierto de nuevo la herida. Blanca la animó: dijo que eso se arreglaba enseguida, que pensara en lo feliz que se iba a sentir cuando lo arreglase, y que los últimos acontecimientos eran una oportunidad que Dios le daba. Acabó diciendo que no fuera tonta, y que se confesara en el colegio: ella podía darle el “empujón final”. Eva esta vez aceptó.
Al día siguiente, en el recreo, estaban las dos en la capilla. Eva tenía en la mano un impreso de preguntas para un examen de conciencia. De vez en cuando se dirigía a su amiga. —”¿Pero tengo que decirle todo desde siempre?” —”Pues creo que sí”. —”¿Y no basta con decir contra qué mandamiento? ¿Hay que contárselo?” —”Sin echarle rollo, pero creo que sí”. —”Pero si no me voy a acordar de todo”. —”Bueno, pues lo que te acuerdes, y vale”. —”¿Y si no soy capaz?” —”Venga, no seas idiota”. —”Oye, se va a asustar”. —”No creo”. —”Oye, ¿y si lo dejamos para otro día?” —”No”. —”Pero es que hoy…” —”Que no”. —”Mira, que no, que no soy capaz”. —”Pues como no entres, entro yo y le digo que ahí afuera hay una estúpida llamada Eva que no se atreve a pasar”. —”Ni se te ocurra”. —”Mira, o pasas, o montamos aquí el numerito”. Por fin, acabó entrando en el confesonario. Tardó un rato en salir. A la salida, Eva se arrodilló. Blanca se inclinó sobre ella, diciendo: —”Bien, ¿no?”. Eva sólo contestó con un suave “gracias”. Se dio cuenta Blanca entonces que lo mejor era dejar sola a su amiga un rato, y se fue. Como esperaba, su amiga parecía otra persona, desde luego más alegre que la anterior.
Preguntas que se formulan: — ¿Por qué los pecados se perdonan a través de la Iglesia? ¿Lo quiso así Jesucristo? ¿Dónde lo manifiesta? ¿Se aprecia en las palabras del Señor que debe ser un juicio? ¿Cómo se resuelven las objeciones que plantea Eva al principio? ¿Puede Dios perdonar los pecados sin la confesión? ¿Sucede esto en alguna ocasión? ¿Hay otras razones por las que se vea que es conveniente el que se tengan que confesar los pecados? — ¿Cuál es la materia de este sacramento? ¿Cuál de los actos del penitente es el más importante? ¿Por qué? ¿Qué es la contrición? ¿Es un sentimiento? ¿Lleva consigo necesariamente el sentirse arrepentido? ¿Tiene grados? ¿Cuál es la mínima contrición necesaria para la validez del sacramento? ¿Tiene razón Eva en lo que dice del arrepentimiento? ¿Por qué? — ¿Es nula una confesión sin propósito de enmienda? ¿En qué consiste el propósito de enmienda? ¿Falta si se prevé que se volverá a pecar? ¿Por qué? ¿Tiene razón Eva cuando dice que le falta? — ¿Qué pecados han de decirse necesariamente en la confesión? ¿Puede omitirse alguno cometido desde la última confesión bien hecha? ¿Cuáles? ¿Conviene de todas formas decirlos? ¿Por qué? ¿Qué sucede cuando se omite la confesión de un pecado grave conscientemente? ¿Y si es por olvido? ¿Cómo tiene que ser el examen de conciencia para tratar de evitar olvidos? ¿Cómo hay que confesar los pecados graves? ¿Vale una alusión genérica? ¿Contesta bien Blanca cuando Eva le pregunta sobre estas cosas? ¿Cómo debe ser una buena confesión? — ¿Cuál es la forma del sacramento? ¿Y el ministro? ¿Basta que sea sacerdote y que pronuncie la forma para que sea válido el sacramento? ¿Por qué? ¿Pueden darse en alguna ocasión absoluciones colectivas? ¿En qué casos? ¿Bajo qué condiciones? ¿Es razonable que Eva no quiera ser reconocida? ¿Por qué? — ¿Qué efectos tiene este sacramento? ¿En qué consiste la ayuda a que hace referencia Blanca? ¿En qué medida dependen los efectos de la contrición del penitente? ¿Cómo se puede aumentar ésta? ¿Por qué es conveniente la confesión frecuente? — ¿Es necesario este sacramento? ¿Para quienes? ¿Hay alguna ley que obligue a confesarse? ¿Qué dispone? — ¿Cuál es el lugar propio para la celebración de este sacramento? ¿Por qué? ¿Cómo debe ser? ¿Se puede prescindir de la sede propia en alguna ocasión? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 976-983, 1425-1433, 1440-1470, 1480-1484.
Comentario: De una manera o de otra, aparecen aquí todos los puntos importantes acerca de este sacramento. Examinamos cada uno.
La primera objeción que encontramos cuestiona la naturaleza misma del sacramento —el porqué de la mediación eclesial para el perdón de los pecados—, y es bastante corriente escucharla. Como en este caso, también es corriente que esconda otras razones, pero eso no quiere decir que no haya que saber darle respuesta. Fijarnos en la situación descrita nos ayuda a ello. Oyendo a Eva parece que se siente ofendida. Pero está hablando de sus pecados, de sus ofensas. Cualquiera lo diría, porque está poniendo las condiciones para ser perdonada. Pero las condiciones para el perdón las pone el ofendido, no el ofensor. Por tanto, hay que atenerse a la voluntad de Dios; o sea, a la institución de este sacramento por Jesucristo, que confirió a los Apóstoles la facultad de perdonar —y retener, si fuera el caso— los pecados. O sea, lo instituyó como un juicio en el que juzga un ministro de la Iglesia. ¿Por qué quiso establecerlo así? Esta es otra cuestión, posterior a la primera. Y la primera es que podía hacerlo como quisiera, y así lo ha hecho. Luego se puede examinar la conveniencia de haberlo establecido así, ya que hay muchas razones: la seguridad de haber sido perdonado, la conveniencia y justicia de establecer una pena —la penitencia— para satisfacer por los pecados, la formación moral del penitente, los consejos y el ánimo que se reciben, incluso la conveniencia de descargar la conciencia contando los pecados y de la humillación que esto supone como garantía del arrepentimiento, etc. Razones no faltan, desde luego.
Superada esta primera objeción —así al menos lo parece—, encontramos la segunda: la “falta de arrepentimiento”. Se equivocaría pensara que en la confesión se perdonan los pecados con sólo decirlos. El requisito más importante para el perdón es el arrepentimiento, el dolor de los pecados. Y, como queda de manifiesto en el diálogo entre Eva y Blanca, está muy unido a otro de los requisitos: el propósito de enmienda. No hay que confundir éste con una previsión de futuro. Es distinto no querer volver a hacer algo, que pensar que se va a volver. Esto se ve con más claridad, por ejemplo, cuando se trata de un vicio. Éste no se suele quitar de la noche a la mañana con sólo querer, pero este querer es el primer paso para erradicarlo, aunque se prevea que la lucha no será sin contratiempos. Y al revés: lo que no sirve para nada es abandonar ese querer por pensar que no se va a poder. No hay manera más segura y cierta de perder una guerra que rindiéndose al enemigo. Si en el propósito de enmienda Eva confundía un querer con un prever, en el dolor de los pecados confunde un querer con un sentimiento. Cree que como no siente nada, carece de dolor. Pero el dolor de los pecados, aunque puede tener manifestaciones en el sentimiento, consiste sobre todo en un rechazo de la voluntad al pecado; incluso bastaría, para confesarse, con formas imperfectas de dolor, como el dolor, no ya por haber ofendido a Dios, sino por la fealdad de lo hecho, o incluso por el castigo divino que lleva consigo.
De todas formas, Blanca intuye acertadamente que el problema de su amiga tiene más que ver con cierta desesperanza que con un planteamiento sentimental, y que éste es más una excusa que otra cosa.
Otro de los requisitos necesarios es decir los pecados al confesor. La misma naturaleza de juicio exige conocer la causa. Aquí nos encontramos con la celebración comunitaria; téngase en cuenta que el problema no consiste en que la celebración sea comunitaria, ni en que se dé la absolución a varios a la vez, sino en que se dispensa de la llamada confesión auricular: no se dicen los pecados al confesor. Y es verdad el comentario de Blanca: no vale. Este proceder sólo está autorizado en casos de verdadera imposibilidad de hacer otra cosa, y lleva consigo la necesidad de acudir a la confesión auricular en cuanto sea posible. Otra cosa supondría negar el carácter de juicio que debe tener este sacramento: y negar su misma naturaleza, que es lo que sucede en este caso, supone negar el sacramento mismo: no sería válido. Parece razonable la objeción de Eva: el cura era cura, y la absolvió. Pero no tiene en cuenta que para la validez de este sacramento —es el único caso, y precisamente por su carácter judicial—, no basta con el orden sacerdotal —necesario, por otra parte, pues el único ministro posible es el sacerdote u obispo—, sino que es necesaria también la jurisdicción, y ésta se concede con arreglo a la normativa que la concede.
En el diálogo final, Eva pregunta qué tiene que decir exactamente, o más bien pide que se lo confirme su amiga. Las respuestas de ésta, sin una excesiva precisión que no vendría muy a cuento, son las acertadas. Debe decirse todo pecado grave —los leves pueden decirse, es muy recomendable decirlos, pero no hay obligación de decirlos—, desde la última confesión bien hecha. “Contar las cosas, pero sin echarles rollo” quiere decir que hay que especificar los pecados —decir qué se ha hecho, de forma que quede claro el tipo concreto de pecado: la especie—, pero no hay necesidad de más, aunque precisar circunstancias pueda en algún caso ser útil para la dirección espiritual. ¿Y en caso de olvido? También es acertada la respuesta, aunque lleva implícita una condición: de lo que uno se acuerde… tras un diligente examen de conciencia. La extensión de éste será la razonable, dependiendo de las circunstancias, tales como el tiempo que se lleva sin recibir este sacramento. Pero siempre teniendo en cuenta que lo más importante no es un examen exhaustivo, sino una contrición verdadera. Por lo demás, en caso de que un pecado grave se recuerde con posterioridad, la integridad del sacramento —ese carácter judicial del que hemos tratado— pide que se diga en la próxima confesión, aunque ya esté perdonado.
¡Ah! ¿Y qué podríamos contestar si alguien nos dice que no se siente capaz de decir algo? Pues que probablemente se sentirá capaz si hace un esfuerzo; y si no, que pida ayuda: en primer lugar, a Dios; y si es necesario, también al sacerdote. Pero una cosa es el olvido y otra muy distinta es la vergüenza. Por eso Eva juzga, con razón, que esas confesiones pasadas eran inválidas, y por tanto sacrílegas, como las comuniones que siguieron.
El quinto requisito de este sacramento, cumplir la penitencia impuesta, no plantea problemas en el caso, como no suele plantearlos en la realidad: hoy en día las penitencias que se imponen son por lo general bastante asequibles.
Lo que sí se plantea en el caso, aunque sea indirectamente, es el lugar apropiado para la confesión. Salvo situaciones extraordinarias —que aquí no se dan—, y sobre todo para mujeres, la respuesta es “el confesonario”. No se trata en este caso de un requisito de validez, pero hay obligación, como en todo sacramento, de cumplir lo dispuesto. Por eso, utilizar el despacho parroquial está mal. ¿Y qué se debe entender por “confesonario”? La respuesta la debe dar, para cada país, la respectiva Conferencia Episcopal. Pero en todo caso debe incluir una rejilla que garantice el anonimato del penitente. Tiene derecho a él. Por eso Eva está en su perfecto derecho de querer que no sea conocida. A la vez, debe también comprender que, si quiere recibir una verdadera dirección espiritual —muy útil para ella y para cualquiera—, no viene nada mal que el sacerdote sepa quién es. Pensar cosas como que “se va a asustar” o “me va a reñir” suelen ser tonterías sin fundamento.
En los diálogos entre las dos amigas salen también a relucir los efectos de este sacramento, que no se limitan estrictamente a perdonar los pecados (aunque quede una pena temporal que depende de la gravedad de lo cometido y del grado de contrición). Como bien señala Blanca, si hay algo que cambiar costará menos con confesión que sin ella. El motivo es la gracia sacramental, que es una ayuda para vivir bien precisamente aquellas virtudes a que se refieren los pecados acusados. Esta gracia se añade a la gracia santificante —que confiere todo sacramento—, aumentada o recuperada —según los casos— junto con los pasados méritos. Por esto es tan conveniente la confesión frecuente, y es un error pensar que no tiene mucha utilidad confesarse si no se han cometido pecados mortales. Y si se han cometido, no sólo hay necesidad de confesarlos tarde o temprano; hay también obligación de no tardar mucho: en concreto, la ley eclesiástica dispone que sea al menos una vez al año.
Por lo demás, tenemos en este caso un buen ejemplo del valor apostólico de la amistad. Sólo una profunda amistad como la que une a estas dos chicas hace posible la ayuda que una presta a la otra. Ayuda que está bien prestada, pues sabe ser enérgica cuando debe —cuando falta voluntad, no queda más remedio que “suplirla”—, a la vez que también sabe no humillar. A su vez, esa amistad justifica ese comportamiento de Blanca, que de otra forma podría calificarse de injustificada intromisión en la intimidad ajena. Es asimismo un buen ejemplo de que la amistad más auténtica busca los bienes más auténticos para el amigo. Por otra parte, también se hace aquí patente algo que sucede con mucha frecuencia cuando se trata de asuntos como éste: que los verdaderos motivos no son siempre los que aparecen, o al menos los que aparecen en primer lugar. No es raro, a su vez, que con el tiempo se acaben dando “pistas” sobre las verdaderas causas del comportamiento —a veces, son verdaderas peticiones de ayuda que no se atreven a hacerse más explícitas—, y entonces hay que tener, como tiene aquí Blanca, la agudeza necesaria para saber captar ese tipo de “mensajes”.