Exposición del caso: Lidia tiene 15 años. Su hermana mayor (diez años más que ella), se había casado hacía varios meses, y estaba a punto de dar a luz su primer hijo. Unas semanas después del parto, vienen invitados a comer a casa de Lidia la hermana de ésta y su marido. En la sobremesa, la madre les pregunta cuál va a ser la fecha del bautizo. Para asombro suyo, contestan que no lo van a bautizar. Dicen que van a dejar que su hijo decida libremente lo que quiere —si quiere bautizarse, no pondrán obstáculo alguno— cuando tenga edad para ello. Bautizarle —añaden— sería una coacción por su parte, sería “imponerle algo que tiene que elegir él”. La madre de Lidia intenta convencerles de que no ve coacción en ello, y Lidia misma les dice que ella no se siente coaccionada por haber sido bautizada de pequeña. Pero todos los intentos resultan inútiles. Al final, la madre pregunta qué pasaría si el niño se les muere, y contesta su hija diciendo que, aparte de que eso es improbable por lo sano que está, “Dios no va a condenar, ni nada parecido, a quien no ha podido hacer nada malo”.
Cuando el joven matrimonio se va, Lidia se queda hablando con su madre, a quien se ve intranquila. Después de repetir que no sabe “quién les ha podido enseñar esas ideas”, dice que eso no puede quedar así, y que a ese niño hay que bautizarlo como sea. Deciden las dos que lo mejor es llevar a bautizar al niño en la parroquia sin que se enteren sus padres, un día en que lo dejen a la custodia de su abuela, lo que es previsible que suceda. Lidia se ofrece a ir a la parroquia a enterarse, y sale de casa.
Cuando Lidia encuentra al párroco, le cuenta lo sucedido y lo que han pensado su madre y ella. El párroco pregunta solamente si el niño está sano, y a continuación le dice que, sintiéndolo mucho, no va a poder hacer lo que le piden. Lidia intenta insistir, pero el párroco —amable pero firmemente— confirma lo dicho.
De vuelta a casa, Lidia da vueltas al asunto, y se dice a sí misma que qué tendrá que ver que el niño esté sano o enfermo para bautizarle. Surge entonces en su cabeza la idea de que a lo mejor podría hacerlo ella misma. Creía recordar que “se podía hacer”, y conforme lo piensa se va animando cada vez más. Al llegar a casa, bastante agitada, le cuenta a su madre lo sucedido y lo que tiene en la cabeza. —”Tendría que enterarme —añade— de alguna cosa. Le preguntaré al sacerdote del colegio a ver si basta con el «yo te bautizo» o hay que decir más cosas, o hay que hacer alguna señal de la Cruz o algo así; y si se puede con agua del grifo o si tiene que ser agua bendita; y cómo hay que echarla”. —”¡Pero te has vuelto loca! —contesta su madre—; ¿cómo vas a hacer una cosa así?” Lidia replica que si no era ella la que decía que había que bautizarle como sea, y “ya que nadie quiere, pues lo hacemos aquí y ya está. Además, si lo hago yo y se entera, a ti te deja en paz y que se meta conmigo si quiere, que para lo que le va a servir…” Al final, la madre intenta serenar a Lidia, y le dice que de momento hay tiempo, y que intentarán convencer a los padres para que cambien de actitud, “y luego ya veremos”. Lidia se tranquiliza, pero no queda convencida del todo. De momento, decide “enterarse bien”, y luego, como decía su madre, “ya veremos”.
Preguntas que se formulan: — ¿Qué diferencia hay entre un niño que muere sin Bautismo y otro bautizado? ¿Qué ocurriría con el niño sin bautizar? ¿Por qué? ¿Qué efectos tiene el Bautismo? ¿Son los mismos para un niño que para un adulto? ¿Qué requisitos hay en cada caso? — ¿Es correcto el razonamiento de los padres del niño? ¿Se salvaguarda en algo la libertad retrasando el Bautismo? ¿Podría decirse justo lo contrario? ¿Por qué? ¿Cuando hay que bautizar a los niños? — ¿Es correcta la respuesta del párroco? ¿Cuál es el motivo? ¿Por qué pregunta si el niño está sano? — ¿Cuál es la respuesta a las preguntas de Lidia? ¿Cuál es la materia y la forma del sacramento del Bautismo? — ¿Puede Lidia bautizar al niño? ¿Debe hacerlo? ¿Cuál es el ministro del sacramento del Bautismo? ¿Qué diferencia hay entre ministro ordinario y ministro extraordinario? ¿Es correcta la argumentación de Lidia? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1213-1216, 1246-1274 Comentario: Nos encontramos aquí con un ejemplar bastante típico de adolescente insensata de buen corazón, que pretende arreglar los problemas por la vía directa sin pensar dos veces las cosas. Todo lo ve muy sencillo, pero las cosas suelen ser más complejas.
Pero más grave es encontrarnos con unos padres que niegan a su hijo el mayor de los bienes. Le han dado la vida biológica, pero le niegan la vida sobrenatural, más importante que aquélla. Le niegan la vida sobrenatural negándole el bautismo, porque éste es la puerta a la vida de la gracia. Es la primera gracia, el nacimiento sobrenatural: un nacimiento que nos hace hijos de Dios, e introduciéndonos en la familia divina nos hace por tanto miembros de la Iglesia. Nada menos. Proporciona además un sello imborrable en el alma —el carácter—, que nos marca para poder recibir otros sacramentos (es una participación del sacerdocio de Cristo), y, como todo sacramento, una gracia sacramental: en este caso, para poder comportarnos como cristianos. Y, al ser la primera gracia, borra con ella todos los pecados de modo absoluto, aunque en este caso, por tratarse de un recién nacido, sólo borraría el original.
La excusa que dan no se sostiene. Recibir la gracia no quita un ápice de libertad; al contrario, la potencia, pues es una ayuda para dominar los instintos y la inclinación al mal, y por tanto para ser más libres, pues se es más libre cuanto más dominio sobre sí mismo se tiene. Además, como replica Lidia, está la misma evidencia: nadie se siente coaccionado por haber recibido el bautismo. ¿En qué podría consistir esa coacción? “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32), dijo el Señor. No parecen convencidos de ello la hermana de Lidia y su marido; o, más probablemente, no parecen convencidos de que con la fe tienen la verdad. Cuando se bautiza un adulto debe reconocer esto, debe tener fe. Cuando se trata de un recién nacido no está en condiciones de hacerlo, y deben suplir los encargados de su educación en la fe: sus padres, que adquieren el compromiso de encargarse de esa educación (para suplirlos en caso de que hubiera necesidad de ello se establece que haya padrinos, que deben ser personas adecuadas para cumplir ese compromiso). Pretender no hacer nada al respecto para respetar la futura elección del niño es renunciar a su educación —al menos, en lo más fundamental—. Además, cabe trasladar aquí lo que se decía en el caso “La Iglesia y el Estado” sobre la llamada enseñanza “neutra”: que es imposible esa neutralidad, y en la práctica no es otra cosa que un disfraz del relativismo. Y, desde luego, mal concepto tiene el joven matrimonio de educar si lo identifican con imponer. Todo esto implica que la Iglesia haya establecido como obligación moral grave el bautizar a los recién nacidos dentro de las primeras semanas tras el nacimiento.
Pero si la responsabilidad es de los padres, nadie puede asumirla contra la decisión de ellos. Ni siquiera la abuela. Lo que ésta debe hacer es intentar convencer a los padres para que entiendan sus obligaciones y las cumplan. Tiene tiempo por delante. Todo esto, claro está, si no hay peligro de muerte para el niño, pues en este caso el bien de éste —su felicidad eterna— está por encima de toda otra consideración. Por eso pregunta el párroco si el niño estaba sano.
Si existiera ese peligro Lidia estaría legitimada para bautizar a su sobrino. Cree recordar con razón que ella puede, pero no parece caer en la cuenta de que una cosa es el poder y otra cosa es el deber. Capacidad para conferir el bautismo la tiene cualquier persona —incluso no bautizada— con tal de que realice el signo con la intención de bautizar, pero en condiciones ordinarias se debe llevar a la criatura a la parroquia para que allí la bautice un sacerdote o un diácono: son los ministros ordinarios. El resto lo son sólo extraordinarios, y sólo deben administrar el bautismo en situaciones extraordinarias, verdaderos casos de necesidad.
Lo mismo ocurre con la ceremonia. Lo esencial es lo que menciona Lidia: tiene que emplearse agua (lo que vulgarmente se denomina “agua”), que debe correr por el cuerpo del bautizando; deben pronunciarse las palabras “yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Esto son materia y forma; la señal de la Cruz no es esencial. Pero, a la vez, lo ordinario debe ser una ceremonia según el ritual, más compleja, que incluye cosas que, sin ser esenciales, son muy convenientes, y adorna la celebración con la dignidad que merece.