Exposición del caso: A Inmaculada le cayó bien desde el primer momento la novia de su hermano Agustín, Estefanía, cuando la conoció en su casa. Tenía 20 años, sólo uno más que ella. Con quien no se llevaba tan bien era con su hermano: pensaba que “sólo iba a lo suyo”, y era antipático y frío, al menos con ella. Agustín había empezado a trabajar, tras haber terminado su carrera.
Un día Inmaculada se encontró a su madre llorando. Preguntó qué pasaba, y su madre contestó que su hermano se iba a vivir a un apartamento con su novia, sin casarse. Al parecer, todo intento de pararle había resultado inútil. Y, efectivamente, al cabo de unos días se fue.
Pasaron varios meses sin noticias de su hermano, e Inmaculada, a quien preocupaba la situación y el sufrimiento de sus padres, se preguntaba si ella podía hacer algo. Uno de los pocos días que oyó a sus padres hablar de esto, notó que tendían a echar la culpa a la chica: ella “le habría metido esas ideas”, “se lo había llevado”, etc. Inmaculada no dijo nada, pero de entrada le pareció injusto. Y entonces resolvió buscar a Estefanía y hablar con ella. La encontró en la Universidad, se saludaron cordialmente, y cuando le dijo que quería que hablasen, Estefanía la invitó a comer unos días más tarde, aprovechando que Agustín estaba de viaje profesional.
Inmaculada acudió a la cita, y vio el pequeño apartamento, instalado con gusto aunque con cierto desorden. Cuando empezaron a hablar, Inmaculada preguntó si pensaban casarse. Estefanía contestó que si de ella dependiera lo haría, pero que lo que quería él era ver primero “si lo nuestro funciona”. —”¿Y si tenéis un hijo?” —”No. No quiere. En eso es terminante: si me empeño, él se va. La verdad es que hasta que no acabe la carrera yo tampoco tengo muchas ganas”. —”¿Y después?” —”Después a mí sí me gustaría, pero a él no sé: dice que «ya veremos», y no quiere hablar más. Yo no le puedo cambiar, ya sabes tú cómo es”. Siguieron hablando. Inmaculada pensaba que Estefanía era “buena persona”, y que podía ser interesante cultivar lo que entendía claramente que podía ser una verdadera amistad. Propuso que se siguieran viendo, y Estefanía aceptó encantada. No dijeron nada al respecto, pero ambas entendieron que era mejor que no se enterase su hermano. Inmaculada tampoco dijo nada a su padres, porque pensaba que se enfadarían. Aprovechando viajes de Agustín, las dos chicas se citaban.
Meses después, apareció Agustín en casa de sus padres, diciendo que quería hablar con ellos a solas. Inmaculada no pudo resistir la tentación de poner el oído en la rendija de la puerta, y escuchó la conversación. Agustín necesitaba un aval para adquirir un piso —el apartamento actual era alquilado—, y, amablemente —a ella le pareció que cínicamente— ofrecía a cambio casarse. Parecía que iba la cosa bien, cuando Agustín tuvo que admitir que iba a ser “por lo civil”. Su padre le pidió explicaciones, y él dijo que no valía la pena discutir por una cuestión de trámites, ya que una ceremonia era un trámite; y que le parecía hipócrita ir a una iglesia a casarse cuando él no pisaba una iglesia: —”Es aparentar lo que no eres”. Su padre se enfureció: dijo que él no se prestaba a “esa pantomima”, que eso “ni es boda ni nada”. —”¿Por qué no? Haces lo mismo, pero en otro lado”. No quería entrar en discusiones su padre, y prácticamente le echó, no sin decirle que nadie de la familia asistiría al juzgado.
Cuando al cabo de unos días Inmaculada y Estefanía pudieron verse, aquélla contó la conversación con su padre a ésta. Estefanía dijo que el verdadero motivo por el que no quería casarse “por la Iglesia” era que no se podía rescindir. Entendía que se unían por su voluntad, y a voluntad podían dejarlo “si no resultaba”. Incluso, si una pareja así lo acordaba, podían tener su “vida sexual independiente”. Volvió a salir el tema de los hijos. —”Sigue igual”, dijo Estefanía. Ya tenían confianza entre sí, e Inmaculada preguntó: —”Pero, ¿qué haces…?” —”Te lo puedes imaginar. De todo”, contestó con un tono de suspiro. Inmaculada preguntó si se daba cuenta de que todo eso era inmoral. Resultó que sí se daba cuenta de que no estaba bien, aunque tampoco sabía muy bien por qué. Su familia se había roto, ella había vivido desde pequeña con unos tíos al irse su madre “a rehacer su vida”. En cuanto a su formación cristiana, no había hecho ni la primera comunión. —”¿Pero tú eres feliz así?”, acabó preguntando Inmaculada. —”Es lo que tengo…”, respondió Estefanía, con una mirada que parecía pedir comprensión.
Cuanto más pensaba Inmaculada en todo esto, más pena le daba Estefanía. Ya no se trataba solamente de sus padres, la quería como una amiga de verdad. Le propuso ir enseñándole el catecismo, y aceptó. Pudo ir comprobando que se interesaba, y hacía preguntas bastante inteligentes. —”Tienes suerte de que te hayan enseñado todo eso”, dijo alguna vez. Se sorprendió de que el matrimonio fuera un sacramento, y cuando le explicó la doctrina sobre la familia comentó que “es bonito, ¿pero de verdad se puede vivir eso?”. Inmaculada contestó que sí, tan resueltamente que se quedó ella misma sorprendida: ella se había preguntado alguna vez lo mismo, y dudaba un poco, pensando que “a lo mejor me están colando una novela rosa”.
Tras pensarlo bastante, Inmaculada llegó un día a la conclusión de que Estefanía ya estaba más preparada y ella estaba asqueada de la situación de su amiga. Fue a verla. Le preguntó que si de verdad deseaba llegar a tener su familia. Ante la respuesta afirmativa, continuó: —”Y dime la verdad, ¿esto que tienes de verdad es una familia?” —”No mucho, ¿verdad?” —”Y ése —prosiguió, sin querer llamarle por su nombre— no va a querer tener un hijo nunca, a estas alturas ya te has tenido que dar cuenta, ¿no?” —”No lo sé…” —”Se está aprovechando de ti, te está explotando, y cuando se canse de ti te dejará tirada, ¿es que no te das cuenta?” —”¿Y qué quieres que haga?” —”¡Irte de aquí! ¡Buscar un novio de verdad! ¡Y arreglar tu vida, y casarte…!” —”Inma, es tu hermano”. —”Y tú eres mi amiga”. —”¿Y a dónde voy a ir?” —”Bueno, te estaba buscando algo. Creo que puedo encontrar algo baratito, una habitación para estudiantes en una familia, y de paso te enteras de lo que es eso. Déjame unos días, y te lo consigo”. Estefanía se quedó pensativa. —”Inma —dijo al cabo de un rato—, creía que la gente como tú no existía”. Inmaculada se echó a reír. —”Alguna queda”, dijo antes de despedirse.
Decidieron días más tarde no dar más aviso de que se iba que una carta que quedaría en el apartamento. Inmaculada trajo el coche de su madre, e hicieron el traslado. Pensaba, y así lo dijo a su amiga, que ella por su parte estaba aturdida de lo que había sido capaz de hacer, y además de enseñar había aprendido mucho. Era, decía, “como si se hubiese hecho mayor de repente”, y conceptos como amistad, familia, amor y otros, habían cobrado nuevo significado. “¡Si es que antes era imbécil, de verdad!”, le decía a una Estefanía a la que se notaba un poco asustada, pero liberada de un buen peso y con ganas de encontrar el modo de devolver la ayuda que había recibido.
Preguntas que se formulan: — ¿Se crea el matrimonio por la voluntad de los contrayentes? ¿Por qué entonces no puede establecerse el contenido a voluntad, como sostenía Agustín? ¿Puede decirse que es un contrato? ¿Es entonces igual que cualquier otro contrato? ¿Cuál es la diferencia? ¿En qué se basa el que pueda decirse que viene determinado por la naturaleza humana? ¿Puede entonces decirse que la naturaleza se opone, o limita, la libertad? ¿Por qué? — ¿Qué propiedades tiene el matrimonio? ¿Por qué? ¿Es irrescindible solamente el matrimonio “por la Iglesia”, o todo matrimonio? ¿Cuál es el motivo? ¿Cómo deben juzgarse las legislaciones que permiten el divorcio? ¿En virtud de qué puede la Iglesia juzgarlas? ¿Atenta a la pluralidad o a la libertad religiosa prohibir el divorcio? ¿Por qué? ¿Puede existir alguna “fórmula alternativa” de matrimonio válida? ¿Por qué? ¿Cuál sería su moralidad? ¿Hay en el Evangelio alguna palabra de Jesucristo a este respecto? ¿Cómo deben interpretarse? — ¿Cuáles son los fines del matrimonio? ¿Se cumplen en el caso estudiado? ¿Habría en este caso verdadero matrimonio con sólo acudir a la ceremonia religiosa? ¿Por qué? ¿Puede decirse que la mera convivencia de una pareja constituye una familia? ¿Por qué? ¿Cómo definirías a la familia? — ¿Puede haber algún motivo justificado para que un matrimonio decida no tener más hijos, o retrasar su llegada? ¿Vale cualquier motivo? ¿Y cualquier medio para ello? ¿En qué se diferencian moralmente la continencia periódica y los medios artificiales de control de la natalidad? ¿A qué crees que se debe la baja natalidad en nuestra sociedad? — ¿Qué supone que el matrimonio sea un sacramento? ¿Es el sacramento un añadido al contrato matrimonial? ¿Puede haber entre católicos un verdadero matrimonio excluyendo el sacramento? ¿Por qué? ¿Por qué no es válido el matrimonio “por lo civil” que aquí se cita? ¿Es “hacer lo mismo, pero en otro lado”, teniendo en cuenta quiénes son los ministros? ¿Cuál es la diferencia? ¿Son válidas las excusas que pone Agustín? ¿Por qué? ¿Hace bien su padre al decir que nadie de la familia asistiría? ¿Por qué? — ¿Qué añade el que sea un sacramento al contrato matrimonial? ¿Cuáles son sus efectos? ¿Dan la respuesta a las dudas de las protagonistas sobre si se puede vivir la doctrina sobre la familia? ¿Es fácil vivirlo así? ¿Está al alcance de todos? ¿Qué significa que el matrimonio cristiano es una vocación? ¿Qué supone el que lo sea? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 371-373, 902, 1601-1608, 1612-1617, 1625-1632, 1638-1658.
Comentario: En este caso vemos enfrentados el concepto de matrimonio y lo que podríamos llamar un “sucedáneo” de éste, algo que conserva cierta apariencia de un producto auténtico, pero que no lo es e intenta pasar por bueno a la sombra de lo auténtico. Se podrá decir que el ejemplo está bastante llevado al extremo, pero no es tan infrecuente, y además es a donde tienden a parar las falsificaciones del matrimonio.
Una primera aproximación a la noción de matrimonio es definir éste como la unión con la que se crea una familia. Como se ve en el caso, nadie —ni el mismo Agustín— piensa que lo que vive en ese apartamento sea una verdadera familia. Puede deducirse así que no puede considerarse un verdadero matrimonio.
La misma definición empleada deja ver que la palabra “matrimonio” puede emplearse en un doble sentido: como el acto que hace efectiva la unión —”contraer matrimonio”—, y como la institución o situación que éste genera —”X e Y son un matrimonio”—. Tratándose de seres humanos, el primero sólo puede realizarse por una mutua declaración de voluntad: es un contrato. Pero no todo “contrato de convivencia” es un matrimonio: lo es sólo el que da lugar a una familia. Y como la familia es algo natural, sus rasgos esenciales vienen dados por naturaleza, el contenido esencial de ese contrato es algo que no puede disponerse a voluntad, sino que viene naturalmente dado. Con esta aclaración se puede entender que el razonamiento de Agustín cuando dice que “entiende que se unen por su voluntad” tiene bastante de sofisma: una cosa es contratar voluntariamente, y otra muy distinta fijar las condiciones del contrato a voluntad. En casi todos los contratos ambas cosas equivalen; en éste, no. Entonces, ¿la naturaleza coarta la libertad? Los términos de la pregunta son un tanto equívocos. Desde luego, la limita, pero no por imposición, sino más bien porque es la naturaleza de un ser limitado. Por eso, violentar la naturaleza, aunque sea en nombre de la libertad, es dañar al ser mismo. No se “supera” la naturaleza: se daña. Es, objetivamente, un mal. En este caso tenemos un buen ejemplo.
Si la primera parte del razonamiento de Agustín no se ajusta a lo que es al matrimonio, la segunda —que pueda rescindirse a voluntad— tampoco se sostiene bien. Si la familia es algo estable por naturaleza, no puede romperse por la voluntad. Sólo la misma naturaleza puede disolver un matrimonio, lo que sucede al morir uno de los cónyuges. Pero el vínculo no se rompe por ninguna otra causa. Es cierto que a veces se hace imposible la convivencia familiar, y pueden separarse —en casos extremos, puede hasta ser un deber hacerlo—. Pero la convivencia de hecho no se identifica con el vínculo de derecho: éste es firme por naturaleza, aunque se malogre su puesta en práctica por las debilidades humanas. Por otra parte, conviene conocer bien la vida. Las palabras de Agustín cuando alude a la posibilidad de que la unión “no resulte”, no por ser frecuentes dejan de ser algo engañosas al utilizar el verbo de modo impersonal. No suelen ser las circunstancias adversas —que en un momento u otro nunca faltan a nadie— lo que malogra la convivencia familiar, sino más bien los egoísmos personales que se ponen de manifiesto cuando surgen esas circunstancias. En las separaciones y divorcios la culpa puede estar repartida entre los cónyuges en proporciones diversas, pero lo habitual es que esa culpa exista.
Nótese bien que toda esta argumentación parte de la naturaleza, no de la fe (que no deja de confirmar, claro está, lo que exige la naturaleza). El “no” al divorcio no es un asunto exclusivamente cristiano, ni un intento de imponer una forma religiosa de matrimonio a todos, creyentes o no. Es algo que puede no ser fácil de entender —por eso a los cristianos nos viene aquí muy bien la confirmación que hace la Revelación de las características naturales del matrimonio—, pero debe quedar claro que los cristianos hablamos aquí en nombre del Derecho Natural. Admitir un vínculo matrimonial soluble daña a las personas y a la sociedad. Y, si es verdad que puede ser difícil de comprender en sí, no lo resulta tanto ver sus consecuencias: el daño que ha producido esa permisividad es bastante visible para quien quiera verlo.
La estabilidad del matrimonio descarta asimismo cualquier tipo de “matrimonio a prueba”. O hay matrimonio —y éste es como es—, o simplemente no lo hay. ¿Pero en algo tan serio no es muy conveniente conocerse bien previamente? Lo es, y eso se llama “noviazgo”. Lo sensato es tenerlo, y conocer bien a la persona con quien se pretende compartir la vida antes de que llegue un enamoramiento “ciego”. Y lo insensato pretender que, buscando sólo lo agradable de la unión, se asegure la estabilidad futura. Y, además, como señalábamos antes, es asimismo insensato pretender quitarse de encima la responsabilidad pensando que la estabilidad dependa de las circunstancias o de una especie de “complementariedad” fortuita. Dependerá más bien del espíritu de sacrificio con que se avale la autenticidad del amor.
Cuando hay un contrato y dos partes contratantes no puede faltar la virtud que inclina a dar a cada parte lo que le corresponde: la justicia. La justicia exige en primer lugar que sólo quepa matrimonio de “uno con una”. Si hombre y mujer tienen la misma dignidad, en ningún caso puede haber desequilibrio entre lo dado y lo recibido. El amor postula también esa exclusividad. Es por tanto una propiedad del matrimonio llamada “unidad”. Y esa exclusividad no sólo excluye casarse con una tercera persona, sino también, como es lógico, otorgarle cosas que son debidas sólo al cónyuge. Se trata del deber de fidelidad. Lo que se otorgan hombre y mujer al casarse, por la naturaleza contractual del matrimonio, se convierten en derechos de uno sobre el otro, el más específico de los cuales —aunque no el único— es sobre su sexualidad. Por eso el adulterio es un pecado que no sólo atenta contra la castidad, sino también contra la justicia. Por eso dentro de un matrimonio ninguno tiene derecho a una “vida sexual independiente”, ni aunque así haya sido pactado: los derechos fundamentales de las personas son indisponibles, y el hecho de que haya un pacto de ese tipo no impide que se viole un derecho de este tipo. Sería algo análogo a un contrato de esclavitud: por atentar contra la dignidad de la persona, sería inmoral tanto proponer un contrato de este tipo como aceptarlo.
Los órganos sexuales constituyen lo que en biología se denomina “aparato reproductivo”. La diversidad sexual tiene como fin natural la reproducción —de la especie: por eso no es una obligación casarse para todo individuo, basta con que lo haga la mayoría—, y ésta no se limita estrictamente a engendrar, sino también a lo que podría llamarse “crianza”. Ésta, en los humanos, es particularmente prolongada y conforme con su naturaleza espiritual: necesita un clima moral y afectivo propicio. De ahí la exigencia natural de la familia y de su estabilidad. No cabe disociar familia y reproducción. Por eso el matrimonio puede denominarse un “contrato sexual”, y por ello sólo pueda ser contraído —técnicamente se diría que sólo son “sujetos hábiles”— entre un hombre y una mujer. No quiere eso decir que no hay matrimonio hasta que no hay hijos. Pero sí quiere decir que desde el primer momento, por su carácter sexual, tiende a los hijos. La generación —y posterior crianza: educación— de los hijos es fin específico del matrimonio. Si se excluye de la intención al contraer se habría prestado consentimiento a un contrato que no sería el matrimonial, y por tanto el matrimonio sería nulo.
La naturaleza espiritual del hombre también se pone de relieve en su comportamiento reproductivo. No es el instinto el que en último término une a hombre y mujer, sino la voluntad. Y ésta debe ser regida por la razón. Lo cual se traduce en que los matrimonios deben decidir prudentemente sobre su descendencia: es la llamada “paternidad responsable”. Decisión prudente no significa arbitrariedad, ni lo prudente es lo pasivo o lo cómodo. En la familia, precisamente por estar regida por el amor, es donde más se pueden pedir virtudes como el espíritu de sacrificio y la generosidad. En el caso estudiado, si Inmaculada y Agustín hubieran estado verdaderamente casados, el deseo de la primera de esperar un poco hasta acabar la carrera para tener un hijo podría ser prudente y manifestar una “paternidad responsable”; pero la postura del segundo sólo podría calificarse de egoísmo irresponsable. Y es ese egoísmo el principal responsable de la caída de la natalidad que observamos en nuestra sociedad.
Sin embargo, la vieja máxima moral de que el fin no justifica los medios conviene recordarla particularmente en este terreno. La decisión, aunque sea responsable, de retrasar un nacimiento no justifica el que, como dice Inmaculada, se haga para evitarlo “de todo”, aludiendo implícitamente a conductas que desvirtúan la unión sexual. Éstas, incluidas las que la hacen artificialmente infecundo, son inmorales: suponen violentar la naturaleza —en este caso la naturaleza de la unión sexual, lo que éste debe ser por naturaleza—, y eso siempre está mal, es un pecado. Eso no quiere decir que mientras haya causas serias que hagan prudente posponer la llegada de un nuevo hijo los cónyuges deban renunciar a tener vida sexual: pueden hacerlo —mantienen así la afectividad conyugal— utilizando para ello los periodos naturales de infecundidad: son los llamados “métodos naturales de regulación de la natalidad”. De esa diferencia de valoración moral entre una y otra cosa se dan cuenta las personas, aunque haya quien esté empeñado en pretender que no sea así. En el peor de los casos, como es el caso de Inmaculada debido a su muy escasa formación, carencia de familia y malos ejemplos, se dan cuenta de que lo inmoral “no está bien”, aunque no sepan explicar muy bien por qué.
Hasta el momento no se ha mencionado el sacramento. Pero, implícitamente, sí se ha tratado de él, porque es este mismo matrimonio del que venimos tratando el que es un sacramento. El sacramento no es algo que se añada al matrimonio: es el mismo matrimonio el que para los bautizados es sacramento. Lo que se añaden son los efectos sacramentales al matrimonio. Se recibe gracia santificante —se aumenta: es sacramento de vivos—, y gracia sacramental que, lógicamente, se referirá al cumplimiento de los deberes familiares en todos sus aspectos. Se da también una nueva dimensión a los fines del matrimonio: propagan la Iglesia, no sólo la especie humana, y son, por mandato eclesial (podría llamárselo “misión eclesial”), los educadores en la fe de sus hijos.
Hay un aspecto del matrimonio que conviene explicar, para poder entender lo que sigue. El matrimonio, como inicio de la familia, no interesa sólo a los contrayentes, sino también a la sociedad entera, ya que, en último término, la estabilidad y la paz de la sociedad depende mucho de la estabilidad y la paz de las familias. Esta sociedad es la sociedad civil, pero algo análogo puede decirse de la Iglesia. Por eso las dos sociedades, cada una en su ámbito, tienen derecho a legislar sobre el matrimonio. Y entre esta legislación, por el interés público y la llamada seguridad jurídica (certeza y constancia pública del contrato y de que se cumplen los requisitos, sobre todo), está el establecimiento de una forma, como por otra parte sucede con los contratos más importantes. Sin ella, el contrato no es válido. El principal motivo de que deba cumplirse una ceremonia eclesiástica no es tanto la necesidad de celebrar el sacramento en una iglesia (es más bien un fundamento: como corresponde a la Iglesia regular la celebración de los sacramentos, puede exigir estos requisitos), sino la exigencia de esa solemnidad y publicidad por el interés público (hay algún argumento más de conveniencia). Por poder, si no existiera esa legislación bastaría que los contrayentes manifestaran su consentimiento entre ellos mismos para casarse válidamente. Esto es así porque en este sacramento los ministros son los mismos contrayentes —uno del otro—, y no el sacerdote: este hace de “testigo oficial” de la Iglesia —necesario en situaciones ordinarias—, pero nada más: por eso, lo correcto es decir que “bendice la unión”, no que “los casa”. Con todo esto, ya se ve que no tiene razón Agustín cuando dice que la ceremonia es un “mero trámite”. Claro que no es extraño que piense eso desde su mentalidad insolidaria, que no sabe ver un interés más amplio que el suyo.
¿Pero no tiene razón en querer que casarse “por lo civil” si es verdad que no pisa una iglesia? ¿No es, como él dice, una pantomima? ¿No saca las cosas de sitio su padre? La respuesta es que Agustín tampoco aquí tiene la razón. Si antes señalábamos que es el mismo matrimonio el que entre bautizados es sacramento, no es difícil deducir, a sensu contrario, que si no hay sacramento tampoco hay matrimonio. Por eso es verdad que lo que pretende en este caso “no es matrimonio ni es nada”. Quizás su padre debería haberlo dicho más calmadamente, aunque no es sorprendente que se enfade cuando se da cuenta de que lo que estaba haciendo su hijo era chantajearle. Aún así, ¿no es intolerante al decirle que nadie de la familia asistiría a la “boda”? No, porque asistir a una boda es algo más que respetar una decisión: es otorgar un reconocimiento público. Y no se debe otorgar a algo que no pasa de ser un concubinato, o, si se quiere así, un “concubinato formalizado”. ¿Pero no es poco caritativo hacerle a alguien el vacío de ese modo? Disgusta, qué duda cabe, pero la caridad debe mover, por encima de todo, a buscar el bien para las personas, y respaldar una situación de ese tipo es ayudar a alguien a que “se instale” en una situación de permanente inmoralidad, lo cual no es precisamente la ayuda que necesita. No se trata de que los padres deban “cortar con el hijo” —si lo hacen, posiblemente se daba más al orgullo herido que a ninguna otra cosa—, sino que deben intentar por su bien que enderece una situación lamentable como ésta. No es falta de caridad, aunque de entrada duela, como no lo era aplicar a ese mismo hijo, cuando era pequeño, agua oxigenada sobre una raspadura: escocía, pero era lo que curaba. ¿Y no podría ocurrir que su asistencia evitara males mayores? Sí que podría ocurrir, y en ese caso —sólo en ese caso— habría que hacerlo, aunque habría que dejar bien claro a todos que con esa asistencia no se pretende reconocer esa unión.
La pregunta de Estefanía sobre si de verdad se puede vivir lo que la Iglesia enseña sobre el matrimonio es comprensible. Si se conoce bien la vida se concluye pronto que ésta tiene muy poco que ver con una novela rosa. La misma Inmaculada había tenido sus dudas sobre esto. Y es que, desde luego, si alguien tratara de presentarlo como una novela rosa, más que formar, deformaría a quien le oyera. La realidad es que es, efectivamente, muy bonito, pero con la belleza de lo que sabe superar dificultades, que no faltan. Si la Iglesia presenta el matrimonio cristiano como vocación y camino de santidad, implícitamente está diciendo que requerirá el heroísmo. Y con lo fácil no cabe heroísmo alguno. Pero precisamente por esto el matrimonio es un sacramento: es necesaria la gracia a los esposos cristianos para que puedan vivir cristianamente su matrimonio.
Por otra parte, el caso enseña cómo ayudando a los demás se ayuda uno a sí mismo. Para aprender no hay nada como enseñar, y no digamos cuando se trata de la fe, que se refuerza con el apostolado. Lo mismo cabe decir de la madurez que ha conseguido al asumir responsabilidades y ayudar a su amiga a madurar y encauzar correctamente su vida. Se ha portado muy bien: ha sabido ser comprensiva, ser paciente cuando hacía falta ser paciente, ser fuerte cuando ha hecho falta serlo, ser prudente, y tener una cabeza y un corazón cristiano. Claro que en esta vida, por santo que sea uno, siempre asoma algún defecto: ¡esa manía de arrimar la oreja a las rendijas para oír conversaciones ajenas…!