Caía el sol terrible de la tarde y el pueblo se asaba en el calor abajo. “Es un crepúsculo magnífico. Este es siempre el mejor sitio”. Miré detrás de mí y vi un hombre alto y delgado, más alto, mucho más, y puede que hasta más delgado que mi abuelo. Llevaba un sombrero de campo maltrecho y viejo y el cabello, níveo le llegaba a los hombros. Así entró el profesor Von Vollensteen, Doc, en mi vida. Yo tenía sólo seis años. Poco tiempo después, convenció a mi madre para que, a cambio de dame clases de piano, me dejara acompañarle en busca de cactus para su jardín, situado “en la cima más o menos llana de un pequeño cerro que dominaba el pueblo y el valle. Para llegar a ella había que subir diez minutos de cuesta hacia la soledad, por una carreterita de piedras y tierra que no llevaba a ninguna otra parte. Aquel jardín de cactus puede que fuese la mejor colección privada de cactus del planeta. Yo, que me convertí en un especialista en cactus, no he visto nunca otro mejor”. Lo cierto es que mi madre, desconcertada y encantada a la vez, terminó accediendo a su petición cuando Doc le explicó su teoría sobre los cactus: “Si Dios eligiese una planta para representarle, yo creo que elegiría entre todas ellas el cactus. El cactus posee casi todas las bendiciones que Él intentó otorgar al hombre, casi siempre en vano. El cactus es humilde pero no sumiso. Crece donde no es capaz de crecer ninguna otra planta. No se queja si el sol le quema en la espalda, ni si el viento lo arranca del acantilado o lo sepulta en la arena seca del desierto, ni sí está sediento. Cuando llega la lluvia almacena agua para futuros tiempos difíciles. Florece lo mismo en el buen tiempo que en el malo. Se guarda del peligro pero no hace daño a ninguna otra planta. Se adapta perfectamente casi a cualquier medio. En Méjico hay un cactus que sólo florece una vez cada cien años y de noche. Eso es santidad de un grado extraordinario, ¿no está usted de acuerdo? El cactus tiene propiedades que le permiten curar las heridas de los hombres, y se extraen de él pociones que pueden hacer que un hombre toque el rostro de Dios o se asome a la boca del infierno. Es la planta de la paciencia y de la soledad, del amor y de la locura, de la belleza y de la fealdad, de la dureza y de la suavidad. ¿No cree usted que de todas las plantas fue al cactus la que Dios hizo a su propia imagen?”. (Peekay, protagonista de “La potencia de uno”, de Courtenay)