Se recoge a continuación una serie de tres artículos sobre la relación del hombre con Dios: primero la relación del hombre con sus semejantes (El hombre horizontal), después la relación del hombre con Dios (El hombre vertical) y, por último, un, a modo, de las dos cosas pero con el verdadero sentido de esta relación (El horizonte vertical del hombre).
El hombre horizontal “¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo y hacerse, como he dicho, a la conversación del mundo, y ser en lo interior extraños del mundo y enemigos del mundo estar como quien está en destierro y, en fin, no ser hombre sino ángeles?” Sta. Teresa de Jesús Camino de perfección. Capítulo 3.3 Sabemos que el mundo, este siglo, como dirían los antiguos, es atrayente, que vivimos en él y que, de eso, no podemos escapar. Pero, la verdad es que hay muchas formas de vivirlo. Sabemos que el hombre, ese ser creado por Dios a su imagen y semejanza, este hijo suyo, en medio del mundo, en su vida ordinaria, tiene algo que pagar para poder vivir en su seno, que tiene, en su relación con el otro, con el hermano o gentil, tiene que dejarse atrás, en su camino, algunas cosas, algunas realidades. Esto, creo yo, es lo que sigue.
Podemos, por ejemplo, dejarnos convencer por las facilidades que nos ofrece el mundo, vender nuestro presente sin darnos cuenta de lo que supone esa dejación de la responsabilidad que tenemos como Hijos de Dios. Que quede claro que la realidad de la filiación divina (de ser hijos de Dios) no es algo que dependa de nuestra voluntad. O sea, no podemos decir que, como no creemos en Dios, esa filiación la olvidamos y hacemos como si no existiera.
Esto es, simplemente, imposible. Una cosa es no aceptar la religión y otro, muy distinto, es que ese re-ligare, ese unir al hombre con Dios, se pueda evitar. No es cuestión de aceptación, pues la realidad, la Verdad, no puede elegirse a gusto de cada cual, es como es.
Esas facilidades nos abarcan (y miren que no digo les abarcan; o sea, que también yo me incluyo) a casi todos a hacer uso de ellas, entregándonos y produciéndonos una dispersión de afectos de la que sólo puede derivarse una pérdida de los valores esenciales que constituyen nuestra personalidad como personas.
Además de esto, lo que denominamos, o se denomina, respetos humanos (el qué dirán, etc) nos impiden llevar a cabo un comportamiento verdaderamente humano, pues nos obligan a hacer no lo que deberíamos sino lo que, muchas veces, se espera de nuestro ser social. Sin embargo, como esta sociedad, muy perturbada por el ansia de tener más y que hace prevalecer ese tener sobre el ser, por un hedonismo rampante y un amor a lo propio excesivo, no puede ser, francamente, el marco donde desenvolver nuestra personalidad de forma correcta, adecuada, pues, como he dicho, su desarrollo no es, precisamente, lo que mejor va con una armonía con el verdadero mundo que Dios pretende, que legó a nuestros primeros padres y a los que conminó a dominar, y no a dejarse dominar por él.
Esto, que fácilmente puede parecer un sermón, no lo es. Tan sólo es una advertencia ante lo que hay que elegir: estar en el mundo pero no ser mundanos, es una santa recomendación. Quiero decir que esto lo dijo un santo.
Y si esto no se tiene en cuenta… Porque, de otra forma, pagamos en libertad, que entregamos al mundo, pagamos, en sometimiento a los modos que imponen los que se benefician de ello, pagamos perdiendo las virtudes primeras que debemos ejercitar; pagamos, por último, dejando de ser personas en su exacto sentido para ser personas controladas y mediatizadas por los medios de poder, sometidos, al pagar lo que no recuperaremos a no ser que queramos (cosa bastante difícil, por cierto; aunque de conversiones habría mucho que decir y muchos ejemplos que poner).
Una vez visto lo que hay que pagar, veamos lo que hay que dejar de tener si, de hoz y coz, metemos toda nuestra persona, sin solución posible, en los vericuetos de nuestro hoy.
Cuando nos sometemos, voluntariamente, a las facilidades y posibilidades a las que he hecho referencia anteriormente, lo primero que dejamos de tener es un ser que deja de ser para estar. Lo que quiero decir es que el tener pasa a ser más importante que el mismo hecho de ser, atribuyendo, así, la posibilidad , por ejemplo, de manipular a la persona, desde su concepción, atendiendo al sentido utilitario que, al fin y al cabo, tiene esta concepción perversa del mundo y de nuestra vida. Recordemos, si es necesario y para que quede bien claro, que el fin no justifica los medios, NUNCA, a pesar del utilitarismo rampante que, hoy día, se adueña de muchos comportamientos y conciencias.
Pero, cuando atendemos al respeto humano para conducir nuestras relaciones sociales, dejamos de percibir el mundo como, verdaderamente, tendríamos que percibirlo. El mundo, nuestro vivir en él, ha de conducirse, puedo recomendarlo, atendiendo a lo que verdaderamente importa, independientemente de lo que quienes perciben nuestro actuar entiendan con arreglo a su concepto de la sociedad; concepto que, por otra parte, casi siempre es impuesto. El que sea sí lo que es sí y no lo que es no, expresión de Jesucristo, es la mejor manera de conducirse, no cambiando como llevados por una veleta, por la subjetividad exclusivista que considera a la comunidad de personas como un campo donde sembrar nuestra propia y única cosecha; cosecha de la que obtenemos un fruto agrio, amargo, pues al excluir al otro, en un comportar egoísta, la dulzura de la entrega a ese otro la perdemos, la dejamos de tener. Eso, creo yo, no es muy bueno para el devenir nuestro.
Pero aún más. Cuando, acudiendo a lo dicho, optamos por la facilidad que se nos ofrece, optamos por lo pragmático, aunque esto sea contrario, netamente, incluso, a nuestra fe, porque nos gusta o nos viene bien, perdemos, o dejamos de tener, un comportamiento, porque tenemos uno hipócrita, no fundamentado, pues hemos perdido el fundamento de una existencia cristiana, y por eso, intrínsecamente humana. Entiéndase que no digo que otra concepción de la vida no tenga sentido, lo que digo es que el concepto cristiano de la existencia tiene un sentido perfecto, pues perfecto es de quien procede.
Vemos, pues, que siempre que no entremos en los límites de Dios el hecho mismo de vivir en el mundo tiene consecuencias, para bien y para mal, que pagamos en bienes morales para recibir en bienes materiales, ¡tan fungibles ellos!, que dejamos de tener una verdadera libertad, una moral (concepto ético esencial y no sólo cristiano) que conduzca nuestra vida de forma correcta y, por último, y al fin y al cabo, un ser que sea, verdaderamente y no sólo que esté cuando me convenga donde me convenga.
La coherencia, a veces, es tan difícil de ejercitar… El hombre vertical “Todo se nos va en la grosería del engaste u cerca de este castillo, que son estos cuerpos” Sta. Teresa de Jesús Las moradas del castillo interior.
Moradas Primeras, capítulo primero A veces es difícil, como hijos de Dios, reconocer esa situación, tratar de discernir, en este valle por el que pasamos, que hay Alguien que nos mira y nos quiere, que, cuando pasa junto a nosotros nos deja su huella para que le sigamos, que cuando vamos surcando, con nuestra pobre nave, por los vericuetos de la vida, su mano siempre está pronta para la ayuda, su caricia dispuesta para nuestro corazón, su misericordia rápida para el perdón de nuestras ofensas, como tantas veces rezamos.
A veces es difícil hacer algo que no sea, como dice Sta. Teresa de Jesús, cuidar de nuestro castillo, más cerca que lejos, pero, eso sí, muy alejados de ese misterio que Dios nos muestra, que, con su amor, nos entrega para que obtengamos, de él, fruto dulce, maná glorioso con el que sobrevivir al devenir nuestro.
Reconozco, para empezar, que mi objetividad está subyugada, contenida en el que Crea, animada por un espíritu que no puede negar, ni quiere hacerlo, su pertenencia a Dios. Sin embargo creo que, el sentirme dentro de sus límites, hace posible advertir aquellas almas que tratan de acercarse al Padre y que, por mor de muchas situaciones o circunstancias, se quedan a las mismas puertas de su Reino porque en este mundo no gozan de él, al no haber optado por su apreciación. Humanidad, obliga, a veces, en exceso.
Muchas personas creen que Dios está como dormido, que no actúa. Sin embargo, olvidan que la libertad de actuar es un don del que hacemos uso y que eso nos hace responsables del devenir del mundo que tenemos encomendado a nuestro cuidado. Yo creo que incluso para aquellos que tienen de Dios un sentido ajeno, que están separados de la creencia que sostiene, espiritualmente, a tantas personas y que entienden que es algo, esa idea, la de Dios, de la que podemos prescindir sin producir menoscabo alguno a nuestro vivir, tengo que decirles que es mucho más que algo ingenioso para contener el vacío de los que creemos y que , por eso, no pueden dejar de admitir que, quizá, estemos de acuerdo en algo: Dios ha de existir, por fuerza (¡no por la fuerza!) ya que el mismo hecho de negarlo demuestra su existencia. Sin embargo, alcanzar y sobrepasar los límites intrínsecos del gozo de Dios no es fácil y esto, creo yo, es la causa primera de que muchas personas acampen en las exterioridades de Dios, esperando que su asedio de tibieza e increencia acabe por revelar la misericordia del Padre. Pero, es que sin hacer nada… sin actitud de búsqueda, de encuentro, de entrega… qué difícil es escapar de un mediocre sentido de Dios, acaparando, para sí mismo, el omnímodo poder de su posesión.
¡Qué pena no darse cuenta de que ese no es buen final! Sin embargo, bien claro está que tenemos una relación con nuestro Creador, como no puede ser de otra forma, un, a modo, de hilo conductor que nos vincula, verticalmente, es decir, desde nosotros hacia Él pero, también, y esto es muy importante, de Él hacia nosotros. El hecho mismo de sentirnos hijos de Dios, de paso por este mundo para salvarnos (¡gran negocio, éste!) nos debería obligar a preguntarnos cómo podemos apreciar, ver, sentir, esa unicidad que tan difícil puede llegar a ser el apreciarla porque somos únicos si permanecemos en Él y únicos si, entonces, Él permanece en nosotros.
Y tenemos, para eso, una serie de posibilidades que nos hacen más fácil esa comunicación que, aunque no sea vía telefónica sí que lo es vía corazón, porque en esto la modernidad no ha podido sustituir el ansia de saber y conocer de Dios con ese instrumento o herramienta que es la Fe y, unido a ella, la utilización de lo que la Santa Madre Iglesia nos proporciona.
Podemos acudir, por ejemplo, a la lectura de las Santas Escrituras, a sentirnos como unos personajes más de los relatos que, seguramente, tantas veces hemos escuchado pero que, sin esa pequeña posibilidad, nos pueden haber parecido textos lejanos e, incluso, un tanto difíciles de comprender para nuestra mentalidad postmoderna. En esa lectura, en esa contemplación, en esa fijación en nuestro corazón de los valores que encierra y que hacen palpable la mano de Dios y de su Espíritu Santo en la iluminación de los que las escribieron, tenemos un gran mundo por descubrir porque es el mundo de Dios y eso, muchas veces, es incomprensible para nosotros. Sin embargo, también podemos acudir a multitud de fuentes legítimas que nos proporcionarán una unión con nuestro Padre Eterno. Tenemos, en la Tradición y en el Magisterio de la Santa Madre Iglesia, perfectamente establecido en la Constitución Dogmática Dei Verbum (sobre la divina revelación), cuando dice, en su número 10 que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia” una posibilidad real de que nuestra relación con Dios es real porque ”La Sagrada Tradición…y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (DV, 10).
Bien podemos ver que no estamos solos, que no nos encontramos perdidos si nos ponemos a pensar, a meditar sobre, ese “hilo invisible” que, como cordón umbilical de fidelidad, nos ha de mantener, fijado el corazón en eso, en contacto directo, íntimo, profundo, con Dios. Esa verticalidad es un sustento totalmente imprescindible para que nuestro edificio de vida, para que nuestro gozar del mundo sin abandonar a Quien lo ideó, pensó, elaboró y perfeccionó, no nos impida nuestra relación horizontal con nuestros semejantes sin la cual aquella no tendría sentido pues determinaría nuestro abandono del comunitario que tiene la Palabra de Dios, que de su letra de infiere y traduce, para nuestras vidas, con un hacer inmediato y claro. Esa verticalidad, sin la cual abandonamos, voluntariamente (y para esto Dios también nos creó) esa filiación divina que nos constituye en cuerpo y alma, no puede fomentarse en nuestras relaciones políticamente entendidas correctamente, como afectadas por un respeto humano tan alejado de esa unidad de vida (Dios-Fe-hombre-realidad) sin la cual todo nuestro discurso de prédica se queda vacío, permanece falso, se hace hueco.
Por todo esto y por lo mucho que queda, seguramente, por decir o ya se ha dicho, si somos personas que gozan con su Fe; personas que se sienten agraciadas con el amor de Dios; personas que nos valemos de los medios que Él nos da para no abandonarlo; personas que, en fin, no negamos ser su imagen, su semejanza, no podemos, por tanto, hacer como si nuestro antropocentrismo no fuera teocéntrico, como si, una vez nacidos nos hubiéramos desvinculado, para siempre, del seno que nos contuvo y teniendo en cuenta que, además, y como muy pusiera Jeremías (en 1,5) en boca de Dios “antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía”. Y esta unión no podemos olvidarla, aunque siempre nos espere su perdón y misericordia.
El horizonte vertical del hombre “Tenemos que ser hechos de nuevo /…./ Sangraremos y chillaremos cuando nos arranquen trozos de piel, pero después, sorprendentemente, hallaremos debajo algo que jamás habíamos imaginado: un hombre real, un dios siempre joven, un hijo de Dios, fuerte, radiante, sabio, bello y bañado de gozo”. C.S. Lewis.
Dios en banquillo Cómo debemos relacionarnos con el mundo en que vivimos, apasionadamente, pero sin dejar de lado a Aquel que creó al mismo, que nos creó a nosotros y que, por encima de todo y de todos, se manifiesta en cada uno de nosotros, es cuestión relacionada, directamente, con esa clara dualidad hombre-Dios-hombre. A pesar de esto, muchos, quizá se encuentren más a gusto en su soledad de hijos de Dios pensando que no tienen Padre Eterno porque así la seguridad de su vida, entienden, o pueden entenderlo, es más, digamos, acogedora. Preocuparse por algo que vaya más allá de nuestra vida es tan difícil… Plantear soluciones ante esto puede resultar, ciertamente, peliagudo. Incluso se me puede decir que esto es, sólo, una opción personal. Es más, se pensará, muchos pensarán, que se trata de algo particular, muy particular, excesivamente propio y ajeno a los demás. Sin embargo esto, como tantas otras cosas, no es tan evidente. Es más, puedo asegurar que es todo lo contrario, ya que al ser, todos, hijos de un mismo Padre (la diferencia entre unos y otros es que unos sabemos que es así y otros pretenden ignorarlo) los planteamientos y las soluciones aplicables a ellos pueden aplicarse, sin menoscabo de las peculiaridades de cada cual, a los sujetos pasivos de las mismas pero activos en su ejercicio.
¿Cómo, pues, podemos acercarnos a un límite que esté más allá de esas exterioridades de Dios? De la forma que sea, ha de estar claro que no se puede vivir sin Dios, ya sea para afirmarlo ya sea para negarlo. Por lo tanto, el aproximarse a ese “estar dentro” de sus límites es de vital importancia pues, tarde o temprano, se acaba queriendo conocer a Aquel a quien se ninguneó, a Aquel a quien se le negó el pan de nuestro corazón y la sal de nuestro aprecio, a Aquel que, al fin y al cabo, nos creó (sobre esto de la creación, piensen todos los materialistas, los que ponen a la ciencia por encima de la fe, los que creen en que no ha habido intervención divina, piensen, digo, cómo es posible explicar el maravilloso funcionamiento de la naturaleza y del mismo cuerpo del hombre, si todo de debe a extraños procesos físico-químicos apoyados, casi siempre, en la “casualidad”), digo, que siempre se le acaba buscando, por si acaso…
Esta aproximación a la que aún pueden acogerse los que prefieren habitar en las exterioridades de Dios, no deja de estar en sus propias manos ya que Dios les de libertad, de pensamiento y de obra, para escoger entre Él y el resto, entre la Verdad y la duda continua, entre la certeza y la desazón.
Muchos piensan que Dios siembra y luego se despreocupa y que, en realidad, no existe relación vertical entre el Creador y su criatura. Lo contrario a un Dios celoso de su obra, siempre pendiente, quizá puedan pensar personas, para fastidiar al hombre, lo contrario a un Dios pagano (recordemos Roma y, para ello, consúltese el libro de R. M.Ogilvie Los romanos y sus dioses, de Alianza Editorial –1766)) que se inmiscuye en todo y que, por eso, tiene dedicaciones y devociones para todo, es un Dios, como nuestro Padre, que aprecia tanto a su semejanza que le concede ese libre albedrío tan importante y que tan poco se entiende. Acercarse, pues, a Él, es cosa de cada cual.
Hemos visto, como he dicho, que vivir en el mundo, es lo más aceptable que se puede hacer; de hecho, no podemos hacer otra cosa, es nuestra obligación mientras estemos a esta vida, de paso hacia la morada definitiva, a ese Reino de Dios que ya podemos sentir en este mundo, en este lado de ese Reino, si queremos, claro. Pero esa obligación puede cumplirse de muchas formas, y este cumplimiento puede estar anclado en Dios, apoyado en su doctrina, codo con codo con la vida de su Hijo y hermano nuestro.
Sobre las formas de acercarse a Dios alguna pista puedo dar para, con ella, internarse dentro de los límites del Padre. Muchas veces no se trata de nada material, otras sí, según sea la ocasión o el planteamiento general.
Nos acercamos a Dios, por ejemplo, cuando en los ojos del otro encontramos los ojos de un hermano, cuando en las necesidades de los otros sabemos que está muestra mano, que debería estar; cuando a la desazón del otro oponemos alegría, positividad, optimismo, ese estado que no ha de abandonar al cristiano y que ha de ser su marca de identidad porque se reconoce hijo de Dios; cuando reconocemos que Jesús comparte, con nosotros, nuestro yugo; cuando nos reconocemos en un fraterno afán; cuando podemos sentir ese sabor a gloria que produce darse como florecilla a los pies de Cristo; cuando podemos palpar con los dedos del alma el sentir la cercanía de Dios; cuando en nosotros no cabe duda alguna sobre todo esto; cuando en las Sagradas Escrituras encontramos algo más que sílabas, que palabras; cuando somos capaces de tornar el interno desierto en luz que irradie esperanza, amor, entre (y toda esa palabrería, para muchos, que nada les dice) nosotros y Dios.
Pero sobre todo, sobre todo, cuando sabemos que la Verdad persevera, que su destello es un eco de múltiple quietud, cuando sabemos que donde se conoce esa Verdad, esa Verdad, es en ese amniótico maná donde nos formamos como hijos, donde aquellos que no alcanzan sino los límites exteriores de Dios se quedan, voluntariamente las más de las veces, sumidos en su sueño inerte, acaparando, para sí, la savia que ha alimentado su desdén.
Y yo, que quieren que les diga, ante ese panorama, sólo siento pena.
Ellos, seguro estoy de esto que digo, sólo esbozarán una leve sonrisa, desde su castillo de mundanidad, ante esa creencia que sostiene mi vida, y la de muchos, y seguirán ese rumbo equivocado, quizá hasta las antípodas de Dios.
Ojala (y aquí no hago mística ojalatera) cambie, con esto dicho, algo su corazón. Esto era, más que nada, para ellos.
Amén. O sea, así sea.