Exposición del caso: Los padres de Rosa eran muy distintos. Su madre era una mujer que se preocupaba por cualquier cosa y se agobiaba con facilidad. Su padre era un hombre muy seguro de sí mismo. Si su madre siempre insistía en que tuviera cuidado con esto y aquello, su padre le decía frecuentemente que ella podría llegar a donde quisiera llegar en la vida, y que sólo dependía de ella. Rosa, que era la hija mayor, en carácter había salido a su padre. Era muy voluntariosa, con pundonor y ambición. Sacaba las mejores notas en todas las asignaturas, y, aunque exteriormente apenas se notara, reaccionaba con cierta rabia ante un fallo o una nota algo inferior, que le hacía redoblar sus esfuerzos. Rosa quería a los dos, pero su admiración se dirigía sólo a su padre.
Un día llegó una fatal noticia: el padre de Rosa había fallecido en accidente de tráfico. No había culpables: un camión había roto sus frenos y no pudo evitar el arrollar al turismo donde viajaba su padre. Al dolor por la pérdida se sumaba en Rosa un sentimiento de impotencia, que quedó algo solapado por la necesidad urgente de consolar a su madre. Ésta, cuando veía a Rosa, no hacía más que decir —”¡Ay, hija! ¿Y qué será ahora de nosotros?” —”No te preocupes, mamá, saldremos adelante”, era la contestación de Rosa a su madre, pero también se lo decía a ella misma, pensando que tenía que ocupar el puesto que dejaba su padre. Pasaban los días, y esta situación no cambiaba.
Una tarde —Rosa sólo tenía clase por la mañana—, su madre se dirigió a ella: —”Rosa, bonita, ¿me podrías acompañar?” Pero no le dijo a dónde. Salieron las dos, y llegaron a una casa; les abrió una recepcionista, que les dirigió a una sala de espera. Había allí un par de señoras, con cara de preocupación. —”¿No será esto la consulta de un psiquiatra?”, preguntó Rosa en voz baja con tono de alarma. —”No, no. Ya verás, pero tú no digas nada”. Al fin les llegó el turno y pasaron a otra habitación.
Resultó ser la consulta de una pitonisa. No tenía tanta cosa exótica en la habitación y el vestido como hubiera podido imaginar Rosa, aunque sí había alguna cosa que indicaba qué era aquello; y, eso sí, no faltaba una mesa amplia con faldón de terciopelo ni un ambiente de penumbra. La madre de Rosa tenía preocupación por el futuro, y aquella señora —era más bien mayor— la tranquilizó, y predijo alguna contrariedad, que sería superada. Rosa no se acordó después muy bien de esto, porque lo que se le quedó grabado fue lo que dijo de ella misma, aunque dirigiéndose a su madre. —”Tiene usted una hija mayor muy lista —empezó diciendo—. Es brillante en sus estudios, tiene carácter y sabe lo que quiere. Está intentando darle ánimos, y puede usted confiar en ella. Pero cree que lo sabe todo, y no es verdad: ni siquiera se conoce bien a sí misma, y tiene mucho que aprender. Tiene un exceso de confianza en sí misma. Pero debe aprender por sí sola y no fiarse de nadie, porque en caso contrario la engañarán, y caerá en un vicio muy serio, y se desesperará y arruinará su vida”. Rosa no podía articular palabra de lo aterrada que estaba, y tampoco fue capaz de decir palabra alguna a la salida.
“¿De qué me conocía? ¿Quién le ha contado nada de mí?”, eran preguntas que Rosa se hacía continuamente. Empezó a tener alguna pesadilla, y le costaba dormir. En esos momentos de vigilia, empezaba a verse de modo distinto a como se veía anteriormente. Se le hacían patentes defectos que antes no percibía. Se veía a sí misma egoísta, orgullosa y presuntuosa, y además imbécil por no darse cuenta antes. Se veía hipócrita, por pensar que presentaba una fachada inmaculada, pero por dentro no era así, “había de todo” pero ella no había querido verlo y miraba hacia otra parte. Empezó a estar más nerviosa y desconcentrada. Tuvo exámenes y, para sorpresa de todo el mundo, las calificaciones bajaron. Se sentía desanimada, y empezó a abrirse paso la idea de “para qué esforzarse en dar una apariencia de virtud” si no correspondía a la realidad.
A pesar de todo, la bajada en sus notas provocó una reacción. Para Rosa, el que existiera el demonio había sido poco más que un asunto de curiosidad. Pero empezó a pensar en ello más seriamente: “¿y quién, si no?”, se preguntaba. Recordó que de pequeña le habían enseñado a dirigirse al Angel de la Guarda, pero con el tiempo había abandonado eso, como si fuera una historieta más útil para niños pequeños. Todavía tenía grabado aquel “no fiarse de nadie”, pero comenzó a razonar diciéndose que si existía uno por qué no iba a existir el otro, y, tímidamente, le empezó a pedir ayuda. Al poco tiempo le vino a la cabeza que no se podía vivir sin confiar en nadie, y que tenía amigas que habían confiado en ella preguntando sus dudas, académicas sobre todo pero en algún caso también de otro tipo.
A la salida de una clase se animó a dirigirse a una de ellas: —”Oye, quiero preguntarte algo, pero dime la verdad”. —”¿Qué pasa…?” —”La verdad, ¿qué defectos me ves?” —”¿Que qué…?” —”Sí, defectos. Tengo unos cuantos, ¿no?” —”Hombre, tendrás pecado original, como todo el mundo”. —”Ya, pero no vengas con rodeos. Debo ser un asco de amiga, ¿no?” —”Tampoco te pongas así. A veces eres «un poco tuya», pero en fin…”. Con pocas diferencias, la escena se repitió con alguna amiga más. Rosa no quedaba satisfecha, pues pensaba que no le querían decir lo que pensaban en realidad. Al fin, quedaba una de sus amigas. La había dejado para el final porque “era la que rezaba”, y le parecía que ésa “todo lo arreglaba rezando”, y que por tanto no le iba a dar una respuesta inteligente. La abordó y repitió su pregunta. —”¿Y a qué viene eso?”, fue la respuesta. —”Tú dime”. —”Si no me dices por qué me lo preguntas, yo no digo nada”. —”¡Anda…!”. —”Que no. ¿Pero qué pasa contigo? Sacas las peores notas de tu vida, y ahora vienes con esto…”. —”Bueno, está bien. Quedamos esta tarde a tomar algo y te cuento. Pero con una condición”. —”¿Cuál?” —”Que no te asustes”. —”Mira, no entiendo nada, pero no te preocupes, no me voy a asustar”, contestó, visiblemente desconcertada.
Acudieron a la cita las dos. Rosa le contó lo de la pitonisa, aunque lo contó como si la iniciativa hubiera sido suya, sin nombrar a su madre. Y a grandes rasgos añadió lo que había pensado después. “Fatal todo, ¿verdad?”, concluyó. La respuesta tampoco fue corta. Su amiga le vino a decir que todos tenemos nuestras virtudes y defectos; que pensaba que lo que le pasaba se debía a que sólo había contado con sus propias fuerzas —”y bastante has hecho, que me pongo yo a funcionar así y no quiero ni pensarlo”, comentaba—. “Y mira —prosiguió—, te puede parecer un tópico, pero la verdad es que o te apoyas en Dios o te acabas hundiendo… Oye, ¿por qué no te lees lo del hijo pródigo y meditas un poco, y te acabas confesando? Y bueno, ahora que te has quedado sin padre podrías pensar que tienes uno en el cielo… Bueno, no sé si…”. —”No, no, tranquila”. —”Bien, pues eso. ¡Ah, y otra cosa!”. —”¿Qué?” —”Nada, que si me podrías explicar un par de problemitas de redes…”. Rosa se apresuró a decir que sí, entendiendo que por parte de su amiga era una delicadeza, no una necesidad.
Al cabo de unos días Rosa y su amiga volvían juntas de clase. —”Oye, que sí, que dio resultado”, dijo Rosa. —”¿Y ya estás más tranquila?” —”Sí, aunque todavía me dura el susto…”. —”¿Por?” —”Estuvo a punto de engañarme”. —”¿De quién estás hablando?” —”Ya sabes tú de quién: ése”. —”¿Ése? ¡Ah, bah! Que le den dos duros. Ha perdido”.
Preguntas que se formulan: — ¿Cómo debe un cristiano encarar el porvenir? ¿Cuida Dios de las personas? ¿Aunque sean pecadoras? ¿Qué significa la providencia divina? ¿A qué se extiende? ¿Hace mal la madre de Rosa en acudir a la pitonisa? ¿Por qué? ¿Es grave esa conducta? ¿Se sirve la providencia divina, en el caso estudiado, de alguna criatura? — ¿Cómo sabemos que existen ángeles y demonios? ¿Se puede apreciar de alguna manera su actuación en el caso estudiado? ¿Cómo actúan en la vida de los hombres? ¿Por qué lo hacen? ¿Qué significa que el demonio es un ángel caído? ¿Qué tipo de caída fue ésa? ¿Por qué fueron los ángeles sometidos a una prueba? ¿Cuál es el poder del demonio? — ¿Ves alguna semejanza entre la tentación de Adán y Eva, y lo que la pitonisa dice de Rosa? ¿Cuáles? ¿A qué tipo de pecado conducen? ¿Es grave? ¿Cómo se mezclan en esas tentaciones verdad y mentira? — ¿Qué consecuencias del pecado original se hacen patentes en este caso? ¿Cómo eran esos aspectos antes de la caída? ¿Por qué se transmiten esas consecuencias a todos los hombres? — ¿Fue el castigo por el pecado original inmisericorde? ¿Por qué? ¿Es razonable, al menos en algún caso, la desesperanza por el estado en que quedó el hombre? ¿Por qué? — ¿Es cierto que sin apoyarse en Dios no puede llevarse una vida íntegra? ¿No hay alguna excepción? ¿Por qué? ¿Qué es lo que da Dios a los hombres para que puedan vencer en la lucha contra el mal? ¿Tiene algo que ver la gracia con la condición de hijo de Dios? ¿Tenían también gracia divina Adán y Eva antes de la caída? ¿Por qué se dice que es sobrenatural? ¿Para qué se la concedió Dios? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 302-314, 328-336, 374-379, 385-412. Capítulos 2 y 3 del Génesis.
Comentario: Aparecen en este varios personajes. Algunos se ven, pero otros no se ven, aunque dejan sentir su presencia suficientemente como para confirmar que son tan reales como los que pueden verse.
El primero de estos últimos en aparecer es el diablo. El caso no pretende tratar de la moralidad de acudir a este tipo de consultas, pero ya que este asunto no aparece en ningún otro caso, se puede aclarar aquí. Es gravemente inmoral. La razón principal es porque, si de verdad hay alguien detrás, sólo puede ser el demonio. Como Rosa misma dice, ¿quién si no? No es infrecuente que este tipo de montajes sean un engaño, un tongo, pero otras veces —como ésta— lo que allí se oye sólo puede provenir de alguien muy bien informado. ¿Y quién si no? Porque está claro que ni Dios ni los que están con Él se prestan a este tipo de juegos. Es verdad que en el Antiguo Testamento aparece alguna ocasión en la que sí se prestan, pero reprochando a quien utiliza esos medios, y en todo caso son cosas que suceden antes de Cristo. Porque tras Jesucristo queda muy claro que es Él —y quienes participan de su sacerdocio— el único mediador entre Dios y los hombres, y no lo puede ser por tanto “Madame X”.
Podría también suceder que se buscase conocer el futuro pensando que detrás hay, no un “alguien”, sino un “algo”: fuerzas que dominan nuestro destino. Es, por ejemplo, lo que pasa con la astrología. Pero sigue siendo inmoral, porque, más o menos conscientemente, lo que sustituyen estas pretendidas fuerzas ciegas es nada menos que la providencia divina. Y, ante el futuro, la actitud correcta es la confianza en esa providencia, en Dios mismo, que es nuestro Padre. No es casualidad que proliferen esas pretendidas “ciencias ocultas del destino” en momentos en los que se descuidan la fe y la piedad; ni lo es tampoco que en los ambientes más materialistas abunde más el miedo al futuro y la obsesión por la seguridad.
La realidad es que Dios tiene planes maravillosos para el hombre, y si se truncan es porque los estropea el hombre. Todo ello sin perjuicio de que la sabiduría divina saque bienes mayores de esos estropicios. La felicidad original era una realidad —el paraíso, con sus dones naturales, preternaturales y sobrenaturales—, como también lo fue la tentación original del diablo. Y una de las razones de exponer aquí un caso como éste es que hay bastantes semejanzas entre la tentación de Eva y la que aquí padece Rosa. El “padre de la mentira” (cfr. Jn 8, 44) conoce su oficio, y sabe que las mentiras más creíbles son las que mezclan hábilmente verdad y mentira. El objetivo de ambas tentaciones es el mismo: alejar de la confianza en Dios, y valerse sólo de uno mismo, rechazando la ayuda divina y, con ella, el sometimiento a Dios. Fue más radical la de Adán y Eva: les invitaba —comiendo del prohibido árbol “de la ciencia del bien y del mal”— a determinar por sí mismos qué estaba bien y qué mal, sustituyendo así a Dios: “seréis como Dios” (Gen 3, 5). En el caso de Rosa, no se presenta este aspecto explícitamente, pero sí va implícito en ese “hacerlo todo por sí misma, sin fiarse de nadie”. El relato de Gen 3 muestra también que, como en este caso, el apoyo para la tentación es el amor propio, que el demonio se encarga de azuzar.
También hay un paralelismo en el resultado: “se les abrieron los ojos a ambos” (Gen 3, 7). Aquí se pone de manifiesto cuál es el plan del diablo y su objetivo habitual: la desesperación. Primero intenta cegar para el mal, luego lo presenta crudamente —si puede, exagerándolo— intentando hacer creer que no tiene solución. Puede comprobarse asimismo examinando en el Evangelio la tentación y final de Judas, de quien se dice explícitamente que actuó movido por Satanás.
La situación de Rosa parecía un callejón sin salida, porque salir de esa situación parecía superar sus fuerzas. Pero había alguien más. La actuación del ángel también se hace notar. Y, aunque sea más suave, es más poderosa. No por nada es un vencedor, mientras que el demonio es un vencido. Uno pasó su prueba, el otro no. Y es que Dios, por querer nuestro bien completo, nos quiere vencedores, y por eso corre el riesgo de nuestra libertad. No sólo quiere así a los espíritus puros —los ángeles—, sino también a nosotros. Por eso consta en el caso que las decisiones son de Rosa, y que el poder de ángeles y demonios no va más allá de sugerir —con más suavidad, aunque no menos eficacia, en el caso del ángel, pues éste, a diferencia de su oponente, no quiere violentar—.
“Puede parecer un tópico, pero la verdad es que o te apoyas en Dios o te acabas hundiendo”. Es la verdad. Y no lo es sólo para obtener la gracia y alcanzar nuestra meta sobrenatural. Lo es también para cumplir con nuestros deberes naturales, con la ley natural. El fundamento es que, desde el pecado original, el hombre es un ser “caído”. Y, aunque esté redimido y elevado a un orden sobrenatural, permanecen en él las secuelas del pecado original. Nos guste o no —lo normal es que no—, nuestra naturaleza es una naturaleza dañada (que no es lo mismo que corrompida, como sostenía Lutero). Por eso, toda visión del ser humano según la cual éste puede llegar a la perfección con sus solas fuerzas o en el que baste con cambiar las circunstancias para que se comporte siempre bien —son las teorías “naturalistas”—, es mentira. Era lo que, quizás bastante inconscientemente, pretendía Rosa. Por eso despreciaba a la que pensaba que “todo lo arreglaba rezando”, hasta que… tuvo que doblegar su orgullo y pedir ayuda, y entonces empezó a comprender. Con la actitud que tenía en un principio, aunque todo parecía salirle bien, tarde o temprano acabaría teniendo una crisis, y encontrándose con su propia miseria. Con el agravante de que el orgullo acumulado le haría —así fue— asustarse ante sí misma: las mejores condiciones para caer en la desesperanza. Por fortuna, no le faltó gracia de Dios, Angel de la Guarda… y una buena amiga. Con todo esto, y un poco de buena voluntad por su parte, pudo vencer, y venció.