Testimonio de un diácono de 27 años ante casi un millón de jóvenes y en la vigilia con Papa Juan Pablo II el sábado 3 de mayo de 2003 en Cuatro Vientos (Madrid).
¡Santo Padre! Me llamo Enrique, tengo veintisiete años y soy diácono de la diócesis de Madrid. Dentro de ocho días, si Dios quiere, con otros catorce compañeros seré ordenado sacerdote. ¡Sacerdote de Jesucristo! En este momento crucial de mi vida, al contemplar hasta dónde ha llegado el amor de Dios por mí… sólo puedo adorarlo y darle gracias por el don de la vocación, que no ha sido otra cosa sino la historia de un amor que ha cambiado mi vida, que ha roto el estrecho marco de mi puerta, que ha ensanchado mi corazón…, que me ha abierto a un horizonte de plenitud.
Como muchos jóvenes que en esta tarde han venido a encontrarse con Vuestra Santidad, conocí a Dios desde niño en mi familia, en mi parroquia, mis catequistas, mi grupo de amigos. Como muchos otros, entré en la universidad, salía con una chica y era un joven normal. Pero poco a poco, mi amistad con Cristo lo fue inundando todo, pedía más. Y yo reconocía que era más feliz cuando no me reservaba nada. La oración, la Eucaristía diaria, la dirección espiritual… eran los medios de los que Dios se servía para mostrarme con absoluta claridad su bondad y su amor. Mi sed de felicidad la iba llenando Cristo.
Santo Padre: recuerdo qué profunda impresión me causaron sus palabras cuando en junio del noventa y tres, nos dijo a los jóvenes reunidos en Madrid: “¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo a ser santos!”. En ese mismo lugar, el Papa que había visto siendo niño animando a los jóvenes a “abrir las puertas a Cristo”… me hablaba a mí. Hablaba a todos, pero me lo decía a mí: “¡Enrique! ¡Ábrele a Cristo el corazón de par en par! ¡No tengas miedo!” Y en su voz y en su mirada reconocía la voz y la mirada amorosa de Jesucristo, que desde su Cruz tiene sus ojos puestos en los míos… Desde entonces, no he cesado de buscar esa mirada…
París, Roma,… La última cita, el verano pasado en Toronto, donde esa mirada nos prometía “la misma alegría de Jesús”. Hay que dar la vida. Sabemos que nuestro mundo está herido por el odio, el pecado y la muerte… y que muchos no han recibido la Buena Noticia de que Dios les ama tiernamente. Los hombres tienen hambre y sed, ¡hambre y sed de Cristo!, de su perdón y misericordia. Por eso, en esta tarde estamos aquí varios cientos de seminaristas de toda España para decir a Vuestra Santidad que puede contar con nosotros, que el Señor puede contar con nuestras vidas, para realizar a través nuestro la obra de la salvación de los hombres.
Santo Padre, en nombre de todos y, muy especialmente de los que seremos ordenados el próximo domingo, ¡gracias por su palabra, su testimonio sacerdotal y su vida entregada, que tanto ha significado en nuestro camino vocacional! Le ruego que nos encomiende al Señor para que seamos santos sacerdotes. Y que su palabra y su mirada alcancen el corazón de muchos jóvenes para que también ellos respondan sí a Jesucristo con la entrega sacerdotal de sus vidas, que nosotros nos disponemos a comenzar.