Eran las 10 de la mañana y hacía un frío antártico en Madrid. Los termómetros habían comenzado su lenta remontada diurna, pero aún seguían bajo cero. Al abrir la puerta de la Capellanía, la pareja de pingüinos que anida bajo el escritorio salió huyendo hacia el pasillo. Encendí el aire caliente y me dispuse a colgar el abrigo en el perchero. En ese preciso momento oí una voz femenina: —Oye, ¿sabes si hay clase de Civil? Al capellán, ya se sabe, se le puede preguntar cualquier cosa por muy exótica que parezca.
Volví la cabeza, y no pude reprimir un escalofrío. Y es que, entre el jersey de cachemir azul y el pantalón vaquero de aquella chica, quedaba al descubierto un generoso espacio de epidermis congelada con el ombligo en el centro ensartado en un pendiente de plata.
Traté de responder que no sabía nada de las clases, pero la exhibición umbilical a semejante temperatura me heló momentáneamente la laringe. Al fin pregunté: —¿No tienes frío? —Bueno, sí. Normal… Empezaba bien la mañana. Fui a ver a Kloster: —No te preocupes –me dijo–, pronto prohibirán estas cosas.
—¿Prohibir…? Mi amigo estaba fumándose un puro en su despacho con gesto huraño.
—Mira, chico, es tal la fiebre prohibicionista que padecen los gobiernos en Occidente, que a este paso, acabarán multando también a quienes expongan su pellejo a las heladas invernales.
—A ti lo que te molesta es que no te dejen fumar en el pasillo.
—Lo que de verdad me preocupa, amigo mío, es la irrupción del Estado-Nodriza, última etapa evolutiva de eso que llamábamos Estado del Bienestar.
Cuando Kloster se saca de la manga una teoría, venga o no a cuento, lo mejor es dejarle hablar.
—El Estado del bienestar nos ofreció gratuitamente los servicios sanitarios básicos: médicos y medicinas, quirófanos e intervenciones quirúrgicas. Y estábamos todos tan contentos sin comprender que nuestras benéficas autoridades, además de procurarse un aumento de sus ingresos a base de impuestos, tratarían por todos los medios de gastar menos, protegiéndonos, como una madre posesiva y un poco cargante, contra nuestra nefasta manía de hacer lo que nos dé la gana.
—O sea, que, “niños, abrigaos bien, no me vayáis a coger un resfriado; y nada de fumar, que daña vuestros pulmones y luego nos sale carísimo; el móvil, apagado y el cinturón de seguridad bien ajustadito a vuestro frágil esqueleto. Os quitaremos los anuncios en las carreteras y autopistas para que no os distraigáis leyendo la publicidad de Ulloa Óptico y os rompáis la calavera contra un poste. Conformaos con mirar el toro de Osborne, pero sin texto explicativo. Y por supuesto, si salís del automóvil, hacedlo con chaleco antibalas homologado, y siempre con el maletero abarrotado de trastos: cadenas para la nieve, lámparas de repuesto, triángulos señalizadores y algunas otros artilugios que ya se nos irán ocurriendo”.
La fiebre reglamentista del Estado Nodriza va a más y no se vislumbra el final. En un par de años será obligatorio llevar suela de goma los días de lluvia con el dibujo bien marcado para no resbalar en las curvas. Y cuando salga el sol, sombrero homologado por el Ministerio de sanidad, para protegernos de los rayos ultravioletas… Lo dicho: no te preocupes. Las ostensiones umbilicales, con o sin piercings, estarán prohibidas en invierno.
Aquí hizo una pausa mi amigo y, por una vez, me permití discrepar: —Te equivocas, amigo Kloster. Esto no hay quien lo prohíba, porque no se trata de una moda sino de un hecho cultural de primera magnitud. En todas las épocas las mujeres han tratado de realzar lo más significativo de su personalidad: los ojos, el perfil del rostro, los labios, la sonrisa… Ahora hemos entrado en una nueva era autocomplaciente, ególatra y narcisista en la que lo importante ya no es amar entregándose, sino sentirse bien con el propio cuerpo. En una época así, ¿dónde crees que se sitúa el centro de gravedad? —¿En el ombligo? —Por supuesto.