Los diez o doce lectores que aún me quedan quizá recuerden que el mes pasado comencé a escribir una moderada defensa de la “buena pinta”, es decir, de la fachada con que nos presentamos ante los demás. Todo vino a propósito de un chaval a quien cambié de nombre pero no de atuendo, que se presentó en mi despacho de la capellanía vestido de mendigo o de prisionero en Auschwitz. y salió camino de su casa a bordo de un imponente automóvil azul metalizado.
Ya me temía yo que estaba metiéndome en un peligroso jardín, sobre todo cuando hablé de “feísmo” y descalifiqué la moda del pantalón corto y las chancletas.
-Ni feísmo ni “guapismo” -me increpó Luis-. Lo que a usted le parece feo a mí me mola. Y sobre gustos no hay nada escrito.
-Te equivocas, amigo. Sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Y no todo es subjetivo si hablamos de belleza o fealdad. Lo que pasa, en mi opinión, es que la sociedad se nos ha vuelto del revés, y, en cuestiones de fachada, es decir, de indumentaria, de lenguaje, de trato social etc., los valores de la elegancia y la pulcritud han dejado su puesto a otros más mezquinos.
A ver si soy capaz de explicarme recurriendo a la historia.
Hace cincuenta años el nivel económico del personal se notaba al primer golpe de vista, de nariz y de oído: los pobres vestían de pobre, olían a pobre y hablaban como pobres. Los ricos, por el contrario, vestían de rico, es decir, con ropa de confección, zapatos importados y corbatas de seda. También olían a rico, y su lenguaje almidonado estaba en consonancia con la blancura de sus puñetas y el brillo de sus gemelos de oro.
Todo eso, gracias a Dios, desapareció hace varias décadas. El desarrollo económico y El Corte Inglés hicieron su benéfica tarea homogeneizadora, y el buen gusto dejó de ser patrimonio de los más privilegiados. Ya no era preciso tener una cuenta corriente poco corriente para vestir razonablemente bien.
Pero el vestido, más que para abrigarse, sirve para distinguirse, y como en cuestiones de estética las clases sociales se habían equiparado, los fabricantes de ropa y sus cómplices los clientes, dejaron a un lado la belleza y todas esas monsergas y cambiaron de estrategia. La elegancia ya no dependería del buen gusto del atuendo, sino del precio. Y el precio se reflejaría en una etiqueta, que no se ocultaba, sino todo lo contrario: aparecía bien visible, con logotipo incluido, como un anuncio gratuito de la marca en cuestión y un modo de prestigiar al comprador, con tal de que éste se lo creyera.
Qué éxito, chico. “Vestir de etiqueta” ya no significaba disfrazarse de pingüino, sino llevar el dibujo más prestigioso en el bolsillo trasero del pantalón. Equivalía, para entendernos, a enseñar la factura. Y eso que el famoso cocodrilo de Lacoste se vendía en el Metro de Madrid y te lo cosían en la prenda que eligieras sin aumento de precio.
El siguiente paso fue precisamente el culto de lo feo, de lo cutre, incluso de lo sucio. Eso sí, con etiqueta. Unos buenos tejanos descoloridos y desgarrados, unos zapatos de doscientos euros sin calcetines ni betún, una camisa sudadita y una barba de tres días visten cantidad a bordo de un Ferrari.
La pregunta es: Todo esto, ¿tiene algún significado, o nos hemos vuelto cretinos? No. La fachada que presentamos nunca es casual. En el fondo, toda fachada es un lenguaje, un modo de comunicar a los demás lo que uno piensa de sí mismo y del vecino que tiene enfrente. -Ya. O sea que el hortera adinerado que exhibe su roña… -El hortera en cuestión, probablemente no sea consciente de lo que hace, pero, en el fondo, está diciendo a su vecino que no le merece el menor respeto, que, para él, es irrelevante la sensibilidad ajena.
-Soy rico, muchacho -nos comunica-. Mi dignidad está en mi cartera. Valgo lo que tengo y ni un euro más… Soy sólo un tipo mugriento vestido de etiqueta.